Sobre la banqueta había unos zapatos destripados que clamaban arreglo, pero Silvestre hizo la vista gorda y tomó el periódico. Lo leyó de cabo a rabo, desde el artículo de fondo hasta desórdenes y sucesos. Andaba siempre al día de los acontecimientos internacionales, seguía su evolución y tenía pálpitos. Cuando se equivocaba, cuando habiendo previsto blanco salía negro, le atribuía la culpa al periódico, que nunca publica lo más importante, que cambia u olvida noticias, vaya usted a saber con qué intenciones. Hoy el periódico no venía ni mejor ni peor que de costumbre, pero Silvestre no pudo soportarlo. De vez en cuando miraba el reloj, impaciente. Se reía de sí mismo y regresaba al periódico. Trató de interesarse por la situación política de Francia y por la guerra de Indochina, pero los ojos se deslizaban por las líneas impresas y el cerebro no aprehendía el sentido de las palabras. En un arrebato dejó el diario en un taburete y llamó a la mujer.
Mariana apareció en la puerta, casi tapándola con su bulto espeso. Venía limpiándose las manos, acababa de lavar los platos.
—¿Ese reloj va bien? —preguntó el marido. Con una lentitud premiosa, Mariana apreció la posición de las agujas:
—Creo que sí…
—Uhm…
La mujer esperó a que él dijera alguna cosa, ya que ese sonsonete no tenía significado aparente. Silvestre echó mano del periódico, esta vez con rabia. Se sentía observado y reconocía que su ansiedad tenía algo de ridículo o, por lo menos, de infantil:
—Tranquilo, que el muchacho viene… —sonrió Mariana.
Silvestre levantó la cabeza bruscamente:
—¿Qué muchacho? ¿De qué hablas? Lo que menos me importa es el muchacho…
—Entonces ¿por qué estás tan nervioso?
—¿Nervioso yo? ¡Anda ya!
La sonrisa de Mariana era ahora más grande y más divertida. Silvestre aceptó la situación, notó que su indignación era excesiva y sin nada que la justificara, y sonrió también:
—Diablo de muchacho… Parece que me ha embrujado.
—¿Embrujado?… Venga, ha visto tu parte débil, el jueguecito de damas… Estás perdido —y regresó a la cocina, para planchar la ropa.
El zapatero se encogió de hombros, bienhumorado, miró una vez más el reloj y lió un cigarro para entretener la espera. Pasó media hora. Eran casi las diez, Silvestre pensaba que ya no le quedaba otro remedio que retomar los zapatos, cuando el timbre sonó. La puerta del comedor, donde se encontraba, daba al corredor. Abrió el diario, le dio al rostro una expresión atenta, se fingió despreocupado de quien entraba. Pero, interiormente, sonreía de alegría. Abel pasó por el corredor:
—Buenas noches, señor Silvestre —y siguió adelante, hacia el dormitorio.
—Buenas noches, señor Abel —respondió Silvestre, e inmediatamente dejó, una vez más, el fatigado periódico y corrió a preparar la vieja tabla de damas.
Abel, nada más entrar en la habitación, se puso cómodo. Se enfundó unos pantalones viejos, sustituyó los zapatos por unas alpargatas y se quitó la chaqueta. Abrió la maleta donde guardaba los libros, eligió uno que colocó sobre la cama y se preparó para trabajar. Otro cualquiera no llamaría trabajo a aquello, pero Abel así lo consideraba. Tenía delante el segundo volumen de una traducción francesa de Los hermanos Karamazov, que estaba releyendo para aclarar algunos juicios resultantes de la primera lectura. Antes de sentarse, buscó el tabaco. No lo encontró. Se lo había fumado todo y se olvidó de comprar. Salió de la habitación dispuesto a mojarse otra vez para no quedarse sin tabaco. Al pasar ante la puerta del comedor oyó a Silvestre preguntar:
—¿Va a salir, señor Abel?
Sonrió y explicó:
—Estoy sin tabaco. Voy a la taberna, a ver si tienen.
—Yo tengo aquí, pero no sé si le gusta. Es de liar…
Abel no se anduvo con remilgos:
—A mí me sirve cualquier cosa: estoy habituado a todo.
