Tumbado en la cama, los pies sobre un periódico para no ensuciar la colcha, Abel saboreaba un cigarrillo. Había tenido una buena cena. Mariana sabía cocinar. Y era, también, una estupenda ama de casa. Se notaba eso en la forma de organizar la habitación, en los pequeños detalles. Su dormitorio estaba allí para demostrarlo. Los muebles eran pobres, pero limpios, y tenían aire de dignidad. No hay duda de que, así como los animales domésticos —el perro y el gato, por lo menos— reflejan el temperamento y el carácter de los dueños, también los muebles y los objetos más insignificantes de una casa reflejan algo de la vida de sus propietarios. De ellos se desprende frialdad o calor, cordialidad o reserva. Son testigos que cuentan, a todas horas, con un lenguaje silencioso, lo que han visto y saben. La dificultad está en encontrar el momento más favorable para recoger la confesión, la hora más íntima, la luz más propicia.
Siguiendo en el aire el movimiento envolvente del humo que subía, Abel oía las historias que le contaban la cómoda y la mesa, las sillas y el espejo. Y también las cortinas de la ventana. No eran historias con principio, desarrollo y fin, sino un fluir dulce de imágenes, la lengua de las formas y de los colores que dejan una impresión de paz y serenidad.
Sin duda, el estómago reconfortado de Abel formaba parte importante de esta sensación de plenitud. Hacía ya muchos meses que estaba privado de las sencillas refecciones domésticas, del sabor particular de la comida hecha con las manos y el paladar de una tranquila ama de casa. Comía en tabernas baratas el plato del día, la sopa insípida y los boquerones fritos que, a cambio de escasos escudos, les dan, a los abonados a lo poco, la ilusión de que se alimentan. Tal vez Mariana sospechara eso mismo. De otro modo, no se entiende la invitación, pues sus relaciones eran de hacía pocos días. O tal vez Silvestre y Mariana fuesen diferentes. Diferentes de todas las personas que había conocido hasta entonces. Más humanos, más sencillos. Más abiertos. ¿Qué sería lo que le daba a la pobreza de sus hospederos ese sonido de metal puro? (Por una oscura asociación de ideas, así sentía Abel la atmósfera de la casa). «¿La felicidad? Es poco. La felicidad participa de la naturaleza del caracol, que se retrae cuando lo tocan». Pero, si no es la felicidad, ¿qué puede ser? «Tal vez la comprensión… Pero la comprensión es simplemente una palabra. Nadie puede comprender a otro, si no es ese otro. Y nadie puede ser, al mismo tiempo, otro de sí mismo».
El humo seguía escapándose del cigarrillo olvidado. «¿Estará en la naturaleza de ciertas personas esta capacidad de desprender de sí mismas algo que transfigure la vida? Algo, algo… Algo, puede ser todo o casi nada. Lo que interesa es saber qué. Pero entonces, veamos, pongamos la pregunta: ¿el qué?».
Abel pensó, volvió a pensar y, al final, ante sí sólo tenía una pregunta. Parecía un callejón sin salida. «¿Qué personas son éstas? ¿Qué capacidad es ésa? ¿En qué consiste la transfiguración? ¿No estarán estas palabras demasiado lejos de lo que quieren expresar? La circunstancia de tener que usar forzosamente palabras ¿no dificultará la respuesta? Pero, si no, ¿cómo encontrarla?».
Ajeno al esfuerzo especulativo de Abel, el cigarro se consumió hasta los dedos que lo sostenían. Con precaución para no hacer caer la brasa en que el pitillo se había transformado, dejó la colilla en el cenicero. Iba a retomar el hilo de su razonamiento cuando sonaron dos golpes suaves en la puerta. Se levantó:
—Adelante.
Apareció Mariana con una camisa en la mano.
—Perdone que le moleste, señor Abel, pero no sé si esta camisa tendrá arreglo…
Abel tomó la camisa, la miró y sonrió:
—¿Qué cree, señora Mariana?
