III

Sin embargo, al principio todo salió bien; maravillosamente bien. Tan bien que ni yo mismo me lo creía.

El atraco fue dos días después de mi última conversación con Ricardo, es decir, el miércoles treinta. Ese fue el día de pago y Ricardo, al fin, cumplió con su palabra. Me llamó muy temprano, a eso de las nueve y cuarto. Yo estaba afeitándome, y casi me corto el cuello con la cuchilla al oír el teléfono. Mi corazón dio un vuelvo y, aturdido y exaltado, corrí hasta él. Cuando levanté el auricular dije un ansioso: —Sí.

—Ricardo —se limitó a decir él.

—¿Sí? —repetí.

—Puede venir cuando quiera —dijo con voz apagada, como si temiera que alguien le oyera.

No añadió nada más; era suficiente. Colgó y me dije: «La suerte está echada». Terminé de afeitarme y me vestí parsimoniosamente. Luego hice recuento de lo que debía llevar. En un cajón de la mesilla de noche tenía la pistola, una Star que conservaba desde mis tiempos de alférez en las milicias universitarias. Comprobé que funcionaba a la perfección —el día anterior la había desmontado y limpiado minuciosamente— y me la metí en un bolsillo de la chaqueta. Del armario saqué un maletín de viaje lo suficientemente discreto como para no llamar la atención con él como si fuese un baúl, pero lo suficientemente grande como para que cupiera una buena cantidad de dinero. En la gabardina guardé unas cuerdas que había preparado y fui al cuarto de baño en busca del esparadrapo. Abrí el pequeño botiquín casero y descubrí con contrariedad que sólo tenía un poco. Además, era demasiado estrecho como para que con él se pudiera cerrar una boca con garantías de seguridad. Irritado, lo arrojé al suelo y abandoné el piso portando el maletín.

En la primera farmacia que encontré resolví el problema: compré un rollo del esparadrapo más ancho que tenían. Nunca pensé que fabricaran un producto tan idóneo para hacer callar a la gente.

Pedí al taxista que me dejara a un par de calles del concesionario. Conforme me acercaba a mi objetivo más me temblaban las piernas. Cuando lo tuve a la vista apenas si me tenía en pie. Entré en una cafetería y pedí una tila. Yo mismo me sonreí al pensar lo mal atracador que era. «Pero después de todo —me consolé— es divertido esto de estar tomándose una tila para calmar los nervios antes de robar cinco millones. Nunca lo he visto en una película».

Apuré hasta la última gota de la infusión —mi otro yo no quería moverse de allí por nada del mundo— y tuve que autopersuadirme con muy convincentes argumentos —la libertad de movimientos que me daría el dinero, la posibilidad de desmarcarme de mi madre y de Julia…— de que debía continuar con mi plan. Convencido, al fin, pagué y salí a la calle.

El concesionario estaba tan cerca que ya no tuve tiempo de arrepentirme. Además, no vi otra cafetería donde hacer una nueva jornada de reflexión.

Con una tímida sonrisa en los labios me dirigí a la chica de información y le dije:

—Buenos días.

—Buenos días —me respondió ella con su estereotipada sonrisa profesional.

Nuestras sonrisas eran falsas como billetes de trescientas pesetas. A ninguno de los dos nos importó. Las mantuvimos contra viento y marea como si fuesen parte de nuestras señas de identidad.

—¿El señor Cañizares, por favor? —le pregunté.

—En el primer piso —me contestó hecha una reina de amabilidad—. La primera puerta a la izquierda, donde pone «Caja».

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

Su sonrisa se volvió ahora más amistosa, menos artificial. ¿Se sorprendía acaso de haberse topado con un caballero tan atento?

Mientras me encaminaba a las escaleras eché un vistazo al reservado donde Ricardo trataba con sus clientes. No estaba allí.

En el pasillo del primer piso, al igual que dos días antes, no había nadie. Todas las puertas estaban cerradas y cada uno debía andar a lo suyo, despreocupados de atracos y de otras molestas sorpresas. Por la ventanilla vi que Puri, la secretaria, estaba tecleando en su máquina de escribir. Llamé con los nudillos a la puerta y asomé la cabeza.

—Buenos días. ¿El señor Cañizares, por favor?

Interrumpió su trabajo y me devolvió el saludo.

