Los últimos compases de la Marcha fúnebre caían como violetas en el túmulo del héroe. Después, una pausa. Una lágrima que se desliza y muere. E, inmediatamente, la vitalidad dionisiaca del scherzo, todavía abrumado por la sombra de Hades, aunque disfrutando ya la alegría de la vida y de la victoria.
Un estremecimiento recorrió las cabezas inclinadas. El círculo encantado de la luz que bajaba del techo unía a las cuatro mujeres en la misma fascinación. Los rostros graves tenían la expresión tensa de los que asisten a la celebración de ritos misteriosos e impenetrables. La música, con su poder hipnótico, levantaba barreras en el espíritu de las mujeres. No se miraban. Tenían los ojos atentos al trabajo, aunque sólo las manos estaban presentes.
La música corría libremente en el silencio y el silencio la recibía en sus labios mudos. El tiempo pasó. La sinfonía, como un río que baja de la montaña, inunda la llanura y se adentra en el mar, acabó en la profundidad del silencio.
Adriana alargó el brazo y apagó la radio. Un estallido seco como el correr de una cerradura. El misterio había terminado.
Tía Amelia levantó los ojos. Sus pupilas, habitualmente duras, tenían un brillo húmedo. Cándida murmuró:
—Es tan bonito…
No era elocuente la tímida e irresoluta Cándida, pero sus labios cortados temblaban, como tiemblan los de las jóvenes cuando reciben el primer beso de amor. Tía Amelia no se quedó satisfecha con la clasificación:
—¿Bonito? Bonita es una cancioncilla cualquiera. Esto es…, es…
Dudaba. Le estallaba en los labios la palabra que quería pronunciar, pero le parecía que sería una profanación decirla. Hay palabras que se retraen, que se niegan, porque tienen demasiado significado para nuestros oídos cansados de palabras. Amelia había perdido un poco de firmeza en su articulación. Fue Adriana quien, con una voz que temblaba, una voz de secreto traicionado, murmuró:
—Es bello, tía.
—Sí, Adriana. Es justo eso.
Adriana centró la mirada en los calcetines que estaba zurciendo. Una tarea prosaica, como la de Isaura, que le hacía los ojales a una camisa, como la de la madre, que contaba los puntos de un crochet, como la de tía Amelia, que sumaba los gastos del día. Tareas de mujeres feas y apagadas, tareas de una vida pequeñita, de una vida sin ventanas al horizonte. La música había pasado, la música compañera de sus veladas, visita diaria de la casa, consoladora y estimulante, y ahora podían hablar de belleza.
—¿Por qué costará tanto decir la palabra bello? —preguntó Isaura, sonriendo.
—No sé —respondió la hermana—. Lo cierto es que cuesta. Y, mirándolo bien, debería ser como otra cualquiera. Es fácil de pronunciar, son sólo cuatro letras… Tampoco lo entiendo.
Tía Amelia, todavía sorprendida por su falta de reacción de unos momentos antes, quiso aclarar:
—Yo lo entiendo. Es como la palabra Dios para los que creen. Es una palabra sagrada.
Sí. Tía Amelia decía siempre la palabra necesaria. Pero impedía la discusión. Quedaba todo dicho. El silencio, un silencio sin música, cargó la atmósfera. Cándida preguntó:
—¿No hay nada más?
—No. El resto del programa no es interesante —respondió Isaura.
Adriana soñaba, el calcetín se quedó olvidado sobre el regazo. Recordaba la máscara de Beethoven que vio en el escaparate de una tienda de música, hacía ya muchos años. Tenía todavía en los ojos esa cara larga y poderosa, que hasta en la inexpresividad del yeso mostraba la marca del genio. Lloró un día entero porque no tenía dinero para comprarla. Eso sucedió poco antes de perder al padre. Su muerte, la disminución de los recursos económicos, la necesidad de dejar la antigua residencia… Y la máscara de Beethoven era hoy, más que entonces, un sueño imposible.
—¿En qué piensas, Adriana? —le preguntó la hermana.
Adriana sonrió y se encogió de hombros:
—En tonterías.
—¿Te ha ido mal el día?
—No. Es siempre lo mismo: facturas que se reciben, facturas que se pagan, débitos y créditos de dinero que no es nuestro…
Rieron ambas. Tía Amelia, que acababa las cuentas, colocó una pregunta:
—¿No se habla por allí de aumentos?