Ella sonrió también y aventuró:
—No sé, ya está muy vieja…
—Haga lo que pueda. ¿Sabe? A veces necesito más una camisa vieja que una nueva… ¿No le parece raro?
—Usted sabrá las razones que tiene… —le dio vueltas a la camisa por todas partes, como si quisiera poner en evidencia su decrepitud, y añadió—: Mi Silvestre tuvo una parecida a ésta. Me parece que todavía tengo unos retales… Por lo menos para el cuello…
—Eso le va a dar mucho trabajo. Quizá no…
Se detuvo. Vio en los ojos de Mariana la pena que le daría si no aceptara el arreglo de la camisa:
—Gracias, señora Mariana. Quedará mejor…
Mariana salió. Tan gorda que daba risa, tan buena que daban ganas de llorar.
«Será bondad —pensó Abel—. Es poco todavía —pensó después—. Hay aquí algo que se me escapa. Son felices, eso se ve. Son comprensivos, son buenos, así lo siento. Pero falta algo, tal vez lo más importante, tal vez lo que es causa de la felicidad, de la comprensión, de la bondad. Tal vez lo que es —debe de ser eso—, simultáneamente, causa y consecuencia de la bondad, de la comprensión y de la felicidad».
De momento Abel no encontraba salida en el laberinto. La reconfortante cena tenía parte de responsabilidad en el embotamiento de la capacidad de razonar. Pensó leer un poco antes de acostarse. Era temprano, poco más de las diez y media, disponía de bastante tiempo por delante. Pero leer no le apetecía.
Salir tampoco, a pesar del tiempo sereno, del cielo sin nubes, de la temperatura amena. Sabía lo que iba a ver en la calle: personas remolonas o apresuradas, interesadas o indiferentes. Casas sombrías, casas iluminadas. El curso egoísta de la vida, el sufrimiento, el temor, las ansias, el abordaje a la mujer que pasa, la expectativa, el hambre, el lujo y la noche que levanta las máscaras para mostrar la verdadera cara del hombre.
Se decidió. Iría a conversar con Silvestre, con su amigo Silvestre. Sabía que el momento era malo, que el zapatero estaba ocupado con un trabajo de urgencia, pero si no le podía hablar por lo menos estaría junto a él, observándole los movimientos de las manos hábiles, sintiéndole la mirada tranquila. «Tranquilidad, rara cosa…», pensó.
Silvestre, al verlo entrar en la marquise, sonrió y dijo:
—Hoy no hay jueguecito, ¿eh?…
Abel se sentó enfrente. La bombilla baja iluminaba las manos del zapatero y el zapato de niño en el que trabajaba.
—¡Qué remedio! Usted no tiene horario de trabajo…
—Ya lo he tenido. Ahora soy empresario…
Pronunció la última palabra de un modo que le quitaba todo su significado. Mariana, apoyada en el cesto de la ropa, cosiendo la camisa, bromeó:
—Empresario sin capital…
Abel sacó un paquete de tabaco y le ofreció a Silvestre:
—¿Quiere uno de éstos?
—Pues sí.
Pero Silvestre tenía las manos ocupadas y no podía sacar el cigarrillo. Fue Abel quien lo sacó y se lo puso en la boca y, después, lo encendió. Todo esto en silencio. Nadie habló de alegría, pero todos estaban alegres. La sensibilidad más agudizada del joven aprehendió la belleza del momento. Una belleza pura. «Virginal», pensó.
Su silla era más alta que los taburetes donde se sentaban Silvestre y Mariana. Les veía las cabezas inclinadas, el pelo blanco, la frente arrugada de Silvestre, las mejillas brillantes y sonrojadas de Mariana y la luz familiar que los envolvía. El rostro de Abel estaba en la sombra, la brasa del nuevo cigarrillo encendido señalaba el lugar de la boca.