—Buenos días. —Y añadió—: ¿De parte de quién?

Le solté lo primero que se me ocurrió.

—De parte de Pérez Contreras, de la Financiera Interauto.

Se puso en pie y dijo:

—Espere un momento, por favor.

—Cómo no —le dije, sonriendo como un imbécil que no sabe hacer otra cosa.

La secretaria llamó a la puerta de su jefe y entró en el despacho, cerrándola tras de sí. Al quedarme solo eché una mirada alrededor buscando posibles moros en la costa. No los había. Me metí la mano en el bolsillo de la chaqueta donde llevaba la pistola y, sin pensármelo más, irrumpí en el despacho de Cañizares. Yo también cerré la puerta tras de mí.

Mi entrada en escena les sorprendió. Me miraron, especialmente Cañizares, con ojos críticos, reprobando mi falta de educación.

—¿De qué financiera dijo que era? —me preguntó el viejo con la natural animadversión.

Saqué la pistola y se sobresaltaron.

—¿Dónde está el dinero?

Cañizares se incorporó de su asiento y vino hacia mí haciéndose el valiente.

—Pero… —farfulló.

No tuvo oportunidad de añadir nada más. Le crucé la cara con la pistola y calló. Al ver la sangre que comenzaba a aparecer en su mandíbula, Puri se acercó a él para auxiliarle. Al hacerlo pisó sin querer las gafas del viejo que habían caído al suelo por efecto del golpe. El crujir del plástico y de los cristales me revolvió las tripas.

No hizo falta que repitiera mi pregunta. En seguida advertí que en un rincón se hallaban depositadas dos sacas de medianas dimensiones. Aunque sabía que sería así, me sentí un tanto defraudado. Siempre que se habla de millones uno espera encontrar habitaciones llenas de dinero. Debe ser la falta de hábito.

Mientras Puri atendía a Cañizares, que se había vuelto a sentar y lloraba, no sé si a causa del dolor físico que le había producido mi pistoletazo o a causa del dolor moral que le estaba infligiendo llevándome el dinero que tenía a su cargo, me aproximé a las sacas. Estaban cerradas con sendos precintos.

—¿Dónde están las llaves?

Con un gesto de su cabeza, Puri señaló la mesa. En efecto, allí había un manojo de llaves. Di con las dos que correspondían a las sacas y las abrí. La contemplación del dinero me animó a seguir.

Saqué las cuerdas de la gabardina y se las tendí a la secretaria al tiempo que le ordenaba:

—Amárrelo a la silla.

Me obedeció sin rechistar. Cañizares miraba un punto impreciso de la habitación con ojos extraviados. Sin sus gafas no debía ver nada. Lo que son las cosas: sentí pena de ese pobre viejo. A lo mejor le había arruinado su carrera a última hora.

Cuando Puri terminó de atar a su jefe comprobé que lo había hecho a conciencia y la amarré a ella también en otra silla. Luego, a toda prisa, temiendo que en cualquier momento pudiese presentarse alguien en busca de la secretaria para que le pagara una factura o le pidiera dinero para gasolina como hizo el lunes Ricardo, les puse unos trozos de esparadrapo en la boca.

Ya sólo quedaba, pues, apoderarse del dinero. Abrí el maletín y lo fui llenando con los fajos que contenían las sacas. Aunque el dinero iba ordenado en fajos, se trataba de billetes viejos y, en consecuencia, no había que preocuparse de un posible control de la numeración. Pronto quedó colmado; no sabía en él un sólo billete más. Como aún había más en las sacas me atesté todos los bolsillos —los del pantalón, los de la chaqueta y los de la gabardina— de dinero. Quedaron algunos restos en las sacas, pero ya no tenía dónde guardarlos. Me acordé del refrán «La avaricia rompe el saco» y salí a la carrera del despacho de Cañizares.

Me detuve en seco cuando vi a través de la ventanilla que un mecánico que vestía un impoluto mono blanco estaba de espaldas esperando. Al oír el ruido de la puerta al cerrarse se dio vuelta y me miró.

—Buenos días —le dije una vez en el pasillo.

—Buenos días —me respondió él. Y señalando el despacho del cajero añadió—: ¿Está la secretaria ahí dentro?

—¿Puri?

El hecho de que conociera el nombre de la chica hizo que el hombre ahuyentara sus recelos —si es que tenía alguno— y pasara a considerarme alguien de la casa.