—Sírvase, sírvase —exclamó Silvestre, alargando el tabaco y el papel.
En el movimiento que hizo dejó ver el tablero, que hasta entonces había ocultado.
Abel miró rápidamente al zapatero y le sorprendió en los ojos una expresión de desazón. Con presteza, lió un cigarro ante la mirada crítica de Silvestre y lo encendió. Por orgullo, el zapatero procuraba, ahora, esconder el tablero de damas con el cuerpo. Abel vio que la frutera de vidrio que habitualmente estaba en el centro de la mesa había sido desviada a un lado y que enfrente del lugar de Silvestre se encontraba una silla vacía. Comprendió que la silla le era destinada. Murmuró:
—Me estaba apeteciendo un jueguito. ¿Está dispuesto, señor Silvestre?
El zapatero sintió un hormigueo en la punta de la nariz, señal cierta de conmoción. En aquel momento tenía la certeza de que se había hecho muy amigo de Abel, sin saber bien el motivo. Respondió:
—Iba a proponérselo…
Abel fue a su habitación, guardó el libro y regresó con Silvestre.
El zapatero ya había dispuesto las piezas y colocado el cenicero en buen lugar para que a Abel le resultara cómodo, hasta llegó al punto de correr la mesa de modo que la luz, que venía del techo, no encontrara en su camino obstáculos que lanzaran sombras sobre el tablero.
Comenzaron a jugar. Silvestre estaba radiante. Abel, menos expresivo, reflejaba la alegría del otro, pero no dejaba de observarlo con atención.
Mariana acabó su trabajo y se fue a dormir. Los dos se quedaron. Cerca de la medianoche, al terminar una partida en la que fue particularmente inhábil, Abel declaró:
—Ya está bien por hoy. Usted juega mucho mejor que yo. Como lección, basta y sobra.
Silvestre hizo un gesto de decepción, pero no fue más allá. Reconoció que ya habían jugado mucho, que era buena idea parar. Abel echó mano al tabaco, preparó un nuevo cigarro y preguntó, mientras miraba la sala donde estaban:
—¿Vive aquí desde hace mucho tiempo, señor Silvestre?
—Hace más de veinte años. Soy el inquilino más antiguo del edificio.
—Conoce a todos los inquilinos, claro…
—Los conozco, los conozco.
—¿Son buenas personas?
—Unos mejores, otros peores. Como en todas partes, al fin y al cabo…
—Sí. Como en todas partes.
Distraídamente, Abel comenzó a apilar las fichas del juego, alternando las blancas con las negras. Enseguida derrumbó la pila y preguntó:
—Éste de aquí al lado, por lo visto, no es de los mejores.
—Él no es mal hombre. Callado… No me gustan los hombres callados, pero no es malo. Ella es una víbora. Y gallega, para colmo…
—¿Gallega? ¿Y eso qué tiene que ver?
Silvestre se arrepintió del modo despreciativo con que había pronunciado la palabra.
—Es una manera de hablar, pero ya conoce el refrán: «De España, ni buen viento, ni buen casamiento…».
—¿Ah, sí? ¿Le parece que no se llevan bien?
—Tengo la certeza. A él apenas se le oye, pero ella grita como una cab…, es decir, habla muy alto…
El muchacho sonrió ante el azoramiento de Silvestre y el cuidado en la elección del vocabulario:
—¿Y los otros?
—En el primero izquierda vive una gente a la que no entiendo. Él trabaja en el Noticias y es una bestia. Disculpe, pero es así mismo. Ella, la pobre, desde que la conozco parece que se está muriendo. Cada día está más chupada…
—¿Está enferma?
—Es diabética. Es lo que le dijo a mi Mariana. Pero, o me equivoco mucho, o tiene una tuberculosis de tomo y lomo. La hija murió de una meningitis. Desde entonces, la madre parece que ha envejecido treinta años. Debe de ser gente infeliz, a mi modo de ver. Ella… En cuanto a él, ya se lo he dicho: es una bestia. Le arreglo los zapatos porque me tengo que ganar la vida, pero si fuera por las ganas…
—¿Y al lado?
