Y, en efecto, comenzó una cuenta nueva, la última.
Apareció Maribel y mi vida volvió a cambiar; volvió a cambiar decisivamente. Maribel fue para mí como una revelación. Por primera vez encontraba algo real, algo que podía darle un sentido a mi existencia. Quizá me equivocaba —no lo sé—, pero al conocerla pensé que toda mi vida anterior no había sido más que una sucesión de días malgastados. Decidí, pues, resarcirme y aprovechar al máximo los momentos que compartía con ella. Me enamoré como un jovenzuelo imberbe, la amé como nunca antes había amado a nadie, corrí riesgos junto a ella, nos convertimos en aventureros… y, por fin, la perdí. La perdí para siempre.
Maribel era enfermera. Era mucho más joven que Julia —apenas si tenía veinte años— y no se parecía en nada a ella. Era una mujer tímida y callada que no se metía en mis asuntos y que no hacía notar su presencia con imprevisibles salidas de tono. No era una ninfómana al borde de la menopausia como Julia, y en la cama convertía su inocencia en una sabia perversidad con la que yo me compenetraba como nunca antes lo había hecho. Con ella desaparecieron mis impotencias y pude hacerla feliz. Quizá no tanto como ella a mí, pero si hago balance creo que sí, que la hice feliz. En el fondo, es el único consuelo que ahora, cuando todo se acaba, me queda.
Al principio, ni siquiera me fijé en ella. Vino acompañada del doctor que me atendía, y me pareció una chica inexperta, recién salida del cascarón que seguramente iba a hacer conmigo sus primeros pinitos profesionales. Me equivocaba de medio a medio. Maribel sabía lo que se hacía. Si no hubiéramos llegado a meternos en la aventura en la que nos metimos hubiera hecho carrera en lo suyo. Pero no llegó a hacerla; lo dejó todo por mí y su vida, como la mía, también cambió.
Después de mi ruptura con Julia acabé instalándome en un apartamento, decidido a reanudar la solitaria vida contemplativa que Concha y Ricardo, con la ayuda en segundo plano de mi madre y de Julia, habían interrumpido. Pero el hombre propone y Dios —o a saber quién— dispone. La herida del brazo no estaba curada del todo y no tuve más remedio que avisar a un médico. Este me recomendó reposo absoluto —cosa que para mí no era ningún problema— y me aconsejó, ya que vivía solo, que contratase los servicios de una enfermera para atenderme. Le hice caso y apareció Maribel en escena.
Solía venir al apartamento todos los días al caer la tarde. Yo era el último paciente al que tenía que visitar y eso facilitó las cosas. Después de mudarme el vendaje y de ponerme la inyección fijaba sus ojos en la pantalla del televisor donde yo estaba viendo alguna película. La invitaba a sentarse, y se quedaba en silencio con la mirada absorta como si nunca hubiese visto una película, riendo cuando había que reír y llorando cuando había que llorar. Una vez terminada la película se despedía de mí con algún parco saludo y desaparecía hasta la tarde siguiente. Y así, un día tras otro, hasta que decidí convertir su presencia fantasmal en algo más tangible y material y le hablé más allá de los corteses «Buenas noches» o «Adiós, hasta mañana».
—¿Cree que me quedan aún muchos días de tratamiento? —le pregunté una tarde, mientras ella se ocupaba de cambiarme, con manos hábiles y experimentadas, el vendaje que cubría mi brazo izquierdo.
No me respondió hasta que terminó lo que estaba haciendo.
—No lo sé —dijo.
—¿No le ha dicho nada el doctor? —insistí yo.
Me dio la espalda y fue hasta la mesa donde estaba su maletín. Manipuló dentro de él y, cuando se volvió venía hacia mí con la inyección preparada. Me la puso y dijo:
—No.
El dolor se me pasó y abrí los ojos. Había tardado tanto en contestar que ya no sabía de qué estaba hablando.
—¿No, qué?
—El doctor no me ha dicho nada —me aclaró.
Me levanté del sofá y comencé a dar paseos por la habitación.
—La verdad es que estoy harto de inyecciones y médicos —pensé en voz alta—. No sé cuándo va a acabar esto.
Ella no dijo nada. La vi con su cara de niña buena cerrando el maletín y lamenté mis palabras.
—Perdone. No lo decía por usted —me excusé.
Se encogió de hombros.
—No tiene por qué disculparse. Algún día tiene que acabar, ¿no?
