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—Tú no estás bien, Anselmo…

Anselmo hizo un esfuerzo para sonreír, un esfuerzo digno de mejor resultado. La preocupación era demasiada para ceder al juego de los músculos que comandaban la sonrisa. Lo que se vio fue una mueca que sería cómica de no ser por la desolación evidente que se le instaló en los ojos, donde no llegaban los trayectos musculares de la boca.

Estaban en la cocina, almorzando. Sobre la mesa, el reloj de Anselmo indicaba el tiempo que aún tenía por delante. El tictac suave se insinuó en el silencio que siguió a la exclamación de Rosalía.

—¿Qué te pasa? —insistió ella.

—Nada… Puñeterías.

A solas con la mujer, Anselmo no tenía grandes escrúpulos de lenguaje y ni se le pasaba por la cabeza que ella pudiera tener remilgos. Y Rosalía, hay que decirlo, no era remilgada.

—Pero ¿qué clase de puñeterías?

—No me han aceptado el vale. Y todavía faltan diez días para acabar el mes…

—Pues faltan, y yo estoy sin dinero. Ya hoy, en los ultramarinos, tuve que fingir que se me había olvidado el monedero.

Anselmo soltó el tenedor con violencia. La última frase de la mujer fue como una bofetada:

—A mí me gustaría saber por dónde se va el dinero —declaró.

—Espero que no creas que yo lo pierdo. Aprendí con mi madre a ser ahorrativa y no creo que haya otra como yo.

—Nadie dice que no seas ahorrativa, pero la verdad es que, con dos personas ganando, teníamos la obligación de vivir mejor.

—Lo que María Claudia gana apenas llega para ella. Una hija mía no se puede presentar de cualquier manera.

—Cuando ella está presente no dices eso…

—Si le diera alas, estábamos aviados… ¿O tú crees que no sé lo que hago?

Anselmo masticaba el último bocado. Cambió de posición, se aflojó la correa y extendió las piernas. La luz grisácea del día lluvioso, que entraba por los cristales de la marquise, ponía sombras en la cocina. Rosalía, con la cabeza baja, seguía comiendo. En el extremo de la mesa, el plato de María Claudia esperaba.

Los ojos mirando a lo lejos, el rostro grave, nadie osaría decir que Anselmo no estaba absorto en profundas reflexiones. Bajo la calva brillante, ligeramente enrojecida por el trabajo digestivo que comenzaba, el cerebro exprimía ideas, todas con el mismo objetivo: encontrar suficiente dinero para llegar a fin de mes. Pero, tal vez porque la digestión le estuviera entorpeciendo, el cerebro de Anselmo no producía ideas que valiesen.

—No pienses tanto. Todo se arreglará —animó Rosalía.

El marido, que sólo esperaba esa frase para dejar de pensar en un asunto tan incómodo, la miró con irritación:

—Si yo no pienso, ¿quién va a pensar?

—Pero te hace daño esa preocupación, ahora, después de la comida…

Anselmo hizo un gran gesto de desaliento y movió la cabeza, como quien no puede huir de la fatalidad implacable.

—Las mujeres ni sueñan lo que cabe en la cabeza de un hombre…

Si Rosalía le diera el pie necesario, Anselmo emprendería un largo soliloquio en el que expondría, una vez más, sus definitivas ideas acerca de la condición del hombre en general y de los empleados de oficinas en particular. No tenía muchas ideas, pero las tenía definitivas. Y la principal, de la que todas eran satélites y consecuencias, consistía en la profunda convicción de que el dinero es (palabras suyas) la quinta esencia de la vida. Que para alcanzarlo todos los procedimientos son buenos, siempre que la dignidad no sufra con eso. Esta objeción era muy importante, porque Anselmo profesaba, como pocos, el culto a la dignidad.

Rosalía no le dio pie, no porque estuviera harta de las teorías mil veces expuestas del marido, sino porque estaba demasiado absorta en la contemplación de su rostro, ese rostro que, visto de perfil, como ahora, parecía el de un emperador romano. La pequeña irritación de Anselmo por no habérsele concedido la oportunidad de hablar fue compensada por la atención respetuosa con que se sentía observado. Consideraba a su mujer muy por debajo de él, pero saberse así adorado lo lisonjeaba, de tal modo que, de buena gana, renunciaba al placer de evidenciar con palabras esa superioridad cuando veía en los ojos de Rosalía el respeto y el temor.

Se oyó un suspiro: Rosalía había alcanzado el éxtasis, el intermedio lírico terminaba. Desde las altas regiones de la adoración, bajó a la prosaica Tierra:

—¿Sabes quién ha metido a un huésped?

Para Anselmo la comedia todavía no había terminado. Simuló un sobresalto y preguntó:

—¿Qué?

—Si sabes quién ha metido a un huésped.

Con la sonrisa benevolente de los seres olímpicos que acceden a bajar a las llanuras, Anselmo preguntó:

—¿Quién ha sido?

—El zapatero. Esta vez un muchacho joven. Mal arreglado, por más señas…

—Tal para cual.