Adriana se encogió de hombros otra vez. No le gustaba que le hicieran esa pregunta. Era como si los demás encontraran insuficiente lo que ella ganaba, y eso la ofendía. Respondió con sequedad:
—Dicen que si no se hace negocio…
—Es siempre la misma historia. Para unos mucho, para otros poco y para otros nada. ¿Cuándo aprenderá esa gente a pagar lo que necesitamos para vivir?
Adriana suspiró. Tía Amelia era intratable en asuntos de dinero, de patrones y de empleados. No es que fuera envidiosa, es que la indignaba el derroche del mundo cuando millones de personas sufrían hambre y miseria. Allí, en casa, no existía miseria, sobre la mesa había alimentos en todas las comidas, pero existía la rigidez del presupuesto apretado, del que estaba excluido todo lo superfluo, hasta lo superfluo necesario, ése sin el que la vida del hombre se desenvuelve casi al nivel de los animales. Tía Amelia insistió:
—Es necesario hablar, Adriana. Hace dos años que estás en la empresa y el sueldo casi no te alcanza para pagar los tranvías.
—Pero, tía, ¿qué más puedo hacer?
—¿Que qué puedes hacer? ¡Dejar de mirarme así, con ojos asustados!
La frase le dolió a Adriana como un puñetazo. Isaura miró a la tía con severidad:
—¡Tía!
Amelia se volvió hacia ella. Luego miró a Adriana y dijo:
—Perdonad.
Se levantó y dejó la sala. Adriana se levantó también. La madre hizo que se sentara de nuevo.
—No le hagas caso, hija. Tú sabes que ella es la que hace las compras. Se rompe la cabeza para que el dinero llegue y el dinero no llega. Vosotras ganáis, trabajáis, pero ella, la pobre, es la que sufre. Sólo yo sé hasta qué punto.
Tía Amelia apareció en la puerta. Parecía conmovida, pero ni por ésas su voz fue menos brusca, o tal vez por eso mismo no pudo dejar de serlo.
—¿Queréis una taza de café?
(Como en los viejos tiempos… Una taza de café… Venga, pues, la taza de café, tía Amelia. Siéntese aquí, cerca, así, con ese rostro de piedra y ese corazón de cera. Tome una taza de café y mañana rehaga las cuentas, invente presupuestos, suprima gastos, suprima incluso esta taza de café, esta inútil taza de café).
La velada recomenzó, ahora más apagada y silenciosa. Dos mujeres viejas y dos que ya le dan la espalda a la mocedad. El pasado para recordar, el presente para vivir, el futuro para recelar.
Cerca de la medianoche el sueño se introdujo en la sala. Algunos bostezos. Cándida sugirió (siempre procedía de ella esta sugerencia):
—¿Y si nos fuésemos a la cama?
Se levantaron, con un ruido de sillas arrastradas. Como de costumbre, sólo Adriana se quedó, para dar tiempo a que las otras se acostaran. Después, recogió la costura y entró en el dormitorio. La hermana leía la novela. Sacó de su bolso un manojo de llaves y abrió un cajón de la cómoda. Con otra llave más pequeña abrió una caja y extrajo de ella un cuaderno grueso. Isaura miró por encima del libro y sonrió:
—¡Ya estás con el diario! Un día voy a leer lo que escribes en ese cuaderno.
—No tienes derecho —respondió la hermana, de mala manera.
—Venga, no te enfades…
—A veces, hasta me dan ganas de enseñártelo, sólo para que no te pases la vida hablando de lo mismo.
—¿Te molesta?
—No, pero podías callarte. Creo que es muy feo estar siempre con esos dimes y diretes. ¿O es que no tengo el derecho de guardar lo que me pertenece?
Los ojos de Adriana, tras las gafas de cristales gruesos, rebrillaban irritados. Con el cuaderno apretado contra el pecho, enfrentaba la sonrisa irónica de la hermana.
—Pues sí —dijo Isaura—. Sigue escribiendo. Habrá un día en que tú misma me darás el cuaderno para que lo lea.
—Espera sentada —respondió Adriana.
