II

Se le ocurrió a Maribel.

Una noche estábamos en una gasolinera llenando el depósito cuando me susurró al oído:

—¿Por qué no le atracamos?

Señaló al único empleado que había a la vista y que nos atendía con cara de sueño, y pensé que, en efecto, la cosa parecía fácil de hacer. La miré y me encogí de hombros.

—Por qué no —dije.

Abrí el salpicadero donde guardaba la pistola —cuando me marché del apartamento con Maribel lo abandoné todo, incluido el video y las películas, que era hasta entonces lo que más estimaba, y sólo me llevé la Star con la que había matado a Ricardo— y bajé del coche. Ella también lo hizo, fingiendo que quería estirar las piernas. Me acerqué al soñoliento individuo, cuya boca se abría sin ningún pudor, y vi cómo terminaba la operación de llenar el depósito.

—Listo —dijo.

Entonces saqué la pistola del bolsillo y se la puse en los riñones.

—El dinero, pronto. ¿Dónde está el dinero?

Despertó como si alguien le hubiese echado en la cara un jarro de agua fría y señaló con su cabeza las oficinas, que permanecían a oscuras. Musitó:

—Allí. Está allí.

—¿Hay alguien dentro? —le preguntó Maribel, que se nos había aproximado.

Él asintió.

—¿Quién está dentro? —le apremié, temeroso de que pasara un coche y nos descubriese.

Las palabras, con el miedo, no le salían, y Maribel le repitió:

—Di, ¿quién está dentro?

—Un compañero —acabó por responder. Y añadió con alivio nuestro—: Está durmiendo.

Empujándole con la pistola le conminé a andar hasta las oficinas. Maribel y yo, más nerviosos de lo que nosotros mismos queríamos reconocer, le seguíamos.

El durmiente tenía el sueño pesado y ni siquiera se inmutó cuando entramos. Maribel le golpeó en la cabeza con un pesado cenicero, y el que nos acompañaba, al ver lo que ella había hecho con su colega, reculó asustado hacia la pared, gimoteando.

—No, por favor, no me hagan nada. El dinero está ahí.

Apuntó con su mano un cajón de la mesa escritorio y le ordené:

—Sácalo. Vamos, sácalo.

Fue hasta la mesa y lo hizo, y Maribel se apresuró a guardarse el dinero en su bolso. Yo, aprovechando un descuido del tipo, que miraba con ojos pánfilos cómo Maribel realizaba la operación, le aticé en la nuca con la culata de la pistola. Cayó al suelo como un fardo.

Cuando nos disponíamos a salir volví sobre mis pasos y tomé lo que había en la cartera que llevaba el sujeto que nos atendió. Maribel me sonrió y corrimos al coche.

Maribel se divirtió como una niña contando el dinero que habíamos obtenido con nuestra hazaña. Cuando terminó me gritó en medio de su excitación:

—¡Cuarenta y ocho mil pesetas! —Y, orgullosa, añadió—: No está mal, ¿no?

Le dije que no, que no estaba mal, y, rebosante de contento por nuestro éxito, se abrazó a mí y comenzó a besarme y a darme mordisquitos en la oreja. Me dificultaba tanto la conducción que opté por desviarme hacia el arcén y parar el coche.

Le devolví los besos y los mordiscos y al cabo de irnos minutos estábamos debajo de un árbol haciendo el amor. Habíamos jodido en muchos sitios, pero nunca en medio del campo sobre el duro suelo y con un frío que se calaba en los huesos. Lo único que puedo decir en honor de la verdad es que no noté la diferencia con las veces que lo hicimos en la suite nupcial de un hotel de cinco estrellas en una cama mullida y con la calefacción en su punto.

—Y ahora, qué haremos —me preguntó tras el acto amoroso.

—Por qué hemos de hacer algo —objeté yo con los ojos cerrados aún, recreándome en la felicidad que me invadía.

Puso su cabeza sobre mi pecho y reconoció:

—Sí, por qué hemos de hacer algo.

Le cogimos gusto a los atracos y, para seguir sobreviviendo, fuimos cometiendo pequeños robos en granjas, tiendas de pueblo, gasolineras y sitios así. Nuestros botines eran míseros y nunca se acercaron ni de lejos a lo que habíamos conseguido con el primero. Nos arriesgábamos mucho y sacábamos poco. Pero andábamos metidos en esa inercia y no sabíamos cómo salir de ella.