Me sonrió y yo asentí. Cogió su abrigo, dispuesta a marcharse, y yo le pregunté, un tanto alarmado por su quebrantamiento de nuestro ritual:
—¿Se va ya? ¿No quiere ver hoy la película?
Se detuvo antes de haber llegado a la puerta.
—¿Qué película va a poner? —dijo, interesada.
—No sé. La que usted quiera.
Volvió a dejar sus cosas y le mostré la colección con un gesto para que ella eligiese la que quisiera. Miró y remiró los títulos, pero no se decidió por ninguno.
—Elíjala usted mejor. Sabe más que yo de esto.
—¿Le parece bien Escrito sobre el viento de Douglas Sirk?
Se encogió de hombros de nuevo.
—¿De qué trata?
Era difícil de explicar y cogí por la calle de en medio. Le contesté:
—Trabajan Rock Hudson, Lauren Bacall, Robert Stack y Dorothy Malone.
—¡Ah, entonces sí! —exclamó, contenta—. De pequeña me gustaba mucho Rock Hudson.
—¿Le sigue gustando Rock Hudson? —le pregunté, sonriendo, cuando terminó la proyección.
—¡Oh, sí, claro! Mucho.
Y se ruborizó un poco. Tuve deseos de besarla, pero no lo hice. Señaló el video y agregó:
—¡Este aparato es maravilloso! Parece increíble esto de ver lo que uno quiere cuando uno quiere.
—Sí, parece increíble —convine.
Guardé la cinta en su sitio y luego me atreví a preguntarle:
—¿Me permite una pregunta personal?
—¿Personal? —dijo a la defensiva.
—Sí, personal.
—Bueno —dijo, sonriendo. Y añadió con cierto toque de malicia—: Siempre que no sea muy personal…
—¿Cuándo termina conmigo, qué hace, adónde va?
—¿Por qué quiere saberlo?
—No, por nada. Pensé que a lo mejor quería cenar conmigo.
—Sabe que el médico le ha dicho que no debe salir —me reconvino muy en su papel de enfermera.
—No, si no quiero salir —me defendí—. Lo que le estaba proponiendo es que se quedara a cenar aquí conmigo.
—¿Aquí? ¿Con usted? —dijo mientras lo pensaba.
—Sí. Aquí conmigo. —Ella seguía pensándoselo y continué—: No tengo mucho que ofrecerle, pero…
Callé y ella me animó a proseguir.
—Pero qué…
Desarmado, dije:
—Pero nada. Eso, que no tengo mucho que ofrecerle.
Los dos reímos y el hielo se rompió. Fuimos hasta la cocina y, al abrir la nevera, Maribel no pudo por menos que exclamar:
—¡Pero si no hay nada!
—No le decía… —bromeé.
—¿Y cómo se las arregla para comer? —me preguntó—. Porque el cine es muy bonito, pero no alimenta.
—Abajo hay un restaurante —le respondí—, y pido que me suban algo.
—Ah, menos mal —respiró aliviada—. Hubiera estado muy feo que después del trabajo que nos estamos dando el doctor y yo se nos muriera de hambre.
Le acompañé en sus risas y, no dándose por vencida, comenzó a husmear en los estantes a la búsqueda de algo de comer.
—¿Pero no tiene ni latas ni sopas de sobre ni nada de eso? —inquirió, extrañada.
—Acabo de instalarme y…
—No se puede vivir solo —sentenció.
Regresamos a la pieza principal y le pregunté levantando el teléfono:
—¿Qué le apetece?
—No sé. Cualquier cosa. Lo mismo que usted.
—Soy muy mal gourmet. No creo que deba fiarse de mí —dije al tiempo que marcaba el número del restaurante.
Mientras tomábamos la sopa castellana y el filete con patatas que había pedido ella me preguntó:
—¿Por qué vive solo?
Bebí un sorbo de coca-cola antes de responderle. Pensé cómo hacerlo y me decidí por una forma evasiva.
—Todos vivimos solos, ¿no?
No le satisfizo mi respuesta y me devolvió la pelota.
—Yo no vivo sola. —Y agregó sonriendo—: Vivo con cuarenta chicas más.
—¿Dónde vive?
—En una residencia para mujeres. Estudiantes, enfermeras… Chicas jóvenes, por lo general.
Pícaro, dije:
—Conque jóvenes, ¿eh? También a mí me gustaría vivir allí.
Reímos, pero ella retornó a la seriedad para preguntarme:
—¿No tiene familia?
—Sólo mi madre.
—¿Vive en Madrid?
—No, en un pueblo. En el norte.
—Ya.
—Cualquier día de éstos morirá, y entonces sí que me quedaré solo.
