En su sólida formación de hombre respetable, construida a lo largo de años de escasas palabras y gestos medidos, Anselmo tenía una debilidad: el deporte. Más exactamente: la estadística deportiva, limitada, a su vez, al fútbol. Comenzaban temporadas y acababan temporadas sin que él asistiera a un partido de división nacional. No se perdía, es cierto, los partidos internacionales, y sólo una enfermedad grave o un luto reciente podían impedirle asistir a un encuentro entre Portugal y España. Se sujetaba a las mayores indignidades para alcanzar, en el mercado negro, una entrada, y no rechazaba, cuando tenía la posibilidad, entrar en la especulación, adquiriendo por veinte y vendiendo por cincuenta. Mantenía, sin embargo, el cuidado de no negociar con los colegas de oficina. Para ellos era un sujeto grave que componía una sonrisa irónica al oír las discusiones de los lunes, de mesa a mesa. Un hombre que sólo tenía ojos para la parte seria de la vida, que consideraba el deporte cosa buena para entretener ocios de aprendices y camareros. Era inútil contar con él para una aclaración, la transferencia de un jugador de un club a otro club, una fecha célebre en los faustos futbolísticos nacionales, la composición de un equipo en la época de 1920-1930. Pero tenía un primo que, pobrecillo, decía, era un enfermo del balón. Si querían, un día de éstos, cuando lo encontrara, le preguntaría y tendrían la respuesta infalible. La expectativa y la ansiedad de los colegas le deleitaban. Los dejaba esperar días y días, se disculpaba: no veía al primo desde hacía bastante tiempo, sus relaciones con él estaban un poco tensas, el primo iba a consultar mapas y registros, en fin, inventaba pretextos dilatorios que exasperaban la paciencia de los colegas. Muchas veces había apuestas sobre la mesa. Inflamados benfiquistas e inflamados sportinguistas esperaban de los labios de Anselmo la sentencia. Entonces, en casa, en la velada, Anselmo buscaba en sus estadísticas bien elaboradas, en sus preciosos recortes de periódicos, la deseada aclaración y, al día siguiente, mientras se colocaba sobre la nariz las gafas que su vista cansada le exigía, dejaba caer, como desde lo alto de una cátedra, la fecha o el resultado obtenidos. Este admirable primo contribuía a la reputación de Anselmo tanto como su competencia profesional, su aire circunspecto, su puntualidad ejemplar. Si tal primo existiese, Anselmo, a pesar de su dominio de las emociones, lo habría abrazado, porque gracias a él (así lo creían todos) pudo darle al gerente la información pormenorizada del segundo Portugal-España, desde el número de asistentes al partido hasta la formación de los equipos y el color de las respectivas camisetas, nombre del árbitro y de los jueces de línea. Gracias a esa información consiguió, por fin, ver autorizado el vale, y, como consecuencia, guardaba en el bolsillo los tres billetes de cien escudos necesarios para los gastos hasta fin de mes.
Ahora, sentado entre la mujer y la hija, ambas cosiendo las ropas familiares, Anselmo, con sus mapas extendidos sobre la mesa del comedor, saboreaba el triunfo. Reparando en que tenía una laguna en sus informaciones acerca de los suplentes seleccionados para el tercer partido entre Portugal e Italia, determinó que escribiría al día siguiente a un periódico deportivo que mantenía línea abierta con los lectores, a fin de enterarse.
Desgraciadamente, no podía olvidar que los trescientos escudos le serían descontados del sueldo de ese mes, y eso le amargaba la alegría del éxito. Como mucho, podría esperar autorización para amortizaciones más suaves del débito. Lo malo era que cualquier descuento, fuese el que fuese, le desarticulaba el engranaje económico del hogar.