Hasta que una tarde en que descansábamos en la habitación de un hotel de mala muerte, tras un día infructuoso en que no habíamos visto ningún objetivo claro y no habíamos obtenido nada de dinero, decidimos abandonar la actividad de chorizos que llevábamos y dar un triple salto mortal.

—Esto no puede seguir así —comencé por decir yo.

Maribel, que estaba sentada a mi lado mirando con ojos soñadores la luz del atardecer, quién sabe si pensando en la carrera que había dejado para caer tan bajo, no dijo nada. Ni siquiera se volvió para mirarme. Yo también me enfrasqué en mis propios pensamientos y recordé con añoranza mi vida plácida de hacía unos meses, que se había visto truncada por mor de incontrolables circunstancias. Hice recuento de algunas de las decisiones que había tomado a lo largo de los últimos tiempos y no pude por menos de convenir que me había equivocado más de una y más de dos veces. Pero el pasado ya no se podía cambiar y enseñorearse en su recuerdo sólo conducía a una depresiva autocompasión.

Fui hasta le cuarto de baño y me refresqué la cara. Cuando regresé al dormitorio repetí:

—Esto no puede seguir así, Maribel.

En esta ocasión sí se dio vuelta y me miró.

—Lo he estado pensando —dijo con una firmeza que me sobrecogió— y creo que sólo hay una solución.

El corazón me dio un vuelco. Dije, asustado:

—No querrás que nos separemos, ¿no?

No hizo caso de mis palabras y volvió a decir:

—Sólo hay una solución. —Y agregó tras una pausa—: Matar a tu madre.

Me quedé de piedra. Ella, un ser que parecía tan inocente, me salía ahora con esa insólita propuesta. Siempre había deseado su muerte, pero nunca se me había ocurrido asesinarla. Una cosa son los sueños y otra la realidad. Era demasiado peligroso. Podía salir mal e irse todo al garete: la posibilidad de recibir algún día, aunque lejano, la herencia, y la posibilidad de encauzar mi vida y asegurarme el futuro para siempre.

—¿Matar a mi madre?

A Maribel le sorprendió mi tono de escándalo.

—¿No has estado suspirando siempre por su muerte? —me replicó—. Antes de que yo tuviera tiempo de decir algo prosiguió: —Pues hagámoslo.

Me senté en la cama y me llevé las manos a la cara, tratando de poner en orden mis ideas.

—No es tan sencillo —me atreví a decir.

—Si lo preparamos bien —continuó ella, entusiasmada—, no puede fallar. Todo consiste en prepararlo bien.

Moví la cabeza de un lado para otro y dije:

—No, no, es demasiado arriesgado.

—Si lo preparamos bien —insistió—, no tiene por qué haber riesgos.

Me puse en pie y le dije casi gritando:

—La herencia es lo único que me queda y no quiero perderla. Demasiadas cosas me han salido mal en esta vida como para que ahora, encima, también me salga mal ésta.

—Y yo, qué, ¿no cuento? —saltó ella.

Su agresividad me desconcertó.

—¿Cómo?

—¿Que si yo no cuento?

—¿Por qué dices eso?

—Hablas y hablas de que todo te ha salido mal… ¡Y a mí, qué! Cómo me han salido a mí las cosas! —Hizo una pausa para luego agregar en un tono más calmado—: Lo abandoné todo por ti, y mira adonde he ido a parar.

—Algún día se tiene que morir —dije.

—Algún día, algún día… Pero, cuándo. ¿Cuánto tiempo vamos a tener que seguir así como unos Bonnie and Clyde de pacotilla?

No tenía respuesta para esa pregunta y callé.

—Di, cuánto —repitió tras un silencio en el que los dos nos miramos como si fuésemos enemigos.

—No lo sé, Maribel, no lo sé.

—Entonces, a qué dices que esto no puede seguir así —me echó en cara.

—Debe haber una solución, ¿no?

Hizo una horrible mueca con su cara y dijo:

—Ya te he dicho cuál es la solución.

—Tiene que haber otra —murmuré.

—¿Cuál?