—Sí.

—Está con el señor Cañizares —le dije, e inventé sobre la marcha—: Le está dictando una carta.

—Ya.

—No creo que tarde —agregué.

Enfilé las escaleras y él me dijo:

—Gracias.

—No hay de qué.

Bajé los peldaños conteniendo a duras penas la carrera en la que se querían empeñar mis piernas. Una vez en la calle me alejé con pasos vivos del concesionario.

En el primer semáforo me detuve para cruzar. Sólo fue un instante, pero lo suficiente como para que nuestras miradas se cruzaran. Ricardo pasó con un utilitario recién salido de fábrica. Iba solo; ningún cliente le acompañaba. Sonreí para mis adentros al pensar que Ricardo había huido del «lugar del crimen» como una rata escapa del naufragio.

Vi un taxi libre y pedí al taxista que me llevara a casa. Exultante, presa de una gran agitación, abrí el maletín y vacié sobre la mesa su contenido. Luego puse en ella los fajos que había guardado en los bolsillos. Cogí papel y lápiz y conté el dinero.

Dos millones trescientas cincuenta mil pesetas. Si no me había equivocado en los cálculos eso es lo que me había rentado mi aventura de esa mañana. La cifra estaba lejos de los cinco millones que deduje el lunes a voleo, pero no me importó nada que mis expectativas se hubiesen visto reducidas. Ese dinero estaba delante mía y eso es lo que importaba. ¿Qué más me daba a mí que en las sacas se hubiese quedado algo o que Ricardo hubiese calculado mal y no trabajasen allí cien empleados sino ochenta o sesenta o los que fueran, o que hubiese muchas secretarias con sueldos de hambre? Tenía en mi poder dos millones trescientas cincuenta mil pesetas que no tenía que agradecer a nadie —ni a mi madre ni a Julia— y eso es lo que contaba. Eran mías y no tendría que hacer concesiones por ellas.

Pensé que tener tanto dinero en casa podía ser un engorro y decidí quedarme sólo con las trescientas cincuenta mil. El resto lo metería en un Banco. Y comoquiera que dos millones podían levantar sospechas hice cuatro partes y abrí esa misma mañana cuatro cuentas en otras tantas sucursales del barrio.

Tenía previsto también acercarme a la tienda de videos y darme la gozada de comprar el último modelo de Sony que me recomendó Germán, pero después del ajetreo del atraco y de mis andanzas por los Bancos del barrio, me sentía rendido. Así que lo dejé para otro día.

De regreso a casa, sin probar bocado ni nada —tanta actividad me había quitado el apetito—, me tiré en la cama y me quedé dormido. Satisfecho el deseo en la realidad, no tuve sueños. Al menos, no recuerdo que tuviera ninguna pesadilla.

Cuando desperté eran cerca de las seis. Me preparé unos huevos con bacon y una copiosa ensalada y me puse a ver Brigadoon, de Minnelli. La niebla mágica que poblaba las imágenes y las evoluciones de Gene Kelly y Cyd Charisse —sin olvidar mi condición de multicorrientista— me hicieron creer que estaba en el paraíso.

Julia, cuando llegó, notó en seguida mi buen humor.

—¿Te ha tocado la lotería?

—Sí, algo de eso —le respondí al tiempo que le pasaba la mano por el hombro y la besuqueaba en el cuello.

—Huy, huy, huy —dijo, escamada—. Estoy que no te reconozco. Tantos besos así, nada más llegar… —Se puso seria para añadir—: No querrás darme un sablazo, ¿verdad?

—¡Cómo sois las mujeres! —me quejé—. En cuanto que veis a un hombre radiante de felicidad empezáis a pensar cosas malas de él.

Julia seguía sin tenerlas todas consigo.

—¿Entonces no me vas a…?

—No, no te voy a dar un sablazo. Además —precisé, fingiendo estar ofendido—, yo no doy sablazos, pido préstamos.

—Sí, pero préstamos que nunca devuelves —matizó ella a su vez.

No hice caso de su impertinencia y me dije que aunque ahora tenía dinero no le devolvería ni una peseta de lo que me había prestado. Hasta ahí podíamos llegar. Le había pagado en especia, y me sentía con la conciencia —si es que alguna vez he tenido conciencia— bien tranquila.

