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Del Diario de Adriana:

Domingo, 23/3/52, a las diez y media de la noche. Ha llovido todo el día. No parece que estemos en primavera. Cuando yo era pequeña, recuerdo que los días de primavera eran bonitos y que comenzaban a ser bonitos en el mismo 21. Ya estamos a 23 y no hace nada más que llover. No sé si es del tiempo, pero no me siento bien. No he salido de casa. Madre y la tía fueron a casa de las primas de Campolide después de comer. Regresaron chorreando. La tía venía enfadada debido a unas conversaciones que tuvieron. No me enteré de nada. Trajeron unos pasteles para nosotras, pero no los probé. Isaura tampoco quiso. El día fue muy aburrido. Isaura no soltó el libro que está leyendo. Lo lleva a todas partes, hasta parece que lo esconde. Estuve bordando mi sábana. Colocar el encaje en el paño lleva mucho tiempo, pero tampoco hay prisa… Quién sabe si la llegaré a poner en mi cama. Estoy triste. Si lo hubiera sabido, habría ido con ellas a Campolide. Antes eso que pasar un día de esta manera.

Hasta tengo ganas de llorar. No es por culpa de la lluvia, estoy segura. Ayer no llovía… Tampoco es por él. Al principio sí me costaba pasar los domingos sin verlo. Ahora ya no. Ya me voy convenciendo de que no le gusto. Si le gustara, no se pondría a hablar así por teléfono. Salvo que sea para darme celos… Soy tan tonta… ¿Cómo va a querer darme celos si ni siquiera sabe que me gusta? ¿Y por qué razón le debería gustar yo, si soy fea? Sí, sé que soy fea, no es necesario que nadie me lo diga. Cuando me miran, sé muy bien lo que piensan. Pero valgo más que las otras. Beethoven también era feo, no tuvo ninguna mujer que lo amara, y era Beethoven. No necesitó que lo amaran para hacer lo que hizo. Sólo necesitó amar y amó. Si yo viviera en su tiempo, sería capaz de besarle los pies, y apuesto a que ninguna mujer hermosa lo haría. A mi entender, las mujeres hermosas no quieren amar, quieren ser amadas. Ya sé que Isaura dice que no entiendo nada de estas cosas. A lo mejor es porque no leo novelas. La verdad es que ella parece saber tanto como yo, a pesar de leer. Creo que lee demasiado… Hoy, por ejemplo. Tenía los ojos rojos, parecía que había llorado. Y estaba nerviosa, como nunca la había visto. En un momento dado le toqué en el brazo para decirle no sé qué. Dio un grito que hasta me asustó. Otra vez, venía yo del dormitorio, ella estaba leyendo (supongo que había acabado el libro y vuelto al principio) y tenía una cara rara, como nunca le he visto a nadie. Parecía que le dolía algo, pero al mismo tiempo parecía contenta. No era contenta lo que parecía. No sé explicarlo. Era como si el dolor le estuviera dando gusto, o como si el gusto le produjera dolor. Qué confusión me provoca escribir… Mi cabeza no rige bien hoy. Ya están todas acostadas. Voy a dormir. ¡Qué día tan triste! ¡Ojalá fuera mañana!

Fragmento de la novela La religiosa, de Diderot, leído por Isaura esa misma noche:

La inquietud se adueñó de la superiora; perdió su buen humor, su aspecto orondo, su tranquilidad. A la noche siguiente, cuando todo el mundo dormía y la casa estaba en silencio, se levantó; tras vagar un rato por los pasillos vino a mi celda. Tengo el sueño ligero, me pareció reconocerla. Se detuvo. Apoyando ostensiblemente la cabeza contra mi puerta, hizo suficiente ruido para despertarme si hubiera dormido. Guardé silencio; me pareció oír una voz que se quejaba, alguien que suspiraba: al principio tuve un ligero escalofrío, luego me decidí a decir Ave. En lugar de contestarme, oí que se alejaba presurosamente. Al cabo de un rato volvió; los lamentos y suspiros se repitieron; dije de nuevo Ave, y se alejó por segunda vez. Me tranquilicé, y volví a dormirme. Mientras dormía, entró, se sentó al borde de mi cama; las cortinas estaban entreabiertas; una pequeña bujía iluminaba mi cara, y la que la llevaba me miraba dormir; eso fue al menos lo que juzgué por su actitud, cuando abrí los ojos y encontré a la superiora.