Eso: ¿cuál?

—No sé… Atracar un Banco —dije sobre la marcha—, cualquier cosa…

—Atracar un Banco, cualquier cosa —me remedó ella con sorna.

Tenía que sacarle de la cabeza su descabellada idea de matar a mi madre y para eso debía defender mi alternativa con uñas y dientes. Así que doré la píldora, hablándole de lo fácil que me había resultado dar el atraco en el concesionario.

—Esto sí que no puede fallar —concluí—. Si lo preparamos bien, como tú dices, no puede fallar.

Medio convencida, me preguntó:

—¿Y dónde está ese Banco que vamos a atracar?

—Eso es lo primero que tenemos que hacer: buscar el Banco.

—¿Y cómo lo buscaremos?

—Buscándolo —le respondí, haciendo uso de una seguridad que no tenía.

Y lo buscamos.

Recorrimos algunas pequeñas capitales de provincia y varios pueblos e hicimos una selección. Al final nos decidimos por una sucursal situada cerca de la estación de Ávila. Se trataba de una calle amplia, de tráfico fluido, sin semáforos, de donde podíamos salir de estampida sin mayores problemas. Además, la carretera no estaba lejos y eso facilitaba la huida. Estuvimos vigilando la sucursal durante un par de días para elegir la hora más favorable y coincidimos en que la mejor era hacia las dos, cuando se disponían a cerrar. No habría muchos clientes dentro y no tendríamos que preocupamos nada más que de los tres empleados que había a la vista.

Fue un jueves. La noche anterior apenas si pudimos dormir. Nos levantamos al amanecer, en cuanto que los primeros ruidos matinales llegaron al cuarto de la pensión en la que nos alojábamos. Ni siquiera salimos para desayunar; permanecimos en la cama hasta media mañana, haciendo el amor y diciéndonos una vez tras otra que no teníamos por qué preocuparnos, que todo iba a salir a pedir de boca.

A las doce llamaron a la puerta. Interrumpimos nuestra cópula y, con el natural fastidio, grité:

—¿Quién es?

Nadie respondió. Siguieron llamando.

Cabreado, me puse el pantalón y acudí a abrir. La que llamaba era una anciana que llevaba en sus manos una escoba. Me enseñó sus podridos dientes en lo que ella quizá quiso que fuera una sonrisa, y que a mí me pareció un rictus de ultratumba, pero no dijo nada.

—¿Qué coño quiere? —le espeté.

Continuó sondándome y me mostró la escoba. Luego señaló el cuarto y me dijo con gestos obstinados y enfáticos que querían barrerlo.

—Vuelva luego —le dije, cerrando la puerta con violencia.

Pero antes de que hubiera alcanzado la cama volvió a golpear con sus nudillos —¿o era con la escoba?— y tuve que desandar lo andado.

—¿Es imbécil o qué? —grité.

Debía ser sorda como una tapia. Su sonrisa se ensanchó y tuve deseos de darle un empujón y enviarla escaleras abajo con su escoba de bruja y sus carroñosos dientes. Maribel acudió a mi lado y, temiendo que hiciera alguna tontería, me cogió del brazo y dijo:

—Déjalo. Será mejor que nos vayamos.

Suspiré.

—Sí, más vale que nos vayamos.

La vieja se introdujo en la habitación y, mientras nos vestíamos y empacábamos nuestras cosas, se puso a barrerla con arrebato de lunática. No sé si fueron cantos de sirena, pero creí oírla tararear muy por lo bajo una canción de Concha Piquer. Nunca he sido supersticioso, pero la presencia de la vieja y la expulsión que había provocado me parecieron un mal presagio.

Pagamos la cuenta y metimos las maletas en el coche. Hasta las dos aún quedaba tiempo y lo perdimos dando vueltas por la ciudad, recorriendo las estrechas calles de la parte antigua y viendo hasta la saciedad las murallas, de las que, ignoro por qué, tanto se enorgullecen sus habitantes.

La hora de la verdad llegó y nos fuimos acercando hacia nuestro objetivo. Aparqué en la puerta del Banco, comprobé por enésima vez el buen funcionamiento de la pistola y dije a Maribel, golpeándole cariñosamente en la pierna:

—Deséame suerte.

