Todas las tardes, después del almuerzo, Lidia se acostaba. Tenía cierta tendencia a adelgazar y se defendía de ella reposando diariamente durante dos horas. Echada en la cama ancha y blanda, con la bata aflojada, las manos caídas al lado del cuerpo, fijaba los ojos en el techo, relajaba la tensión muscular y los nervios y se abandonaba al tiempo sin resistencia. Se creaba en el cerebro de Lidia y en el dormitorio algo así como el vacío. El tiempo se deslizaba, incesante, con ese rumor sedoso que tiene la arena que cae de una esfera.
Los ojos semicerrados de Lidia seguían el pensamiento vago e indeciso. El hilo se quebraba, había sombras interpuestas como nubes. Luego aparecía nítido y claro, para a continuación sumirse entre velos y resurgir más lejos. Era como el ave herida que se arrastra, aletea, aparece y desaparece hasta caer muerta. Incapaz de sustentar el pensamiento por encima de las nubes que lo entoldaban, Lidia entró en el sueño.
Se despertó con el sonido violento del timbre de la puerta. Desorientada, los ojos todavía cubiertos de sueño, se sentó en la cama. El timbre volvió a sonar.
Lidia se levantó, se calzó las pantuflas y se dirigió al pasillo. Con cuidado, observó por la mirilla. Tuvo una expresión de contrariedad y abrió la puerta:
—Entre, madre.
—Buenas tardes, Lidia, ¿puedo entrar?
—Entre, ya se lo he dicho.
La madre entró. Lidia la dirigió a la cocina.
—Parece que te he molestado.
—¿A mí? Qué idea. Siéntese.
La madre se sentó en una banqueta. Era una mujer de poco más de sesenta años, de pelo grisáceo cubierto por una gasa negra, como negro era el vestido que llevaba. Tenía la cara blanda, con pocas arrugas, de un tono de marfil sucio. Los ojos poco móviles y mortecinos, mal defendidos por los párpados casi sin pestañas. Las cejas eran ralas y pequeñas, diseñadas como un acento circunflejo. Todo el rostro tenía una expresión pasmada y ausente.
—No la esperaba hoy —dijo Lidia.
—No es mi día, ni suelo venir a esta hora, ya lo sé —respondió la madre—. ¿Tú estás bien?
—Como de costumbre. ¿Y usted?
—Voy tirando. Si no fuera por el reuma…
Lidia procuró interesarse por el reuma de la madre, pero con tan poca convicción que acabó por cambiar de asunto:
—Estaba durmiendo cuando sonó el timbre. Me he despertado sobresaltada.
—Tienes mal aspecto —notó la madre.
—¿Le parece? Seguro que es de haber dormido.
—Tal vez. Dormir de más también es malo.
Ninguna de ellas se engañaba con las banalidades que oían y decían. Lidia conocía demasiado bien a su madre como para saber que no había venido sólo para hacerle ver su buen o mal aspecto; la madre, a su vez, si había comenzado la conversación de esa manera era simplemente para no entrar de golpe en el asunto que traía. Pero Lidia recordó, en ese momento, que eran casi las cuatro y que tenía que salir.
—Entonces ¿qué la trae hoy por aquí?
La madre se puso a alisar una arruga de la falda. Aplicaba en ese trabajo la mayor atención y parecía no haber oído la pregunta.
—Necesito dinero —murmuró por fin.
Lidia no se sorprendió. Esperaba eso mismo. Sin embargo, no pudo reprimir el desagrado.
—Cada mes viene diciendo eso antes…
—Tú sabes que la vida está difícil…
—Está bien, pero creo que usted debería ahorrar un poquito.
—Yo ahorro, lo que pasa es que se gasta.
La voz de la madre era serena, como la de quien está segura de alcanzar lo que desea. Lidia la miró. La madre conservaba bajos los ojos, fijos en la arruga de la falda, acompañando el movimiento de la mano. Lidia salió de la cocina. Inmediatamente la madre dejó la falda y levantó la cabeza. Tenía expresión de contento, la expresión de quien busca y halla. Al oír que la hija se acercaba, retomó su posición modesta.
—Aquí tiene —dijo Lidia, acercando dos billetes de cien escudos—. No le puedo dar más por ahora.
La madre recibió el dinero y lo guardó en el monedero que sepultó en el fondo del bolso:
—Gracias. ¿Vas a salir ahora?
—Voy a la Baixa. Estoy harta de estar en casa. Voy a merendar y a dar una vuelta para ver escaparates.
Los ojos pequeños de la madre, fijos y obstinados como los de un animal disecado, no la dejaban.
—En mi modesta opinión —dijo—, no deberías salir mucho.