Me incorporé bruscamente; se dio cuenta de mi pánico; dijo: «Suzanne, calmaos; soy yo…». Volví a poner la cabeza en la almohada, y le dije: «¿Qué hacéis aquí a estas hora, querida madre? ¿Con qué motivo habéis venido? ¿Por qué no estáis durmiendo?».

—No puedo dormir —me contestó—; no dormiría mucho si lo intentara. Unas pesadillas horribles me atormentan; apenas he cerrado los ojos, se me aparecen a la imaginación los sufrimientos que habéis soportado; os veo en manos de aquellas desalmadas, veo vuestro cabello esparcido sobre el rostro, veo vuestros pies ensangrentados; la antorcha empuñada, la soga al cuello; creo que os van a matar; me estremezco, tiemblo; un sudor frío cubre mi cuerpo; quiero socorreros; empiezo a gritar, me despierto y espero inútilmente a que vuelva el sueño. Eso es lo que me ha sucedido esta noche; temí que el cielo me estuviera anunciando que una desgracia iba a sucederos; así, pues, me levanté, me acerqué a vuestra puerta, escuché; me pareció que no dormíais; hablasteis, me retiré; volví, hablasteis de nuevo, y escapé una vez más: regresé una tercera vez; y cuando me pareció que dormíais, entré. Hace ya un rato que estoy a vuestro lado, y que temo despertaros: al principio dudé en abrir las cortinas; quería irme por miedo a estorbar vuestro descanso; pero no he podido resistir el deseo de ver si mi querida Suzanne estaba bien; os he mirado: ¡qué bella sois, incluso cuando dormís!

—¡Qué buena sois, querida madre!

—Creo que me he enfriado; pero por lo menos ya no temo que nada malo le ocurra a mi niña, así que tengo la esperanza de dormir. Dadme la mano.

Se la di.

—¡Qué pulso tan tranquilo, tan constante!, nada lo altera.

—Tengo el sueño bastante apacible.

—¡Sois afortunada!

—Vais a seguir enfriándoos, querida madre.

—Tenéis razón; adiós, bella amiga, adiós, me voy.

Pero no se iba, continuaba mirándome; dos lágrimas cayeron de sus ojos. «¿Qué os sucede, querida madre? —le dije—, estáis llorando; ¡cuánto lamento haberos contado mis penas…!». De pronto cerró la puerta, apagó la bujía, y se precipitó sobre mí. Me tenía abrazada; estaba acostada sobre la manta a mi lado; su rostro estaba pegado al mío. Sus lágrimas mojaban mis mejillas; suspiraba, y me decía con voz quejumbrosa y entrecortada: «¡Apiadaos de mí, querida amiga!».

—¿Qué os sucede, querida madre? —le dije—. ¿Os encontráis mal? ¿Qué debo hacer?

—Estoy temblando, me dijo, tengo escalofríos; un frío mortal me penetra hasta los huesos.

—¿Queréis que me levante y os ceda el lecho?

—No —me dijo—, no es necesario que os levantéis; apartad tan sólo las sábanas, para que pueda aproximarme a vos; así entraré en calor y me encontraré mejor.

—Pero está prohibido, querida madre —le dije—. ¿Qué dirán si se enteraran? He visto castigar a algunas religiosas por cosas mucho menos graves. Una vez, en el convento de Saint-Marie, una religiosa entró en la celda de otra por la noche, eran amigas, y en cambio no podéis imaginar las malignidades que pensaron de ellas. El confesor me preguntó en una ocasión si alguien había querido dormir conmigo, y me recomendó vivamente que lo evitara. Incluso le hablé de las caricias que vos me hacéis; a mí me parecen inocentes, pero él no opina igual; no sé por qué olvidé sus consejos; me había propuesto hablaros de ello.

—Querida amiga —me dijo—, a nuestro alrededor todos duermen, nadie sabrá nada. Soy yo la que premia y castiga; y diga lo que diga el confesor, no veo qué mal puede haber en que una amiga acoja a su lado a otra amiga a quien una inquietud ha acongojado, despertándola y haciéndola sufrir de noche y a pesar del frío riguroso, para ver si su querida compañera se encontraba en peligro. ¿Nunca compartisteis el lecho con vuestros padres o hermanas, Suzanne?

