En casa de Anselmo se cenó más temprano esa noche. María Claudia tenía que arreglarse para ser presentada a Paulino Moráis y no era conveniente hacer esperar a una persona cuya buena merced se pretendía captar. Madre e hija comieron deprisa y se encerraron en el dormitorio. Tenían varios problemas que resolver en cuanto a la presentación de Claudiña y el más difícil era la elección del vestido. Ningún otro realzaría mejor su belleza y juventud que el vestido amarillo, sin mangas, de tejido leve. La falda amplia, de pliegues, que en el repulgo parecía el cáliz invertido de una flor, le caía desde la cintura con un movimiento de ola perezosa. Para ese vestido fueron los votos de Rosalía, pero el buen sentido y el gusto de Claudiña hicieron notar la incongruencia: ese vestido estaba bien para los meses de verano, no para la primavera todavía lluviosa. Además, la ausencia de mangas podría desagradar al señor Moráis. Rosalía estuvo de acuerdo, pero no hizo más sugerencias. Había elegido aquel vestido, y sólo aquél, y no tenía ojos para otras opciones.
Difícil parecía la elección, pero Claudiña se decidió: se pondría el vestido gris verdoso, que era discreto y apropiado a la estación. Era un vestido de lana, de mangas largas que se cerraban en las muñecas con botones del mismo color. El escote, pequeño, apenas mostraba el cuello. Para una futura empleada no podía desearse nada mejor. A Rosalía no le gustó la idea, pero cuando la hija se vistió le dio la razón.
María Claudia tenía siempre razón. Se vio en el espejo alto del armario y se encontró bonita. El vestido amarillo la haría más joven y ella ahora quería parecer mayor. Nada de volantes, ni de brazos desnudos. El vestido que se había puesto le sentaba al cuerpo como un guante, parecía pegarse a la carne y obedecerla en los mínimos movimientos. No tenía correa, pero el corte le marcaba la cintura naturalmente, y la cintura de María Claudia era tan fina y esbelta que una correa sólo la perjudicaría. Mirándose en el espejo, Claudiña descubrió el sentido con el que debería orientar en el futuro la elección de su vestuario. Evitar lo superfluo que escondiera sus contornos. Y, en ese momento, volviéndose ante el espejo, pensaba que le quedaría bien un vestido de lamé, de esos que parecen de piel, tan flexible y elástica como la natural.
—¿Qué tal, mamaíta? —preguntó.
Rosalía no tenía palabras. Andaba alrededor de la hija como una asistenta que prepara a la artista para la apoteosis. María Claudia se sentó, sacó del bolso un lápiz de labios y colorete y comenzó a pintarse. El pelo quedaba para luego, tan fácil era peinarlo. No abusó del maquillaje, incluso fue más discreta de lo que era habitual en ella. Confiaba en que el nerviosismo le sacaría buenos colores, y el nerviosismo no le quedaba mal. Cuando acabó, se puso delante de la madre y repitió:
—¿Qué tal?
—Estás linda, hija.
Claudiña le envió una sonrisa al espejo, una última mirada de repaso, y se declaró a punto. Rosalía llamó al marido. Anselmo apareció. Compuso una noble figura de padre que ve cómo se decide el futuro de la hija y debe parecer conmovido.
—¿Te gusta, papaíto?
—Estás encantadora, hija mía.
Anselmo descubrió que, en los grandes momentos, «hija mía» quedaba mejor que cualquier otra locución. Daba seriedad, sugería afecto paternal, el orgullo de la paternidad, apenas dominado por el respeto.
—Estoy tan nerviosa —dijo Claudiña.
—Es necesario estar tranquila —aconsejó el padre, atusándose el bigotillo con la mano firme. Nada podía alterar la firmeza de aquella mano.
Cuando la hija pasó ante él, Anselmo le enderezó el collar de perlas que le ceñía el cuello. Era el último retoque en la toilette y lo daba quien debía: la mano firme y amorosa del padre.
—Ve, hija mía —dijo él, con solemnidad.
Con el corazón saltando como un pájaro en una jaula, María Claudia bajó al primer piso. Estaba mucho más nerviosa de lo que parecía. Innumerables veces había ido a casa de Lidia, pero nunca cuando estaba el amante. Esta visita tenía, por así decirlo, un aire de complicidad, de secreto, de cosa prohibida. Era admitida ante la presencia de Paulino Moráis, entraba en el conocimiento directo de la situación irregular de Lidia. Eso la excitaba y la confundía.
