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Recostado en dos almohadas, un poco ofuscado por el despertar reciente, Caetano Cunha esperaba el almuerzo. La luz de la lámpara de la mesilla de noche, que le daba de lado, le dejaba la mitad del rostro en penumbra y avivaba el carmesí de la parte iluminada. Con un cigarro plantado en el canto de la boca, el ojo de ese lado semicerrado por el humo, tenía aire de villano en una película de gangsters olvidado por el guionista en una habitación interior de una casa sombría. A la derecha, sobre la cómoda, la foto de una niña le sonreía a Caetano Cunha, le sonreía fijamente, con una fijeza inquietante.

Caetano no miraba el retrato. Luego no era por la influencia de la sonrisa de la hija por lo que él sonrió. Ni la sonrisa del retrato se parecía a la suya. La del retrato era franca y alegre, y si incomodaba era sólo por la fijeza. La sonrisa de Caetano era lúbrica, casi repugnante. Cuando los adultos sonríen de este modo no deberían estar presentes las sonrisas de los niños, ni siquiera las sonrisas fotografiadas.

Al salir del periódico, Caetano había tenido una aventura, una aventura inmunda, que eran las que más le gustaban. Por eso sonreía. Apreciaba las cosas buenas y se deleitaba dos veces con ellas: cuando las experimentaba y cuando las recordaba.

Justina llegó para estropear el segundo regalo. Entró con la bandeja del almuerzo y la dejó sobre las rodillas del marido. Caetano la miró con el ojo iluminado, con escarnio fiero. Como la bombilla de la lámpara era roja, la esclerótica parecía ensangrentada y reforzaba la maldad de la mirada.

La mujer no sintió la mirada, como ya no sentía la fijeza de la sonrisa de la hija, tan habituada estaba a ambas. Regresó a la cocina, donde la esperaba su plato de diabética, frugal y sin sabor. Comía sola. A la cena, el marido no estaba, salvo los martes, su día libre; a mediodía comían separados: él en la cama, ella en la cocina.

El gato saltó de su cojín, al lado de la chimenea, donde estaba amodorrando sueños. Arqueó la columna y, con el rabo empinado, se restregó en las piernas de Justina. Caetano lo llamó. El animal se subió a la cama y se quedó mirando al dueño, moviendo lentamente la cola. Los ojos verdes que la luz roja no conseguía teñir se fijaron en los platos de la bandeja. Esperaba el premio a su condescendencia. De sobra sabía que de las manos de Caetano no recibía nada más que golpes, pero persistía. Tal vez en su cerebro de animal hubiera una curiosidad, la curiosidad de saber cuándo se iba a cansar el dueño de pegarle. Caetano todavía no estaba cansado: tomó una zapatilla del suelo y se la tiró. Más rápido, el gato huyó de un salto. Caetano soltó una carcajada.

El silencio que llenaba la casa de arriba abajo, como un bloque, estalló ante esa risa. Tan poco habituados estaban a semejante ruido que los muebles parecieron encogerse en sus lugares. El gato, ya sin recuerdo del hambre y aterrorizado por la carcajada, regresó al olvido del sueño. Sólo Justina, como si nada hubiera ocurrido, permaneció tranquila. En casa, apenas abría la boca para decir las palabras indispensables, y no consideraba indispensable tomar partido por el animal. Vivía dentro de sí misma, como si estuviera soñando un sueño sin principio ni fin, un sueño sin asunto del que no quería despertar, un sueño hecho de nubes que pasaban silenciosas cubriendo un cielo del que ya no tenía memoria.