Cuando se quiere matar a una persona la única receta es ir a por ella y matarla.
Eso fue lo que hice. Pedí el coche a Julia y lo conduje hasta la casa de los padres de Ricardo. No me coloqué frente a ella, sino un poco apartado a fin de evitar ser descubierto por el individuo de la policía que montaba guardia en el portal y que de vez en cuando daba paseítos de un lado para otro para defenderse del intenso frío que hacía y entrar en calor. Desde el lugar en que me hallaba aparcado podía verle a él y podía ver también el vestíbulo por el que tenía que salir Ricardo si es que esa tarde se decidía a hacerlo.
La única distracción durante las dos horas largas en que estuve allí plantado fue la radio. Nunca me han gustado los charlatanes y por eso mis simpatías por ese medio han sido siempre muy pocas. Pero no tenía otra forma de entretener la espera y estuve todo el rato moviendo el dial en busca de una sintonía que fuese soportable. No la encontré y tuve que aguantar trozos de radionovelas, de consultorios sentimentales, de canciones ratoneras, de consejos para el fin de semana y de otras lindezas por el estilo. Todo ello salpicado a cada instante con mensajes comerciales ideados por técnicos que probablemente ni siquiera habían aprobado el ingreso en la Escuela de Publicidad.
A eso de las seis, Ricardo apareció en el portal. Me incorporé en mi asiento con los cinco sentidos en posición de alerta y callé de un manotazo al bocazas que explicaba con tono profesional cómo había que cuidar a un determinado tipo de pájaros, periquitos o algo así. Ricardo y el policía, un tipo joven con el pelo rizado que vestía de forma desmañada y que más parecía un pasota que un policía, y que seguramente cuando eligió ese oficio soñaba con heroicas acciones de telefilme y no con esa cargante rutina de proteger a un individuo gris e insignificante como Ricardo, se saludaron sin mucha efusividad e intercambiaron algunas palabras. Desde donde yo estaba no pude oírlas. Ricardo señaló hacia un lado y los dos se pusieron en marcha. El chico del pelo rizado dirigía fieras miradas en derredor, como si deseara que apareciese de pronto algún delincuente de mérito con el que poder enfrentarse y demostrar así su valía. Ricardo, por contra, no miraba a ningún lado. Iba con la cabeza gacha, buscando en la punta de sus zapatos la clave del problema en que se hallaba inmerso; la clave que le devolviera la tranquilidad que había perdido de la noche a la mañana.
Arranqué el coche y les seguí, preocupado por saber adónde se encaminaban y qué medio de transporte iban a utilizar; inquieto, en fin, por saber si iba a ser fácil seguirles o no. En el asiento de al lado tenía la pistola ya dispuesta, con el seguro quitado. Sólo quedaba que la oportunidad propicia se presentara para que el réquiem por Ricardo pudiese entonarse.
La primera incógnita se despejó. La pareja se detuvo junto al coche de Ricardo, que estaba estacionado en una calle próxima, y subió a él. Dejé que un par de vehículos se colocaran detrás de él y comencé la persecución.
Ricardo tomó el camino de la Ciudad Universitaria y paró su coche delante de un Colegio Mayor femenino. En la puerta había grupos de jóvenes esperando a sus chicas y el bullicioso cuadro que componían parecía una foto del Reader’s Digest ilustrando un artículo sobre la alegría de vivir de la juventud. Pensé que sólo faltaba una tuna dando la murga para que el cuadro estuviese realmente completo. Ricardo se apeó y acto seguido lo hizo el policía. Le dijo algo a aquél y marchó camino de un pub que había en la otra acera.
Durante unos segundos lo dudé. Dudé si arrancar y disparar a Ricardo mientras ascendía las escaleras de la entrada ahora que no estaba el policía a su lado. Pero no lo hice. Era demasiado arriesgado. La gente se apelotonaba por doquier y cubriría a Ricardo. Además, no quería llevarme por delante a algún niñato o alguna niñata que no tenía vela en nuestro entierro.
El del pelo rizado salió del pub llevando en sus manos un paquete de tabaco recién comprado. Mientras se acercaba al coche de Ricardo sacó un cigarrillo y lo encendió. Con cara de perdonavidas contempló el trajín que se traían los universitarios. Sus aires de superioridad resultaban penosamente ridículos para un mirón como yo. Hubiera jurado que en su fuero interno les envidiaba y deseaba ser uno de esos chicos que marchaban con su amiga o su pandilla en busca de la diversión que podía suministrarles ese atardecer del viernes.
