Ya el día se enfoscaba y la noche se presentía en la quietud del crepúsculo, que ni todos los ruidos de la ciudad anulaban, cuando Adriana apareció en la esquina, con paso rápido. Entró corriendo en la casa y subió los escalones de dos en dos, pese a que el corazón protestara por el esfuerzo. Tocó el timbre con insistencia, impaciente por la tardanza. Le apareció la madre:
—Buenas tardes, madre. ¿Ya ha empezado? —le preguntó, dándole un beso.
—Sin prisas, niña, sin prisas… Todavía no. ¿Por eso has venido a la carrera?
—Tenía miedo de llegar tarde. Me entretuvieron en la oficina con unas cartas urgentes.
Entraron en la cocina. Las lámparas estaban encendidas. La radio sonaba bajito. Isaura, en la marquise, cosía inclinada sobre una camisa rosa. Adriana besó a la hermana y a la tía. Luego se sentó a descansar.
—¡Uf! Estoy rendida. Isaura, qué cosa tan fea estás haciendo…
La hermana levantó la cabeza y sonrió:
—El hombre que vista esta camisa debe de ser el estúpido más acabado. Ya lo estoy viendo, en la tienda, con los ojos embelesados en esta camisa, capaz de arrancarse la piel para pagarla.
Rieron las dos. Cándida observó:
—Vosotras habláis mal de todo el mundo.
Amelia apoyó a las sobrinas:
—Entonces ¿tú crees que es prueba de buen gusto vestir esa camisa?
—Cada uno se viste como quiere —se atrevió Cándida.
—Vaya salida. Eso no es una opinión.
—¡Chsss! —hizo Isaura—. Dejad oír.
El locutor anunciaba una pieza musical.
—Todavía no es —dijo Adriana.
Al lado de la radio había un paquete. Por el formato y por el tamaño parecía un libro. Adriana lo sostuvo y preguntó:
—¿Qué es esto? ¿Otro libro?
—Sí —respondió la hermana.
—¿Cómo se titula?
—La religiosa.
—¿Quién es el autor?
—Diderot. No he leído nada suyo.
Adriana depositó el libro y poco después lo olvidaba. No apreciaba mucho los libros. Como la hermana, la madre y la tía, adoraba la música, pero los libros los encontraba pesados. Para contar una historia llenaban páginas y páginas y, al final, todas las historias se pueden contar en pocas palabras. No entendía que Isaura perdiese horas leyendo, a veces hasta de madrugada. Con la música, sí. Era capaz de pasarse una noche entera oyendo, sin cansarse. Y era una felicidad que a todas les gustara. De no ser así, no faltarían riñas.
—Es ahora —avisó Isaura—. Sube el sonido.
Adriana giró los botones. La voz del locutor llenó la casa.
—… La danza de los muertos, de Honegger. Texto de Paul Claudel. Interpretación de Jean-Louis Barrault. Atención.
En la cocina, una cafetera pitaba. Tía Amelia la retiró del fuego. Se oyó el rayar de la aguja sobre el disco, y luego la voz dramática y vibrante de Jean-Louis Barrault hizo estremecer a las cuatro mujeres. Ninguna se movía. Miraban el ojo luminoso del sintonizador de la radio, como si de allí viniera la música. En el intervalo del primer disco al segundo se oyó, procedente de la habitación contigua, un estruendo de metales en un ragtime que dilaceraba los oídos. Tía Amelia levantó las cejas, Cándida suspiró, Isaura clavó con fuerza la aguja en la camisa, Adriana fusiló la pared con una mirada mortífera.
—Ponla más alto —dijo la tía Amelia.
Adriana aumentó el sonido. La voz de Jean-Louis clamó «¡existe!», la música remolineó en la vaste plaine y las notas trepidantes del ragtime se mezclaron heréticamente en danza sur le pont d'Avignon.
—¡Más alto!
El coro de los muertos, en mil gritos de desesperación y lástima, clamó su dolor y sus remordimientos, y el tema del Dies irae sofocó, aniquiló las alegrías de un clarinete bullicioso. Honegger, lanzado a través de los altavoces, logró vencer al anónimo ragtime. Tal vez María Claudia se hubiera cansado de su programa de baile favorito, tal vez se asustara con el bramar del furor divino que la música traía. Disueltas en el aire las últimas notas de La danza de los muertos, Amelia se lanzó a la cena, protestando. Cándida se apartó, recelosa de la tempestad, pero igualmente indignada. Las dos hermanas, impresionadas por la música, hervían en sagrada cólera.
—Parece imposible —declaró por fin Amelia—. No es querer ser más que otros, pero parece imposible que haya gente a la que le guste esa música de locos.
—Hay a quien le gusta, tía —dijo Adriana.