Silvestre sonrió maliciosamente: creyó haber comprendido que el interés del huésped por los vecinos era un pretexto para saber «cosas» de la vecina de arriba. Pero se quedó desconcertado al oírle añadir:
—Bueno, de ésa ya sé. ¿Y los del último piso?
El zapatero pensó que era excesiva curiosidad. Sin embargo, Abel, aunque hacía preguntas, no parecía muy interesado.
—En el último piso… En el lado derecho vive un sujeto que no me cae bien. Si lo pusiéramos bocabajo, no le saldría ni una moneda, pero quien lo ve piensa que ve a un…, un capitalista…
—Parece que a usted no le gustan los capitalistas —sonrió Abel.
La desconfianza hizo que Silvestre se contuviera. Articuló, despacio:
—No me gustan… ni me disgustan… Es una manera de hablar…
Abel no dio muestras de haber oído:
—¿Y el resto de la familia?
—La mujer es una tonta. Su Anselmo por aquí, su Anselmo por allá… La hija, para mis cortas entendederas, tiene un saco lleno de dolores de cabeza para darles a los padres. Y como babean por ella, peor que peor…
—¿Qué edad tiene?
—Debe de andar por los veinte. En el edificio le dicen Claudiña. Ojalá me equivoque con ella…
—¿Y en el otro lado?
—En el otro lado viven cuatro señoras, personas de mucho respeto. En tiempos parece que vivieron bien. Luego, por azares de la vida… Es gente educada. No andan por ahí, por los rellanos, hablando mal de otros, y eso ya es de admirar. Muy introvertidas…
Abel se entretenía ahora en poner las fichas en cuadrados. Como el zapatero se había callado, levantó los ojos, a la espera. Pero Silvestre no estaba dispuesto a hablar más. Le parecía ver una intención secreta en las preguntas del huésped y, aunque en lo que había dicho no existía nada de comprometedor, ya estaba arrepentido de haber hablado tanto. A la memoria le vinieron sus primeras desconfianzas y se censuró por su buena fe. La observación de Abel acerca de los capitalistas le parecía capciosa y llena de trampas.
El silencio incomodaba a Silvestre y, más allá, le perturbaba, sobre todo porque el huésped mostraba un perfecto bienestar. Las piezas se alineaban ahora a todo lo largo de la mesa, como guijarros en la corriente de un río. La infantilidad del entretenimiento irritaba a Silvestre. Cuando el silencio ya era insoportable, Abel reunió las fichas en el tablero con un cuidado exacerbante y, de repente, dejó caer una pregunta:
—¿Por qué no fue a pedir información sobre mí?
La pregunta venía tan al encuentro de los pensamientos de Silvestre que éste se quedó aturdido en los primeros segundos y sin respuesta. Para ganar tiempo, no encontró nada mejor que sacar dos copas y una botella de un armario, y preguntar:
—¿Le gusta la ginjinha?
—Me gusta.
—¿Con guindas o sin guindas?
—Con guindas.
Mientras cavilaba la respuesta, iba llenando las copas, pero como la extracción de las guindas le absorbía la atención llegó al final sin saber qué responder. Abel olió el aguardiente y dijo con inocencia:
—Todavía no ha contestado mi pregunta…
—¡Ah! Su pregunta… —el azoramiento de Silvestre era evidente—. No fui a informarme porque pensé…, porque pensé que no era necesario…
Dio a estas palabras una entonación tal, que un oído atento comprendería que insinuaba una sospecha. Abel respondió:
—¿Y todavía piensa así?
Sintiendo que estaba siendo puesto contra la pared, Silvestre intentó pasar al ataque:
—Parece que usted adivina los pensamientos ajenos…
—Tengo el hábito de oír todas las palabras que me son dichas y de prestar atención a la manera en que son dichas. No es difícil… Dígame: ¿es verdad, o no, que desconfía de mí?
—Pero ¿por qué tenía que desconfiar?
