II

—Pero ¿qué te pasa hoy? —me preguntó Julia impacientándose.

Había perdido ya la cuenta de las veces que lo habíamos intentado. El resultado siempre era el mismo: no podía llegar a consumar. Tan sencillo como eso: mi virilidad andaba por los suelos y no lograba satisfacerla.

—No lo sé —le respondí.

Me separé de ella y bajé de la cama. Julia, decepcionada, me dijo llena de inquietud y de deseo:

—¿Adónde vas?

No me volví cuando le contesté:

—A beber un poco de agua.

Hizo un chasquido con su boca que participaba en partes iguales del enojo y de la frustración y salí del cuarto.

En la cocina tomé dos vasos de agua —tenía la boca seca y supusieron un momentáneo alivio; un oasis en medio de mi sed de desierto— y me senté en una banqueta. Contemplé mi miembro fláccido y blandengue y pensé que la culpa de todo la tenía Ricardo. Se estaba pasando de listo y se estaba convirtiendo en una nueva fuente de problemas para mí. Estos problemas me absorbían, no me dejaban en paz ni un momento, y así ocurría lo que ocurría: iba camino de la impotencia a pasos agigantados. «Tengo que darle un escarmiento a Ricardo —me dije—. De mañana no pasa».

—¿Vienes o no? —gritó Julia desde la cama.

—Sí, ya voy.

Me puse en pie y, mientras recorría los metros que me separaban del cuarto, me sobé la polla buscando en vano la erección.

—¿Qué hacías? —me preguntó Julia al verme aparecer.

—Ya te lo dije antes —le respondí molesto; molesto por su insistencia y por la erección que no me había venido—, beber un poco de agua.

—Pues no parece sino que has tenido que ir por ella a un manantial —se quejó al tiempo que apagaba el cigarro que había estado fumando.

Me concentré en su desnudez —el pelo rizado de su pubis, la vulva saliente, sus tetas desiguales (la derecha un poco más voluminosa que la izquierda), los pezones, ellos sí erectos…— buscando empalmarme, pero las excusas de Ricardo: «Aún no me he enterado de nada», «Los de la caja no quieren hablar» y las demás ruedas de molino con las que me quería hacer comulgar, se adueñaron de mi mente. Decidí, pues, desertar de Julia, y fui hasta la silla donde estaba mi ropa. Iba a ponerme los calzoncillos cuando ella me preguntó, enérgica:

—¿Qué haces?

Con los calzoncillos en la mano le dije:

—Mira, Julia, mejor vamos a dejarlo. Me parece a mí que hoy no vamos a sacar nada.

—¡No digas tonterías!

—No son tonterías, Julia. Tengo la cabeza llena de cosas y…

—¡La cabeza llena de cosas! —exclamó. Al parecer no entraba en su caletre el que yo tuviera problemas.

—Sí. Tengo la cabeza llena de cosas y no estoy en lo que estoy.

—Anda, ven —me ordenó—. Vamos a intentarlo otra vez.

Me encogí de hombros y le dije, sumiso, dejando los calzoncillos en su sitio:

—Como quieras.

—Anda, ven —repitió, poniendo su cuerpo en disposición.

—Pero no esperes que… —rezongué, echándome en la cama.

Me puse encima de ella y comenzamos las escaramuzas. Nos besamos, nos mordimos, nos arrollamos, nos embestimos y acabamos penetrándonos. Ya sólo había lugar para la lucha sin cuartel, para el ardor y la furia, para la brutalidad y el salvajismo; sólo había lugar para la violencia, que es la única que ayuda donde la violencia reina. Pero aunque sólo había lugar para esto, algo planeaba en mi mente. «Ricardo me está tomando el pelo», era el pensamiento que se había colado por un resquicio y reclamaba también su lugar al sol. Poco a poco, Ricardo y su falta de colaboración se convirtieron en el objeto de mi violencia y abandoné la que ejercía sobre Julia. Me asfixié antes de romper la cinta de llegada, desfallecí, y tampoco en esa ocasión pude llevarla al orgasmo por el que suspiraba y jadeaba con tanto entusiasmo y tanta obcecación.