Al manifestar en voz alta un deseo tan querido no me faltó el entusiasmo. Maribel lo advirtió y dijo:
—No parece sino que lo estuviera deseando.
—¿El qué? ¿El quedarme solo?
Era más lista de lo que creía. Me corrigió.
—No. El que muera su madre.
—Más o menos es lo mismo una cosa que otra, ¿no?
—Más o menos.
Así fue de explícita su contestación. Entonces le pregunté a boca de jarro:
—Usted que es enfermera, ¿qué opina de la eutanasia?
—Y qué quiere que opine…
Apuró su vaso de vino y se limpió la boca con la servilleta dando por terminada la cena.
—Creo que estaría mucho mejor muerta que viva —afirmé tajante.
—¿Y usted cómo lo sabe? —me objetó.
Tenía una buena respuesta para eso —la herencia—, pero no le contesté nada. Hubo una pausa en la que los dos nos miramos sin saber qué decirnos.
—¿Qué tiene su madre? —preguntó ella al cabo de unos minutos.
—¿Que qué tiene? Setenta y muchos años —le respondí, hurgándome los dientes con un palillo.
—¿Sólo eso?
—Y muchos achaques —añadí.
—¡Pero entonces no veo qué tiene que ver la eutanasia con ella! —se quejó, un tanto escandalizada.
Me puse en pie y le dije:
—¿Le parece poca enfermedad la vejez?
—Sí.
—¿Sí? ¿Cómo que sí?
—La vejez por sí sola no constituye ninguna enfermedad —dijo en tono doctoral.
—¡Pues sí que…! —exclamé yo por mi cuenta, dándole a entender lo poco que estimaba su opinión.
Miró su reloj y dijo, levantándose:
—Se me está haciendo tarde.
—¿Tiene que estar a alguna hora en la residencia?
—A las doce cierran la puerta.
—¿Y si no llega a las doce?
—Me quedo en la calle.
Comenté en broma:
—Son los riesgos de vivir en compañía. —Después le pregunté—: ¿Quién lleva esa residencia?
—Unas monjas —respondió sonriendo.
—Me lo temía.
La ayudé a ponerse el abrigo y ella me dijo como despedida:
—Gracias por la cena.
Le abrí la puerta y le devolví el cumplido:
—Gracias a usted por la compañía.
—Hasta mañana.
Le dije adiós con la mano y la vi perderse escaleras abajo. Esa noche soñé con ella.
Cuando la tuve en la cama dos días más tarde fue mucho mejor de como lo había soñado. Por una vez la realidad superó a los sueños: Aunque era pequeña de cuerpo, cuando hacía el amor se crecía. Uno no tenía manos para abarcarla entera y siempre había zonas por explorar. No besaba tan bien como Julia, pero era toda una experiencia ir comprobando cómo mejoraba en su destreza. Maribel no tenía mucha práctica sexual, pero resultaba estimulante y tentador volver a aprenderlo todo paso a paso con ella, volver a recorrer como si fuese la primera vez el tormentoso y agradable camino del aprendizaje.
Nunca sospeché que fuese tan fácil acostarme con ella. Cuando una noche, después de ver la película de rigor —El verdugo, de Berlanga—, se lo propuse: accedió de inmediato.
—Son las diez y media —empecé por decir—. Aún tenemos tiempo.
—¿Aún tenemos tiempo? ¿De qué? ¿De ver otra película?
—No estaba pensando ahora en el cine precisamente.
Ella vio reflejado en mis ojos el deseo y, sosteniéndome la mirada, me preguntó sin alterarse lo más mínimo:
—¿En qué piensa, entonces?
—En usted y en mí.
Hice una prolongada pausa, que ella aguantó impasible, y luego rompí a reír.
—¿De qué se ríe?
—Estaba recordando escenas románticas de películas —le respondí.
—¿Escenas románticas de películas? —preguntó, sorprendida.
—Sí, escenas románticas de películas. Estaba recordando esas escenas e intentando encontrar en ellas algo que me sirviera para pedirle que se acostara conmigo, pero no he encontrado ninguna. Debe ser —concluí— que la cama está reñida con el romanticismo.
—¿Crees que tu brazo no se resentirá?
Así fue cómo aceptó. Pasando al tuteo y sin dejar de preocuparse por mi salud.
—Ya me encargaré yo, por la cuenta que me trae, de que no se resienta —dije, levantándome.
Ella hizo lo propio y fuimos al dormitorio.