Iba por su segundo cigarrillo cuando Ricardo salió del Colegio Mayor acompañado de una chica mucho más joven que él. A la distancia casi me pareció una Lolita. Había trocado a Concha por esa beldad y aún tenía la cara de no comprender lo mucho que yo había hecho por él al liquidar a su mujer, atreviéndose, incluso, a traicionarme y denunciarme a la policía. Este pensamiento me llenó de ira. Cogí la pistola y la apreté con firmeza. Eso me tranquilizó y me dio fuerzas para continuar con nuevos bríos mi desquite.
Ricardo presentó al policía y, al estrecharle la mano, creí advertir en los ojos de la chica un atisbo de divertido asombro. Los tres subieron al coche y Ricardo lo arrancó, reiniciándose la persecución.
Fue hasta el centro, dejó el coche en un parking público y yo tuve que hacer lo propio. Luego, la pareja y su carabina se dirigió a la Gran Vía. En uno de los cines proyectaban la última película de Bergman. Se pararon ante él, no sé si a iniciativa de Ricardo o de su chica, y no pude por menos que criticar mentalmente su pésimo gusto en materia cinematográfica. Hicieron cola durante un buen rato y todos —incluido para sorpresa mía, el policía— se adentraron en las catacumbas para escuchar el sermón del maestro.
Muchos opinarán que la Gran Vía un viernes por la noche es el último lugar donde uno podría aburrirse. Sin embargo, yo me aburrí. Contemplando la vorágine que me rodeaba, no sólo me aburrí, sino que cogí un dolor de cabeza como hacía tiempo que no recordaba. Después de ojear las carteleras de todos los cines que había a la vista busqué una farmacia. Compré unas aspirinas, y en la cafetería más próxima —un sitio donde putas de tres al cuarto que querían pasar por sofisticadas campaban por sus respetos— me tomé un par de ellas con una coca-cola. En la hora que estuve allí dentro clasificando con ojos de estudioso la tipología de las putas que allí se daban cita, el dolor de cabeza se me pasó. Pero al salir de nuevo a la calle retornó con la misma intensidad de antes.
Si hubiera sido bebedor me habría distraído tomando una copa tras otra. Pero como no lo era lo único que podía hacer era gastar la suela de mis zapatos paseando sin ton ni son y mirar las chucherías que se exhibían en los escaparates. Tanto una como otra actividad las realizaba sin ningún entusiasmo, con la mustia resignación de una penitencia.
La homilía fue larga, pero eso a los catecúmenos no les importó, todo lo contrario: abandonaban el cine con cara de éxtasis, como si hubiesen asistido a la aparición de la Santísima Trinidad en persona. Ricardo y su Lolita no eran una excepción; parecían de los más tocados por la Gracia. El del pelo rizado se me reveló como el más sensato. Salió con cara de mala leche, acordándose seguramente de la familia del santo varón que le había torturado durante un tiempo tan prolongado. En ese momento, pese a ser policía, me pareció humano y hasta simpático.
Deshicieron el camino hasta el parking y luego fueron a cenar a un restaurante italiano de la zona del Paseo de La Habana. En esta ocasión la carabina les dejó solos y permaneció en la puerta fumando un cigarrillo tras otro y soñando sabe Dios qué veleidosos sueños. Volví a poner la radio y comprobé con estupor no exento de enojo cómo todas las emisoras se habían puesto de acuerdo en dedicar esa hora a sus programas deportivos. Aunque cambié a menudo de emisora me dio la impresión de que estaba oyendo siempre el mismo programa, tan parecidos eran unos a otros.
La espera no hizo sino aumentar mi excitación y las ganas de acabar cuanto antes con la pesadilla en que se había convertido la presencia de Ricardo en mi vida. En la oscuridad en que me encontraba mis manos jugueteaban con la pistola, ardiendo en deseos de apretar el gatillo de una puñetera vez.
A las once y media Ricardo y su acompañante salieron muy amartelados del restaurante. El policía tiró al suelo el cigarrillo que estaba fumando y lo apagó con su zapato con un gesto que participaba en partes iguales del tedio y del disgusto que le producía el hallarse protagonizando una situación tan anodina y poco espectacular como ésa. Como si en efecto se encontraran en presencia de una carabina, Ricardo y la chica se separaron. Mi hombre y el del pelo rizado se miraron en silencio con cara de circunstancias y la chica, que, quizá debido al vino que había tomado durante la cena, ahora se mostraba muy habladora, empezó a contarle algo que no pude oír al policía. Este se metió en el coche y la dejó con la palabra en la boca. A ella, esto no pareció importarle; continuó con su cháchara.