Julia no se dio por vencida. Con sus manos y con su boca se embarcó en la tarea de asesinar el imposible, pero no consiguió que mi hermano pequeño se pusiera a tono. Cansado de tanto ejercicio, literalmente bañado en sudor, le dije:

—Por favor, Julia, vamos a dejarlo.

Me dio un empujón, no precisamente amistoso, y me apartó de ella como si fuese un apestado.

—Sí, vamos a dejarlo —masculló, enfadada.

—Lo siento —dije por decir algo.

Encendió otro cigarrillo y me echó el humo en la cara, provocándome. No le hice caso. Salté de la cama y me vestí. Mientras lo hacía pude ver de reojo cómo ella misma buscaba en solitario el placer que yo no le había podido dar. Pensé que el que no se consuela es porque no quiere.

El resto de la tarde de ese domingo estuvo plagado de silencios hoscos. Julia, por su cuenta y riesgo, había encendido el televisor y los dos contemplábamos el telefilme que pasaban con mirada vacuna. Se suponía que era una película cómica —las risas en off así parecían indicarlo—, pero ninguno de los dos esbozó siquiera una sonrisa como muestra. Julia, para variar, se atiborraba de ginebra, y yo de ideas vengativas en tomo a Ricardo. Cuando se acabó la botella resolvió marcharse; yo lo estaba deseando. La acompañé al ascensor y tuve que soportar con resignación —no sé si cristiana— sus sarcasmos.

—Estás en declive, cariño —me dijo, trabándosele la lengua—. A los treinta y dos años y en declive. Lo que hay que ver.

—Así es la vida —manifesté, siguiéndole el juego.

—Tendrías que ir a un médico —afirmó con gravedad de borracha.

—Tendría que ir, sí —dije como un eco, ansiando sacármela de encima.

De pronto se echó a reír. Tuvo que apoyarse en la pared para que sus incontroladas convulsiones no dieran con ella en el suelo. Yo la miraba como un imbécil, sosteniendo abierta la puerta del ascensor.

En el piso de arriba alguien gritó:

—¿Quieren dejar de jugar con el ascensor?

—Vamos, Julia, que hay personas esperando —le dije.

Ella, entonces, se encaró con el invisible interlocutor del piso de arriba.

—¡Váyase a tomar por el culo!

—Será guarra la tía —ahora era una voz femenina la que hablaba un poco más arriba.

—Vamos, Julia —la apremié.

Como si oyera llover. Se dejó caer sobre las baldosas y continuó con sus carcajadas. Cerré la puerta del ascensor y éste subió al piso de arriba. Acudí hasta donde estaba Julia y le pregunté, fastidiado:

—¿Qué te ocurre ahora?

Intenté levantarla, pero ella se resistió. El ascensor bajó y un matrimonio mayor contempló con ojos escandalizados nuestro forcejeo.

—¿Quieres ponerte en pie de una puñetera vez?

—Está bien, está bien…

La ayudé a ponerse en pie y vi con estupor que se había orinado sobre las baldosas.

—Mira lo que has hecho —le reproché.

Si esperaba que ella se sintiera avergonzada por su acción estaba listo. Lo tomó como una hazaña.

—¡Al fin me he corrido, al fin me he corrido! —gritó, alborozada.

No me hizo ninguna gracia su peculiar sentido del humor y llamé de nuevo al ascensor. La metí en él.

—¿Sabes lo que te voy a regalar? —me preguntó en medio de otra tanda de risas.

Cerré la puerta, pero aún tuve tiempo de oír:

—Un afrodisíaco.

Desapareció, por fin, y respiré hondo, buscando tranquilizarme. Vi el charquito que había dejado su meada y corrí hasta la cocina. Regresé al corredor con una fregona y me puse a limpiarlo con manos trémulas, temeroso de que alguien me descubriera en tamaña ocupación. Tuve suerte y esa desgracia —se me hubiera caído la cara de vergüenza— no ocurrió.

Me tumbé en el sofá y, con los ojos cerrados, traté de serenarme y de ordenar mis ideas. Conseguí lo primero, pero no lo segundo.