—¿Se te ha muerto tu madre y has heredado? —me preguntó, mordaz, cuando me senté a su lado después de llevar algunas bebidas al salón.

—¿Tan mal hijo me crees? —le repliqué.

—Te conozco lo suficiente, cariño, como para pensar que el día que se muera tu madre cogerás una trompa de las gordas.

—Yo no bebo —le dije, enseñándole los dientes.

—Ese día beberás —sentenció.

La que bebió fue ella. Tras un largo trago me preguntó:

—¿Y a qué se debe, pues, tanta alegría de vivir en un muerto viviente como tú?

Me mostré deliberadamente críptico cuando le respondí:

—A todo y a nada.

Hizo un gesto de desdén con una mano y dijo:

—Tú y tus frases.

—En serio. Se debe a todo y a nada.

—¿Quieres explicarme de una vez ese galimatías?

Di rienda suelta a mi máquina de fabricar mentiras y dije:

—Te he hecho caso y he ido a ver a un médico.

Julia puso cara de extrañeza y exclamó:

—¿Qué me has hecho caso? —Se llevó el índice a la sien y agregó con una carcajada—: ¿Cuándo te he dicho yo que vayas a ver a un médico? A ti eso del todo y la nada te sienta fatal.

—Pero ¿es que ya no te acuerdas de que el domingo pasado me dijiste que fuera a ver a un médico?

—¿El domingo pasado?

—Sí, el domingo pasado. Claro, como estabas borracha…

—Oye, guapo —me interrumpió—, que yo nunca he estado tan bebida como para perder la memoria.

—No, no pierdes la memoria, pero olvidas algunas cosas. —Hice una pausa y añadí burlón—: ¿También te has olvidado de la meada que soltaste en el pasillo?

Escandalizada, Julia dijo:

—¿Que yo me he meado en el pasillo? —Luego me regañó—: Vamos, por favor, sabes que estas bromas de mal gusto no me agradan ni un pelo.

Estaba claro que lo había olvidado. «¿También tendré que utilizar con ella un magnetófono que me sirva de notario?», me pregunté en cachondeo.

—Está bien, está bien —le dije—. En cualquier caso, he visitado a un médico.

—¿Para qué? —quiso saber ella—. ¿Estás enfermo?

La verdad es que era un poco lerda en materia de adivinanzas.

—¿No te estás quejando continuamente de lo mal que funciono en la cama en los últimos tiempos? —le dije dando muestras de impaciencia.

—¿Y has ido a ver a un especialista?

—Claro.

Esperanzada, Julia preguntó:

—¿Y qué te ha dicho?

—Me ha recetado unas pastillas. Me aseguró que son mano de santo. Por eso estoy tan contento.

Mi respuesta, como esperaba, la decepcionó un tanto.

—¿Crees que servirán?

—Esta mañana me he tomado la primera —le contesté. A continuación, simulando que lo hacía tímidamente, le propuse—: Cuando quieras podemos probar.

Y probamos. La conclusión que saqué fue que no sé si como dicen los bien pensantes el dinero no da la felicidad, pero una cosa sí es cierta: cura la impotencia.

Julia estuvo un buen rato alabando las excelencias de las supuestas pastillas que me había recetado el preclaro especialista que me inventé. Me pidió que se las enseñara —¿acaso tenía por ahí a otros amantes con el mismo problema?—, pero yo me escabullí diciéndole que pertenecía al secreto del sumario.

Andábamos con los preparativos del segundo polvo cuando llamaron a la puerta.

—Seguro que es un vendedor —dijo id ver que me disponía a saltar de la cama.

—A estas horas no vienen vendedores —le repliqué yo, poniéndome mis ropas.

Con un gesto de fastidio se dio vuelta hacia la mesilla de noche y tomó un cigarrillo.

—En seguida vuelvo —le dije.

Abrí la puerta y no me encontré, en efecto, con ningún vendedor. Era Ricardo quien llamaba.

—Necesito hablar con usted —me espetó.

Al verle tan agitado y con tan mala cara le pregunté:

—¿Pasa algo?

No entró en explicaciones. Se limitó a repetir:

—Necesito hablar con usted.

