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—No hagáis tanto ruido, que ya sabéis que no se debe despertar a los vecinos —murmuró Anselmo.

Subía la escalera llevando detrás a la mujer y a la hija e iluminaba el camino encendiendo fósforos. Distraído con las recomendaciones, se quemó. Soltó una interjección involuntaria y prendió otra cerilla. María Claudia sofocaba la risa. La madre la riñó en voz baja.

—Calla, niña, ¿qué modales son ésos?

Llegaron a casa. Entraron atropellándose, como rateros. En la cocina, Rosalía se sentó en una banqueta.

—Ay, qué cansada.

Se quitó los zapatos y las medias y mostró los pies hinchados:

—Mirad esto…

—Tienes la albúmina alta, eso es lo que te pasa —declaró el marido.

—Vaya —sonrió María Claudia—. Lo de quitar hierro no es cosa tuya.

—Si tu padre dice que tengo la albúmina alta es porque es verdad —replicó la madre.

Anselmo asintió con gesto grave. Miraba atentamente los pies de la mujer y de la observación extraía nuevas razones para el diagnóstico.

—Es lo que yo digo…

El pequeño rostro de María Claudia se fruncía de pesar. El espectáculo de los pies de la madre y la posible enfermedad la horrorizaban. Todo lo que fuera feo la horrorizaba.

Más para huir de la conversación que por amor al trabajo, sacó tres tazas del armario y las llenó de té. Dejaban siempre lleno el termo, para el regreso. Esos cinco minutos dedicados a la pequeña colación les daban una sensación particular, como si de repente hubieran dejado la mediocridad de su vida para subir unos peldaños en la escala del bienestar económico. La cocina desaparecía para dar lugar a una salita íntima con muebles caros y cuadros en las paredes y un piano en una esquina. Rosalía dejaba de tener esa albúmina, María Claudia llevaba un vestido a la última moda. Sólo Anselmo no mudaba. Era siempre el mismo hombre. Distinto, alto, decorativo, un poco encorvado, calvo y orgulloso de su pequeño bigote. El rostro estático e inexpresivo, producto de un esfuerzo de años dirigido a controlar las emociones como garantía de respetabilidad.

Desgraciadamente, eran sólo cinco minutos. Los pies descalzos de Rosalía acabaron dominando la escena y María Claudia fue la primera en acostarse.

En la cocina, marido y mujer comenzaron el diálogo-monólogo de quien está casado desde hace más de veinte años. Banalidades, palabras dichas sólo por decir algo, un simple preludio al sueño tranquilo de la edad madura.

Poco a poco los ruidos fueron disminuyendo, hasta que se produjo ese silencio de expectativas que precede a la llegada del sueño. Luego el silencio se hizo más denso. Sólo María Claudia seguía despierta. Tenía siempre dificultades para dormirse. Le gustó la película. En el cine, durante los intervalos, un muchacho la estuvo mirando. A la salida se le acercó bastante, hasta tal punto que le sintió el hálito en el cuello. No entendía, sin embargo, por qué el chico no la siguió. Para eso no merecía la pena que la hubiera mirado tanto. Se olvidó del cine para recordar la visita realizada a casa de doña Lidia. Qué bonita era doña Lidia. «Mucho más bonita que yo…». Sintió pena de no ser como doña Lidia. Súbitamente recordó que había visto el coche a la puerta. Excitadísima, ya era incapaz de dormir. Ignoraba la hora que sería, pero calculó que las dos no debían de estar lejos. Sabía, como todo el mundo en el edificio, que el visitante nocturno de doña Lidia salía alrededor de las dos de la madrugada. Por efecto de la película, del muchacho o de la visita matutina, se sentía llena de curiosidad, aunque encontraba en esa curiosidad algo censurable o inapropiado. Esperó. Minutos después oyó en el piso de abajo el ruido de un pestillo que se descorre y de una puerta que se abre. Un sonido indeterminado de voces y unos pasos bajando por la escalera.

Con cuidado, para no despertar a los padres, la muchacha se deslizó de la cama. Caminando de puntillas, se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. Siempre dejaba el automóvil estacionado en la acera de enfrente. Vio el bulto pesado del hombre cruzar la calle y entrar en el vehículo.

El coche comenzó a rodar y, rápidamente, desapareció del campo de visión de María Claudia.