Mi brazo no se resintió ni ese día ni los siguientes. En realidad, pronto ya no necesité los servicios profesionales de Maribel. Sin embargo, continuó viniendo al apartamento y seguimos impregnándonos el uno del otro con denodada porfía. Aprendimos todo lo que había que aprender, y cuando ya lo supimos todo lo olvidamos y recomenzamos las clases con entusiasmo de principiantes.
Al lado de Maribel me sentía renacer. Ella era todo vitalidad y me contagió sus ganas de salir, de moverse, de no estarse quieta. Poco a poco fui abandonando mi enclaustramiento y esperaba expectante el día libre que tenía a la semana, deseando ver cuál era el programa que había preparado. La calle, en su compañía, ya no me asfixiaba; encontraba en ella, incluso, un placer especial. Andar de compras, despreocupado, junto a Maribel, me excitaba y me divertía. Lo mismo que visitar los restaurantes y discotecas que se ponían de moda, acompañarla a la sierra a esquiar, o tantas otras cosas que se le ocurrían sin cesar.
Además, el dinero me sobraba y podía permitirme todos los lujos sin tener que estar mirando la cartera a cada instante. Por primera vez en mi vida no andaba justo de pasta y eso me daba una euforia que la vitalidad de Maribel no hacía sino multiplicar. Derrochando el dinero a su lado me sentía feliz.
Un día, al pagar la elevada cuenta de un restaurante de cinco tenedores, Maribel me dijo:
—No trabajas, no haces nada… No sé de dónde sacas el dinero.
—Si te dijera de dónde lo saco, no te lo creerías —le comenté, enigmático.
Eso picó su curiosidad.
—¿De dónde lo sacas?
—Si te lo digo sabrías tanto como yo —dije en tono de chanza.
—Anda, dímelo —me suplicó, haciendo un mohín con su nariz.
—Está bien, te lo diré. Pero no sé si te lo vas a creer…
—Venga, dímelo.
—Hace unas semanas di un atraco.
—¡Bueno! —exclamó entre escéptica y divertida.
—¿No te decía que no te lo ibas a creer?
—Pero cómo quieres que me crea que tú, precisamente tú, des un atraco.
—¿Tan inútil me crees? —me quejé, sonriendo.
—No es que te crea inútil, es que lo eres. —Luego agregó—: Venga, dímelo. ¿De dónde sacas el dinero?
—¡Pero si ya te lo he dicho! De un atraco.
Continuando con lo que ella pensaba que era una broma me preguntó:
—¿Y qué atracaste? ¿Un Banco?
Mitad en serio mitad en broma le respondí:
—No. Un concesionario de coches.
—¿Y cuánto te llevaste?
—Dos millones y pico.
—No está mal, no está mal —se burló.
—Podría haberme llevado más —proseguí—, pero ya no tenía dónde meter los billetes.
—¡Encima! —exclamó.
—Si lo hubiéramos hecho entre dos…
—¿No me digas que lo hiciste tú solo?
—Sí, señora, yo solito.
Eso ya le pareció el colmo. Estuvo un buen rato riéndose y acabó diciendo:
—¡Qué mentiroso eres!
—La verdad sólo se diferencia de la mentira en que la mentira es una parte de la verdad y la verdad una parte de la mentira —dije sentencioso. Y agregué—: No sé cómo podría demostrarte que lo que te digo es verdad.
El tono grave con el que pronuncié estas últimas palabras hizo que Maribel permaneciera dubitativa unos instantes. Pero en seguida desechó la posibilidad de que le estuviese diciendo la verdad y que yo fuese un atracador y repitió:
—¡Qué mentiroso eres!
—Volvamos entonces al principio —le dije—. ¿De dónde saco el dinero?
—Tendrás rentas… No sé… Te lo mandará tu madre…
Divertido, la interrumpí.
—¿Que me lo mandará mi madre? Se ve que no la conoces.
—Tendrás rentas —insistió.
—Yo no he pagado el impuesto sobre la renta en mi vida —bromeé—. ¡Qué voy a tener rentas ni voy a tener rentas!
Acorralada, dijo harta:
—¿Y a mí qué más me da de dónde saques el dinero?
—Entonces, ¿por qué me lo preguntaste? —le repliqué.
—Era un tema de conversación como otro cualquiera —argumentó.
—Ya has visto que no, que no era un tema de conversación como otro cualquiera. Has descubierto algo que antes no sabías.
—¿Qué?
Sonriente, le respondí:
—Que soy un atracador.
—¡Y dale! —exclamó—. Esto me pasa por hacer preguntas indiscretas.