—Quiero ir contigo.

—Habíamos quedado en que lo haría yo solo —le recordé.

—Quiero ir contigo —repitió, terca. Luego me pidió—: Déjame acompañarte.

Miré el interior del Banco. Sólo había un cliente y el panorama estaba tan tranquilo como esperábamos. Como no parecía que hubiera ningún riesgo le dije:

—Está bien. —La besé en la mejilla y añadí—: Espero que te divierta el espectáculo.

Nos apeamos del coche y, tras mirar instintivamente a derecha e izquierda, empujamos la puerta del Banco y entramos.

Dos de los empleados estaban ocupados en sus mesas y ni siquiera levantaron la vista cuando aparecimos. El que atendía el mostrador —un joven voluntarioso con cara de buena persona— nos miró de soslayo y continuó contando el dinero que el cliente —un campesino que vigilaba con ojos desconfiados las manos de aquél— le había entregado. Tendió un impreso al campesino y dijo:

—Firme aquí.

Con manos torpes el campesino le obedeció. El empleado selló el impreso y le entregó un resguardo. Receloso, el campesino le preguntó: —¿Y con este papel podré sacar el dinero cuando yo quiera?

El empleado nos dirigió una sonrisa cómplice a Maribel y a mí y, armándose de paciencia, dijo al campesino:

—No, no. Nosotros le enviaremos a su casa un talonario de cheques. —El campesino continuaba mirando el papel que el empleado le había entregado con cara dé suspicacia, por lo que aquél agregó—: Mañana sin falta se lo enviamos a su casa.

—¿Y con ese talonario podré sacar el dinero cuando quiera?

—Eso es. Cuando usted quiera.

El campesino, que al parecer aún no las tenía todas consigo, se guardó el papel en un bolsillo de su chaqueta de pana y se despidió con un genérico:

—A quedarse con Dios.

El empleado, Maribel y yo mascullamos algo y observamos cómo el campesino salía a la calle y se perdía de vista.

—Esta gente de campo que siempre ha guardado el dinero en un calcetín está visto que no se fía de nosotros —comentó él sonriendo. Nosotros le devolvimos la sonrisa. Más tarde, ya en su papel de probo empleado, me preguntó—: ¿En qué puedo servirle?

Me aclaré la voz antes de responderle.

—Verá… Quisiéramos abrir una cuenta a nombre de los dos.

—Ah, estupendo —dijo él buscando con sus manos el impreso correspondiente. Al entregármelo para que lo rellenara añadió en broma—: Espero que ustedes confíen más en nosotros que ese campesino…

Vio la pistola en mi diestra y enmudeció. Movió las manos por el mostrador y le dije:

—Las manos, quietas.

Lo dije en voz baja, pero el lugar era pequeño y los otros dos hombres se apercibieron de la situación y dejaron de trabajar.

—¡Todos quietos! —grité más nervioso a cada instante que pasaba. Era mucho lo que nos jugábamos y lo único que deseaba es que aquello terminase cuanto antes.

Maribel sacó un par de bolsas de plástico que llevaba ocultas en su vestido y se las entregó al individuo del mostrador al tiempo que le decía:

—Venga, pronto, el dinero.

El chico tomó las bolsas y, acojonado como estaba, balbuceó:

—La caja está dentro.

Y señaló en dirección a una puerta que había a un costado.

—Vamos —le ordené, sin dejar de apuntarle. Y agregué, dirigiéndome a los otros dos—: Y ustedes también.

Los cinco nos encaminamos al sitio donde estaba la caja cuando la puerta de la sucursal se abrió y entró el campesino desconfiado. Llevaba en sus manos el dichoso resguardo que le entregaron minutos antes. Se le habría ocurrido alguna pega y venía a aclararla. Al ver el cuadro que componíamos las cinco personas que en esos momentos estábamos en el Banco no pudo contenerse y exclamó:

—¡Hostias!

