IV

No se me ocurrió nada; sólo seguirle. En realidad, no sé por qué lo hice. Quizá me decidí a ello porque no tema otra alternativa mejor y no podía permanecer en casa con los brazos cruzados mientras Ricardo se movía a sus anchas y jugueteaba conmigo como con una marioneta. En cualquier caso, fue una decisión con suerte; probablemente la única decisión con suerte que he tomado en mi vida.

Lo menos que se puede decir del trabajo de seguir a otra persona es que es monótono, enojoso y pesado. Sólo tuve que seguir a Ricardo poco más de veinticuatro horas, pero fueron suficientes para que me diera cuenta de ello y para que a partir de entonces compadeciera a esos pobres tipos —los detectives privados— que tienen que ganarse la vida perdiéndola en esos menesteres.

El primer día que le seguí no pasó nada reseñable. La noche anterior no había pegado ojo y me levanté más temprano que de costumbre. Vi Wichita, de Jacques Tourneur, y mientras preparaban el café y las tostadas fue cuando tomé la decisión de pisarle los talones. Para ello necesitaba un coche, así que fui a la droguería a pedirle el suyo a Julia.

Al principio se mostró reticente.

—¿Para qué lo quieres?

Le respondí evasivo.

—Para dar una vuelta.

—¿Una vuelta?

—Sí, coño, una vuelta.

—¿Por qué tienes que ser tan grosero?

—¿Me lo prestas o no?

Mi ultimátum no sirvió de nada; continuó con su retahíla de preguntas:

—¿Estás seguro de que no se te ha olvidado? Llevas mucho tiempo sin conducir.

—Conducir un coche es como hacer el amor, nunca se olvida.

—¿Tienes el carnet en regla?

Saqué la cartera y se lo enseñé. No se contentó con verlo a distancia —¿no se fiaba?—, lo tomó en sus manos y lo examinó con la escrupulosa minuciosidad de un guardia de tráfico. Se cercioró de que no estaba caducado ni nada por el estilo y me lo devolvió. No pudo, o no supo, reprimir un suspiro al llevarse la mano al bolsillo de su pantalón para sacar las llaves. Antes de dármelas dijo:

—¿Me prometes que serás prudente?

Fastidiado por tanta recomendación le quité las llaves de un manotazo.

—¡Trae ya, coño!

Había levantado la voz y Emilio, el dependiente, me miró con la amigable mirada de siempre. Fui hasta la puerta y Julia vino detrás mía.

—¿Vas a ir muy lejos? —inquirió.

Y dale.

—No lo sé.

—Lo digo porque no tiene mucha gasolina —se justificó.

—No te preocupes —le dije—, ya le echaré yo.

Sorprendida, me preguntó:

—¿No necesitas dinero?

Le contesté que no con la cabeza y eso la asombró todavía más.

—He recibido un cheque esta mañana —le mentí.

Salí a la calle. Desde la puerta ella me aconsejó:

—Ten cuidado de dónde lo dejas aparcado; no se lo vaya a llevar la grúa. Tengo pendientes tres multas y no me haría ninguna gracia que se lo llevara la grúa y tuviera que pagarlas.

—Descuida. ¿Dónde lo tienes?

Me señaló con la mano el lugar donde estaba aparcado su «127» y caminé hasta él.

—¡Ah, y no te olvides de ponerle el antirrobo! —me recomendó por último.

Hacía años que no conducía y noté la falta de práctica. Además, el coche era nuevo y me costó hacerme con las marchas. Se me caló un par de veces en el trayecto entre la droguería y el concesionario, y otra estuve a punto de echarme encima de un taxista, que se acordó de mi familia con no muy buenas intenciones.

Me aposté frente al concesionario y me aburrí soberanamente durante toda la mañana. Ricardo salió a probar tres o cuatro coches con sendos clientes y eso fue todo. Demasiado poco espectáculo para tanta espera.

A mediodía los empleados empezaron a desfilar para el almuerzo. Ricardo no tomó su coche, así que yo aproveché para bajarme del de Julia. Fue un alivio poder estirar las piernas. Mientras le seguía a una prudente distancia me acordé de que no había puesto el antirrobo. No era plan volver para hacerlo y perder de vista a Ricardo, así que continué tras los pasos de mi hombre. Entró en un restaurante en cuyas cristaleras se anunciaba cocina casera y yo lo hice en un bar que había enfrente donde comí de mala manera una ración de pulpo y un montado de lomo.