Lidia abrió la puerta, sonriente:
—Estábamos esperándote.
La frase reforzó el sentimiento de intimidad por el que María Claudia se sentía poseída. Entró, toda trémula. Lidia llevaba puesta su bata de tafetán y calzaba zapatos de baile, que se ajustaban a los tobillos con dos cintas plateadas. Más parecían sandalias que zapatos y, sin embargo, lo que daría María Claudia por tener unos zapatos así…
Habituada como estaba a entrar en el dormitorio, la chica dio un paso hacia esa dirección. Lidia sonrió:
—No. Ahí no…
Claudiña se puso colorada violentamente. Y fue así, colorada y confusa, como apareció delante de Paulino Moráis, que la esperaba, con la chaqueta puesta y el cigarro encendido, en el comedor.
Lidia hizo las presentaciones. Paulino se levantó. Con la mano que sostenía el cigarrillo indicó una silla a María Claudia. Se sentaron. Los ojos de Paulino miraban a Claudiña con excesiva atención. La chica fijó la vista en las figuras geométricas de la alfombra.
—Qué haces, Paulino —dijo Lidia, siempre sonriendo—. ¿No ves que estás aturdiendo a María Claudia?
Paulino hizo un movimiento brusco y sonrió también:
—No era mi intención —y a María Claudia—: No la creía tan…, tan joven.
—Tengo diecinueve años, señor Moráis —respondió ella, levantando la mirada.
—Como ves, es una niña —dijo Lidia.
La chica la miró. Las miradas de las dos se cruzaron con desconfianza y, de repente, enemigas. Por intuición, María Claudia penetró en el pensamiento de Lidia, y lo que vio le hizo tener miedo y placer al mismo tiempo. Adivinó que tenía en ella una seria enemiga y adivinó el porqué. Se vio a sí misma y a ella como desde otra persona, como si fuese, por ejemplo, Paulino Moráis, y la comparación consecuente resultó a su favor.
—No soy tan niña, doña Lidia. Lo que sí soy, con certeza, como el señor Moráis ha dicho, es muy joven.
Lidia se mordió los labios: entendió la insinuación. Se recompuso inmediatamente y soltó una carcajada:
—También he pasado por eso. Cuando tenía tu edad, también me desesperaba que me llamaran niña. Reconozco, hoy, que era verdad. ¿Por qué no has de reconocerlo también?
—Tal vez porque todavía no tengo su edad, doña Lidia…
En poco tiempo, María Claudia había aprendido la esgrima de las amabilidades femeninas. En su primer asalto dio dos toques y estaba intacta, aunque un poco amedrentada: recelaba que le faltara el fuelle y las armas para el resto de la batalla. Afortunadamente, Paulino intervino: sacó la pitillera de oro y ofreció un cigarro. Lidia aceptó.
—¿No fuma? —preguntó Paulino a María Claudia.
La muchacha se sonrojó. Había fumado varias veces, a escondidas, pero sintió que no debía aceptar. Podía parecer mal y, además, no estaba segura de poder imitar la elegancia con que Lidia sostenía el cigarro y se lo llevaba a la boca. Respondió:
—No, señor Moráis.
—Hace bien —se calló para absorber una bocanada del cigarrillo y continuó—: Me parece muy curioso que estén hablando de edades ante una persona que bien podría ser el padre de ambas.
La frase tuvo un efecto agradable: estableció treguas. Pero Claudiña tomó la delantera. Con una sonrisa encantadora, como diría Anselmo, observó:
—Usted está queriendo hacerse pasar por mayor de lo que, de hecho, es…
—Vaya… ¿Cuántos años me echa?
—Unos cuarenta y cinco, tal vez…
—¡Oh, oh! —Paulino tenía una risa gorda y cuando reía el vientre le temblaba—. Más alto, más alto…
—¿Cincuenta?…
—Cincuenta y seis. Hasta podría ser su abuelo.
—Pues ¡se conserva muy bien!
La frase fue sincera y espontánea y Paulino lo notó. Lidia se levantó. Se aproximó al amante y procuró encaminar la conversación hacia el motivo por el que estaba allí María Claudia.