Era una de las frases predilectas de Anselmo. Quería decir que para él no había nada de extraño en que un don nadie viviera con otro don nadie. Pero la frase siguiente correspondía a una preocupación:

—Un huésped es lo que nos vendría bien.

—Si tuviéramos casa para eso…

Como no tenían casa para eso, Anselmo pudo decir:

—Ni yo querría mezclas. Era sólo hablar por hablar…

El timbre dio tres toques rápidos.

—Es la pequeña —dijo Anselmo. Miró el reloj y añadió—: Y llega tarde.

Cuando María Claudia entró, las sombras de la cocina salieron. La muchacha recordaba la portada de una revista americana, de esas que muestran al mundo que en Estados Unidos no se fotografían personas o cosas sin que, previamente, se les aplique una mano de pintura fresca. María Claudia tenía un gusto infalible para elegir los colores que más ayudaban a su juventud. Sin dudar, casi por instinto, entre dos tonos semejantes elegía el más adecuado. El resultado era deslumbrante. Anselmo y Rosalía, criaturas insulsas, de tez macilenta y trajes sombríos, no conseguían hurtarse al influjo de tanta frescura. Y si no podían imitarla, la admiraban.

Con su sexto sentido de actriz incipiente, la chica se plantó delante de los padres el tiempo necesario para seducirlos con su gentileza. Sabía que venía retrasada y no quería dar explicaciones. En el momento exacto y necesario, dio una carrerita de ave graciosa hacia el padre y lo besó. Se dio la vuelta y cayó en brazos de la madre. Todo parecía tan natural que ninguno de ellos, actores de la comedia de engaños que era su vida, creyó conveniente mostrar extrañeza.

—Traigo tanta hambre… —dijo María Claudia. Y sin esperar, todavía con el impermeable, corrió hacia su dormitorio.

—Quítatelo aquí, Claudiña —dijo la madre—. Vas a mojar todo ahí dentro.

Ni tuvo respuesta, ni la esperaba. Hacía reparos y observaciones sin la más tenue esperanza de verlos atendidos, pero el simple hecho de plantearlos le daba una ilusión de autoridad maternal, conveniente a sus principios de educación. Ni las sucesivas derrotas que tal autoridad sufría eran suficientes para destruirla.

El rostro satisfecho de Anselmo se cubrió de repente de sombras. Una llamarada de desconfianza se le encendió en los ojos.

—Mira a ver qué está haciendo ahí dentro —le ordenó a la mujer.

Rosalía fue y sorprendió a la hija espiando por la ventana, entre los visillos. Al sentir a la madre, María Claudia se volvió con una sonrisa mitad atrevida, mitad apurada.

—¿Qué haces ahí? ¿Por qué no te cambias?

Se aproximó a la ventana y la abrió. En la calle, justo enfrente, había un muchacho, bajo la lluvia. Rosalía cerró la ventana con estruendo. Iba a protestar, pero se tropezó con los ojos de la hija sobre ella, unos ojos fríos donde parecía brillar la malignidad del rencor. Se atemorizó. María Claudia, sin prisas, se quitaba el impermeable. Algunas gotas de agua habían mojado la alfombra.

—¿No te dije que te quitaras el impermeable? ¡Mira cómo está el suelo!

Anselmo apareció en la puerta. Sintiéndose acompañada, la mujer se desahogó:

—Tu hija se ha asomado a la ventana para mirar a un niñato que está ahí enfrente. Seguramente vinieron los dos juntos. Por eso ha llegado tan tarde…

Midiendo el suelo, como si estuviera en un escenario y obedeciera las indicaciones del director, Anselmo se aproximó a la hija. Claudiña tenía los ojos bajos, pero nada en ella denunciaba incomodidad. El rostro calmo parecía repeler. Demasiado interesado en lo que iba a decir para reparar en la actitud de la hija, Anselmo comenzó:

—Pero, Claudiña, bien sabes que eso no es bonito. Una chica joven como tú no puede andar acompañada así. ¿Qué van a decir los vecinos? Esa gente, donde pone la lengua, pone el veneno. Además, esas amistades nunca dan buenos resultados y sólo comprometen. ¿Quién es ese joven?

Silencio de María Claudia. Rosalía espumaba de indignación, pero callaba. Seguro de que el gesto sería de eficaz efecto dramático, Anselmo posó la mano sobre el hombro de la hija. Y prosiguió con voz un poco trémula:

—Sabes que te queremos mucho y que queremos verte bien. No es cualquier mozalbete sin importancia el que debe interesarte. Eso no es futuro. ¿Lo entiendes?

La muchacha decidió levantar los ojos. Hizo un movimiento para liberar el hombro y respondió:

—Sí, padre.

Anselmo se regocijó: su método pedagógico era infalible.

Y con esa convicción salió de casa, protegido de la lluvia que arreciaba y dispuesto a insistir en el adelanto. Lo exigía la economía claudicante del hogar y lo merecían sus cualidades de marido y de padre.