Y salió del dormitorio. Isaura se acomodó mejor debajo de la ropa, colocó el libro en ángulo propicio para la lectura y se olvidó de la hermana. Ésta, después de pasar por el dormitorio, ya a oscuras, donde dormían la madre y la tía, se encerró en el cuarto de baño. Sólo allí, protegida de la curiosidad de la familia, dado el lugar, se sentía suficientemente segura para escribir en el cuaderno sus impresiones del día. Comenzó el diario poco tiempo después de emplearse. Ya había escrito decenas de páginas. Sacudió la pluma y arrancó:
Miércoles, 19/3/52, doce menos cinco de la madrugada. Tía Amelia está hoy más iracunda. Detesto que me hablen de lo poco que gano. Me ofenden. Estuve a punto de responderle que gano más que ella. Menos mal que me arrepentí antes de haber hablado. Tía Amelia, la pobre… Dice madre que se mata haciendo cuentas. Me lo creo. Es lo que hago yo. Esta noche oímos la 3ª Sinfonía de Beethoven. Madre dijo que era bonita, yo dije que era bella y la tía Amelia estuvo de acuerdo conmigo. Me gusta la tía. Me gusta madre. Me gusta Isaura. Pero lo que no saben ellas es que no estaba pensando en la Sinfonía o en Beethoven, es decir, no pensaba en eso sólo… También pensaba… Hasta recordé la máscara de Beethoven y mi deseo de tenerla… Pero también pensaba en él. Estoy contenta, hoy. Me habló muy bien. Cuando me dio las facturas para comprobarlas, me tocó con la mano derecha en el hombro. ¡Me gustó tanto! Me puse a temblar por dentro y sentí que hasta las orejas se me ponían coloradas. Tuve que bajar la cabeza para que nadie lo notara. Lo peor vino después. Creyó que no lo oía y comenzó a hablar con Sarmentó acerca de una muchacha rubia. No lloré porque estaría mal y porque no quiero comprometerme. Él jugó con la chica durante unos meses y después la dejó. Dios mío, ¿hará esto conmigo? Menos mal que él no sabe que me gusta. Sería capaz de burlarse. Si lo hiciera, ¡me mataría!
Aquí se interrumpió mordisqueando el extremo de la pluma. Había escrito que estaba contenta y ahora ya hablaba de matarse. Consideró que no estaba bien. Pensó un poco y cerró con esta frase:
¡Me ha gustado tanto que él me tocara en el hombro!…
Ahora sí. Cerraba como debía, con una esperanza, con una pequeña alegría. No le daba importancia al hecho de no ser completamente sincera en su diario, cuando los acontecimientos del día la conducían al desánimo y la tristeza. Releyó lo escrito y cerró el cuaderno.
Del dormitorio se había traído un camisón blanco, cerrado, sin escote, de manga larga porque las noches todavía eran frescas. Se desnudó rápidamente. Su cuerpo inelegante, liberado del constreñimiento del vestuario, se soltó y se quedó más pesado e irregular. El soutien-gorge le apretaba la espalda. Cuando se lo quitó, una marca roja le rodeaba el cuerpo como la huella de un latigazo. Se puso el camisón y, tras completar el arreglo nocturno, se fue al dormitorio.
Isaura no dejaba el libro. Tenía el brazo libre curvado sobre la cabeza, y la posición le dejaba visible la axila ennegrecida y el arranque de los senos. Absorta en la lectura, ni se movió cuando la hermana se acostó.
—Ya es tarde, Isaura. Deja eso —murmuró Adriana.
—Ya voy —respondió impaciente—. No tengo la culpa de que no te guste leer.
Adriana se encogió de hombros, con un movimiento que le era peculiar. Le dio la espalda a la hermana, tiró del embozo de manera que la luz no le diera en los ojos y poco después se durmió.
Isaura continuó leyendo. Tenía que acabar el libro esa noche porque el plazo de alquiler terminaba al día siguiente. Era cerca de la una cuando llegó al final. Le ardían los ojos y tenía el cerebro agitado. Puso el libro en la mesilla de noche y apagó la luz. La hermana dormía. Le oía la respiración rítmica, irregular, y tuvo un movimiento de impaciencia. A su entender, Adriana era de hielo y aquel diario una niñería para hacer creer que guardaba misterios en su vida. En el dormitorio había una tenue luminosidad que llegaba de un farol de la calle. Se oía en lo oscuro el roer de la carcoma. Del dormitorio de al lado llegaban voces apagadas: tía Amelia soñaba en alto.
Todo el edificio dormía. Con los ojos abiertos a la noche, las manos cruzadas bajo la cabeza, Isaura pensaba.