19

Hacía ya dos horas que Isaura daba vueltas en la cama sin poder dormir. Todo el edificio estaba tranquilo. De la calle llegaban, de tarde en tarde, los pasos de algún noctámbulo que volvía a casa. Por la ventana entraba la luz pálida y distante de las estrellas. En la oscuridad del dormitorio apenas se distinguían las manchas más negras de los muebles. El espejo del armario reflejaba vagamente la luz que se colaba por la ventana. Cada cuarto de hora, inflexiblemente, como el propio tiempo, el reloj de los vecinos de abajo subrayaba el insomnio. Todo reposaba en el silencio y en el sueño, excepto Isaura. Intentaba, por todos los medios, dormirse. Contaba y recontaba hasta mil, aflojaba la tensión de los músculos uno a uno, cerraba los ojos, buscaba olvidar el insomnio y engañarlo deslizándose lentamente en el sueño. Inútil. Todos sus nervios estaban despiertos. Más allá del esfuerzo a que la obligaba el cerebro para concentrarse en la necesidad de dormir, el pensamiento la guiaba por caminos vertiginosos. Con él contorneaba profundos valles, de donde subía un rumor sordo de voces que llamaban. Surcaba las alturas sobre el dorso potente de un ave de grandes alas que, después de subir por encima de las nubes, donde la respiración se hacía más dificultosa, caía como una piedra sobre los valles cubiertos de bruma en los que se adivinaban figuras blancas que, de tanta albura, parecían desnudas o sólo cubiertas de velos transparentes. Un deseo sin objeto, una voluntad de desear y el temor de querer la torturaban.

Al lado, la hermana dormía tranquilamente. Su respiración sosegada, la inmovilidad de su cuerpo la exasperaban. Dos veces se levantó y se aproximó a la ventana. Palabras sueltas, frases incompletas, gestos adivinados, todo le circulaba por el cerebro. Era como un disco rayado que repite infinitamente la misma frase musical, que aunque bella se hace odiosa por la reiteración. Diez, cien veces las mismas notas se suceden, se entrelazan, se confunden, y de ellas queda un sonido único, opresivo, terrible, implacable. Siente que un solo minuto de esa obsesión será una locura, pero el minuto pasa, la obcecación continúa y la locura no llega. En vez de eso, la lucidez se redobla, se multiplica. El espíritu abarca horizontes, camina de acá para allá y aún más lejos, no hay fronteras que lo detengan y a cada paso hacia delante la lucidez se hace más humillante. Expulsarla, quebrar el sonido, aplastarla bajo el silencio, sería la tranquilidad y el sueño. Pero las palabras, las frases, los gestos se levantan de debajo del silencio y giran silenciosamente y sin fin.

Isaura se decía a sí misma que estaba loca. Le ardía la cabeza, la frente le quemaba, el cerebro parecía expandirse y reventar dentro del cráneo. Es el insomnio lo que la pone en este estado. Y el insomnio no cederá mientras esos pensamientos no la abandonen. Y qué pensamientos, Isaura. Qué cosas más monstruosas. Qué aberraciones más repugnantes. Qué furores subterráneos empujaban los resortes de la voluntad…

¿Qué mano diabólica, qué mano maliciosa la había guiado hasta la elección de aquel libro? ¡Y decir que fue escrito para servir a la moralidad! «Así es», afirmaba el raciocinio frío, casi perdido en el torbellino de las sensaciones. ¿Por qué, entonces, esta agitación de los instintos, que quebraban ataduras e irrumpían en la carne? ¿Por qué no leyó fríamente, sin pasión? «Debilidad», decía el raciocinio. «Deseo», clamaban los instintos sofocados, año tras año desviados y pisados como vergüenzas. Y ahora los instintos sobrenadaban, la voluntad se hundía en un pozo más negro que la noche y más hondo que la muerte.

Isaura se mordía las muñecas. Tenía el rostro cubierto de sudor, el pelo pegado a la cabeza, la boca torcida en un espasmo violento. Se sentó en la cama, se metió las manos entre el pelo, desvariando, y miró alrededor. Noche y silencio. El sonido del disco rayado regresaba del abismo del silencio. Extenuada, se dejó caer en el colchón. Adriana hizo un movimiento y siguió durmiendo. Esa indiferencia era como una recriminación.

Isaura se cubrió la cabeza con la sábana, a pesar del sofoco del calor. Se tapó los ojos con las manos, como si la noche no fuese bastante oscura para ocultar su vergüenza. Pero los ojos, así comprimidos, prendían chispas rojas y amarillas como llamas de un incendio. (Si la mañana llegara de repente, si la luz del sol hiciera el milagro de dejar el otro lado del mundo e irrumpiese en el dormitorio…).