—Ya lo veo, ya.
—No todo el mundo fue educado como nosotras —añadió Isaura.
—También lo sé. Pero entiendo que todo el mundo debería ser capaz de separar el trigo de la paja. Lo que es malo, a un lado; lo que es bueno, al otro.
Cándida, que sacaba unos platos del armario, osó contraponer:
—No puede ser. El mal y el bien, lo bueno y lo malo van siempre mezclados. Nunca se es completamente bueno o completamente malo. Creo yo —añadió tímidamente.
Amelia se dirigió a la hermana, empuñando la cuchara con la que estaba probando la sopa:
—Ésa sí que es buena. ¿Así que no estás segura de que es bueno lo que te gusta?
—No, no lo estoy.
—Entonces ¿por qué te gusta?
—Me gusta porque creo que es bueno, pero no sé si es bueno.
Amelia torció la boca, con desprecio. La tendencia de la hermana a no tener certezas acerca de nada, a hacer distinciones en todo, irritaba su sentido práctico, su modo de dividir verticalmente la vida. Cándida se calló, arrepentida de haber hablado tanto. Esa forma sutil de razonar no era suya por naturaleza: la adquirió en la convivencia con el marido, y lo que en él parecía más problemático se simplificaba en ella.
—Todo esto es muy bonito —insistió Amelia—, pero quien sabe lo que quiere y lo que tiene se arriesga a perder lo que tiene y a fallar en lo que puede querer.
—Qué lío —sonrió Cándida.
La hermana reconoció que había sido oscura, lo que todavía la irritó más:
—No es lío, es la verdad. Hay música buena y música mala. Hay personas buenas y personas malas. Está el bien y está el mal. Cualquiera puede elegir…
—Qué bueno sería si fuese así. Muchas veces no se sabe elegir, no se aprendió a elegir…
—Estás diciendo que hay personas que sólo pueden elegir el mal, porque están deformadas por naturaleza.
Cándida contrajo el rostro, como si hubiera sentido un dolor. Luego respondió:
—No sabes lo que estás diciendo. Eso sólo puede pasar cuando las personas están enfermas del espíritu. Pero nosotras estamos hablando de personas que, según lo que dices, pueden elegir… ¡Un enfermo así no puede elegir!
—Quieres confundirme, pero no lo vas a conseguir. Hablemos entonces de las personas sanas. Yo puedo elegir entre el bien y el mal, entre la música buena y la música mala.
Cándida alzó las manos, como si fuera a encetar un largo discurso, pero luego las bajó, con una sonrisa fatigada:
—Dejemos a un lado la música, que aquí lo único que hace es entorpecer. Dime, si lo sabes, qué es el bien y qué es el mal. ¿Dónde acaba uno y empieza el otro?
—Eso no lo sé, ni es una pregunta que se pueda hacer. Lo que sí sé es reconocer el mal y el bien dondequiera que estén…
—De acuerdo con lo que pienses sobre ello…
—No podía ser de otra manera. No es con las ideas de los otros con las que yo enjuicio.
—Pues es ahí donde está el punto difícil. Se te olvida que los otros también tienen sus ideas acerca del bien y del mal. Y que pueden ser más justas que las tuyas…
—Si todo el mundo pensara como tú, nadie se entendería. Son necesarias reglas, son necesarias leyes.
—¿Y quién las hace? ¿Y cuándo? ¿Y con qué fin?
Se calló, durante un breve segundo, y preguntó con una sonrisa de inocente malicia:
—Y, además, ¿piensas con tus ideas o con las reglas y leyes que no hiciste?…
Para estas preguntas Amelia no encontró respuesta. Le dio la espalda a la hermana y remató:
—Está bien. Ya debía saber que contigo no se puede hablar.
Isaura y Adriana sonrieron. La discusión era sólo la última de las decenas ya oídas. Pobres viejas, ahora limitadas a las tareas domésticas, lejos del tiempo en que sus intereses eran más amplios, más vivos, porque el desahogo económico permitía esos intereses. Ahora, arrugadas y encorvadas, encanecidas y trémulas, el antiguo fuego lanzaba las últimas llamaradas, luchando contra la ceniza que se iba acumulando. Isaura y Adriana se miraron y sonrieron. Se sentían jóvenes, vibrantes, sonoras como la cuerda tensa de un piano —comparándose con esa vejez que se desmoronaba.
Después, llegó la cena. Alrededor de la mesa, cuatro mujeres. Los platos humeantes, el mantel blanco, el ceremonial de la refección. Más acá —o tal vez más allá— de los ruidos inevitables, un silencio espeso, constreñido, el silencio inquisitorial del pasado que nos contempla, y el silencio irónico del futuro que nos espera.