La tarde fue igual de divertida. Alguna que otra salida de Ricardo con clientes, y pare usted de contar. A las siete acabó la jornada laboral y cogió su coche. Seguirle entonces fue más complicado. Él era un conductor experto y yo todo lo contrario. Además, su coche era mucho mejor que el mío y podía sacarle más partido. Con todo y con eso no se me escapó… El intenso tráfico que no permitía muchas florituras, y la ayuda inestimable de la suerte jugaron a mi favor.

Ricardo no se dirigió a la zona en la que vivíamos —últimamente solía ir poco por su piso— sino que fue hasta el barrio de la Concepción. Se metió en una casa y ya no volvió a aparecer.

A las dos de la mañana, harto de esperar y cayéndome de cansancio, de hambre y de sueño, abandoné la vigilancia y me marché a casa. Me di una ducha, me comí una lata de fabada y me fui a la cama. La mala digestión me produjo malos sueños.

La mañana siguiente fue la decisiva. Las primeras horas transcurrieron con la aburrida monotonía del día anterior. Ricardo tuvo que enseñar los modelos que vendía a algún que otro cliente y salió a dar una vuelta con ellos. La novedad se produjo a la hora de la comida. Tampoco en esa ocasión, Ricardo cogió su coche, y yo le seguí andando. Al principio pareció que iba a tomar la dirección del restaurante en el que servían comida casera. No fue así; no tardó en desviarse de ese camino. Pensé que quizá le gustaba variar de restaurante y que se dirigía a otro. Me equivocaba de medio a medio: Ricardo no iba a comer, encaminaba sus pasos hacia la comisaría más próxima.

Después de mucho rumiarlo se había decidido por fin a traicionarme. Me sobrepuse a mi cólera y me faltó tiempo para volver corriendo al lugar donde tenía aparcado el «127». Fui a casa y empaqueté las cosas más imprescindibles —incluidos, claro, el video y las películas— en el menor tiempo de que fui capaz. Una vez en la calle, con el coche a rebosar de maletas y bultos, me pregunté: «¿Y ahora, a dónde voy?». No tenía muchas opciones así que tuve que responderme: «A casa de Julia».

Me había alejado sólo unos metros cuando hizo acto de presencia el coche policial. Ricardo iba dentro. Él no me vio a mí, pero yo sí le vi a él. Los policías bajaron del coche y Ricardo entró con ellos en el portal. Iban a por mí, pero les falló la suerte. Estaba de mi lado.

Cuando Julia abrió la puerta de su piso y se encontró conmigo sólo acertó a decir:

—¿Tú?

Su estupor estaba justificado. Nunca antes había ido a su casa. Para el papel que tenía que representar era imprescindible una sonrisa, así que la puse en mis labios cuando le respondí:

—Sí, yo.

Continuó mirándome sin reaccionar y tuve que decirle:

—¿No me dejas pasar?

—Sí, sí, claro —dijo atropelladamente.

Quitó la cadena de seguridad y me invitó a entrar. En silencio me condujo al salón. Examiné con ojos neutros la recargada decoración pequeñoburguesa del lugar y ella dijo:

—Estaba muy preocupada por ti. Creí que te había pasado algo.

Sus palabras me asustaron. ¿Sabía algo? Mantuve la calma y le pregunté sin abandonar mi sonrisa:

—¿Preocupada? ¿Qué podía haberme pasado?

—Como ayer no me devolviste el coche…

Ah, menos mal, era eso.

—Estuve fuera —dije.

—Te estuve llamando toda la noche —me reprochó—. ¿Dónde te habías metido?

No le respondí. Me acerqué a ella y la abracé.

—Tengo una sorpresa para ti —le dije al oído.

—¿Una sorpresa?

—Sí, una sorpresa.

Entonces dejé caer mi bomba.

—He decidido venirme a vivir contigo.

Julia saltó de alegría.

—¿De veras?

—Claro. De veras.

Me estrechó todavía más entre sus brazos y nos besamos. Me sentí como el amante pródigo que vuelve tras una ausencia prolongada.

Julia se metió en seguida en su rol de obsequiosa ama de casa y me preguntó:

—¿Has comido?

—No. Aún no.

—¿Qué quieres que te prepare?

—No sé. Lo que vayas a comer tú.

—Yo ya he comido. De verdad —insistió—, ¿qué quieres que te prepare?

—Cualquier cosa, mujer.