—No, nunca.

—Si se hubiera presentado la ocasión, ¿no lo habríais hecho sin escrúpulo alguno? Si vuestra hermana, asustada y transida de frío, hubiera acudido a pediros un lugar a vuestro lado, ¿la habríais rechazado?

—Creo que no.

—¿Y acaso no soy vuestra querida madre?

—Sí, lo sois, pero eso está prohibido.

—Querida amiga, soy yo quien lo prohíbe a las demás, y la que a vos os lo permite y suplica. Dadme un poco de calor, y luego me iré. Dejad que os coja la mano…

Se la di. «Ved —me dijo—, tocad; estoy temblando, tengo escalofríos, soy como un trozo de mármol…», y era cierto. «¡Oh, querida madre! —le dije—, vais a enfermar. Esperad un momento, voy a ponerme al otro lado, y vos os tendéis en la parte caliente». Me corrí hacia un extremo, levanté las sábanas y ella ocupó mi lugar. ¡Estaba realmente muy mal! Temblaban todos sus miembros; quería hablarme, quería aproximarse a mí; no podía articular palabra, no podía moverse. Me decía en voz baja: «Suzanne, amiga mía, acercaos un poco…». Estiraba sus brazos; yo le daba la espalda; me abrazó suavemente, atrayéndome hacia sí, pasó su brazo derecho bajo mi cuerpo y el otro por encima, y me dijo: «Estoy helada; tengo tanto frío que temo tocaros, no vaya a haceros daño».

—No temáis nada, querida madre.

Al instante puso una de sus manos en mi pecho y la otra en mi cintura; sus pies estaban sobre los míos, y yo los presionaba para calentarlos; y la querida madre me decía: «¡Ah, querida amiga!, ved cuán rápido se han calentado mis pies, ya que nada los separa de los vuestros».

—Pero —le dije—, ¿qué es lo que impide que os calentéis del mismo modo todo el cuerpo?

—Nada, si queréis.

Yo me había dado la vuelta, ella se estaba quitando la ropa y yo iba a quitarme la mía, cuando de pronto sonaron dos tremendos golpes en la puerta. Espantada me arrojé inmediatamente fuera de la cama por mi lado, y la superiora por el suyo; escuchamos, y pudimos percibir claramente los pasos de alguien que entraba de puntillas en la celda vecina. «¡Ah —le dije—, es Sainte-Thérèse!, debió veros pasar por el pasillo y entrar en mi celda; habrá escuchado y oído vuestras palabras; ¿qué pensará…?». Estaba más muerta que viva. «Sí, es ella —me dijo la superiora con un tono irritado—; es ella, sin ninguna duda; pero se va a acordar de esta temeridad durante mucho tiempo».

—¡No, querida madre —dije—, no le hagáis daño!

—Suzanne —me dijo—, adiós, buenas noches: volved a la calma, dormid bien, os eximo de la oración. Voy a ver a esa atolondrada. Dadme la mano…

Se la tendí de un lado para otro de la cama; subió la manga que me cubría el brazo, lo besó, suspirando, en toda su longitud, desde la punta de los dedos hasta el hombro; y salió mascullando que la desaprensiva que se había atrevido a molestarla iba a acordarse de ella. Enseguida me lancé al otro lado de la cama, hacia la puerta, y escuché: entró en la celda de sor Thérèse. Estuve tentada de levantarme para interceder si tenía lugar alguna escena violenta; pero estaba tan aturdida, tan disgustada, que preferí quedarme en la cama; aunque no podía dormir. Pensé que me iba a convertir en centro de todos los comentarios de la casa; que esa aventura, toda ella tan simple, la contarían aderezada con las más desfavorables circunstancias; que todavía sería peor que en Longchamp, donde me acusaron de no sé qué; que la falta llegaría a oídos bien atentos, y esperaba con impaciencia que nuestra madre saliera de la celda de sor Thérèse; la discusión debió de ser larga y difícil, al parecer, ya que allí estuvo casi toda la noche.[3]