Para fortuna mía, que ya estaba empezando a cansarme de ir de un lado para otro, Ricardo condujo su coche hasta el Colegio Mayor donde vivía la chica. Ricardo la acompañó hasta las escaleras y el policía permaneció dentro del auto. La pareja se detuvo en los primeros peldaños y la despedida terminó con un casto beso. La chica subió los escalones y entró en el vestíbulo. Ricardo se quedó plantado como una estatua viendo cómo ella se perdía al fondo camino del ascensor. Era un blanco perfecto. El corazón me comenzó a latir con fuerza y me dije: «Ahora o nunca».
Con las luces apagadas como estaba puse el coche en marcha. Al llegar a la altura donde se encontraba Ricardo frené, apunté el arma y disparé dos tiros. Fueron suficientes; cayó al suelo en medio de unos aparatosos aullidos de dolor. La acción sólo duró unos segundos, pero hubo tiempo de sobra para que el policía hallase, al fin, la oportunidad por la que había estado suspirando. Bajó la ventanilla y sacó por ella su pistola.
La marcha tardó en entrarme y eso le dio ocasión de disparar en mi dirección. Sentí un impacto en el hombro, pero ocupado como estaba en acelerar y alejarme a toda prisa de allí no le di importancia.
Cuando aparqué el «127» en las proximidades de la casa de Julia estaba eufórico: había conseguido lo que me había propuesto y me había quitado una preocupación —entonces creía que era la más importante de las que me asolaban— de encima.
Julia me vio entrar y me preguntó:
—¿Dónde te habías metido?
Fui hasta ella con una esplendorosa sonrisa en mis labios y la abracé feliz. Ella, sin acertar a explicarse a qué se debía mi júbilo, dijo sonriendo también, contagiada por mi alegría:
—Pero ¿qué te pasa?
No pude responderle ya que me desvanecí.
Suele suceder a menudo en las películas, y a veces, como a mí, en la realidad. Uno se desmaya y despierta —¿horas?, ¿días?— más tarde en un lugar desconocido, que, luego, cuando uno se espabila del todo resulta ser una habitación de hospital. La pregunta es de cajón: «¿Qué hago yo en una habitación de hospital?». Yo también me la hice, pero no supe al principio qué contestarme.
Pero aunque no tenía una respuesta para esa pregunta, una cosa sí que tenía clara: el sitio no me gustaba y había que largarse cuanto antes. Como no recordaba lo que me había llevado hasta allí me incorporé con cuidado de la cama —podía tener un montón de huesos rotos o qué sé yo— y bajé de ella. Di unos tímidos pasos, que pronto convertí en más vivaces, y comprobé complacido que podía moverme sin problemas. Sólo había que buscar mis ropas, quitarme el pijama a rayas que me habían puesto y salir por donde había entrado. Allí no se me había perdido nada.
Sin embargo, algo tan sencillo como eso fue fácil de pensar, pero no tanto de hacer. Mis ropas no aparecían por ningún lado y vestido de la guisa que estaba no podía llegar muy lejos. Al no encontrarlas me asusté; me asusté de veras. Al principio quería huir de allí de una forma inconsciente, instintiva, porque nunca me han gustado los hospitales, las cárceles, los cuarteles y los sitios así. Pero al no hallar mis ropas tuve un motivo real, demasiado real, para tener miedo y querer huir. Recordé que dentro del bolsillo de la chaqueta estaba la pistola y, tirando del hilo, me vinieron a la mente los disparos que le hice a Ricardo y los que el policía me hizo a mí.
¿Me habrían puesto un guardia en la puerta como ocurre en las películas? Temeroso, abrí la puerta de la habitación y me asomé al solitario pasillo. No, no había ningún celoso vigilante custodiándome. «Del mal, el menos», me dije. Pero aún quedaba por resolver el problema de la ropa.
Una enfermera pequeña, de andares hombrunos y muchos granos en la cara, salió de una habitación próxima. La llamé y se me acercó reconviniéndome con tonillo autoritario.
—No debería estar levantado —dijo. Antes de que yo pudiera abrir la boca agregó—: ¿Qué hace aquí?
—¿Dónde está mi ropa?
Hizo un ademán que no admitía dobles lecturas: «Y yo qué sé».
—¿Para qué las quiere? —me preguntó.
