La enfermedad del hijo trastornó las dulces y perezosas mañanas de Carmen. Enriquito llevaba dos días en la cama, con unas anginas benignas. De ser por la madre, ya se habría avisado al médico, pero Emilio, con el pensamiento en el gasto consecuente, declaró que no merecía la pena. Que la enfermedad era insignificante. Con unas gárgaras, unas zaragatonas, unos enjuagues de mercurio cromo y el doble de mimos, el hijo se levantaría pronto. Esto fue pretexto para que la mujer lo acusara de indiferencia hacia el niño y, ya en el camino de las acusaciones, vaciara el saco de sus innumerables quejas. Emilio la oyó, sin responder, durante toda la velada. Por fin, para evitar que la cuestión llegara a mayores y se prolongara hasta entrada la noche, estuvo de acuerdo con la idea de la mujer. Antes de las censuras, el acuerdo no habría espoleado el permanente deseo de contradicción de Carmen. Aceptarlo ahora sería hacer imposible el desahogo. Apenas oyó al marido, cambió de posición y pasó a atacar, con la misma o mayor vehemencia con la que hasta ahora defendía. Cansado y aturdido, Emilio abandonó la lucha, dejando que su mujer fuera dueña y señora de tomar la decisión que entendiera. No fue pequeño apuro para ella: por un lado, deseaba satisfacer su primera voluntad; por otro, no podía resistirse al deseo de contrariar al marido, y sabía que ahora lo haría no llamando al médico. Enriquito, ajeno a toda esta disputa, resolvió el problema de la manera más fácil: mejoró. Como buena madre, Carmen se alegró, aunque, muy en el fondo de sí misma, no le hubiera importado un agravamiento de la enfermedad (siempre que no fuera un peligro real) para que el marido supiera la persona tan razonable que era ella.
Sea como fuere, mientras Enriquito estuvo en la cama, adiós galbana matinal. Carmen tenía que hacer la compra antes de que el marido saliera y no podía tardar mucho para no perjudicarle en el trabajo. Si tal perjuicio no fuera susceptible de perjudicar, a su vez, los ingresos del hogar, no perdería la ocasión de jugarle una mala pasada al marido, pero la vida ya era bastante difícil para agravarla por el simple placer de venganzas mezquinas. Hasta en eso Carmen se reconocía una mujer razonable. A solas, cuando podía, llorando, daba rienda suelta a la desesperación, se lamentaba porque el marido no sabía reconocerle las cualidades, él que sólo tenía defectos, gastador, liviano, sin interés por la casa y por el hijo, criatura imposible de soportar, con ese permanente aire de víctima, de persona fuera de lugar e indeseada. Muchas veces, en los primeros tiempos, Carmen se preguntaba dónde estaban las razones del desencuentro permanente entre ella y el marido. Tuvieron un noviazgo como todo el mundo. Se quisieron mutuamente y, de repente, todo acabó. Comenzaron las escenas, las discusiones, las palabras sarcásticas, y ese aire de víctima que era, de todo, lo que más la sacaba de sus casillas. A veces pensaba que el marido tenía una amante, una amiga. En su opinión, todas las desavenencias conyugales estaban provocadas por la existencia de las amigas… Los hombres son como los gallos, que cuando están sobre una gallina ya han elegido la que vendrá a continuación.
Esa mañana, muy contrariada porque llovía, Carmen salió a hacer las compras. La casa se quedó tranquila, aislada por el sosiego de los vecinos y por el rumor también sosegado de la lluvia. El edificio vivía una de esas horas maravillosas de silencio y paz, como si no tuviera dentro de sí criaturas de carne y hueso, sino cosas, cosas definitivamente inanimadas.
Para Emilio Fonseca, el silencio y la paz que lo rodeaban nada tenían de tranquilizador. Sentía una opresión, como si el aire se hubiera vuelto denso y asfixiante. Le resultaba agradable esta pausa, la ausencia de la mujer y el silencio del hijo, pero le pesaba la certidumbre de que se trataba sólo de una pausa, de un apaciguamiento provisional que retrasaba pero no resolvía. Apoyado en la ventana que daba a la calle, viendo que la lluvia caía con mansedumbre, fumaba, la mayoría de las veces olvidando el cigarro entre los dedos nerviosos.
Desde la habitación contigua, el hijo le llamó. Posó el cigarro en el cenicero y fue a atenderlo.
—¿Qué quieres?