—La curiosa impertinente —proclamé, como si fuese un título de película—. Con la intervención estelar de Maribel Romero y…
Me amagó un cariñoso golpe al brazo y me cortó para decir:
—¿Y tú qué papel haces?
—¿Yo? Ninguno. Soy el productor, el que da los atracos para luego financiar tus actuaciones.
Me dio un cachete y agregué:
—Bueno, también soy el que recibe las bofetadas.
Se abrazó a mí y nos besamos. Los comensales de las mesas próximas devinieron mirones, pero no por eso dejé de besarla. Estaba con mi lady Godiva y nada, salvo ella, me importaba.
Eso era entonces. Pero, al cabo del tiempo, también el dinero comenzó a importarme de nuevo. Porque se fue agotando poco a poco y hubo que buscar otra vez una manera de conseguirlo. Pero hasta que eso sucedió lo gastamos a conciencia, preocupándonos sólo del presente y no teniendo para nada en cuenta el dudoso porvenir.
A petición mía, Maribel abandonó su trabajo. Así podíamos estar más tiempo juntos. Le pregunté qué le gustaría hacer ahora que tenía todo el tiempo libre del mundo y ella me respondió que viajar. Esa era la ilusión de su vida que aún no había podido realizar. Nos embarcamos, pues, en un crucero por el Mediterráneo y estuvimos dos meses haraganeando en medio de lujos sin cuento, atendidos hasta en nuestros menores caprichos y saciándonos el uno del otro. Cuando el crucero terminó alquilamos un coche en Barcelona y nos dispusimos a recorrer el país como probos turistas que quieren llegar a conocerlo todo, los grandes monumentos y los pequeños rincones desconocidos, los lugares de los que se habla en las guías turísticas y aquellos otros que, al margen de las rutas más transitadas, deparan más de una gozosa sorpresa.
Andábamos por la provincia de Santander, visitando Santillana del Mar, cuando decidí ir a ver a mi madre. El pueblo donde vivía estaba sólo a unos kilómetros y quería saber cómo se encontraba de salud, si se iba a morir o no de una puñetera vez. El dinero, además, empezaba a escasear y quizá, con un poco de suerte, le podía dar un sablazo.
Maribel se quedó en la calle, dentro del coche. Cuando me despedí de ella le dije:
—Si tardo, ahí a la vuelta hay un mesón. Si te cansas de esperar aguárdame allí.
Crucé la calle y llamé a la puerta de la casa solariega, una de las más importantes del pueblo, que había pertenecido a mi familia desde hacía décadas. Me abrió una chica, completamente desconocida para mí, que me miró bizqueando.
—¿Está mi madre en casa? —le dije.
La pregunta era más que ociosa. Estaba impedida y nunca salía, salvo para ir al hospital a operarse. Pensé que a lo mejor se la habían llevado de nuevo para abrirla en canal, ahora definitivamente y para siempre.
—¿Su madre? —dijo la chica.
—¡Sí, mi madre! —le grité, desabrido.
La muchacha era todo menos espabilada. Seguramente el administrador de mi madre la había cazado con lazo en algún villorrio de mala muerte.
—¿Es usted el hijo de doña Encarna?
Asentí con la cabeza. Al verse en presencia del «señorito» se arregló torpemente el vestido y el cabello y se apartó, al fin, para que entrara. Cerró la puerta tras de sí y me informó:
—La señora está en la capilla.
«Beata, hija de puta», pensé para mí. Lo que dije en voz alta fue:
—Dígale que estoy aquí.
—Es que está oyendo misa —objetó tímidamente la chica.
Miré mi reloj con cara de fastidio y le pregunté:
—¿Hace mucho que empezó la farsa?
La muchacha se hizo cruces mentalmente y balbuceó como si no hubiese entendido:
—¿Cómo?
—Que si queda mucho para que salga.
—No sé… —Luego aventuró—. Unos diez minutos…
—Está bien. Me iré al salón. En cuanto que termine la misa dígale que estoy allí.
Me encaminaba a la puerta del salón cuando ella me preguntó:
—¿No ha traído equipaje?
Me detuve y la miré por encima del hombro. No le dije nada. Me metí en el salón y cerré de un portazo.
Mi madre tardó en aparecer mucho más de diez minutos. Cuando llegó no lo hizo sola; venía acompañada de un curita con cara de falso y una sempiterna sonrisa de Judas en sus labios.
Me acerqué a la silla de ruedas y me incliné para besarla. Ella, ciega como estaba, me palpó el rostro con sus manos y tuve que soportar sus asquerosos besuqueos, que me pusieron las mejillas perdidas de saliva.