En el piso de al lado no se oía el más mínimo ruido. Hacía ocho o diez días que Ricardo no hacía acto de presencia en su casa. La última vez que le vi me dijo lo de siempre, que aún no sabía nada y que en cuanto que lo supiera me avisaría. Le amenacé, pero no sirvió de nada. La prueba estaba en que había desaparecido de vista, dejándome inquieto y preocupado, y, para más inri, impotente.

Sabía que era perder el tiempo, pero fui hasta su puerta y llamé una, dos, mil veces. Nadie me abrió. Ricardo estaba jugando al escondite conmigo y, a buen seguro, se encontraba en esos momentos dándose el lote con alguna amiga. Y mientras yo, jodido y sin poder joder. La situación no dejaba de ser cabreante. Pateé la puerta con saña, pero lo único que conseguí fue hacerme daño y tener que volver cojeando a la cárcel en que se había convertido mi soledad.

Decidí que al día siguiente haría algo, que quizá debido a un acto de cobardía que ni yo mismo quería reconocer, venía demorando. Sí, iría a verle a su trabajo y le cantaría las cuarenta. No podía consentir que tonteara más conmigo y que se cachondeara a mi costa. Si la montaña no venía a Mahoma, Mahoma iría a la montaña.

Satisfecho con mi decisión me puse a ver Ugetsu monogatari, de Mizoguchi. La copia que tenía era con subtítulos en inglés y me costaba seguir la historia. Digo esto en mi descargo, pero sé que mi falta no tiene perdón de Dios: a los veinte minutos, rendido por los sucesos del día, me quedé dormido.

El lunes amaneció gris y lluvioso. Me desperté mucho antes que de costumbre y no pude volver a conciliar el sueño. A las siete y media ya estaba en pie, mirando por la ventana cómo la gente se aprestaba a enfrentar una nueva semana. El ajetreo en la calle me deprimió. Ni siquiera tuve ganas de ver un western pará animarme. Lo único que deseaba era que el tiempo pasase lo más rápido posible. ¿A qué hora abriría el concesionario de coches donde trabajaba Ricardo? ¿A las nueve? Me dijo que a las nueve y cuarto estaría allí. Pero hasta esa hora aún quedaba e, intranquilo, miraba una y otra vez el reloj, como si el simple hecho de mirarlo sirviese para acelerar el lento devenir del tiempo.

A las ocho y media ya no podía más y me eché a la calle. Entré en un bar y pedí un café. Mientras lo bebía a pequeños sorbos, haciéndolo durar, me entretuve oyendo las conversaciones de los clientes que estaban a mi lado. La mayoría tenía en sus manos diarios deportivos y esgrimían las crónicas en favor de sus opiniones, como si fuesen irrebatibles argumentos de autoridad. Lamenté no haberme interesado nunca por el fútbol y no entender, en consecuencia, muchas de las sutiles discusiones en las que se enzarzaban con envidiable vehemencia. En medio de la barahúnda, el camarero, como una Suiza neutral, nadaba y guardaba la ropa: a los del Madrid les contentaba hablándoles de los infortunios del Atlético, y los seguidores de éste les regalaba los oídos perorándoles del sempiterno buen trato que aquél recibía por parte los árbitros.

Para ir al concesionario tenía que coger el Metro. Pero como quería estirar un poco las piernas y que me diese en la cara el viento, fresco, pero agradable, que se había levantado, no lo tomé en la boca que había en mi misma calle, sino que caminé hasta la estación próxima, a varias manzanas de distancia.

Al acercarme a la droguería me arrepentí de no haber ido por la acera de enfrente. Ya era tarde para cruzar —no había a mano ningún semáforo y el intenso tráfico no animaba precisamente a jugarse el tipo en la aventura— y recurrí al manido camuflaje de levantarme el cuello de la gabardina y esconder la cabeza. Vi de soslayo cómo Julia y Emilio estaban ocupados en cambiar el escaparate. Julia no tenía buena cara; podía percibir sus ojeras a la distancia. Pasé con andares rápidos, pero no pude evitar que ella me reconociera. Golpeó el cristal para llamarme, pero yo no volví la cabeza. Aceleré el paso y me metí por la primera bocacalle antes de que saliera y me diera el coñazo y me obligase a contarle adónde iba.