—No salgo mucho. Salgo cuando me apetece.
—Ya. Pero al señor Moráis puede no gustarle.
Las alas de la nariz de Lidia palpitaron. Lentamente, articuló con sarcasmo:
—Parece que le importa más que a mí lo que el señor Moráis piense…
—Es por tu bien. Ahora que tienes una situación…
—Le agradezco la atención, pero ya tengo edad para no necesitar consejos. Salgo cuando quiero y hago lo que quiero. Lo malo o lo bueno que haga es cosa mía.
—Digo esto porque soy tu madre y quiero tu bienestar…
Lidia mantuvo una sonrisa brusca e incómoda:
—¡Mi bienestar!… Sólo hace tres años que se preocupa por mi bienestar. Antes, le daba poca importancia.
—No estás siendo justa —respondió la madre, nuevamente atenta a la arruga de la falda—. Siempre me he preocupado por ti.
—De acuerdo, pero ahora se preocupa mucho más… Esté tranquila: no tengo ninguna intención de volver a la vida antigua, a aquel tiempo en que usted no se preocupaba por mí… Es decir, cuando no se preocupaba tanto como hoy…
La madre se levantó. Había alcanzado lo que pretendía y la conversación estaba tomando un rumbo desagradable: mejor retirarse. Lidia no la retuvo. Se sentía furiosa por la pequeña explotación de que era víctima y porque la madre se permitiera darle consejos. De buena gana la llevaría a un rincón y no la dejaría salir mientras no le dijera todo lo que pensaba de ella. Todas esas precauciones, esas desconfianzas, ese temor de desagradar al señor Moráis no eran por amor a la hija, eran por la integridad de la pensioncita mensual que de ella recibía.
Todavía con los labios temblando de cólera, Lidia regresó al dormitorio para mudarse de ropa y pintarse. Iba a merendar, a dar una vuelta por la Baixa, como le dijo a la madre. Nada más inocente. Pero, ante las insinuaciones que acababa de oír, casi le apetecía volver a hacer lo que durante tantos años había hecho: encontrarse con un hombre en una habitación amueblada de la ciudad, una habitación de paso, con la inevitable cama, el inevitable biombo, los inevitables muebles de cajones vacíos. Mientras se aplicaba la crema en la cara, recordaba lo que sucedía durante esas tardes y noches en habitaciones así. Y el recuerdo la entristecía. No deseaba recomenzar. No porque le gustara Paulino Moráis: engañarlo no le provocaría ni sombra de remordimiento, y si no lo hacía era, sobre todo, por preservar su seguridad. Conocía demasiado a los hombres para amarlos. Recomenzar, no. ¿Cuántas veces fue en busca de una satisfacción siempre recusada? Iba por dinero, claro, y éste le era ofrecido porque lo merecía… Cuántas veces salió ansiosa, ofendida, lograda. Cuántas veces todo esto —habitación, hombre e insatisfacción— se había repetido. Después el hombre podía ser otro, la habitación diferente, pero la insatisfacción no desaparecía, ni siquiera disminuía.
Sobre el mármol del tocador, entre los frascos y las polveras, al lado del retrato de Paulino Moráis, estaba el segundo volumen de Los Maya. Lo hojeó, buscó el pasaje que había señalado con bâton y lo releyó. Dejó caer el libro lentamente y, con los ojos fijos en el espejo, donde su cara tenía, ahora, una expresión de susto que recordaba a la de su madre, recapituló en unos segundos su vida —luz y sombra, farsa y tragedia, insatisfacción y logro.
Eran casi las cuatro y media cuando acabó de arreglarse. Estaba bonita. Tenía gusto para vestirse, sin exageraciones. Se puso un tailleur gris, entallado, que le daba al cuerpo un contorno sinuoso de una plasticidad perfecta. Un cuerpo que obligaba a los hombres, en la calle, a volverse hacia atrás. Milagros de modista. Instinto de mujer cuyo cuerpo es su modo de ganarse el pan.
Bajó la escalera con ese paso leve que evita el taconeo sonoro de los zapatos en los escalones. En la puerta de Silvestre había gente. Los dos batientes estaban abiertos y el zapatero ayudaba a un joven a hacer entrar una maleta grande. En el rellano, Mariana sostenía otra maleta más pequeña. Lidia saludó:
—Buenas tardes.
Mariana correspondió. Silvestre, para devolver la cortesía, se detuvo y se giró. La mirada de Lidia pasó por encima de él y se fijó con curiosidad en el rostro del muchacho. Abel la miró también. El zapatero, al notar la expresión interrogativa del huésped, sonrió y le guiñó un ojo. Abel comprendió.