5

Doña Carmen tenía un modo muy suyo de saborear las mañanas. No era persona que se quedara en la cama hasta la hora del almuerzo, y tampoco eso era posible porque tenía que ocuparse de la comida del marido y arreglar a Enriquito, pero que nadie le hablara de lavarse y peinarse antes del mediodía. Adoraba andar por toda la casa, durante la mañana, sin arreglar, el pelo suelto, toda ella descuidada y perezosa. El marido detestaba semejantes hábitos, que chocaban con sus normas. Fueron incontables las veces que intentó convencer a la mujer de que se enmendara, pero el tiempo se encargó de hacerle ver que era tiempo perdido. A pesar de que su profesión de representante de comercio no le imponía un horario rígido, se escapaba por la mañana temprano sólo para no estar de mal humor durante todo el día. Carmen, por su parte, se desesperaba cuando el marido se entretenía en casa después del desayuno. No es que se sintiera obligada por tal cosa a dejar sus queridos hábitos, pero la presencia del marido le retiraba placer a la mañana. El resultado era que, para ambos, el día en que eso sucedía era un día descompuesto.

Esa mañana, Emilio Fonseca, al preparar el muestrario para salir, comprobó que alguien había revuelto los precios y las muestras. Los collares estaban fuera de lugar, mezclados con las pulseras y los alfileres, y todo eso en un batiburrillo con los pendientes y las gafas de sol. El responsable del desaliño sólo podía ser el hijo. Pensó en la conveniencia de interrogarlo, pero desistió, no merecía la pena. Si el hijo lo negaba, sospecharía que le estaba mintiendo, y eso era malo. Si confesaba, tendría que pegarle o castigarlo, lo que sería peor. Eso sin contar con que la mujer intervendría enseguida, hecha una furia, y la escena acabaría en zaragata. Pues bien, harto de zaragatas ya estaba él. Colocó la maleta sobre la mesa del comedor y, sin una palabra, intentó poner orden en aquel desconcierto.

Emilio Fonseca era un hombre pequeño y seco. No era delgado: era seco. Poco más de treinta años. Rubio, de un rubio pálido y distante, el pelo ralo y la frente alta. Siempre le había enorgullecido la anchura de su frente. Ahora que era más grande por la calva incipiente, preferiría tenerla más estrecha. Aprendió, sin embargo, a conformarse con lo inevitable, y lo inevitable no era sólo la falta de pelo sino también la necesidad de arreglar la maleta. Aprendió a estar tranquilo en ocho años de matrimonio fracasado. La boca era firme, con un rictus de amargura. Cuando sonreía la arqueaba ligeramente, lo que le daba a su fisonomía un aire sarcástico que las palabras no desmentían.

Enriquito, con ese aire desconcertado del criminal que regresa al lugar del crimen, se acercó a mirar lo que el padre hacía. Tenía cara de ángel, rubio como el progenitor, pero de un tono más cálido. Emilio ni lo miró. Padre e hijo no se amaban, ni poco ni mucho: simplemente se veían todos los días.

En el pasillo se oía el taconeo de Carmen, un taconeo agresivo, más elocuente que todos los discursos. La organización estaba casi completa. Carmen se asomó a la puerta del comedor para calcular el tiempo que el marido todavía iba a tardar. Ya le parecía demasiado el retraso. En ese momento el timbre sonó. Carmen frunció el ceño. No esperaba a nadie a esa hora. El panadero y el lechero ya habían venido, y para el cartero era demasiado pronto. El timbre volvió a sonar. Con un «ya va» impaciente se dirigió a la puerta, llevando al hijo pegado a los talones. Le apareció una mujer cubierta con un chal y con un periódico en la mano. La miró con desconfianza y preguntó:

—¿Qué desea? —había momentos en los que ni aunque la matasen hablaría en portugués…

La mujer sonrió con humildad:

—Buenos días, señora. He visto que tienen una habitación para alquilar, ¿verdad? ¿Podría verla?…

Carmen se quedó boquiabierta:

—¿Habitación para alquilar? No hay aquí habitación para alquilar.

—Pero el periódico trae un anuncio…

—¿Un anuncio? Déjeme ver, por favor.

La voz le temblaba por la irritación apenas contenida. Respiró hondo para calmarse. La mujer le indicó el anuncio con un dedo inflamado por un uñero. Ahí estaba, en la columna de «Se alquilan habitaciones». No había duda. Todo estaba bien: el nombre de la calle, el número del edificio y la indicación clarísima de entresuelo izquierdo. Le devolvió el periódico y declaró secamente:

—Aquí no se alquilan habitaciones.

—Pero el periódico…

—Ya se lo he dicho. Y, además, el anuncio es para caballero.

—Hay tanta falta de habitaciones que yo…

—Lo siento.

Cerró la puerta ante la cara de la mujer y fue donde estaba el marido. Sin pasar de la puerta le preguntó:

—¿Pusiste alguno[2] anuncio en el periódico?

Emilio Fonseca la miró, con un collar de piedras de colores en cada mano, y, levantando una ceja, respondió en tono irónico:

—¿Anuncio? Sólo si fuera para conseguir clientes…

—Anuncio de «Se alquila una habitación».