—¿Para qué coño las voy a querer? Para irme cuanto antes de aquí —le respondí.
Suspiró y me tomó del brazo como aun niño, un anciano o un enfermo, al tiempo que decía dulcificando su tono:
—Vamos, vamos, debería estar acostado.
Yo no era ni un niño, ni un anciano ni un enfermo —y si lo era no quería serlo—, así que me solté de ella.
—Suélteme. —Me miró como a un bicho raro o a un loco de atar y añadí—: Le he preguntado que dónde está mi ropa.
—¡Váyase a la cama inmediatamente! —graznó como un sargento chusquero, señalándome la puerta de mi habitación.
No pude contenerme más y la abofeteé. Se alejó a todo correr murmurando algo entre dientes y me dejó solo en medio de aquel gélido pasillo, vestido con el horrible pijama a rayas que me habían endilgado como uniforme. Estaba maldiciendo mi congénita mala suerte, mi incapacidad para desenvolverme en la realidad y mi habilidad para complicarlo todo cuando apareció un hombre, más o menos de mi misma altura y complexión, que miraba los números de las habitaciones con la reconcentrada atención de un despistado. Al pasar a mi lado dijo:
—Buenas tardes.
Le devolví el saludo y antes de que se hubiera retirado de mí se me ocurrió la idea.
—¿Podría darme fuego? —le pregunté.
Se volvió y dijo sonriendo:
—Como no.
Extrajo un mechero de su bolsillo, y yo, queriendo atraerle hacia el interior de la habitación, señalé la puerta y dije:
—Tengo el tabaco ahí dentro.
Entré en el cuarto y él, de una manera mecánica, me siguió. Permaneció en el umbral esperando que yo localizase unos inexistentes cigarrillos, que me afanaba en buscar por todos lados. En realidad, lo que buscaba era un objeto contundente. No lo vi por ningún lado.
—No sé dónde los habré puesto…
Con una sonrisa de convivencia —probablemente se creía que estaba montado ese número porque el médico me había prohibido fumar— me preguntó sacando un paquete de tabaco:
—¿Quiere uno de los míos?
—Oh, gracias —le dije, aproximándome a él.
Me tendió un pitillo y me lo metí en la boca. Cuando, confiado, se disponía a darme fuego, le golpeé con todas mis fuerzas. Sorprendido por el ataque no acertó a defenderse y pude dejarle inconsciente. El brazo izquierdo comenzó entonces a dolerme de una forma tal que hasta se me saltaron las lágrimas.
Una vez que me hube puesto sus ropas salí corriendo de la habitación. Iba a bajar las escaleras cuando oí el ruido de pasos y de voces agitadas. Entre estas últimas reconocí la de la enfermera a la que había abofeteado. Instintivamente me introduje en la primera habitación que vi. Al principio ni siquiera me preocupé de por quién había dentro. Nadie dijo nada; a lo mejor estaba vacía. Con la puerta un poco entornada contemplé cómo la enfermera de los granos en la cara y tres colegas suyos con pinta de gorilas se dirigían con porte feroz hacia el cuarto que había ocupado hasta hacía sólo unos instantes. No tardaron en salir con cara de cabreo, perdiéndose por las escaleras al trote.
La habitación no estaba vacía. Cuando cerré la puerta y me giré advertí su presencia. Estaba en la cama, todo escayolado, y sólo tenía a la vista sus ojos, que me miraban interrogantes, preguntándose y preguntándome quién era yo, el intruso que había irrumpido en su hábitat y que había estado atisbando furtivamente por entre la puerta entornada.
Empecé a sentirme incómodo ante aquella silenciosa figura que no dejaba de mirarme y de hacerme mudas preguntas con los únicos órganos con los que podía hablar: sus ojos. Me senté en una silla a su lado y le dirigí la palabra para romper su opresivo y, paradójicamente, parlanchín, silencio.
Estuve allí mucho, mucho tiempo. Se hizo de noche y, a través de un altavoz, alguien comunicó que terminaba la hora de visitas. El escayolado me preguntó con sus ojos si no había oído lo que habían dicho por el altavoz, pero yo no hice caso de su interrupción. Le estaba explicando cómo había llegado hasta allí y aún andaba por los preliminares del asesinato de Concha.