Luego de contarme que Clarita, la vieja criada, había muerto hacía apenas un par de semanas —noticia que me alegró lo suyo; quedaba fuera de juego de mis seguros contrincantes en el disfrute de la herencia— y de soltar alguna que otra lagrimita me presentó al cura, que, según me dijo, era nuevo en el pueblo.
—Un excelente muchacho —resumió tras un largo rosario de elogios.
«Seguro que le ha hecho ya un lugar en el testamento a este meapilas», me dije.
El cura —don Jacinto, le llamaba mi madre— me tendió la mano y yo se la estreché fríamente.
—Su madre me ha hablado mucho de usted —dijo.
—¿Ah, sí?
El tono que empleé quiso ser neutro, pero me salió burlón.
—Sí, mucho —remachó él.
—¿Y qué le ha contado? —le pregunté, mirándole fijamente a los ojos en actitud desafiante.
No pudo sostenerme la mirada y bajó la vista hacia el misal que llevaba en las manos. Mi madre respondió por él:
—¿Qué le iba a contar? Lo requetebueno que eras de pequeño. Tendría que haberle visto usted, don Jacinto. Era como un ángel. Bueno y tierno como un ángel. —Se animó con los recuerdos y añadió con un entusiasmo que me pareció por completo injustificado—: Nunca conocí un niño tan bueno como él. Se sentaba en un rincón y de ahí no se movía en todo el día. Yo le llamaba mi ángel triste porque, ¿sabe usted, don Jacinto?, era un niño que casi nunca sonreía, estaba calladito y triste pensando en sus cosas. Un tesoro —concluyó, melancólica—. Eso era mi ángel triste, un tesoro.
Sacó el pañuelo y se limpió los mocos. El cura la miró maravillado; veía en ella la imagen de la sufrida madre. Yo, por mi parte, contemplé el cuadro que componían los dos con asco creciente.
Cuando mi madre se repuso preguntó al cura:
—¿Se quedará a tomar algo con nosotros, don Jacinto?
De nuevo le clavé mis ojos. Estaba a punto de decir que sí, pero rectificó a tiempo.
—No, doña Encarna. Tengo que visitar el convento de las Reparadoras y…
Dejó su frase inconclusa y mi madre dijo:
—No olvide que esta tarde le espero para el té.
—Descuide, doña Encarna. No faltaré.
El cura, ampliando su sonrisa, se acercó a mi madre. Aunque no veía, ella también sonrió abiertamente.
—Bueno, doña Encarna, hasta esta tarde.
Alargó su mano derecha, mi madre la tomó entre las suyas y la besó con devoción. Las tripas se me revolvieron y tuve ganas de patearle los cojones a ese fantoche de mierda.
El besamanos terminó y el cura me tendió la pezuña que acababa de besar mi madre. Yo la ignoré y él, sobreponiéndose al desaire, dijo ocultando de mala manera su cabreo:
—Adiós, buenos días.
A solas con mi madre, ésta hizo que la muchacha nos sirviera un tardío desayuno. Mientras lo tomábamos fui a lo mío:
—¿Y qué tal te encuentras, mamá?
—Fatal, hijo, fatal…
Pero eso, para mi desgracia, no era en absoluto cierto. Hablaba y hablaba de sus males, pero no era sino una forma de dar rienda suelta a su pasión hipocondríaca. Sólo había que ver cómo engullía una tostada tras otra para comprobar que no estaba, ni mucho menos, al borde de la tumba, que aún le quedaba cuerda para rato.
Acabó con su cháchara de enferma —a Maribel quizá le hubiera divertido; a mí me dejó derrengado y deprimido— y, tomándome las manos —menos mal que no me las besó; hubiese vomitado—, dijo:
—Todavía no me has dicho, hijo, para qué has venido.
—Para verte, mamá.
Era la verdad. Pero había ido para verla muerta y me la encontraba sana como un roble.
—Estaba muy preocupada por ti —dijo.
—¿Y eso, mamá?
—Los últimos cheques que te envié me los han devuelto. Y cuando te llamé la última vez, hace ya unos meses, me dijeron que ya no vivías allí. Creí que te había pasado algo.
—Ya ves que no.
—¿Por qué has dejado que me preocupara y no me has llamado? —se quejó.
—He estado muy ocupado, mamá.
—¿Ocupado?
—Sí, mamá. Encontré trabajo y… —Tras unos segundos de vacilación agregué—: Y tengo que viajar mucho.