Mariana no era persona para largas tertulias. Además, su vista fatigada disminuía con la noche. Para su desesperación, daba cabezadas bruscas. Que no contaran con ella para tertulias. Al amanecer, podían invitarla.
—Ya te estás quedando frita —dijo Silvestre.
—¡Qué dices! Como si yo fuera un pájaro…
Pero era inútil. No habían pasado cinco minutos y ya Mariana se estaba levantando… Se le cerraban los ojos de sueño, que Abel la disculpara. Los dos hombres se quedaron solos.
—Todavía no le he agradecido la cena —dijo Abel.
—Venga ya. No tiene ninguna importancia.
—Para mí, mucha.
—No diga eso. Cena de pobre…
—Ofrecida a otro más pobre todavía… Tiene gracia: es la primera vez que me llamo a mí mismo pobre. Nunca lo había pensado.
Silvestre no respondió. Abel sacudió la ceniza del cigarro y siguió:
—Pero ésa no es la razón por la que digo que para mí tiene mucha importancia. Es que nunca me había sentido tan bien como hoy. Cuando me vaya, me llevaré muchas nostalgias de ustedes.
—Pero ¿por qué va a irse?
Con una sonrisa, Abel respondió:
—Recuerde lo que le dije el otro día… Cuando me siento atado, corto el tentáculo… —tras un breve silencio, que Silvestre no interrumpió, añadió—: Espero que no me considere un ingrato…
—No lo considero ingrato. Si no supiese quién es, si no conociese su vida, sería lógico que pensara así.
Abel se inclinó hacia delante, en un movimiento de curiosidad irreprimible:
—¿Cómo es posible que sea usted tan comprensivo?
Silvestre levantó la cabeza, parpadeando por culpa de la luz:
—En mi profesión eso no es corriente, ¿no es eso lo que quiere decir?
—Sí…, tal vez…
—Y mire que siempre he sido zapatero… Usted es encargado de obra y persona con conocimientos. Tampoco nadie diría…
—Pero yo…
—Acabe. Tiene estudios, ¿verdad?
—Sí.
—Yo también estudié. Tengo la instrucción primaria. Luego he ido leyendo cosas, aprendiendo…
Como si el zapato exigiese toda su atención, Silvestre se calló bajando todavía más la cabeza. La luz le iluminaba la nuca poderosa y los omoplatos musculosos.
—Estoy molestándole en su trabajo —dijo Abel.
—Nada de eso. Esto es algo que puedo hacer con los ojos cerrados.
Apartó el zapato, tomó tres hilos y comenzó a encerarlos. Lo hacía con movimientos largos y armoniosos. Poco a poco, a cada paso por la cera, el hilo blanco se hacía de un color amarillo cada vez más vivo.
—Si lo hago con los ojos abiertos es por la fuerza de la costumbre —continuó—. Y también porque, si los cerrase, el trabajo me llevaría más tiempo.
—Sin contar con que saldría imperfecto —añadió Abel.
—Claro. Eso demuestra que hasta cuando podemos cerrar los ojos, los debemos mantener abiertos…
—Lo que acaba de decir parece un acertijo.
—No se crea. ¿No es verdad que, con mi práctica del oficio, podría trabajar con los ojos cerrados?
—Hasta cierto punto. Usted ha aceptado que, en esas condiciones, la obra no saldría perfecta.
—Por eso los abro. ¿No es verdad también que, con mi edad, podría cerrar los ojos?
—¿Morir?
Silvestre, que había tomado la lezna y agujereaba la suela para comenzar a coser, suspendió el movimiento:
—¿Morir? Vaya idea. No tengo ninguna prisa.
—¿Entonces?
—Cerrar los ojos sólo quiere decir no ver.
—Pero ¿no ver qué?
El zapatero abrió los brazos como si quisiera abarcar todo aquello en que estaba pensando:
—Esto… La vida… Las personas…
—Sigue el acertijo. Confieso que no adivino hasta dónde quiere llegar.
