Doña Carmen todavía les cerró la puerta a dos candidatos al alquiler antes de decidirse a comprobar el valor de la sugerencia del marido. Y cuando lo hizo, caliente por la refriega doméstica y por la disputa con los candidatos a la habitación, no fue amable con Silvestre. Pero éste, que veía, por fin, explicada la hasta ahí inexplicable ausencia de solicitantes, le respondió en el mismo tono, y Carmen tuvo que retirarse cuando vio aparecer, tras el zapatero, el bulto redondo de Mariana, que se venía acercando, arremangada y con las manos en la cadera. Para evitar mayores perturbaciones, Silvestre propuso que se colocase en la puerta de Carmen un letrero remitiendo a su casa a los interesados. Carmen arguyó que no estaba dispuesta a tener papeles colgados, a lo que el zapatero opuso que el mal lo pagaría ella porque tendría que atender a quien apareciera. De mala gana acabó por consentir y Silvestre, con media hoja de papel de carta, redactó el aviso. Carmen no consintió que fuera él quien colocara el papel: ella misma lo fijó a la puerta con una pincelada de cola. Lo peor es que, una vez más, porque el interesado no sabía leer, tuvo que enfrentar la pregunta ya sabida y la visión del periódico comprobatorio. Lo que ella pensaba de Silvestre y de su mujer estaba muy lejos de lo que dijo, pero, a su vez, lo que dijo ya estaba muy lejos de lo conveniente y de lo justo. Si Silvestre fuera persona litigante, allí tendríamos un conflicto internacional. Mariana echaba espuma de furia, pero el marido moderó los ímpetus y las reminiscencias de la panadera de Aljubarrota.
El zapatero regresó a su lugar en la ventana, a cavilar cómo se habría producido el equívoco. Sabía muy bien que no tenía una caligrafía primorosa pero, para zapatero, la encontraba muy buena, comparándola con la de ciertos doctores. La única solución que se le ocurría era que el periódico se hubiera equivocado. Él no, de eso estaba seguro: le parecía estar viendo el impreso que rellenó, y entresuelo derecho es lo que puso. Mientras pensaba se mantenía atento al trabajo, sin olvidarse de echar, de vez en cuando, una mirada a la calle, a fin de descubrir entre los pocos transeúntes a quienes vinieran en busca de habitación. La ventaja de la observación residía en que cuando llegase a hablar con el interesado ya tendría la respuesta que dar. Silvestre se consideraba a sí mismo buen fisonomista. Se habituó, en la mocedad, a mirar a otros de frente, para saber quiénes eran y qué pensaban, en aquella época en que confiar o no era casi una cuestión de vida o muerte. Estos pensamientos, tirando de él hacia atrás, al camino ya recorrido de su vida, lo distraían de la observación.
La mañana estaba casi pasada, el olor del almuerzo ya invadía la casa y no aparecía nadie que le conviniera. Silvestre se arrepentía de haber sido tan exigente. Gastó dinero en el anuncio, andaba de malas con la vecina de al lado (que, para suerte suya, no era clienta) y estaba sin huésped.
Comenzaba a clavar unos refuerzos en unas botas cuando vio aparecer en la acera de enfrente a un hombre que caminaba vagaroso, con la cabeza levantada, mirando los edificios y las caras de las personas que pasaban. No traía el periódico en la mano, ni siquiera, por lo que se veía, en el bolsillo. Se detuvo delante de la ventana de Silvestre, observando el edificio, piso por piso. Fingiéndose absorto en el trabajo, el zapatero lo miraba a hurtadillas. Era de estatura mediana, moreno, y no aparentaba más de treinta años. Vestía de esa manera inconfundible que muestra que la persona está a la misma distancia de la pobreza que de la medianía. El traje estaba poco cuidado, aunque era de buen tejido. Los pantalones, tan sin raya, provocarían la desesperación de Mariana. Vestía un jersey de cuello alto y llevaba la cabeza descubierta. Parecía satisfecho con el resultado de la inspección, pero no daba un paso.