—Tengo sed…
Sobre la mesilla de noche había un vaso de agua hervida. Incorporó al hijo y le dio de beber. Enrique tragaba con dificultad, el rostro encogido por el dolor. Parecía tan frágil, delgado como estaba por el ayuno forzado, que Emilio sintió el corazón apretándosele en una angustia súbita. «¿Qué culpa tiene este niño? —se preguntó a sí mismo—. ¿Y qué culpa tengo yo?». Ya saciado, el hijo se recostó en la cama y dio las gracias con una sonrisa. Emilio no regresó a la ventana. Se sentó en la orilla de la cama, silencioso, mirando al hijo. Al principio, Enrique retribuyó la mirada del padre y parecía contento de verlo allí. Poco después, sin embargo, Emilio comprendió que lo estaba violentando. Desvió los ojos e hizo un movimiento para levantarse. En ese mismo instante, algo lo detuvo. Un pensamiento nuevo se le instaló en el cerebro. (¿Sería nuevo? ¿No habría sido mil veces apartado por inoportuno?). ¿Por qué se sentía tan incómodo junto al hijo? ¿Por qué razón el hijo no parecía, decididamente no parecía estar cómodo junto a él? ¿Qué los apartaba? Buscó el paquete de cigarrillos. Volvió a guardarlo porque se dio cuenta de que el humo haría daño a la garganta de Enrique. Podía ir a fumar a otro lado, pero no salió de allí. Miró de nuevo al niño. Bruscamente le preguntó:
—¿Me quieres, Enrique?
La pregunta era tan insólita que el niño respondió sin convicción:
—Te quiero…
—¿Mucho?
—Mucho.
«Palabras —pensó Emilio—. Todo esto son palabras. Si yo muriera ahora, en un año no se acordaría de mí».
Enrique levantaba la ropa de la cama con los pies. Anselmo los apretó en un gesto cariñoso aunque distraído. El niño lo encontró gracioso y se rió, una risa cuidadosa para no herir la garganta. El apretón se hizo más fuerte. Como el padre parecía estar contento, Enrique no se quejó, pero se sintió aliviado cuando retiró la mano.
—Si yo me fuera, ¿lo sentirías?
—Lo sentiría… —murmuró el hijo, perplejo.
—Después te olvidarías de mí…
—No lo sé.
¿Qué otra respuesta debería esperar? Claro que la criatura no podía saber si olvidaría. Nadie sabe si olvida antes de olvidar. Si fuera posible saberlo antes, muchas cosas de solución difícil la tendrían fácil. De nuevo las manos de Emilio fueron al bolsillo donde guardaba el tabaco. A mitad del movimiento, sin embargo, se retrajeron, se perdieron como si hubieran olvidado lo que iban a hacer. Y no sólo las manos denunciaban perplejidad. El rostro era el de alguien que llega a una encrucijada donde no hay indicaciones de dirección o donde los letreros están escritos en una lengua desconocida. Alrededor, el desierto, nadie para decirnos «por aquí».
Enrique miraba al padre con ojos curiosos. Nunca lo había visto así. Nunca le había oído esas preguntas.
Las manos de Emilio se levantaron despacio, firmes y decididas. Abiertas, las palmas hacia arriba, confirmaban lo que la boca empezaba a pronunciar:
—Te olvidarías, con toda seguridad…
Se detuvo un segundo, pero una voluntad irreprimible de hablar apartó la duda. No tenía la certeza de que el hijo lo entendiera, ni eso le importaba. Deseaba incluso que él no comprendiera. No elegiría palabras al alcance de la comprensión del niño. Lo que resultaba indispensable era hablar, hablar, hasta decirlo todo o no saber qué más decir:
—Te olvidarías, sí. Estoy seguro. De aquí a un año no te acordarías de mí. O antes. Trescientos sesenta y cinco días de ausencia y para ti mi cara sería una cosa pasada. Más tarde, aunque vieras mi foto, no te acordarías de mi cara. Y si pasara más tiempo, no me reconocerías aunque cruzara delante de ti. Nada te diría que soy tu padre. Para ti soy un hombre que ves todos los días, que te da agua cuando estás enfermo y tienes sed, un hombre al que tu madre trata de tú, un hombre con quien tu madre se acuesta. Me quieres porque me ves todos los días. No me quieres por lo que soy, me quieres por lo que hago o no hago. No sabes quién soy. Si me hubieran cambiado por otro cuando naciste, no te habrías dado cuenta y lo querrías como me quieres a mí. Y si yo volviera alguna vez, necesitarías mucho tiempo para habituarte a mí, o, tal vez, a pesar de ser yo tu padre, preferirías a otro. También lo verías todos los días, también él te llevaría al cine…
Emilio hablaba casi sin pausa, los ojos apartados del rostro del hijo. Incapaz de escapar ahora al deseo de fumar, encendió un cigarro. De soslayo, miró al hijo. Lo vio con cara de pasmo y tuvo pena. Pero aún no había acabado:
—No sabes quién soy y nunca lo sabrás. Nadie lo sabe… Tampoco sé quién eres tú. No nos conocemos… Podría irme ahora, que sólo perderías el pan que gano…
Lo que quería decir no era, finalmente, esto. Aspiró profundamente el humo y siguió hablando. Mientras profería las palabras, el humo iba saliendo, mezclado con ellas, en efluvios, según las articulaba. Enrique observaba con atención la salida del humo, completamente ajeno a lo que el padre decía:
—Cuando seas mayor querrás ser feliz. Por ahora no piensas en ello y lo eres precisamente por eso mismo. Cuando pienses, cuando quieras ser feliz, dejarás de serlo. Para siempre. Tal vez para siempre… ¿Me has oído? Para siempre. Cuanto más fuerte sea tu deseo de felicidad, más infeliz serás. La felicidad no es cosa que se conquiste. Te dirán que sí. No lo creas. La felicidad es o no es.