—Espero que me lo diga. Le di la oportunidad de saber quién soy. No quiso aprovecharla…
Sorbió el aguardiente, hizo un chasquido con la lengua y preguntó con los ojos risueños fijos en Silvestre:
—¿O prefiere que se lo diga yo?
Con la curiosidad súbitamente despierta, Silvestre no pudo reprimir un movimiento adelante que le denunció. Con el mismo aire malicioso, Abel le lanzó una nueva pregunta:
—Pero ¿quién le dice que no voy a engañarlo?
El zapatero se sintió como debe de sentirse el ratón entre las patas del gato. Le dieron ganas de «poner en su lugar al mozalbete», pero esa voluntad se le quebró y no supo qué decir. Como si no esperara respuesta a las dos preguntas, Abel comenzó:
—Me gusta usted, señor Silvestre. Me gusta su casa y su mujer y me siento bien aquí. Tal vez no esté aquí mucho tiempo, pero cuando me vaya he de llevarme buenos recuerdos. Noté, desde el primer día, que mi amigo… ¿Le importa que le trate así?
Silvestre, ocupado en exprimir la guinda entre la lengua y los dientes, negó con la cabeza.
—Gracias —respondió Abel—. Noté una cierta desconfianza en usted, principalmente en su mirada. Sea cual sea la causa, me parece conveniente decirle quién soy. Es cierto que junto a esa desconfianza hay, ¿cómo decirlo?, una cordialidad que me toca. En este momento estoy viendo la cordialidad y la desconfianza…
La expresión fisonómica de Silvestre se transformó. Pasó de la cordialidad a la desconfianza sin mezclas, y acabó volviendo al estado anterior. Abel presenció este poner y quitar de máscaras con una sonrisa divertida.
—Es lo que le digo. Ahí están… Cuando acabe mi historia, espero ver sólo la cordialidad. Vamos con mi historia. ¿Le importa que me sirva de su tabaco un poco más?
Silvestre ya no tenía la guinda en la boca, pero no consideró necesario responder. Se sentía un poco ninguneado con la llaneza del joven y temía ser agresivo si le respondía.
—La historia es un poco larga —comenzó Abel, después de haber encendido el cigarro—, pero la abreviaré. Ya es tarde y no quiero abusar de su paciencia… Tengo veintiocho años, no he hecho el servicio militar. Profesión cierta no tengo, ya se verá por qué. Soy libre y estoy solo, conozco los peligros y las ventajas de la libertad y de la soledad y me llevo bien con ellos. Vivo así desde hace doce años, desde los dieciséis. Mis recuerdos de infancia no interesan, sobre todo porque no soy suficientemente mayor para que me dé placer contarlos, y tampoco ayudarían a su desconfianza o cordialidad. Fui buen alumno en la escuela primaria y en el instituto. Conseguí ser apreciado por colegas y profesores, lo que es infrecuente. No había en mí, se lo aseguro, la menor sombra de cálculo: no lisonjeaba a los profesores ni me subordinaba a los compañeros. Así llegué a los dieciséis años, momento en que… Todavía no le he dicho que era hijo único y vivía con mis padres. Suponga ahora lo que quiera: suponga que ellos murieron en un accidente o que se separaron porque no podían vivir el uno con el otro. Elija. De cualquier manera, da lo mismo: me quedé solo. Me dirá, si optó por la segunda posibilidad, que podría haberme quedado viviendo con uno de ellos. Siendo así (estamos en esa posibilidad), suponga que no quise quedarme con ninguno de los dos. Quizá por no quererlos. Quizá por quererlos de la misma manera a ambos y no ser capaz de elegir entre ellos. Piense lo que quiera, porque, repito, da lo mismo: me quedé solo. A los dieciséis años (¿se acuerda?), a los dieciséis años la vida es una cosa maravillosa, por lo menos para algunas personas. Veo en su cara que, a esa edad, la vida ya no tenía nada de maravillosa para usted. Lo tenía para mí, desgraciadamente, y digo desgraciadamente porque eso no me ayudó. Abandoné el instituto y busqué trabajo. Familiares de otras ciudades quisieron que me fuera a vivir con ellos. Lo rechacé. Había mordido con ganas el fruto de la libertad y de la soledad y no estaba dispuesto a consentir que me lo quitaran. Todavía no sabía, a esas alturas, que el fruto tiene bocados amargos… ¿Le aburro?