—Ni podría adivinarlo. No sabe…
—Me está intrigando. Vamos a ver si me oriento. Usted dice que incluso cuando podemos cerrar los ojos los debemos conservar abiertos, ¿no es eso? También dice que los conserva abiertos para ver la vida, las personas…
—Exactamente.
—Pues bien. Todos nosotros tenemos los ojos abiertos, las personas, la vida… Y eso, ya se tengan seis o sesenta años…
—Depende de la manera de ver.
—¡Ah! Estamos llegando al punto. Usted conserva los ojos abiertos para ver de una cierta manera. ¿Es eso lo que quiere decir, señor Silvestre?
—Es lo que he dicho.
—¿De qué manera?
Silvestre no respondió. Estiraba ahora los hilos. Los músculos del brazo se contraían.
—Estoy molestándolo —dijo Abel—. Si seguimos conversando no tendrá el trabajo listo para mañana.
—Y si no hablamos se quedará intrigado toda la noche.
—Eso es verdad.
—Está lleno de curiosidad, ¿eh? Está como yo el otro día. Tras dieciséis años dando tumbos por la vida, descubre un ave rara, un zapatero filósofo. Es casi un premio gordo…
Abel tuvo la impresión de que Silvestre se estaba burlando. Apenas disimuló el mal humor y respondió, en un tono levemente agridulce:
—Me gustaría saber, sin duda, pero nunca he intentado forzar a nadie para que diga lo que no quiere. Ni siquiera a las personas en las que alguna vez he confiado…
—Esto parece que va por mí. Ya lo he captado.
El tono de las palabras era de tal manera jocoso y burlón que Abel tuvo que dominarse para no responder con acritud. Pero, como la única respuesta posible sería agria, prefirió callarse. Instintivamente sentía que no estaba enfadado con Silvestre, que no podría enfadarse aunque lo quisiera.
—¿Le he molestado? —le preguntó el zapatero.
—No… No…
—Ese no quiere decir sí. Aprendí con usted a oír todo lo que me dicen y a prestar atención a la manera como me lo dicen.
—¿No cree que tengo razón?
—La tiene. Tiene razón e impaciencia.
—¿Impaciencia? Incluso ahora que le acabo de decir que no fuerzo a nadie a hablar…
—¿Y si pudiera forzar?
—Si pudiera… Si pudiera, lo forzaría a usted. Bueno, ya lo he dicho. ¿Está satisfecho? —Silvestre se rió alto:
—Doce años de contacto con la vida todavía no le han enseñado a dominarse.
—Me han enseñado otras cosas.
—Le enseñaron a ser desconfiado…
—¿Cómo puede decir eso? ¿No he confiado en usted?
—Confió. Pero lo que dijo se lo podía haber dicho a otra persona cualquiera. Bastaría que sintiera necesidad de desahogarse.
—Es cierto. Pero dese cuenta de que ha sido con usted con quien me he desahogado.
—Se lo agradezco… Ahora no estoy bromeando. Crea que se lo agradezco.
—No es necesario que me lo agradezca.
Silvestre apartó el zapato y la aguja y empujó hacia un lado el banco de trabajo. Cambió la posición de la lámpara, para ver mejor el rostro de Abel:
—¡Vaya! Qué cara tiene de estar molesto…
El rostro de Abel se contrajo más. Sintió tentaciones de levantarse y salir.
—Oiga, oiga —dijo Silvestre—. ¿Es verdad, o no, que desconfía de todo el mundo? Que es un…, un… Me falta la palabra.
—¿Un escéptico?
—Eso, un escéptico.
—Tal vez. Me he llevado tantos golpes que sería milagroso que no lo fuese. Pero ¿qué es lo que hay en mí que le lleva a considerarme un escéptico?
—En todo lo que me ha contado, no he visto otra cosa.
—Pero, en ciertos momentos, se conmovió.
—Eso no quiere decir nada. Me ha conmovido su vida, lo que ha sufrido. También me conmuevo con esas grandes desgracias de las que a veces los periódicos hablan…
—Está rehuyendo la cuestión. ¿Por qué soy un escéptico?