Mientras Anselmo rumiaba estos pensamientos, la radio expandía el sollozar plañidero y lastimoso del fado más exageradamente lancinante que jamás hayan cantado gargantas portuguesas. Anselmo, que no era sentimental, todos lo sabían, se conmovía hasta las entrañas al oír aquel lamento. En su conmoción también contaba mucho su caso personal, la terrible perspectiva del descuento a final de mes. Rosalía suspendió la aguja y reprimió un suspiro. María Claudia, aparentemente calma, seguía, repitiendo por lo bajo, los versos de amor desgraciado que el altavoz desgranaba.
Lo que siguió al último «ay» de la cantora fue una atmósfera de tragedia griega o, mejor y más actual, el suspense de cierta escuela cinematográfica americana. Otro fado así, y de tres criaturas de salud normal restarían tres neuróticos. Afortunadamente, la emisora cerraba. Breves noticias del exterior, el resumen de la programación del día siguiente y Rosalía aumentó un poco el volumen del sonido para oír las doce campanadas de la medianoche.
Anselmo guardó las gafas, se pasó dos veces la mano por la calva y declaró, mientras colocaba sus papeles en el aparador:
—Es medianoche. Es hora de irse a la cama. Mañana es día de trabajo.
Ante esta frase, todo el mundo se levantó. Y esto lisonjeaba a Anselmo, que en esas pequeñas cosas veía los óptimos resultados de su método de educación doméstica. Tenía la vanidad de poseer una familia que podía servir de modelo, y vanidad mayor al verificar que todo el mérito provenía de él.
María Claudia dejó en la cara de los padres dos besos sonoros y se marchó a su habitación. Con el periódico de la tarde colgando a lo largo de la pierna, para una breve lectura antes de apagar las luces, Anselmo desapareció por el pasillo y fue a acostarse. Rosalía se quedó aún, ocupada en arreglar su costura y la de la hija. Recolocó las sillas de alrededor de la mesa, movió suavemente varios objetos y, segura de que todo estaba en orden, siguió el camino del marido.
Cuando entró, él la miró por encima de las gafas y continuó leyendo. Como todo ciudadano portugués, tenía predilecciones clubistas, pero podía, sin apasionamiento, leer las crónicas de todos los partidos. De ahí sólo le interesaba la materia estadística. Que jugasen bien o mal era cosa de ellos. Lo que importaba era lo que quedaba en la historia.
Según un acuerdo tácito entre los dos, cuando Rosalía se cambiaba de ropa para acostarse, Anselmo no bajaba el periódico. Hacerlo sería, en su opinión, una indignidad. La opinión de ella era que tal vez no hubiera ningún mal… Rosalía se acostó sin que el marido le viera ni la punta de los pies. Así era digno, así era decente…
Luz apagada. De la habitación vecina, un ribete luminoso se escapaba, por el quicio de la puerta, al pasillo. Desde su lugar, Anselmo la vio y dijo:
—Apaga la luz, Claudiña.
La luz se apagó segundos después. Anselmo sonrió en la oscuridad. Era tan bueno saberse respetado y obedecido. Pero la oscuridad es enemiga de las sonrisas, sugiere pensamientos graves. Anselmo se movió, incómodo. A su lado, tocándole con toda la largura de su cuerpo, la mujer se abandonaba a la blandura del colchón.
—¿Qué te pasa? —preguntó Rosalía.
—Es el condenado vale —murmuró el marido—. A fin de mes me lo descontarán y estaré otra vez entre la espada y la pared.
—¿No te lo pueden descontar a plazos?
—Al gerente no le gusta…
El suspiro retenido en el pecho de Rosalía desde el fado se abrió camino y llenó la casa. Anselmo, a su vez, tampoco pudo reprimir un suspiro, aunque menos exuberante, un suspiro de hombre.
—Si te aumentaran el sueldo… —sugirió Rosalía.
—Ni pensar en eso. Hasta hablan de despedir personal.
—¡Jesús! Ojalá no te despidan a ti…
—¿A mí? —preguntó Anselmo, como si por primera vez pensase en semejante eventualidad—. A mí, no. Soy de los más antiguos…
—Está todo tan mal por ahí. Sólo oigo a la gente quejarse.