El viaje en Metro —aunque corto— me sentó fatal. Hacía años que no lo cogía en una hora punta como aquélla y mi organismo había perdido su capacidad de defensa ante ese virus. Así que fui empujado, molestado, maltratado, pisoteado y arrojado como un fardo, sin ningún tipo de miramientos, en mi estación de destino. En realidad, lo único que me faltó fue que me diesen por el culo.

Recompuse mis ropas y salí de las catacumbas. Aspiré el aire del exterior como si fuese el mismísimo maná y pregunté en un quiosco de prensa dónde estaba la calle que buscaba. La vieja que lo atendía se deshizo en explicaciones y tuve que mostrarme grosero para que me dejara marchar. Nunca me gustaron los viejos, y menos los viejos afables y pegajosos. Despotricó contra la juventud —tuve el consuelo, al menos, si es que a eso se le puede llamar consuelo, de que me considerara joven—, pero hice oídos sordos a sus imprecaciones.

No sé por qué esperaba encontrarme con un cuchitril. Mi sorpresa fue grande cuando lo que tuve delante de mis ojos fue un edificio enorme, a través de cuyas cristaleras se veían varios modelos en exposición. Entré en el vestíbulo y pregunté a una secretaria, que se parapetaba tras una mesa escritorio llena de teléfonos y sobre la que un rótulo de plástico indicaba «Información», dónde podía encontrar a Ricardo Utrilla. Levantó la vista de su bloc de notas y me señaló con la mano el lugar donde los vendedores tenían su cuartel general.

Eran cuatro. Cada uno ocupaba una especie de reservado, que contenía una mesa y un par de sillas. Sólo uno de ellos estaba ocupado en esos momentos con un cliente. Afortunadamente no era Ricardo. Advirtió mi presencia y su cara se demudó. Me acerqué a su cubículo y, sin que me invitara, me senté en una de las sillas.

—Buenos días —le dije sonriendo, pero sin ocultar mi mucha mala leche.

Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para soltar un apagado «hola».

—Últimamente está ilocalizable… —agregué.

—Es que he estado muy ocupado en…

Él mismo se cortó. Ni él se creía la mentira que estuvo a punto de decir. Examiné los grabados de coches antiguos que decoraban las paredes y comenté:

—No está mal esto, no, no está mal.

Ricardo, nervioso, jugueteaba con las cosas que había sobre su mesa.

—¿Por qué ha venido a verme? —dijo al fin.

Levanté la voz para replicarle:

—¿Y todavía se atreve a preguntármelo? —se achantó al instante. Añadí—: ¿No podríamos hablar en otro sitio?

—Este es mi despacho —dijo en plan tautológico, presumiendo de las tres paredes, ni siquiera llegaban a cuatro, que nos rodeaban.

Me puse en pie y le pregunté sin el menor asomo de cordialidad:

—¿No se dedica a vender coches?

—Sí —me contestó tibiamente con la mosca detrás de la oreja.

—Pues andando —con un gesto le dije que me acompañara—. Enséñeme cómo funciona alguna de las porquerías que vende.

Se incorporó del asiento que ocupaba y vino a mi lado con cara de circunstancias. Con un amplio gesto de su mano me mostró los coches que estaban en exposición.

—¿Cuál prefiere?

—Me da igual —le respondí—. El último modelo, por ejemplo.

Fue hasta un vehículo color crema y lo palmeó orgulloso, como si hubiese sido él quien lo diseñó.

—Este es el último modelo —afirmó.

—Estupendo. Vamos a dar una vuelta para probarlo. Así podremos hablar tranquilamente.

Abrió la puerta del conductor y montó en él. Lo puso en marcha, pero en seguida se apeó.

—Está bajo de gasolina —me informó—. Voy un momento a la caja a pedir algo de dinero.

Calló de repente como si hubiese dicho una indiscreción.

—Le acompaño —le dije sonriente, cogiéndole por el codo—. Ya sabe que es la caja lo que más me interesa de aquí.

Me dirigió una mirada abatida. Se había quedado clavado donde estábamos y tuve que sacarle de su inmovilidad preguntándole:

—¿Dónde está la caja?