—Todos los muchachos de su edad lo son. En estos tiempos por lo menos…
—¿Y qué muchachos conoce que hayan tenido una vida como la mía?
—Sólo a usted. Y es por eso mismo por lo que no le vale de mucho lo vivido. Quiere conocer la vida, me dijo. ¿Para qué? Para su uso personal, para su provecho, y nada más.
—¿Quién dice eso?
—Lo adivino. Tengo un sexto sentido, que adivina.
—¿Está otra vez bromeando?
—Ya ha pasado… ¿Recuerda que me habló de los tentáculos que nos agarran?
—Hace nada acabo de referirme a eso.
—Cierto, y ése es el punto clave. Esa preocupación por no ser atrapado…
Abel lo interrumpió. Su expresión de mal humor había desaparecido. Estaba ahora interesado, casi exaltado:
—¿Y qué? ¿Quiere verme con un empleo fijo donde tenga que yacer toda la vida? ¿Quiere verme agarrado a una mujer? ¿Quiere verme haciendo la vida de todo el mundo?
—No quiero ni dejo de querer. Si mi querer tuviera alguna importancia para usted, lo que yo querría es que su preocupación por huir de prisiones no lo llevara a ser prisionero de usted mismo, de su escepticismo…
Abel hizo un amago de sonrisa amarga.
—Y yo que creía estar viviendo una vida ejemplar…
—Y lo está, si de ella saca lo que yo saqué de la mía…
—¿Qué fue eso? Si puede saberse.
Silvestre tomó el tabaco, buscó el papel y, lentamente, lió un cigarro. Con la primera bocanada, respondió:
—Una cierta manera de ver…
—Volvamos al principio. Usted sabe lo que quiere decir. Yo no lo sé. Luego la conversación así no es posible.
—Lo es. Cuando le diga lo que sé.
—A ver si es verdad. Si hubiese comenzado por ahí, habría sido mejor.
—No lo creo. Usted necesitaba, primero, oírlo.
—Ahora lo oigo. Y pobre de usted si no me convence…
Lo amenazaba con el dedo índice, pero el rostro era amigable. Silvestre correspondió con una sonrisa a la amenaza. Después, echó la cabeza hacia atrás y miró al techo. Los tendones del cuello parecían cuerdas tensas. La camisa abierta dejaba ver la parte superior del pecho, ennegrecido por el vello, donde brillaban pequeños hilos de plata encrespados. Despacio, como si de la abstracción regresase cargado de recuerdos, Silvestre miró a Abel. Enseguida, comenzó a hablar, con una voz honda que temblaba en ciertas palabras y en otras era como si se tensara y se endureciera:
—Óigame, amigo mío. Cuando tenía dieciséis años ya era lo que hoy soy: zapatero. Trabajaba en un cubículo con otros cuatro compañeros desde la mañana a la noche. En invierno, las paredes chorreaban agua; en verano, se moría de calor. Adivinó cuando dijo que le parecía que, a los dieciséis años, la vida ya no tenía nada de maravilloso para mí. Usted pasó hambre y frío porque quiso, yo pasé lo mismo sin quererlo. Eso es muy diferente. Por su libre voluntad comenzó a hacer esta vida, y no lo censuro. Mi voluntad no fue ideada ni consultada para la vida que llevo. Tampoco le contaré mis años de niño, a pesar de ser ya lo bastante viejo para tener placer en recordarlos. Pero fueron tan tristes que, para el caso, sólo vendrían a importunar. Mala vida, poca ropa, muchas bofetadas, y está todo dicho. Son tantos los niños que viven así, que uno ya ni se extraña…
Con la barbilla asentada en un puño cerrado, Abel no perdía una palabra. Sus ojos oscuros brillaban. La boca, de trazo femenino, adquirió dureza. Todo el rostro estaba atento.