Silvestre comenzó a inquietarse. No tenía nada que temer, no había sido incomodado desde que…, desde que dejó aquellas cosas y ahora ya era viejo, pero la inmovilidad y la voluntad del hombre lo perturbaban. La mujer canturreaba en la cocina con esa voz desafinada que era la alegría de Silvestre y constante motivo de gracejos. Incapaz de seguir soportando la expectación, el zapatero levantó la cabeza y miró al extraño personaje. A su vez, éste, que había acabado el examen del edificio, llegaba en ese momento con los ojos a la ventana de Silvestre. Ambos se observaron, el zapatero con un ligero aire de desafío, el otro con una inconfundible expresión de curiosidad. Separados por la calle, los dos hombres se sostenían la mirada. Silvestre desvió los ojos para no parecer provocador. El hombre sonrió y cruzó al otro lado con pasos lentos aunque firmes. Silvestre estaba atento al sonido del timbre. No fue tan rápido como esperaba. El hombre debía de estar leyendo el aviso. Por fin, el timbre sonó. La canción de Mariana se interrumpió en medio de una lamentable disonancia. El corazón de Silvestre precipitó las pulsaciones, de tal modo que el zapatero, bromeando consigo mismo, concluyó que era presunción suya creer que el hombre venía por motivos que en nada tenían que ver con el alquiler de la habitación y que se relacionarían con los acontecimientos remotos del tiempo en que… La madera del suelo crujió bajo el peso de Mariana, que se aproximaba. Silvestre entreabrió la cortina:
—¿Qué pasa?
—Está aquí una persona que viene por el anuncio de la habitación. ¿Quieres ir tú?
Lo que Silvestre sintió no fue precisamente alivio. Su pequeño suspiro fue de pena, como si una ilusión, la última, acabase de morir. No le quedaba duda de que había sido presunción de su parte…
Con el pensamiento de que era viejo y estaba liquidado llegó a la puerta. La mujer ya había informado del precio, pero, como el hombre quería ver la habitación, intervenía Silvestre. Al ver al zapatero, el muchacho sonrió, una sonrisa tan ligera que apenas pasaba de los ojos. Los tenía pequeños y brillantes, muy negros, bajo las cejas espesas y bien dibujadas. El rostro era moreno, conforme Silvestre había notado, de trazos nítidos, sin blandura, aunque sin dureza excesiva. Un rostro masculino, apenas endulzado por la boca de curvas femeninas. A Silvestre le gustó la cara que tenía delante.
—Parece que quiere ver la habitación.
—Si no hubiera inconveniente. El precio me agrada, falta saber si la habitación también me agradará.
—Haga el favor de entrar.
El muchacho (era así como lo consideraba Silvestre) entró sin remilgos. Echó una mirada a las paredes y al suelo, sobresaltando a la estimable Mariana, siempre temerosa de que le apuntaran faltas en el aseo. La habitación tenía una ventana que daba al huerto donde Silvestre, en sus pocas horas libres, cultivaba unas coles raquíticas y mantenía un corral de aves. El muchacho miró a su alrededor y se volvió a Silvestre:
—Me gusta la habitación. Pero no me puedo quedar con ella.
El zapatero le preguntó, un poco contrariado:
—¿Por qué? ¿La encuentra cara?
—No, el precio me agrada, ya se lo dije. Lo malo es que no está amueblada.
—Ah, ¿la quería amueblada?
Silvestre miró a la mujer. Ésta hizo una señal y el zapatero añadió:
—Por eso no vamos a dejar de entendernos. Teníamos aquí una cama y una cómoda, las sacamos porque no pensábamos alquilar la habitación amueblada… ¿Comprende? Nunca se sabe el uso que los otros dan a nuestras cosas. Pero si usted está interesado…
—¿El precio es el mismo?
Silvestre se rascó la cabeza.
—No quiero perjudicarles —añadió el muchacho.
Esta observación venció a Silvestre. Quien lo conociera bien diría exactamente esas palabras para conseguir que la habitación amueblada se quedara en el mismo precio que sin muebles.
—Claro. Con muebles o sin muebles, es lo mismo —decidió—. Al fin y al cabo, hasta nos viene bien. No necesitamos tener la casa tan abarrotada. ¿Verdad, Mariana?
Si Mariana pudiera decir lo que pensaba, diría justamente: «No es verdad». Pero no dijo nada. Se limitó a encogerse de hombros indiferente, con un fruncir de nariz desaprobador. El muchacho notó esta mímica y acudió:
—No, esto no. Les doy cincuenta escudos más. ¿Les parece bien?