—¿Una habitación? No, hija mía. Me casé contigo en régimen de comunión de bienes, no me atrevería a disponer de una habitación sin consultarte.

—No seas gracioso.

—No estoy diciendo gracias. ¿Quién se atrevería a ser gracioso contigo?

Carmen no respondió. Su incompleto conocimiento del portugués la colocaba siempre en inferioridad en este combate de bravatas. Prefirió aclarar, con voz mansa, que tenía intenciones ocultas:

—Era una mujer. Traía el periódico donde estaba el anuncio. Y era para aquí, no había confusión. Y como era una mujer, pensé que habrías puesto tú el anuncio…

Emilio Fonseca cerró la maleta de golpe. A pesar de que la frase de la mujer no era lo suficientemente explícita, la entendió. Levantó los ojos claros y fríos, y respondió:

—¿Si fuera para un hombre tendría que entender que el anuncio lo habrías puesto tú?

Carmen se sonrojó, ofendida:

—¡Maleducado!

Enriquito, que oía la conversación sin pestañear, miró al padre para ver cómo reaccionaba. Pero Emilio encogió con lentitud los hombros y murmuró:

—Tienes razón. Perdona.

—No quiero que me pidas perdón —reaccionó Carmen, ya exaltada—. Cuando me pides perdón es que te estás burlando de mí. ¡Prefiero que me pegues!

—Nunca te he pegado.

—Y no te atrevas.

—Tranquila. Eres más alta y más fuerte que yo. Déjame conservar la ilusión de que pertenezco al sexo fuerte. Es la última que me queda. Acabemos con esta discusión.

—¿Y si yo quisiera discutir?

—Harías mal. Yo tengo siempre la última palabra. Me pongo el sombrero en la cabeza y salgo. Y sólo regreso por la noche. O ni vuelvo…

Carmen fue a la cocina para buscar el monedero. Le dio al hijo dinero para comprar caramelos. Enriquito quiso resistirse, pero el atractivo de los caramelos fue más fuerte que su curiosidad y su valentía, que le estaba exigiendo tomar partido por la madre. Cuando la puerta se cerró Carmen fue al comedor. El marido estaba sentado en el borde de la mesa y encendía un cigarro. La mujer entró a fondo en la discusión:

—Que no vuelves, ¿eh? Ya lo sabía. Tienes dónde quedarte, ¿no? Ya lo sabía, ya lo sospechaba. El santito de palo hueco, está claro… Y aquí estoy yo, la mora, la esclava, a trabajar todo el día para cuando su excelencia quisier venir a casa.

Emilio sonrió. La mujer se enfureció más.

—No te rías.

—Me río, claro que me río. ¿Por qué no habría de reírme? Todo esto son patrañas. Hay muchas pensiones en esta ciudad. ¿Quién me impide quedarme en una de ellas?

—Yo.

—¿Tú? Venga, ¡déjate de tonterías! Tengo trabajo que hacer. Dejémonos de tonterías.

—¡Emilio!

Carmen le impedía el paso, vibrante. Un poco más alta que él, la cara cuadrada de mentón prominente, dos arrugas marcadas desde la nariz a las comisuras de la boca, aún quedaban en ella restos de belleza casi desvaídos, un recuerdo de tez luminosa y caliente, de ojos de mirar líquido y aterciopelado, de juventud. Durante unos instantes, Emilio la vio como fue ocho años atrás. Un centelleo y el recuerdo se esfumó.

—Emilio, ¡tú me engañas!

—Tonterías. No te engaño. Hasta te lo podría jurar, si quisieras… Pero, si te engañara, ¿qué te importaría a ti? Ya es tarde para lamentaciones. Estamos casados desde hace ocho años y, sumados todos estos días, ¿qué felicidad hemos tenido? La luna de miel, o tal vez ni eso… Nos equivocamos, Carmen. Jugamos con la vida y estamos pagando haber jugado. Es malo jugar con la vida, ¿no crees? ¿Qué dices a eso, Carmen?

La mujer se sentó, llorando. Entre lágrimas, exclamó:

—Soy una desgraciada.

Emilio tomó la maleta. Con la mano libre acarició la cabeza de la mujer con una ternura olvidada, y murmuró:

—Somos dos desgraciados. Cada uno a su manera, pero no tengas duda de que lo somos los dos. Y tal vez sea yo el más desgraciado. Tú por lo menos tienes a Enrique… —la voz afectuosa se endureció súbitamente—: Se acabó. Quizá no venga a almorzar, pero vendré a cenar, eso seguro. Hasta luego.

En el pasillo, se volvió y añadió, con un punto de ironía en la voz:

—Y acerca de esa historia del anuncio, debe de haber una equivocación. Seguramente será aquí al lado.

Abrió la puerta y salió, con la maleta colgando de la mano derecha, el hombro de esa parte ligeramente caído por el peso. Con un gesto automático se ajustó el sombrero, un sombrero gris, de ala ancha, que le hacía más pequeña la cara y el cuerpo y le proyectaba una sombra sobre los ojos pálidos y distantes.