—¿Un trabajo? ¿Qué clase de trabajo?
Le respondí lo primero que se me ocurrió.
—Soy representante, mamá.
Eso la divirtió.
—¿Tú, representante?
—Sí, mamá.
—¿Y qué representas?
—¿Que qué represento? —La respuesta tardó en llegar, pero al fin dije—: Juguetes.
Mi contestación la desconcertó. Nunca pensó que su ángel triste pudiese llegar a ser representante de juguetes.
—¿Y es un buen trabajo? —quiso saber tras un momento de confusión.
—Yo creo que sí, mamá. Tiene mucho futuro.
Me sometió a un somero interrogatorio sobre los pormenores de mi supuesto empleo y tuve que desarrollar un ingenio de mil demonios.
Cuando me cansé de oír y de decir tonterías pasé a mayores. Le dije:
—Me estoy desenvolviendo tan bien en este trabajo que la empresa me ha ofrecido participar como socio.
—¡Pero eso es estupendo! —graznó ella, entusiasmada.
—Y que lo digas —le apoyé por la cuenta que me traía.
—Supongo que habrás aceptado, ¿no?
Compungido, le respondí:
—Yo por mí hubiese aceptado, pero…
Me interrumpió para reprocharme:
—¿No me digas que no has aceptado?
—Todavía no les he respondido.
—Pero ¿cómo es eso?
—Es que hace falta dinero, mamá. Por eso te he dicho que yo por mí hubiese aceptado, pero hace falta dinero.
Dinero: palabra tabú. En cuanto que la oyó se puso a la defensiva. Pero yo, al fin y al cabo, era su hijo, su ángel triste, y se interesó por los detalles.
—¿Qué quieres decir con que hace falta dinero?
—Pues eso, que para ser socio y participar luego en los beneficios hay que aportar un dinero a la sociedad. —Hice una pausa y añadí todo lo afligido que pude simular—: Y yo, claro, no lo tengo.
Calló. Veía venir el sablazo —su ceguera no le impedía ser adivina— y seguro que estaba buscando la mejor forma de decirme que no. Intenté inclinar la balanza a mi favor diciendo:
—Yo creo, mamá, que es una oportunidad como no hay dos. El negocio marcha formidablemente. Te lo puedo decir con toda seguridad. Me estoy pateando el país y no quieras ver lo que se venden nuestros juguetes. Nos lo quitan de las manos. Ahí se puede ganar dinero a espuertas.
Picó mi anzuelo y preguntó:
—¿Tú crees, hijo?
—Seguro, mamá —afirmé tajante.
Ni ella ni yo dijimos nada durante un buen rato. La chica retiró el servicio del desayuno, y cuando de nuevo nos quedamos solos, yo, que estaba deseando desaparecer de allí cuanto antes, dejé caer:
—En fin, qué se le va a hacer. Otra vez será. Pero no creo que una oportunidad como ésta se presente así como así…
Suspiré y ella abandonó sus cavilaciones para decir:
—¿Y cuánto haría falta?
«¿Cuánto le pido?», me pregunté. Me entretuve haciendo algunos cálculos mentales sobre lo que Maribel y yo veníamos gastando y ella repitió:
—Di, ¿cuánto haría falta?
—Un millón —dije. Con la mitad de eso podríamos aguantar una buena temporada.
—¿Un millón? —exclamó.
—Sí, mamá, un millón. —Y argumenté—: La media docena de socios que controlan el negocio tienen participaciones que están por encima del millón. Si quiero estar en igualdad de condiciones con ellos mi participación también tiene que ser alta, ¿no crees?
—Es mucho dinero —rezongó.
—Claro que es mucho dinero, mamá. Pero una oportunidad es una oportunidad.
—Es mucho dinero —bisó.
Callé y dejé que tomara la resolución que le pareciera. Yo había puesto ya las cartas sobre la mesa y era ella la que tenía que decidir la jugada.
Habló entre dientes, contó con los dedos e hizo cébalas durante más de cinco minutos. Cuando me dirigió la palabra dijo:
—La mitad. Sólo puedo darte la mitad.
Era lo que esperaba, pero no por eso cejé en mi empeño de sacarte algo más.
—¿La mitad? —dije, fingiendo que estaba decepcionado.
—Un millón es mucho —se defendió ella—. Además, no lo tengo en estos momentos. Debo hacer unos pagos a primeros de mes y estoy un poco justa de dinero…
«Cuanto más ruin el rufián, más cháchara sabe» había leído una vez en una novela. La frase se me quedó grabada y en esos momentos, mientras oía la perorata con la que se excusaba mi madre por no poderme dar más dinero, pensé que quizá el novelista llegó a conocerla y se inspiró en ella.