Mariana exultó y empezó a apreciar al muchacho. Silvestre, a su vez, daba saltitos de alegría interiormente. No por el negocio, sino por la constatación de que no se había equivocado. El huésped era una persona recta. El muchacho se asomó a la ventana, pasó los ojos por la huerta, sonrió ante los polluelos que picoteaban la tierra suelta y dijo:
—Ustedes no saben quién soy… Me llamo Abel… Abel Nogueira. Pueden tener informes sobre mí en el trabajo y en la casa que voy a dejar ahora. Éstas son las señas.
Sobre el alféizar de la ventana escribió en un papel dos direcciones y se lo entregó a Silvestre. Éste hizo un movimiento de rechazo, tan seguro estaba de que no daría un paso para «tener informaciones», pero acabó por recibir el papel. En medio de la habitación sin muebles, el muchacho observaba a los dos viejos y los dos viejos observaban al muchacho. Los tres estaban contentos, tenían esa sonrisa en los ojos que vale por todas las sonrisas de dientes y labios.
—Entonces, ocuparé hoy la habitación. Traeré mis cosas esta tarde. Y, a propósito, espero entenderme con usted, señora, sobre la ropa…
Mariana respondió:
—Yo también lo espero: no será necesario lavarla fuera.
—Claro. ¿Quieren ayuda para traer los muebles? —Silvestre se apresuró:
—No, señor, no merece la pena. Nosotros nos ocuparemos de eso.
—Mire que si…
—No merece la pena. Los muebles no son pesados.
—Bueno. Entonces, hasta luego.
Lo acompañaron a la puerta, sonrientes. Ya en el rellano, el muchacho recordó que iba a necesitar una llave. Silvestre le prometió mandarla hacer esa misma tarde y él se retiró. Los dos viejos regresaron a la habitación. Silvestre tenía en la mano el papel en el que el huésped había escrito las direcciones. Se lo guardó en el bolsillo y le preguntó a la mujer:
—¿Qué? ¿Qué te ha parecido el hombre?
—Por mí, bien. Pero mira que tú, a la hora de hacer negocios, eres un ángel…
Silvestre sonrió:
—Venga… No íbamos a ser más pobres…
—Pues sí, pero siempre son cincuenta escudos más. No sé cuánto voy a cobrarle por el lavado de la ropa…
El zapatero no la oía. Había adoptado una expresión molesta que le ensanchaba la nariz.
—¿Qué te pasa? —le preguntó la mujer.
—¿Que qué me pasa? Parece que estamos dormidos. El muchacho nos dijo su nombre y nos quedamos callados, llegó a la hora del almuerzo y no lo invitamos… Eso es.
Mariana no encontraba razón para tanto enojo. Los nombres, siempre habría tiempo para decirlos, y, en cuanto a comer, Silvestre debía saber que, llegando para dos, tal vez no fuera suficiente para tres. Consciente por la cara de la mujer de que para ésta el asunto no tenía la menor importancia, Silvestre viró la conversación:
—¿Vamos a buscar los muebles?
—Vamos. Se hace tarde para comer.
La mudanza fue rápida. La cama, la mesilla de noche, la cómoda y una silla. Mariana puso sábanas limpias y dio un toque final. Se pusieron, ella y el marido, en una parte, a mirar. No se quedaron contentos. La habitación parecía estar vacía. No es que el espacio libre fuese grande. Por el contrario, entre la cama y la cómoda, por ejemplo, era necesario pasar de lado. Pero se notaba la ausencia de cualquier cosa que alegrara el ambiente y lo hiciera más adecuado para un ser vivo. Mariana salió y regresó poco después con un napperon y una jarra. Silvestre aprobó con un gesto de cabeza. Los muebles, hasta ese momento abatidos de desánimo, se alegraron. Después, una alfombra junto a la cama disminuyó la desnudez del suelo. Con algo más aquí, algo más allí, la habitación adquirió un aire de cierto confort modesto. Mariana y Silvestre se miraron, sonrientes, como quien se congratula por el éxito de una empresa.
Y se fueron a almorzar.