Se lo conté todo con pelos y señales. El pobre hombre ya no sabía qué hacer con sus ojos. Su mirada despedía miedo, cansancio, ganas de vomitar, desprecio, aprensión, odio y otras muchas emociones en completo revoltijo. Al final, cerró los ojos y temí que nunca más los volviera a abrir. A él mi historia no le había sentado nada bien, pero a mí me sirvió de exorcismo y para aclararme cuál era en aquellos delicados momentos mi posición en el mundo.
Llegar a la calle fue más fácil de lo que suponía. Sospechaba que iban a vigilar las puertas para darme caza, pero nada de eso pasó. El portero se limitó a echarme una bronca, porque según él debía haber abandonado el centro hacía un buen rato con el resto de los visitantes. Le dije que me había perdido, pero él no se lo creyó. Le mandé a la mierda y salí.
Miré si el hombre al que había quitado sus ropas llevaba algo de dinero en ellas y cogí un taxi. Mientras nos acercábamos a la casa de Julia me dio por pensar que sólo a esa gilipollas se le podía haber ocurrido la idea genial de llevarme a un hospital. En el ascensor me dije que el rapapolvo que le iba a soltar sería de los buenos.
Se demoró en abrirme. Al verme se llevó las manos a la boca y ahogó un grito. No sé por qué me pareció que estaba más asustada que sorprendida. La aparté de un empujón y ella, que aferraba con sus manos la bata que vestía como única prenda, me siguió:
—¿Por qué me llevaste al hospital? —le grité.
—Estabas herido —me respondió Julia con un hilo de voz—. Te desmayaste y…
—¿Y qué?
—Me asusté.
Ahora también lo estaba. A hurtadillas miraba hacia su dormitorio.
—¿Sabes que podías haberme buscado la ruina?
—¿La ruina? —repitió como un eco.
—Sí, la ruina. La policía podía haber…
—¿En qué líos estás metido? —me cortó.
Quiso abrazarse a mí, pero la aparté violentamente, cayendo de mala manera sobre un sillón.
—¿Qué hiciste con la pistola? —le pregunté.
—La he guardado.
—¿Dónde?
De nuevo se llevó las manos a la boca. Empezó a gemir.
—¿Dónde? —insistí.
Hizo un gesto apenas perceptible con la cabeza indicando la dirección de su dormitorio y se puso a llorar abiertamente.
En el cuarto me encontré con algo con lo que no contaba. Emilio, el dependiente, estaba al pie de la cama como su madre le trajo al mundo, tomando sus cosas de encima de una silla. Hubo unos instantes de mutua confusión, pero yo, movido por la ira, reaccioné antes. Le pateé sus partes y él se retorció como un cerdo al que acaban de degollar. Él chillaba y chillaba y yo, mientras le coceaba, me consolé pensando que el muy hijo de puta no volvería a joder en una temporada.
La pistola estaba en la mesilla de noche. Cuando salí con ella en la mano de la habitación Julia palideció de espanto. Creía que la iba a matar. Me reí en su cara y me la guardé en la chaqueta.
—Conque por eso me habías llevado al hospital, ¿eh? —le pregunté con una risita de orate—. Para librarte de mí y encamarte con ese pelanas.
Al ver que la pistola había desaparecido de mis manos se recuperó y dijo poniéndose en pie:
—¡No, no! Estás equivocado… Lo hice porque estabas herido. El médico dijo que había que ingresarte. Podía haber complicaciones y…
—¡No me toques, puta!
Le amagué un golpe y se apartó de mí.
Cuando vio que empacaba mis cosas me preguntó histérica:
—¿Qué haces? Di, ¿qué haces?
No le respondí. Se deshizo en lágrimas de cocodrilo, en justificaciones y en excusas, pero no le hice ningún caso. Metí mis bártulos en el ascensor y ella, entonces, al cerciorarse de que mi deserción iba en serio, cambió de táctica y sacó a relucir su mal perder.
—¡Sí, vete, vete, impotente de mierda! ¡Maricones como tú los encuentro a patadas! ¡Chulo! ¡Maricón! ¡Hijo de puta!
Le dirigí una mirada llena de lástima y pulsé el botón. Continuó insultándome, pero yo ya no la oía. Lo último que vi de ella fue su rostro encendido y las tetas que asomaban por la bata abierta.
Miré mi cara de felicidad en el espejo y sonreí al pensar que nunca me imaginé que librarme de Julia fuese tan sencillo. Liberado de las ataduras que me unían a ella tuve que reconocer que, a veces, el destino, los dioses o el azar juegan sus peones con efectividad de maestros.
«Borrón y cuenta nueva», me dije como conclusión al alcanzar la calle.