Ni Maribel ni yo tuvimos tiempo de reaccionar. Nos hallábamos muy lejos de la puerta y yo dudé de dispararle o no. Mientras lo pensaba, él aprovechó para ganar la calle. Asustada, Maribel me suplicó:

—Vámonos…, vámonos… Seguro que ha ido a avisar a la policía… Vámonos…

Yo también tenía el miedo metido en el cuerpo y no me hice de rogar; corrí hacia la puerta como un descosido. Maribel quiso hacer lo propio, pero fue más lenta que yo. Me había metido en el coche, poniéndolo en marcha, cuando advertí con horror que Maribel se demoraba y se demoraba y no salía. Los segundos se eternizaron y vi a través de los cristales cómo los tres hombres la habían atrapado y cómo ella forcejeaba sin éxito para librarse.

Oí el ulular de una sirena que se acercaba y me asusté todavía más de lo que ya estaba. En vez de ir en auxilio de Maribel, arranqué y, antes de que el coche policial asomara, llorando de rabia y de impotencia, enfilé a toda velocidad la carretera que me conducía a la libertad.

En Madrid pasé unos días horribles. Me echaba la culpa de todo lo que había ocurrido —en el fondo, la idea de atracar un Banco no fue sino una manera de eludir su proposición de matar a mi madre— y sentía unos enormes remordimientos por haberla abandonado a su suerte, que ni las débiles coartadas que buscaba ni las vagas esperanzas de que no le pasaría nada eran capaces de paliar.

En un perdido rincón de la página de un diario vino la noticia de su detención y de su posterior ingreso en la cárcel de mujeres de Yeserías. Tenía que hacer algo, pero como tantas otras veces en mi vida me veía sobrepasado por los acontecimientos y no sabía verdaderamente cómo enfrentarlos.

Fui a la cárcel, pero no me dejaron verla. Me dijeron que si no era familiar suyo no podría hacerlo. Uno de los policías de la puerta —me pregunto qué le movió a ello— me dijo que fuese a ver a su abogado. Pero cómo sabía yo quién era su abogado. «En el Colegio se lo dirán», me aconsejó.

Su abogado era de oficio. Ramón Orozco era su nombre. En el Colegio de Abogados me dieron su dirección y fui a verle.

Me recibió su mujer —una chica con cara de recién casada, que lucía un incipiente embarazo— y me pidió que esperase; su marido estaba con otro cliente. Tomé una de las revistas que había sobre la mesa de la salita donde me había conducido y me puse a leerla. Lo hice de cabo a rabo, pero cuando llegué a la última página y la cerré había olvidado por completo todo lo que había leído.

Orozco era tan joven como su mujer. Debía andar por los veinticinco y daba muestras de ese exaltado entusiasmo del que sólo hacen gala los profesionales que todavía creen en su carrera o en unos ideales.

—Maribel está bien —dijo cuando nos hubimos sentado y le informé del objeto de mi visita—. Bueno —rectificó—, todo lo bien que se puede estar en una cárcel.

—Dígame —le pregunté, ansioso—, ¿cree que le caerá mucho?

Hizo un apenas perceptible gesto de contrariedad y dijo:

—No lo sé.

—Si es cuestión de dinero, yo podría…

Me cortó para decir:

—En este caso el dinero no importa. La defiendo de oficio y no puedo aceptar dinero. —Vio mi cara de abatimiento y dijo—: No tiene por qué preocuparse. Verá como todo sale bien.

¡Que no me preocupara! ¿Acaso sabía él, como lo sabía yo, lo mucho que Maribel había significado para mí?

—¿Querría darle un recado de mi parte? —le pregunté.

—Lo que usted quiera.

—Dígale que lo siento. Solamente eso, que lo siento. —Tras una pausa en la que luché por encontrar las palabras adecuadas continué—:

Y dígale también que me perdone. Que la sigo queriendo como antes, y que, pase lo que pase, la esperaré.

Orozco me miraba aguardando que le dijera algo más, pero yo ya no tenía nada más que decir.

—Dígale eso —resumí—, que lo siento y que me perdone.

Al día siguiente fui a verle de nuevo y tuve su respuesta.

—¿Qué le ha dicho Maribel? —le pregunté nada más entrar en su despacho.

El abogado, con una seriedad desacostumbrada en él, me miró con algo parecido a la conmiseración y no habló.

—¿Qué le ha dicho? —repetí.

Dio unas cuantas chupadas a su cigarro y lo apagó en el cenicero.

—Nada. No me dijo nada.

—Pero…

—Le dije lo que usted me había pedido y le pregunté si quería que le transmitiese algún mensaje.