No me preparó cualquier cosa. Me hizo un pisto de calabacín con atún y unas perdices estofadas. Mientras ella se ocupaba de disponer la comida, yo me dediqué a subir mis cosas. Vio que no era mucho —con las prisas no había tenido tiempo de coger todo lo que hubiera querido— y me dijo:

—Esta tarde, cuando salga de la tienda, podemos ir, si quieres, a recoger lo demás.

—No, no —me apresuré a decir. Lucí mi mejor sonrisa para agregar—: Quiero empezar esta nueva fase de mi vida con lo imprescindible. Y lo único realmente imprescindible para mí ahora eres tú.

Uno cree en lo que quiere creer, y ella se lo creyó.

Mientras me miraba comer con expresión arrobada se puso a hacer planes sobre nuestra vida en común. Naturalmente, a todo le dije que sí.

Julia no pudo por menos que exclamar feliz:

—¡Qué cambiado estás, hijo!

Sí, muy cambiado. No sabía ella lo cambiado que estaba. Tan cambiado estaba que hasta oía sus sandeces con una sonrisita de satisfacción. Sólo me faltaba que se me cayera la baba.

Julia se fue, por fin, a la droguería y me quedé solo, deliciosamente solo. Instalé el video y comprobé que funcionaba grabando unos minutos del telefilme que pasaban en esos momentos. Luego me distraje ordenando las películas en el lugar del mueble biblioteca que Julia me había indicado. A su lado, en un cajón, guardé las cintas en las que tenía grabadas las discusiones matrimoniales entre Ricardo y Concha. Aunque ya no me servían de mucho, las había llevado conmigo como un recuerdo, como un souvenir del pasado.

«¿Dónde pongo el dinero?», me pregunté. No era mucho lo que conservaba conmigo, pero sí lo suficiente como para que si Julia lo descubría me asaetease a preguntas. Ningún sitio me pareció seguro y acabé escondiéndolo en los bolsillos de una de mis chaquetas. Me dije que al día siguiente, sin falta, lo llevaría al Banco.

«¡Qué hijo de puta es ese Ricardo!», me repetía una y otra vez, mientras decidía en qué perder el tiempo en ese nuevo escenario al que no me acostumbraba. Puse una película —Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges—, pero no me concentraba en ella. No hacía más que pensar en Ricardo y en la faena que me había hecho al delatarme. Me había salvado por poco, y sólo entonces, cuando ya habían pasado unas horas, me acojoné bien acojonado.

No, las cosas no podían quedar así. Tenía que darle un escarmiento. Ya no estaba en sus manos, pero no me había dejado libre, me había puesto como en bandeja de plata en las de Julia y tampoco ése era un panorama muy consolador que digamos.

Cogí la guía telefónica y busqué el número del concesionario. Lo marqué y una voz femenina dijo mecánicamente:

—Reytasa. Dígame.

—¿El señor Ricardo Utrilla, por favor?

—¿Ricardo Utrilla? —preguntó ella con tono vacilante.

—Sí, Ricardo Utrilla.

Comencé a mosquearme y estuve en un tris de cortar.

—Espere un momento —dijo la telefonista.

Oí cómo pulsaba un botón. Hubo una pausa y otra voz, esta vez masculina, dijo:

—Sí. Dígame.

No era la voz de Ricardo. Después de tanto oírla en el magnetófono era para mí inconfundible.

—¿Con quién hablo, por favor? —dije.

—Con el señor Mingorance —dijo la voz. Y añadió haciendo ostentación de su cargo—: Soy el jefe de vendedores. ¿En qué puedo servirle?

—¿No está el señor Utrilla?

Se aclaró la garganta antes de responderme.

—No. En estos momentos no está. Se ha puesto repentinamente enfermo y…

Un embuste como otro cualquiera. Se quedó callado y yo le pregunté:

—¿Algo grave?

—No, no, no creo.

—Me alegro.

Y en efecto, me alegraba. Lo último que deseaba en esos momentos era que Ricardo estuviese muy grave y no pudiese darme el gustazo de acribillarle a balazos.

—¿Quería hablar con él de algo personal o puedo ayudarle yo en algo? —insinuó.

Para no cogerme los dedos le dije que Ricardo me había vendido un coche hacía unos meses y quería hacerle unas preguntas sobre un nuevo modelo que acababa de salir al mercado. Con servilismo de vendedor el tipo se interesó por cuáles eran esas preguntas y tuve que improvisar algunas sobre la marcha. Me las respondió con una precisión y una claridad apabullantes. Le agradecí su amabilidad, él me replicó que estaban para servirme y colgué.