Silvestre cruzó los brazos musculosos sobre el pecho y respondió:
—No, bien sabe que no.
Abel sonrió.
—Tiene razón. Sigamos adelante. Para un muchacho que no sabe nada a los dieciséis años, o lo que sabía era igual a nada, y está dispuesto a vivir solo, encontrar trabajo no es cosa fácil, aunque no se ponga a elegir. Y no elegí. Atrapé lo primero que apareció, y lo primero que apareció fue un anuncio donde se pedía un empleado para una pastelería. Había bastantes aspirantes, lo supe después, pero el dueño de la tienda me eligió a mí. Tuve suerte. Tal vez influyese en la elección mi traje limpio y mis modos corteses. Hice más tarde la prueba, cuando quise encontrar un nuevo empleo. Me presenté sucio y maleducado… Me pusieron de patitas en la calle, como se dice en argot. Ni me miraron. El sueldo alcanzaba, como mucho, para no morirme de hambre. Además, tenía reservas acumuladas de dieciséis años de buena casa y aguanté. Cuando las reservas se agotaron, no encontré otra solución que completar mis comidas con los pasteles del patrón. Hoy no puedo ver un pastel sin sentir ganas de vomitar. ¿Me pone otra ginjinha?
Silvestre llenó la copa. Abel se mojó los labios y prosiguió:
—Está claro que no sería suficiente toda la noche si sigo con estos pormenores. Ya va más de una hora y todavía estoy en el primer empleo. Tuve muchos, y aquí se aclara lo que le dije de no tener profesión cierta. En la actualidad estoy de encargado en una obra, allí por el Areeiro. Mañana, no sé qué seré. Tal vez desempleado. No sería la primera vez… Ignoro si sabe lo que es estar sin trabajo, sin dinero, sin casa. Yo lo sé. Una de las veces que eso ocurrió coincidió con la inspección para el servicio militar. Mi estado de depauperación física era de tal modo grave, que me rechazaron. Fui uno de los que la Patria no quiso… Y no me importó, lo declaro francamente, aunque la comida y la cama aseguradas tuvieran sus ventajas. Conseguí, poco tiempo después, colocarme. Se reirá si le digo en qué. Fui vendedor de un té maravilloso que curaba todas las enfermedades… ¿No le hace gracia? Pues se la encontraría, si me hubiera oído pregonar sus cualidades. Nunca he mentido tanto en mi vida y no crea que es tan grande el número de personas dispuestas a creerse las mentiras. Recorrí buena parte del país, vendí mi té milagroso a personas que me creían. Nunca tuve remordimientos. El té no hacía mal, eso se lo puedo asegurar, y mis palabras daban tanta esperanza a quienes lo compraban que hasta eran capaces de dar más dinero. Porque no hay dinero que pague una esperanza…
Silvestre balanceó la cabeza, asintiendo.
—Me da la razón, ¿verdad? Pues ahí está. Contarle más de mi vida es casi inútil. Pasé hambre y frío algunas veces. Tuve momentos de tenerlo todo y momentos de privación. Comí como un lobo que no sabe si cazará al día siguiente, y ayuné como si me hubiera comprometido a morir de hambre. Y aquí estoy. He vivido en todos los barrios de la ciudad. He dormido en salas colectivas donde las pulgas y las chinches se contaban por millares. He tenido espejismos de hogar con algunas buenas muchachas, que las hay, a cientos, en esta Lisboa. Sin hablar de los pasteles de mi primer patrón, no he robado nada más que una vez. Fue en el Jardim da Estrela. Tenía hambre. Yo, que algo sé del asunto, le puedo decir que nunca había llegado hasta ese punto. Se me acercó la chica más linda que he visto en mi vida. No, no es lo que está pensando… Era una chiquilla de unos cuatro años, no más. Y si la llamo bonita es, tal vez, para compensarla del robo. Llevaba una rebanada de pan con mantequilla casi intacta. Los padres o la criada debían de estar cerca. Ni en eso pensé. Ella no gritó, no lloró, y yo, momentos después, estaba detrás de la iglesia mordiendo mi pan con mantequilla…
Había un brillo de lágrimas en los ojos de Silvestre.