—A los dieciséis años vivía de esta manera —continuó Silvestre—. Trabajaba en Barreiro. ¿Conoce Barreiro? No voy allí desde hace un buen puñado de años, no sé cómo estará aquello ahora. Pero sigo. Como le dije, hice la instrucción primaria. Por la noche… Tenía un profesor que no evitaba los golpes. Me dieron como a los otros. La voluntad de aprender era mucha, pero el sueño todavía era más. Él debía de saber lo que hacía durante el día, recuerdo que se lo dije una vez, pero era igual que nada. Nunca se disculpó. Ya murió. Que la tierra le sea leve… En aquel tiempo, estaba la monarquía dando el último suspiro. Creo que fue incluso el último…
—Usted es republicano, claro —observó Abel.
—Si ser republicano es no admitir la monarquía, soy republicano. Pero a mí me parece que monarquía y república, a fin de cuentas, son palabras. Me lo parece, hoy… En aquel momento era republicano convencido y la república, más que una palabra. Llegó la república. Para eso ni hice ni deshice, pero lloré con tanta alegría como si todo hubiera sido obra mía. Usted, que vive en estos tiempos duros y desconfiados, no puede imaginar las esperanzas de aquellos días. Si todo el mundo sintió lo que yo sentí, hubo una época en que no hubo gente infeliz de una punta a otra de Portugal. Era un niño, ya lo sé, sentía y pensaba como niño. Más tarde comencé a ver que me robaban las esperanzas. La república ya no era novedad, y en esta tierra sólo se aprecian las novedades. Entramos como leones y salimos como burros de carga. Lo llevamos en la masa de la sangre… Había mucho entusiasmo, mucha dedicación, era como si nos hubiera nacido un hijo. Pero había también mucha gente dispuesta a liquidar nuestros ideales. Y no tenía escrúpulos. Después aparecieron, y eso fue malo, unos cuantos que querían, a base de fuerza, salvar la patria. Como si la patria se estuviera perdiendo… Comenzó cada cual a no saber lo que quería. Amigos de ayer eran enemigos al día siguiente sin saber bien por qué. Yo oía aquí, oía allí, observaba, quería hacer algo y no sabía qué. Tuve momentos en que habría dado la vida de buena gana, si me la hubieran pedido. Me metía en discusiones con mis compañeros de aula. Uno de ellos era socialista. Era el más inteligente de todos nosotros. Sabía muchas cosas. Creía en el socialismo y sabía decir por qué. A mí me prestó libros. Es como si lo viera. Era mayor que yo, muy delgado y muy pálido. Sus ojos echaban llamas cuando hablaba de ciertas cosas. Debido a la posición en que trabajaba, y porque era débil, iba encorvado. El pecho se le hundía. Decía que yo le caía bien porque era, al mismo tiempo, fuerte y listo… —se calló durante unos momentos, reencendió el cigarro, que se le había apagado, y prosiguió—: Tenía su nombre, se llamaba también Abel… Ya han pasado más de cuarenta años. Murió antes de la guerra. Un día faltó al trabajo sin avisar. Fui a visitarlo. Vivía con la madre. Estaba en la cama ardiendo de fiebre. Había vomitado sangre. Cuando entré al dormitorio, sonrió. Me impresionó esa sonrisa, parecía que estaba despidiéndose de mí. Dos meses después murió. Me dejó los libros que tenía. Todavía los conservo…
Los ojos de Silvestre retrocedían hacia el pasado distante. Veían el dormitorio pobre del enfermo, tan pobre como el suyo, las largas manos de uñas moradas, el rostro pálido, ojos como brasas vivas.
—Nunca ha tenido un amigo, ¿verdad? —preguntó.
—No, nunca lo he tenido…
—Es una pena. No sabe lo que es tener un amigo. Tampoco sabe lo que cuesta perderlo, ni la nostalgia que se siente cuando lo recordamos. Ésta es una de las cosas que la vida no le ha enseñado…
Abel no respondió, pero afirmó con la cabeza lentamente. La voz de Silvestre, las palabras que oía alteraban el orden de sus ideas. Una luz, no muy viva pero insistente, se introducía en su espíritu, iluminaba sombras y recodos.