Lentamente, las manos de Isaura se movieron hacia su hermana. Las puntas de los dedos captaron el calor de Adriana a un centímetro de distancia. Se quedaron allí, sin adelantar ni retroceder, largos minutos. El sudor de la frente de Isaura se había secado. El rostro abrasaba como si lo quemara un fuego interior. Los dedos avanzaron hasta tocar el brazo desnudo de Adriana. Como si hubieran recibido un choque violento, retrocedieron. El corazón de Isaura latía sordamente. Los ojos, abiertos y dilatados, sólo veían negritud. Otra vez avanzaron las manos. Otra vez se detuvieron. Otra vez prosiguieron. Ahora estaban posadas en el brazo de Adriana. Con un movimiento zigzagueante, sinuoso, Isaura se acercó a la hermana. Le sentía el calor de todo el cuerpo. Despacio, una de las manos recorrió el brazo desde la muñeca al hombro, despacio la introdujo bajo la axila cálida y húmeda, despacio se insinuó debajo del pecho. La respiración de Isaura se hizo precipitada e irregular. La mano bajó hacia el vientre, sobre el tejido leve del camisón. La hermana hizo un movimiento brusco y se quedó de espaldas. El hombro desnudo estaba a la altura de la boca de Isaura, que sentía en los labios la proximidad de la carne. Como la lima atraída por el imán, la boca de Isaura se pegó al hombro de Adriana. Fue un beso largo. Sediento, feroz. Al mismo tiempo, con la mano le apretó la cintura y la atrajo hacia ella. Adriana se despertó sobresaltada. Isaura no la soltó. La boca seguía pegada al hombro como una ventosa y los dedos se le enterraban en las caderas como garras. Con una exclamación de terror, Adriana se desprendió y saltó de la cama. Corrió hacia la puerta de la habitación, pero, consciente de que la madre y la tía dormían al lado, volvió atrás y se refugió junto a la ventana.

Isaura no se movió. Quería simular que estaba dormida. Pero la hermana no regresaba. Sólo le oía la respiración sibilante. La veía a través de los párpados semicerrados, su bulto recortado ante el fondo opalescente de la ventana. Luego, ya abandonada la simulación, la llamó en voz baja:

—Adriana…

La voz trémula de la hermana respondió:

—¿Qué quieres?

—Ven aquí.

Adriana no se movió.

—Te estás enfriando… —insistió Isaura.

—No importa.

—No puedes quedarte ahí. Si no vienes, salgo yo.

Adriana se aproximó. Se sentó en la orilla de la cama y quiso encender la lámpara de la mesilla de noche.

—No la enciendas —pidió Isaura.

—¿Por qué?

—No quiero que me veas.

—¿Qué tiene de malo?

—Me da vergüenza…

Las frases eran murmuradas. La voz de Adriana recuperaba seguridad, la de Isaura temblaba como si se fuera a quebrar en sollozos.

—Acuéstate, te lo pido…

—No pienso acostarme.

—¿Por qué? ¿Te doy miedo?

La respuesta de Adriana tardó:

—Sí, me das miedo…

—No te voy a hacer nada malo. Te lo prometo. No sé qué me ha pasado. Te juro…

Comenzó a llorar mansamente. Tanteando, Adriana abrió el armario y sacó una bata. Se envolvió en ella y se sentó a los pies de la cama.

—¿Te vas a quedar ahí? —le preguntó la hermana.

—Sí.

—¿Toda la noche?

—Sí.

Un sollozo más fuerte sacudió el pecho de Isaura. Casi inmediatamente la luz del cuarto contiguo se encendió y se oyó la voz de Amelia:

—¿Pasa algo?

Adriana, rápidamente, tiró la bata al otro lado de la cama y se metió bajo la ropa. Amelia apareció en el vano de la puerta, con un chal sobre los hombros:

—¿Pasa algo?

—Isaura, que ha tenido una pesadilla —respondió Adriana, levantándose para ocultar a la hermana. Amelia se aproximó:

—¿Te sientes mal?

—No es nada, tía. Ha sido una pesadilla. Acuéstese —insistió Adriana, apartándola.

—Bueno, si necesitáis algo, me llamáis.

La puerta del dormitorio volvió a cerrarse, la luz se apagó y, poco a poco, el silencio regresó, apenas interrumpido por sollozos entrecortados. Luego, los sollozos se fueron espaciando más y más, y sólo el temblor de los hombros de Isaura denunciaba su agitación. Adriana se mantenía apartada, a la espera. Lentamente las sábanas se calentaron. Los dos cuerpos mezclaron su calor. Isaura murmuró:

—¿Me perdonas?

La hermana no respondió enseguida. Sabía que debía responder «Sí», para tranquilizarla, pero la palabra que quería pronunciar era un «No» rápido.

—¿Me perdonas? —repitió Isaura.

—Te perdono…

Isaura tuvo el impulso de abrazar a la hermana para llorar, pero lo dominó, temerosa de que la otra interpretase el gesto como una nueva tentativa. Sentía que, desde ese momento, todo lo que dijera e hiciese estaría envenenado por el recuerdo de esos minutos. Que su amor de hermana estaba falseado y era impuro por aquel terrible insomnio y por lo que vino a continuación. Como si la respiración le faltara, murmuró:

—Gracias…

Lentos pasaron los minutos y las horas. El reloj de abajo alargó el tiempo en marañas sonoras de un hilo inagotable. Exhausta, Isaura acabó por dormirse. Adriana, no. Hasta que en la ventana la luz azulada de la noche se transformó en la luz parda de la madrugada y ésta fue sustituida, en lentas gradaciones, por la blancura de la mañana, estuvo despierta. Inmóvil, con los ojos fijos en el techo, las sienes palpitando, resistía, obstinadamente, al despertar de su hambre de amor, también pisoteada, también escondida y frustrada.