—Tampoco dejé de pagar nunca la renta de las habitaciones que alquilaba. Le digo esto para tranquilizarlo…
El zapatero se encogió de hombros, con indiferencia. Deseaba que Abel siguiera hablando porque le gustaba oírlo, pero, sobre todo, porque no sabía qué responder. Quería, es cierto, hacer unas preguntas, pero recelaba que fuese demasiado pronto. Abel se le anticipó:
—Es la segunda vez que le cuento esto a alguien. La primera fue a una mujer. Supuse que iba a comprender, pero las mujeres no comprenden nada. Me equivoqué. Ella quería un hogar definitivo y pensó que me atrapaba. Se equivocó. Se lo cuento ahora a usted, no sé por qué. Quizá porque me gusta su cara, quizá porque desde la primera vez que hablé de esto han pasado algunos años y tenía necesidad de desahogarme. O quizá por otra razón cualquiera… No sé…
—Me lo cuenta para que deje de desconfiar de usted —respondió Silvestre.
—¡Ah, no! Tantos desconfiaron y siguieron sin saber… Quizá sea la hora, nuestro juego de damas, el libro que estaría leyendo si no hubiera venido aquí, qué sé yo… Sea lo que sea, ya lo sabe.
Silvestre se rascó con las dos manos la greña despeinada. Después se llenó la copa y se la bebió de un trago. Se limpió la boca con el dorso de la mano y preguntó:
—¿Por qué vive así? Perdone si soy indiscreto…
—No es indiscreto. Vivo así porque quiero. Vivo así porque no quiero vivir de otro modo. La vida, como otros la entienden, no tiene valor para mí. No me gusta estar agarrado y la vida es un pulpo con muchos tentáculos. Uno solo basta para prender a un hombre. Cuando me siento preso, corto el tentáculo. A veces eso duele, pero no queda más remedio. ¿Me entiende?
—Le entiendo muy bien. Pero eso no conduce a nada útil.
—La utilidad no me preocupa.
—Seguramente ha provocado disgustos…
—Hice lo posible para que eso no sucediera. Pero cuando ocurrió, no dudé.
—¡Usted es duro!
—¿Duro? No. Soy frágil, créame. Y es la certeza de mi fragilidad la que me hace rehuir los lazos. Si me entrego, si me dejo prender, estoy perdido.
—Hasta que un día… Soy viejo. Tengo experiencia.
—También yo.
—Pero la mía es la de los años…
—Y ¿qué le dice?
—Que la vida tiene muchos tentáculos, como dijo hace poco. Y, por más que se corten, siempre hay uno que queda y que acaba por atrapar.
—No lo creía tan…, ¿cómo se lo diría?…
—¿Filósofo? Todos los zapateros tienen un poco de filósofos. Eso lo ha dicho alguien…
Ambos sonrieron. Abel miró el reloj:
—Son las dos, señor Silvestre. Ya es hora de acostarse. Pero antes quiero decirle otra cosa. Comencé a vivir así por capricho, continué por convicción y sigo por curiosidad.
—No lo entiendo.
—Lo va a entender. Tengo la sensación de que la vida está detrás de una cortina, riéndose a carcajadas de nuestros esfuerzos por conocerla. Yo quiero conocerla.
Silvestre compuso una sonrisa mansa, donde había un ápice de desaliento:
—Hay tanto que hacer a este lado de la cortina, amigo mío… Aunque viviera mil años y tuviera las experiencias de todos los hombres, no conseguiría conocer la vida…
—Es posible que tenga razón, pero aún es pronto para desistir…
Se levantó y estrechó la mano de Silvestre:
—Hasta mañana.
—Hasta mañana…, amigo mío.
Solo, Silvestre lió, vagarosamente, otro cigarro. Tenía en los labios la misma sonrisa mansa y fatigada. Los ojos clavados en la superficie de la mesa, como si en ella se moviesen figuras de un pasado lejano.