—No te olvides de que la chica está más interesada en tu decisión que en tu edad. Ya es tarde, ella seguramente querrá acostarse y, además… —se detuvo, miró a Paulino con una sonrisa expresiva y concluyó en voz baja, cargada de sobrentendidos—, además, yo necesito hablar contigo a solas…
María Claudia se dio por vencida. En ese terreno no podía combatir. Vio que era una intrusa, que ambos estaban —Lidia sin duda— deseando verla de espaldas, y tuvo ganas de llorar.
—Ah, es verdad… —Paulino pareció darse cuenta por primera vez de que tenía una posición que defender, una respetabilidad que guardar y que la ligereza de la conversación comprometía—. Entonces ¿está buscando un empleo?
—Ya tengo un empleo, señor Moráis, pero mis padres consideran que gano poco y doña Lidia quiso tener la bondad de interesarse…
—¿Qué sabe hacer?
—Sé escribir a máquina.
—¿Sólo? ¿No sabe taquigrafía?
—No, señor Moráis.
—Sólo saber escribir a máquina, en los tiempos que corren, es poco. ¿Cuánto gana?
—Quinientos escudos.
—Uhm… ¿No sabe, entonces, taquigrafía?
—No, señor…
La voz de María Claudia iba desapareciendo. Lidia sonreía. Paulino estaba pensativo. Un silencio incómodo.
—Pero puedo aprender… —dijo Claudiña.
—Uhm…
Paulino chupaba el cigarrillo y miraba a la muchacha. Lidia acudió:
—Oye, querido, yo estoy interesada en el caso, pero si ves que no es posible… Claudiña es bastante inteligente para comprender…
María Claudia ya no tenía fuerzas que le permitieran reaccionar. Lo que quería era verse fuera de allí lo más deprisa posible. Hizo un gesto para levantarse.
—Espere —dijo Paulino—. Voy a darle una oportunidad. Mi secretaria se casa de aquí a tres meses y luego deja el empleo. Podrá trabajar para mi compañía. Durante estos tres meses le pago lo mismo que está ganando ahora. Mientras, aprende taquigrafía. Después, ya veremos. Si me gusta, desde ya prometo que el sueldo dará un buen salto… ¿Le conviene?
—Me conviene, sí, señor Moráis. ¡Y muchas gracias! —el rostro de María Claudia parecía una alborada de primavera.
—¿No sería conveniente que hablara antes con sus padres?
—Ay, no merece la pena, señor Moráis. Ellos estarán de acuerdo, eso sin duda…
Lo dijo con tanta seguridad que Paulino la observó con ojos curiosos. En el mismo instante Lidia advirtió:
—Pero ¿y si al final de esos tres meses no estás satisfecho o ella no sabe suficiente taquigrafía?… ¿Tendrás que despedirla?
María Claudia miró a Paulino, inquieta.
—Bueno, ése no será, tal vez, el caso…
—Entonces, estarás mal atendido…
—Yo aprenderé, señor Moráis —interrumpió María Claudia—. Y espero que quede satisfecho conmigo…
—Yo también lo espero —sonrió Paulino.
—¿Cuándo debo presentarme?
—Pues… cuanto más deprisa, mejor. ¿Cuándo puede dejar el empleo?
—Ya, si a usted le parece bien.
Paulino pensó durante unos segundos, y dijo:
—Estamos a 26… ¿Puede ser el día 1?
—Sí, señor.
—Muy bien. Pero, espere… El día 1 no estaré en Lisboa. No importa. Le doy una tarjeta para que se presente al jefe del despacho, no vaya a olvidarme de avisarlo antes. Es poco probable, pero no obstante…
Sacó de la billetera una tarjeta de visita. Buscó las gafas y no las encontró:
—¿Dónde habré dejado las gafas?
—Están en el dormitorio —respondió Lidia.
—Tráemelas, por favor…
Lidia salió. Paulino se quedó con la billetera en la mano y miraba distraídamente a María Claudia. Ésta, que tenía los ojos bajos, los levantó y lo miró. Algo pasó por la mirada del hombre que la chica comprendió. Ni uno ni otro apartaron la mirada. El pecho de María Claudia palpitó, los senos ondularon. Paulino sintió que los músculos de la espalda se distendían lentamente. En el pasillo sonaron los pasos de Lidia que regresaba.
Cuando ella entró, Paulino reorganizaba la billetera con escrupulosa atención y María Claudia miraba la alfombra.