¿Por qué Ricardo no estaba en su trabajo? ¿Le habían despedido al conocer su colaboración en mi atraco? ¿Le había detenido la policía? ¿O le habían dejado libre pagándole así su labor de chivato? Me hice estas y otras muchas preguntas por el estilo. Todas conducían a lo mismo: ¿Dónde estaba Ricardo?

«¿Estará quizá en la casa en la que hice guardia ayer noche?», me dije tras mucho cavilar. Cogí la guía de nuevo y busqué el cincuenta y siete de la calle Virgen del Portillo. Venían como veinte vecinos y el grupo abigarrado de números que había junto a los nombres me desanimó. Sin embargo, recorrí los nombres y me encontré con un R. Utrilla Valladares. Feliz por mi hallazgo solté una carcajada. Anoté el número y bajé a la calle. Por si acaso, no quería seguir utilizando el teléfono de Julia. Cuando uno sale de su rutina y se enfrasca en asuntos tenebrosos como aquel en el que estaba metido todas las precauciones son pocas.

A la tercera fue la vencida. Las dos primeras cabinas en las que me metí estaban estropeadas y tuve que recorrer varias manzanas hasta dar con una que no se tragase las monedas a cambio de nada.

—¿Ricardo Utrilla, por favor? —pedí solícito a la mujer que me atendió.

—¿Padre o hijo?

Lo pensé unos instantes y acabé respondiendo:

—Hijo.

—¿De parte de quién?

—De un amigo. —Y añadí como excusa para no dar mi nombre—: Hace mucho que no le veo y a lo mejor no se acuerda de mí.

—Espere un momento.

Esperé ese momento y oí pasos que se acercaban al teléfono. Ricardo levantó el auricular y dijo un tanto receloso:

—¿Quién es?

—Conque refugiándose en casa de papá, ¿eh? —dije con tono burlón.

—¿Usted? —chilló.

—Sí, yo. ¿O es que creía que se iba a librar de mí tan fácilmente?

—¿Qué quiere ahora? —me preguntó con la voz quebrada—. Sí, dígame, ¿qué quiere ahora? Está destrozando mi vida, me han despedido del trabajo, la policía ha estado a punto de detenerme… —recitó—. ¿Acaso no le parece suficiente?

Le corté para decirle:

—Por favor, no me cuente su vida.

—¡Si no llego a ir esta mañana a la comisaría me hubieran detenido! —graznó como justificación.

—Me ha traicionado, Ricardo —me quejé, dolido—. Por eso me ha denunciado, ¿no?, para defender su seguridad a costa de la mía.

De repente se envalentonó.

—Sí, por eso, para que me dejara en paz.

—Pues no, no le dejaré en paz. Hasta que no me pague lo que me ha hecho no le dejaré en paz.

—¡Váyase al diablo! —gritó. Y colgó.

Marqué el número de nuevo. El timbre sonó una vez. Fue el propio Ricardo quien cogió el teléfono.

—¡Le he dicho que se vaya al diablo!

No me excité como él, pero mi tono resultó mucho más amenazante.

—No vuelva a hacérmelo —fue lo que le dije.

Y para demostrarle que era yo quien tomaba las decisiones le colgué.

La semana siguiente la pasé mal, condenadamente mal. Estaba deprimido por cómo me habían afectado los últimos acontecimientos. Era cierto que había ganado algo —los dos millones y pico del atraco—, pero a cambio de qué, me preguntaba. A cambio de perder la tranquilidad de que disfrutaba, a cambio de tener que soportar la presencia de Julia a mi lado durante todas las horas del día, a cambio de las preocupaciones que me había metido en la cabeza la traición de Ricardo y las consecuencias —por ejemplo, la detención y la cárcel— que se podían derivar de su soplo… ¿Valía la pena el cambio? ¿Valía todo lo que había perdido dos millones?

De resultas de mis depresiones se acentuó mi odio por Ricardo. Solía llamarle un par de veces diarias para insultarle y decirle que me las pagaría. Los improperios y las amenazas me servían de alivio. Pero era un alivio momentáneo que sólo duraba el tiempo de salir de la cabina y caminar hasta la casa de Julia y encerrarme en esas habitaciones extrañas, empapadas de su perfume y de sus gustos, que me imponían su presencia hasta en los momentos en que ella no estaba allí.