Conseguido el dinero sólo restaba que me firmara el cheque —cosa que hizo con manos nauseabundamente firmes— y poner pies en polvorosa.
—¿Pero no te vas a quedar a comer, hijo? —se lamentó cuando le dije que tenía que reanudar mi viaje.
—No, mamá. Y lo siento de veras. Te prometo —añadí cuando me incliné para besarla— que pronto vendré para quedarme unos días. Pero ahora tengo muchísima prisa. Esta tarde tengo una entrevista en Bilbao y no puedo entretenerme más.
—¿En Bilbao has dicho?
Lo dijo tan sobresaltada que me asusté.
—Sí, en Bilbao.
—Ten cuidado —me previno— con esos bastardos.
—¿Con qué bastardos, mamá? —le pregunté en la inopia.
—Con esos vascos asesinos.
Y con palabras llenas de odio empezó a despotricar de los independentistas que se cargaban guardias civiles y a los policías y se cagó en la madre que parió (sic) a tanto asesino suelto. Criticó al Gobierno y acabó diciendo que había que arrasar el País Vasco y no dejar a ninguno vivo.
Con la cabeza como un bombo me permití, como venganza, hacer una broma.
—Pero, mamá, ¿no comprendes que si matas a todos los vascos no podré vender ningún juguete allí y mis beneficios, ahora que voy a ser socio, se vendrán abajo?
Toda exaltada me replicó:
—A esos hijos de puta (sic, de nuevo) los únicos juguetes que les gustan son las bombas y las metralletas.
Cuando alcancé la calle llené mis pulmones de aire y miré el nombre del Banco sobre el que mi madre había extendido el talón. Maribel cansada de esperar, ya no estaba donde la dejé. Como el Banco me cogía de paso hacia el mesón entré en él.
El tipo de la ventanilla miró el cheque y luego me miró a mí.
—Espere un momento —dijo sin ocultar su desconfianza.
Se perdió tras una puerta en la que se leía «Dirección». Cuando salió lo hizo acompañado de otro hombre. El director resultó ser compañero mío de colegio. Me saludó con exagerada efusividad y se puso a contarme su vida. Cuando se interesó por la mía le dije que tenía prisa.
—A ver si otra vez que vuelvas por aquí con más tiempo vienes a casa a comer —me pidió cuando me hubo entregado el dinero y me disponía a traspasar la puerta—. A mi mujer le encantará conocerte.
—Descuida.
Mentalmente le hice un corte de mangas, y a simple vista un ademán de hasta luego. Ni qué decir tiene que estaba más de acuerdo con lo primero que con lo segundo.
Al ver que me sentaba en la mesa de Maribel los hombres que la miraban desde la barra con intenciones más que aviesas dejaron de hacerlo y se pusieron a hablar de política.
—¿Quieres? —me preguntó Maribel, ofreciéndome su vaso de cerveza.
Negué con la cabeza y le expliqué:
—No, qué va. He tenido que desayunar otra vez y estoy de café hasta la coronilla.
—¿Le has sacado algo?
—¿Cuánto crees? —le dije sonriendo.
—No sé… Con lo agarrada que dices que es tu madre…
—¿Cuánto?
—¿Cien mil? —aventuró.
Puse los cinco fajos de billetes sobre la mesa y ella, alborozada, exclamó:
—¿Tanto?
Los de la barra dirigieron sus ojos hacia nuestra mesa y, al ver el dinero, se quedaron con la boca abierta. Les miré provocativamente y se metieron los ojos en el culo. Luego llamé al camarero y pagué la consumición de Maribel.
A la salida del pueblo nos encontramos con un cruce de carreteras. Maribel, que en esos momentos conducía, detuvo el coche y me preguntó:
—¿Hacia dónde tiramos?
Me encogí de hombros. ¿Qué más daba un sitio que otro? Pero como uno de los carteles indicaba que hasta Bilbao quedaban no sé cuántos kilómetros le contesté:
—Coge por ahí.
Recorrimos todo el País Vasco y nos topamos con algún que otro multitudinario y vociferante entierro. Más tarde fuimos bajando hasta el sur y jugamos fuerte —y perdimos— en un casino. Cuando llegamos a Sevilla y hubo que pagar el hotel comprobé con pesar que nuestra caja de resistencia estaba al borde de los números rojos. Se lo comuniqué a Maribel y los dos convinimos en que había que ir pensando en algo.