Si tenía que deducir la importancia de lo que me tenía que decir por su lastimoso estado era obvio que se trataba de algo verdaderamente importante, a buen seguro relacionado con el robo de esa mañana. Con Julia en la habitación de al lado no podía invitarle a entrar, así que le dije:

—Vaya a su casa. Dentro de un minuto estoy allí.

A Julia no le hizo ninguna gracia que tuviera que ausentarme.

—Mujer, se trata de una reunión de vecinos —le mentí—. Tengo que ir.

—Podían haberte avisado con tiempo, ¿no? —bramó ella.

—Siempre me estás pidiendo que sea sociable, ¿y ahora me vienes con éstas? —argumenté yo.

Soporté durante unos minutos más sus muestras de enojo y acabé diciéndole:

—Verás cómo no tardo…

Ricardo me recibió con una copa de coñac en sus manos de la que tomaba continuos tragos. Si lo que pretendía era que el alcohol le calmara los nervios no lo conseguía en absoluto. Estaba tan alterado o más que cuando llamó a mi puerta.

—La policía, me ha interrogado la policía —repetía como un poseso.

—¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio? —le pedí, amoscado.

—¡Me relacionan con usted! —dijo agitando la copa delante de mis narices—. Creen que yo también tengo que ver con el robo —añadió con voz llorona.

No había duda: estaba asustado. «Mal asunto», pensé. Harto de oír sus lamentos le grité:

—¿Quiere calmarse de una puñetera vez?

Apuró la copa y se sirvió otra ración. Decidí interrogarle antes de que se emborrachara.

—¿Cómo le relacionaron conmigo?

—Puri se acordaba de haberle visto el otro día.

—¿Qué le preguntaron?

—Si le conocía.

—¿Y usted qué dijo?

—Que no, que sólo le había visto esa mañana y que no sabía su nombre.

—Entonces, ¿por qué está tan asustado?

—Creo que sospechan de mí —dijo lastimeramente. Y agregó—: Querían saber por qué no estaba allí en el momento del atraco.

—Eso fue una estupidez por su parte —le eché en cara—. Sí, ¿por qué se fue?

—Estaba muy nervioso —respondió.

Ricardo y sus malditos nervios.

—¿Qué explicación les dio?

—Les dije que quería probar un coche que acababan de traer del taller. —Hizo una pausa para luego acabar diciendo en pleno abatimiento—: No creo que se lo creyeran.

—¿Por qué no? Parece una buena explicación.

—Los vendedores no acostumbramos a probar los coches. Eso lo hace la gente del taller. Nosotros sólo salimos cuando un cliente quiere ver el coche en funcionamiento.

No las tenía todas conmigo cuando le pregunté:

—Imagino que no les daría ningún dato sobre mí, ¿no?

Sacudió violentamente la cabeza y siguió con lo suyo:

—Están convencidos de que alguien del interior dio el soplo al atracador y sospechan de mí. Estoy seguro de que sospechan de mí.

Su punitiva autocompasión me ponía enfermo, así que le dije iniciando la retirada:

—No se preocupe. Verá como todo sale bien.

Echó en saco roto mis palabras y continuó preocupándose. Si he de ser sincero yo también estaba alarmado por el giro que estaban tomando los acontecimientos.

—¿Cuándo va a devolverme las cintas? —me preguntó cuando me disponía a salir.

—Ya se lo dije el otro día. Cuando todo esto haya terminado.

Su preocupación se acentuó, pero eso a mí me traía sin cuidado. Las cintas eran la única arma de que disponía para tenerle cogido en mis manos.

Julia había abandonado la cama y cuando volví a casa estaba en el salón viendo una telenovela, una estupidez que se desarrollaba en la corte de Versalles y que ella seguía con reconcentrada atención. Sin dejar de mirar ni por un momento el cartón piedra de los decorados y la estulta interpretación de los individuos con peluca que naufragaban en la pantalla, abrió la boca para hablar.

—Decías que no ibas a tardar…

Me senté en un sillón y no le repliqué. Tenía otras cosas en qué pensar. Especialmente había una que no dejaba de darme vueltas en la cabeza: no era del todo cierto que yo tuviera en mis manos a Ricardo; mucho más exacto era afirmar que yo estaba en las suyas.

Y estar a merced de unas manos tan nerviosas, impresionables y sensibleras como ésas era todo menos tranquilizador. Tenía que hacer algo, y pronto, para salir de ellas. El problema era justamente ése: ¿Qué hacer?