—¿Y qué le dijo ella?

Orozco, que veía cómo crecía mi excitación, se alejó un poco de mí y acabó refugiándose tras la mesa escritorio, poniendo ésta como barricada entre los dos.

—Ya le he dicho que nada —respondió.

—¿Va a hacerme creer que Maribel no quiere saber nada de mí? —grité—. Dígame, ¿es eso lo que quiere hacerme creer?

La puerta del despacho se abrió y la mujer de Orozco asomó la cabeza.

—¿Pasa algo, cariño? —preguntó a su marido. Su voz sonó trémula; estaba asustada por mis gritos.

La interrupción me hizo entrar en razón. Me dejé caer en un silla y me puse a llorar.

—No, no, no pasa nada —dijo Orozco—. Anda, déjanos solos.

La mujer se retiró y cerró la puerta. Orozco se sentó en el borde de la mesa, encendió un nuevo cigarrillo y esperó a que me calmase.

—Perdone —le dije cuando terminé con mi exhibición.

Con un ademán me dio a entender que la cosa no tenía la menor importancia.

—¿Sabe cuándo será el juicio?

Se encogió de hombros.

—Aún es pronto para conocer la fecha.

—¿Sería alguna molestia para usted el tenerme informado? —le rogué.

—No, no, en absoluto.

Me preguntó que adonde podría llamarme y, como no tenía otro sitio en el que refugiarme, le di el teléfono de la casa de mi madre.

—No se preocupe —repitió al estrecharme la mano—. Verá como todo sale bien.

Si los días que pasé en Madrid fueron horribles, los meses que estuve en casa de mi madre esperando noticias sobre el juicio fueron aún peores. A la desesperación y a los remordimientos se añadió el tener que aguantar a mi madre. En más de una ocasión, mientras escuchaba su parloteo, estuve en un tris de agarrarla por el cuello y mandarla a mejor vida. Ella, en el fondo, era la culpable de todo. Había sacrificado a Maribel por ella y ella, encima, me pagaba dándome la lata con sus consejos estúpidos —le había dicho como excusa para instalarme en su casa que lo de los juguetes había sido un fracaso, y no se cansaba de martirizarme con exhortaciones sobre cómo debía enfocar en el futuro otros negocios— y con su cháchara de cotorra. Pero no lo hice. Me dije que no valía la pena gastar energías en un acto tan gratuito y que tan poco solucionaba.

Terminé por alojarme en la parte alta de la casa —donde mi madre no podía subir con la silla de ruedas— y allí hacía toda mi vida, que se reducía prácticamente a comer y a masturbarme pensando en Maribel. El resto del tiempo lo dedicaba a esperar y a esperar…

La espera fue larga. Pero una mañana la sirvienta subió a mi cuarto y me dijo que me llamaban por teléfono. Sólo podía ser Orozco y corrí hasta la biblioteca, donde se encontraba un supletorio.

—¿Es usted, Orozco? —dije al levantar el auricular con una impaciencia de condenado a muerte que confía en que la conmutación llegue en el último minuto.

—Sí, soy yo. ¿Cómo está usted?

No hice caso de sus fórmulas de cortesía y le pregunté:

—¿Hay alguna novedad?

—Sí. El juicio es la semana que viene.

—La semana que viene —repetí como un eco.

—Sí, la semana que viene. El martes. ¿Va a venir?

Lo dudé unos instantes.

—No —le respondí al fin—. Sería demasiado duro para mí.

—Como quiera.

Hubo un prolongado silencio que él rompió para decir:

—Le llamaré con lo que haya.

—Hágalo, por favor.

—No se preocupe. Le llamaré.

—Gracias por avisarme.

Regresé a mi habitación y me tumbé en la cama. Me pregunté si había hecho bien en decirle a Orozco que no iba a ir al juicio. Hasta el martes aún tenía tiempo de pensarlo… Pero no. Sólo conseguiría una cosa: volver a ver a Maribel. Y a cambio de ello, qué. Probablemente tener que soportar sus miradas de reproche, cuando no de odio. No, no iría. No podría soportarlo. Me quedaría encerrado con mis recuerdos —los buenos y los malos— en ese cuarto hasta que el juicio, para bien o para mal, terminase.