Cada día que pasaba me preguntaba —en esos momentos me hacía quizá demasiadas preguntas; era algo que no podía evitar, me venían dadas por las circunstancias— si no había sido un error irme con Julia y no a otro sitio. El problema era adónde. ¿Con mi madre? Ni soñarlo. ¿Adónde si no? Quizá a otro piso o a un apartamento donde reanudar mi antigua vida. Me ilusionaba con la idea, pero en seguida me decía que ya estaba bien de tomar decisiones. En los últimos días había tomado demasiadas y me convenía no precipitarme, tomarme las cosas con calma, para evitar cometer algún fallo que pudiera costarme caro.

Además, había otra cosa. Tenía que darle un escarmiento a Ricardo, y eso era lo primero. No me podía permitir el lujo de andar por ahí buscando un piso o un apartamento. Tenía que centrarme en mi venganza. Hasta que ésta no se consumase la casa de Julia era un buen escondite, un buen centro de operaciones.

Hasta tal punto había cambiado mi vida que en aquellos días apenas si veía películas. Julia estaba demasiado tiempo a mi lado, y los momentos en que me encontraba solo me sentía tan abatido y tan inquieto que no había forma de concentrarme en las imágenes. Julia —cada día más encaprichada conmigo— me había regalado el Sony que tanto deseaba, pero ni eso conseguía que las películas que ponía en el video retuvieran mi atención. En mi mente sólo había lugar para mis muchas preocupaciones.

«Si pudiera deshacerme de Ricardo…», me decía una y otra vez, como si fuese un sueño inalcanzable. Sí, si pudiera quitármelo de en medio eso mejoraría notablemente mi estado de ánimo y me permitiría enfocar con serenidad los siguientes pasos a dar. Pero de momento eso era un sueño, algo así como tocar el cielo con las manos. Tenía que conformarme con el vano consuelo de mis amenazas telefónicas.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Mis llamadas y mis bravatas se habían vuelto en contra mía. Ricardo había dado cuenta del hecho a la policía y un individuo vigilaba continuamente la casa de sus padres. Enfrentarse con Ricardo era una cosa y hacerlo con un profesional otra bien distinta.

Julia, conforme pasaba el tiempo comprobaba mi escaso entusiasmo marital, iba avinagrando su cara y ya no se comportaba como la mujer encantadora y siempre dispuesta a agradarme —eso, al menos, creía ella— de los primeros días, sino que criticaba mi frialdad para con ella y me echaba en cara, entre lloriqueos y aspavientos, mi nulo interés por su felicidad.

Lo de mi nulo interés por su felicidad era más que cierto, pero bastante quemado andaba con preservar la mía como para encima desvelarme por conseguir la suya. El mundo que me rodeaba no era sino una merienda de blancos y la seguridad y la felicidad de cada uno —Ricardo lo había demostrado con creces— sólo podía conseguirse a costa de los demás. Una conclusión bien poco esperanzadora sobre la condición humana, pero así era y no iba a ser yo, por la cuenta que me traía, quien cambiara las reglas del juego.

Era en la cama donde la muy puta daba rienda suelta con especial ahínco a sus críticas. El «tiempo de impotencias» había vuelto y eso la sacaba de quicio.

—¿Por qué no te tomas las pastillas que te recetó el médico? —me decía.

—No servirían de nada —le replicaba yo, deseando abandonar el catre y encerrarme en la sala de estar, de cuyo sofá-cama me había apoderado y en el que acostumbraba a dormir bajo la excusa de que estaba habituado a hacerlo solo.

—La otra vez sirvieron —argumentaba ella, a la que el coño le picaba como si algún gracioso hubiese echado en él un kilo de polvos picapica.

Yo le decía que las había perdido en el traslado o cualquier otra disculpa, pero Julia no cejaba en su empeño de correrse a costa mía. Me pedía que lo intentáramos de nuevo y yo terminaba accediendo. Con todas sus mañas, que no eran pocas, trataba de levantármela hasta que la irritación y el paroxismo le hacían descabalgarme. Me comparaba con su difunto marido, el droguero del Opus, y yo me marchaba a hurtadillas del dormitorio mientras ella procedía a masturbarse. Luego, tumbado en el sofá, me preguntaba si en efecto me estaría quedando impotente para siempre. Por si no tuviera ninguna preocupación, otra más que añadir a la lista.

Así fueron pasando los días, hasta que una tarde, hastiado de ver cómo mi pasividad no conducía a nada, sólo a hacerme la vida más imposible a cada momento, decidí salir del cul-de-sac en el que me encontraba metido. Cogí la pistola y salí a la calle dispuesto a matar a Ricardo fuese como fuera. Me prometí a mí mismo que no regresaría hasta que no lo hubiese conseguido.