—Después llegó la guerra —continuó Silvestre—. Fui a Francia. No lo hice por gusto. Me mandaron, no tuve otro remedio. Anduve por allí, metido hasta las rodillas en el barro de Flandes. Estuve en La Couture… Cuando hablo de la guerra, no soy capaz de decir muchas cosas. Imagino lo que debe de haber sido esta última para quien la vivió, y me callo. Sé que aquélla fue la Gran Guerra, ¿qué nombre se le dará a ésta? Y ¿qué nombre se le dará a la próxima? —sin aguardar respuesta, prosiguió—: Cuando volví, había algo diferente. Dos años siempre traen cambios. Pero quien estaba más cambiado era yo. Volvía al banco, a otro taller. Mis nuevos compañeros eran ya hombres, padres de hijos, que no se metían, decían ellos, en historias. Así que descubrieron quién era yo, intrigaron con el patrón, fui despedido y amenazado por la policía…
Silvestre mostró una sonrisa forzada, como si recordase cualquier episodio burlesco. Pero luego se serenó:
—Los tiempos habían cambiado. Mis ideas, antes de ir a Francia, podrían ser dichas en voz alta con los compañeros, que a nadie se le ocurriría denunciarlas a la policía o al patrón. Ahora tenía que callarlas. Mantuve silencio. Fue por aquel entonces cuando conocí a mi Mariana. Quien la ve hoy no es capaz de imaginar lo que era en aquel tiempo. Bonita como una mañana de mayo…
Casi sin reflexionar, Abel preguntó:
—¿Quiere mucho a su mujer?
Silvestre, sorprendido, dudó. Después, serenamente, con una convicción profunda, respondió:
—La quiero. La quiero mucho.
«Es el amor —pensó Abel—. Es el amor el que les da esta tranquilidad, esta paz». Y, bruscamente, le entró en el corazón un deseo violento de amar, de darse, de ver en la secura de su vida la flor roja del amor. La voz serena de Silvestre continuaba:
—Me acordaba de mi amigo Abel, del otro…
Sonriendo, el joven hizo un gesto de agradecimiento por la delicadeza de la intención.
—Releí los libros que me había dejado y comencé a vivir dos vidas. De día, era el zapatero, un zapatero silencioso que no veía más allá de las suelas de los zapatos que arreglaba. Por la noche era verdaderamente yo. No se extrañe si mi manera de hablar es demasiado fina para la profesión que tengo. Conviví con mucha gente culta y, si no aprendí lo que debía, aprendí, por lo menos, lo que podía. Arriesgué la vida algunas veces. Nunca me negué a ninguna tarea, por más peligrosa que fuera…
La voz de Silvestre se iba haciendo lenta, como si se negara a un recuerdo penoso, o como si, no pudiendo evitar hablar de él, buscara la manera de decirlo:
—Una vez hubo una huelga de ferroviarios. Al cabo de veinte días fueron movilizados. Como respuesta, el comité central ordenó que las estaciones fuesen abandonadas. Yo estaba en contacto con los ferroviarios, tenía una misión que cumplir ante ellos. Era un elemento de confianza, pese a que la edad no era mucha. Me encargaron dirigir un grupo que debía recorrer un sector de Barreiro, por la noche. Teníamos que pegar panfletos. De madrugada tuvimos un encuentro con gente de la juventud monárquica…
Silvestre lió otro cigarro. Las manos le temblaban un poco y los ojos se negaban a mirar a Abel:
—Uno de ellos murió. Casi no le vi la cara, pero era joven. Quedó tendido en la calle. Caía una lluvia menuda y fría, y las calles estaban llenas de barro. Vinieron guardias y nosotros huimos antes de que nos identificaran. Nunca se supo quién lo mató…
Un silencio pesado, como si la muerte hubiera venido a sentarse entre los dos hombres. Silvestre conservaba la cabeza baja, Abel tosió levemente y preguntó:
—¿Y luego?