—Es de la situación internacional… —comenzó Anselmo.
Pero se detuvo. ¿Acaso le interesaba ahora quedar bien con un discurso sobre la situación internacional? ¿Así, a oscuras, y con el problema del vale por resolver?
—Hasta tengo miedo de que despidan a Claudiña. Ya sé que los quinientos escudos que ella gana adelantan poco, pero siempre ayudan.
—Quinientos escudos… ¡Una miseria! —rezongó Anselmo.
—Pues sí, pero ojalá no nos falten…
Se calló súbitamente, alentando una idea. Iba a abrir la boca para exponérsela al marido, pero prefirió dar un rodeo.
—Entre tus contactos ¿no se encontrará otra colocación para la pequeña?
Algo en la voz de la mujer despertó en Anselmo sospechas de trampas.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—¿Que qué quiero decir? —insistió ella, con naturalidad—. La pregunta es muy sencilla…
Que la pregunta era sencilla lo veía Anselmo, pero también veía que la mujer tenía escondida una idea. Decidió no facilitarle el camino:
—¿Y quién le encontró el empleo donde está ahora? ¿Fuiste tú, no?
—Pero ¿no se podía encontrar nada mejor?
Anselmo no respondió. A las claras o con habilidad, la mujer acabaría revelando la idea. Callarse era el mejor procedimiento para obligarla a eso. Rosalía cambió de posición. Se quedó de cara al marido, con el vientre un poco obeso tocándole la cadera. Quiso apartar la idea, segura como estaba de que Anselmo la repudiaría con vehemencia. Pero la idea regresaba, temosa y absorbente. Rosalía sabía que si no la decía no dormiría. Tosió levemente para aclararse la voz, de manera que se hiciera más audible en el murmullo que siguió:
—Se me ha ocurrido… Sé que no te va a gustar… Se me ha ocurrido hablar con la vecina de abajo, doña Lidia…
Anselmo vio inmediatamente adonde quería llegar la mujer, pero prefirió hacerse el loco.
—¿Para qué? No lo entiendo…
Como si el contacto pudiera disminuir la indignación esperada, Rosalía se le acercó más. Años atrás el movimiento habría tenido una significación totalmente distinta.
—Creo que…, como nos llevamos bien, pudiera ser que ella se interesase…
—Sigo sin entender nada.
Rosalía sudaba. Se apartó un poco y, de golpe, sin elegir palabras, concluyó:
—Ella se lo pediría al tipo que va a su casa. Él es no sé qué importante en una compañía de seguros y tal vez le pudiera encontrar algo a la pequeña.
La indignación de Anselmo habría explotado a la primera frase de haber sido sincera. Se declaró, por fin, pero poco ruidosa, porque la noche pone sordina en las voces.
—Parece increíble que salgas con una cosa así. ¿Es que quieres que vaya a pedirle un favor a esa… a esa mujer? Eso es no tener sentido de la dignidad. No esperaba eso de ti.
Anselmo se encendía. Todo estaría bien si, en lo más profundo, no estuviera de acuerdo con la sugerencia. No se daba cuenta de que, poniendo la cuestión en esos términos, hacía más ilógica su aquiescencia final y más difícil la insistencia de la mujer.
Rosalía, ofendida, se apartó. Entre los dos había ahora un pequeño espacio que equivalía a leguas. Anselmo vio que había ido demasiado lejos. El silencio incomodaba a ambos. Uno y otro sabían que el asunto no estaba liquidado, pero se callaban: ella, pensando en la manera de abordarlo otra vez; él, procurando hallar el modo de no hacer excesivamente costosa su rendición, en apariencia ahora imposible por las palabras que había pronunciado. Sin embargo, ambos sabían, también, que no dormirían sin que la cuestión estuviera resuelta. Anselmo dio el primer paso.
—Bueno… Es un asunto que hay que ver… Pero me cuesta tanto…