También esto lo llevaba lejos de su objetivo. Volvió a mirar al hijo. Los párpados estaban cerrados, el rostro tranquilo, la respiración calma y acompasada. Se había dormido. Entonces, en voz baja, los ojos fijos en el rostro de la criatura, murmuró:
—Soy infeliz, Enrique, soy muy infeliz. Me iré un día de éstos. No sé cuándo, pero sé que me iré. La felicidad no se conquista, pero quiero conquistarla. Aquí ya no puedo. Murió todo… Mi vida falló. Vivo en esta casa como un extraño. Te quiero, quizá quiera a tu madre, pero me falta algo. Vivo como en una prisión. Luego, estas escenas, esta…, todo esto, en fin… Me iré un día de éstos…
Enrique dormía profundamente. Un mechón de su pelo rubio le caía sobre la frente, por la boca entreabierta asomaba el brillo de sus dientes pequeñitos. En toda la cara se dibujaba la sombra de una sonrisa.
Súbitamente Emilio sintió los ojos inundados de lágrimas. No sabía por qué lloraba. El cigarro le quemó los dedos y lo distrajo. Regresó a la ventana. La lluvia persistía monótona y sosegada. Pensando en lo que había dicho, se sintió ridículo. E imprudente, también. El hijo habría entendido algo, podía decírselo a la madre. No tenía miedo, evidentemente, pero no deseaba escenas. Más peleas, más lágrimas, más protestas… No. Estaba cansado. Cansado. ¿Has oído, Carmen?
Por la calle, cerca de la ventana, pasó el bulto de la mujer, apenas protegido por el paraguas. Emilio repitió, en voz alta:
—Cansado. ¿Has oído, Carmen?
Fue al comedor a buscar la maleta. Carmen entró. Se despidieron con frialdad. Le pareció que el marido salía con sospechosa rapidez. Y desconfió. En el dormitorio del hijo nada le aguijoneó la atención. Pasó a la otra habitación y lo descubrió inmediatamente: sobre el tocador, al lado del cenicero, estaba la colilla de un cigarro. Apartando las cenizas, vio la mancha negra de la madera carbonizada. Su indignación fue tan fuerte que brotó de los labios en palabras violentas. El disgusto la sobrepasó. Lamentó el mueble, su suerte, su negra vida. Todo esto fue ya murmurado entre pequeños sollozos y gemidos. Miró alrededor, temerosa de más estropicios. Después, prolongando en el tocador una mirada de amor y desaliento, regresó a la cocina.
Mientras procedía a los preparativos del almuerzo, iba tejiendo las frases que le diría al marido. Que ni pensara que la cosa se iba a quedar así. Iba a oír lo que el diablo nunca oyó. Si quería estropear, que estropeara lo que le pertenecía, no los muebles del dormitorio comprados por su padre. Así agradecía, el ingrato…
—Estropear, estropear, estropear todo… —murmuraba, desde la chimenea a la mesa, de la mesa a la chimenea—. ¡Es lo único que sabe hacer!
Luego vendría el señor Emilio Fonseca, con gran palabrería… Cuánta razón tenía el padre, cuando no quería esa boda. ¿Por qué no se casó con el primo Manolo, que tenía la fábrica de cepillos en Vigo? ¡Podía ser ahora una señora, dueña de la fábrica, con criadas a sus órdenes!… ¡Estúpida, estúpida! Maldita la hora en que se le ocurrió venir a Portugal, a pasar una temporada en casa de la tía Micaela. Fue todo un éxito en el barrio. Estaban todos a ver quién se hacía novio de la española. Eso fue lo que la perdió. Le gustaba saberse pretendida, más pretendida que en su tierra, y ahí tenía las consecuencias de su ceguera. El padre bien la avisó: ¡Carmen, eso no es hombre bueno!…Cerró los oídos a los consejos, les hizo caso omiso, rechazó al primo Manolo y la fábrica de cepillos…
Se detuvo en medio de la cocina para enjugar una lágrima. No veía al primo Manolo desde hacía seis años y sintió nostalgia. Lloró el bien perdido. Sería ahora dueña de la fábrica: Manolo siempre la había querido mucho. ¡Ah, disgraciada, disgraciada!…
Enrique llamó desde el dormitorio. Se había despertado súbitamente. Carmen corrió:
—¿Qué tienes, qué tienes?
—¿Papaíto se ha ido?
—Sí.
Los labios de Enrique comenzaron a temblar y un llanto lento y profundo se levantó, ante el pasmo de la madre, al mismo tiempo despechada y afligida.