—Luego… fue así durante años. Más tarde me casé. Mi Mariana sufrió mucho por mi causa. En silencio. Pensaba que yo tenía razón y nunca me censuró. Nunca intentó apartarme de mi camino. Eso se lo debo. Los años pasaron. Hoy soy viejo…
Silvestre se levantó y salió de la marquise. Volvió pocos segundos después con la botella de ginja y dos vasos:
—¿Quiere una ginja para entrar en calor?
—Quiero.
Con los vasos llenos, los dos hombres se quedaron en silencio.
—¿Y entonces? —preguntó Abel minutos después.
—¿Entonces, qué?
—¿Dónde está la tal manera de ver la vida?
—¿No la ha descubierto?
—Tal vez, pero prefiero que me la diga.
Silvestre bebió el aguardiente de un trago, se limpió la boca con el dorso de la mano y respondió:
—Si no la ha descubierto por sí mismo, es porque no he sabido decirle lo que siento. No me extraña. Hay cosas que son tan difíciles de decir… Creemos que quedó todo dicho, y al final…
—No huya.
—No, no huyo. Aprendí a ver más allá de la suela de estos zapatos. Aprendí que, tras esta vida desgraciada que los hombres llevan, hay un gran ideal, una gran esperanza. Aprendí que la vida de cada uno de nosotros debe estar orientada por esa esperanza y por ese ideal. Y que si hay gente que no siente así, es porque murió antes de nacer —sonrió y añadió—: Esta frase no es mía. La oí hace muchos años…
—En su opinión, ¿yo pertenezco al grupo de los que han muerto antes de nacer?
—Pertenece a otro grupo, al grupo de los que todavía no han nacido.
—¿No se estará olvidando de la experiencia que tengo?
—No me olvido de nada. La experiencia sólo vale cuando es útil a otros, y usted no es útil a nadie.
—Reconozco que no soy útil. Pero ¿cuál es la utilidad de su vida?
—Me he esforzado. Y si no lo conseguí, ha quedado, por lo menos, el esfuerzo…
—A su manera. ¿Y quién le dice que es la mejor?
—Hoy casi todo el mundo dice que es la peor. ¿Pertenecerá usted al mundo de los que hablan así?
—Si le soy sincero, no sé…
—¿No lo sabe? ¿Después de lo que ha vivido y de lo que ha visto, con la edad que tiene, todavía no lo sabe?
Abel no pudo soportar la mirada de Silvestre y bajó la cabeza.
—¿Cómo es posible que no lo sepa? —insistió el zapatero—. ¿Doce años viviendo de esa manera todavía no le han mostrado la bajeza de la vida de los hombres? ¿La miseria? ¿El hambre? ¿La ignorancia? ¿El miedo?
—Me han enseñado todo eso. Pero los tiempos son otros…
—Sí. Los tiempos son otros, pero los hombres son los mismos…
—Unos murieron… Su amigo Abel, por ejemplo.
—Pero otros nacieron. Mi amigo Abel… Abel Nogueira, por ejemplo.
—Está contradiciéndose. Hace un instante me decía que pertenezco al grupo de los que todavía no han nacido…
Silvestre empujó de nuevo el taburete hacia delante. Tomó un zapato y recomenzó el trabajo. Con voz trémula, respondió:
—Tal vez no me haya comprendido.
—Lo comprendo mejor de lo que supone…
—¿Y no me da la razón?
Abel se levantó, miró el huerto a través de los vidrios. La noche era oscura. Abrió la ventana. Todo era sombra y silencio. Pero en el cielo había estrellas. La Vía Láctea desplegaba su camino luminoso de horizonte a horizonte. Y de la ciudad subía hacia las alturas un rumor sordo de cráter.