Transcurridos unos días, Orozco llamó de nuevo. Se le notaba en la voz que las noticias que tenía que darme no eran buenas. Se anduvo un rato con farragosos preámbulos y tuve que instarle a que fuese al grano.

—Pero cuánto le ha caído —le pregunté.

—Cinco años —respondió, escueto.

¡Madre mía, cinco años! Un día detrás de otro, encerrada en una cárcel, hasta completar cinco años. ¡Cinco años! ¿Cómo podría soportarlo? ¿Cómo podría soportarlo ella y cómo podría soportarlo yo?

—¿Sigue ahí? —dijo Orozco.

—Sí…, sí… —musité.

—Todavía no está todo perdido —dijo él, queriendo animarme—. Vamos a recurrir y…

Habló y habló, desahogándose conmigo, pero yo no oía lo que contaba. Mis cinco sentidos estaban ocupados en una cosa: en pensar algo con lo que vengarme de esa sentencia, que estimaba, amén de injusta, inaceptable.

—¿Cuál es el nombre del magistrado? —le pregunté de repente.

Le había interrumpido en su discurso y dijo:

—¿Cómo?

—Que cuál es el nombre del magistrado que presidía la sala.

—¿Y qué importancia tiene eso? —se extrañó él.

—¿Cuál es el nombre del magistrado? —insistí; esa vez haciendo uso de una violencia verbal que no admitía más dilaciones.

Me lo dijo, y durante unos minutos más continuó explicándome cómo pensaba enfocar el caso en el Supremo. Eso era algo que no me importaba; el futuro me traía sin cuidado. Sólo me interesaba el presente, el siniestro presente que había caído sobre Maribel y sobre mí con toda su carga de iniquidad. Aproveché una pausa suya para decirle adiós y colgar.

Cogí la pistola y, sin despedirme siquiera de mi madre, tomé el primer tren hacia Madrid, dispuesto a dar cumplimiento a mi inútil, pero paradójicamente llena de significado, venganza y resuelto también a hacerme el harakiri que pusiera fin a una vida, la mía, tan plagada de sinsentidos y que ya no había sabido —o querido, o podido, o vaya usted a saber— vivir.

Tuve suerte; no hube de esperar mucho. Al día siguiente de mi llegada el magistrado que condenó a Maribel tenía otro juicio. Cuando hizo acto de presencia en la sala, casi vacía de espectadores en esa temprana hora de la mañana, le estudié a conciencia. Me había sentado en uno de los primeros bancos y podía verle en todo su esplendor, parapetado tras el crucifijo que posaba sobre la mesa. Tenía más de sesenta años, pero representaba su papel sin achaques, pletórico de fuerzas, apasionadamente. Se veía que le gustaba su trabajo, su arbitrariedad, su superioridad —no sólo física— sobre todos nosotros, los pobres humanos que nos debatíamos ahí abajo en medio de nuestras miserias y nuestras taras. Nos miraba —al acusado, un chico de poco más de dieciséis años que al parecer se había metido en un asunto de drogas, al abogado defensor y a los espectadores— como un dios mira a los seres monstruosos que ha creado tras una borrachera en el Olimpo.

Cuando levantó la sesión me acerqué a él y descargué sobre su cuerpo toda la munición que tenía la pistola. Cayó herido de muerte y sus estertores no fueron los de un dios sino los de un simple mortal. El pedestal había desaparecido y se retorció en el suelo no ya como un hombre, sino como una sanguijuela. Murió, y le volteé con un pie para no ver su cara de cabestro y sus ojos que continuaban mirándome como huidizos y suplicantes.

Uno de los policías nacionales que custodiaban al muchacho entró en tromba en la sala, que acababa de abandonar, e hizo fuego con su arma. Recibí dos impactos —uno en la pierna derecha y otro en el estómago— y me tambaleé. El hombre uniformado vino hasta mí y me ordenó con voz imperativa, pero temerosa que no me moviera. Le obedecí y cerré los ojos para no ver nada y borrarlo todo.

El harakiri se había consumado. Podía, al fin, sentirme satisfecho. Esbocé una sonrisa y mi cabeza se llenó entonces de un cúmulo de imágenes en completo desorden.

— FIN —