Alzó los ojos hasta el primer piso y dijo:

—Arriba.

—Vamos entonces. ¿A qué espera?

La caja se hallaba junto a las escaleras. Había otras muchas puertas en el primer piso, pero no se veía a nadie en el pasillo. No llegamos a entrar; al lado de la puerta había una ventanilla. Ricardo habló a una secretaria a través de ella.

—Hola, Puri, buenos días.

La chica dejó de escribir a máquina y le devolvió el saludo.

—Buenos días, Ricardo.

Se levantó y se puso tras la ventanilla.

—¿Qué quieres?

—Necesito algo para gasolina —le dijo Ricardo.

—¿Cuánto necesitas?

—No sé. Quinientas.

Yo me desplacé un poco para poder estudiar bien el interior a través de la ventanilla. La secretaria ocupaba una suerte de antedespacho. Al fondo se veía una puerta entreabierta, y, dentro del despacho propiamente dicho, a un hombre entrado en años que repasaba unos papeles en su mesa. ¡Y ahí es dónde estaba el dinero! Al parecer, nadie más trabajaba en la caja; sólo ese hombre y la chica. La cosa no se podía presentar mejor.

La secretaria abrió un cajón de su mesa y sacó un billete de quinientas pesetas. Volvió a la ventanilla con él y con un talonario de recibos. Le dio a Ricardo el billete, le puso delante el talonario y mi acompañante rellenó un recibo y lo firmó.

—Adiós. Puri. Gracias.

—Adiós, Ricardo.

Subimos al coche y salimos a la calle. La conducción actuó en él como un sedante. A decir verdad ni siquiera hizo caso de mi presencia. Yo, en esos primeros momentos, procuré pasar desapercibido y también permanecí callado; quería que se serenase.

Después de echar gasolina, Ricardo enfiló una carretera. Ahí podía hacer virguerías con el coche y no tardó en ponerlo a ciento cincuenta. Buscaba acojonarme. De reojo estudiaba mis reacciones. No le di esa pequeña satisfacción. Aunque estaba un poco asustado permanecí impasible, con la mirada fija al frente, sin hacer caso de su juego de niños.

El coche volaba más que corría, pero dentro no había prácticamente ningún ruido. Se podía hablar con tranquilidad. Le dije abriendo el fuego:

—Ya he visto que hace buenas migas con la cajera…

Como si le hubiese echado en cara algo deshonroso me replicó:

—¿Buenas migas?

—La verdad es que no está mal. —No hizo ningún comentario y le pregunté—: ¿Se la ha tirado?

Desvió los ojos hacia mí y me respondió ofendido:

—Está casada.

—¿Todas las mujeres que se lleva a su piso son solteras? —dije en tono de chanza—. Pues debe haber una epidemia. Porque mira que han pasado mujeres por allí desde que nuestra querida Conchita se fue a criar malvas.

—¡No hable así de mi mujer! —me recriminó.

—No se excite, Ricardo, no se excite. Y preste más atención a lo que está haciendo. No vaya a ser que nos estrellemos y se le acabe la buena vida que ahora se está dando.

Murmuró algo que no llegué a entender y decidí entrar en materia.

—Bueno, dejémonos de preámbulos —le dije. Luego le pregunté a boca de jarro—: ¿Qué es lo que sabe?

—¿De qué?

—¿Se hace el tonto? —le grité, molesto—. ¿Cuánto dinero suele haber en la caja?

—Ninguno.

Y se quedó tan pancho.

—¿Me está tomando el pelo, hijo de puta?

Llevó el coche hasta el arcén y lo detuvo.

—No, es en serio —dijo con tono impulsivo—. Normalmente no hay dinero en la caja. Sólo un poco para los gastos corrientes. Si hay un pago fuerte se hace por medio de un talón.

Enojado, le cogí por las solapas y vociferé:

—¿Y para decirme esto ha esperado casi un mes?

Su respuesta me sacó de quicio. Dijo:

—Creí que no iba en serio.

Cayó sobre él una lluvia de bofetadas, pero no se defendió. Ricardo era de ésos.

—Se le acabó su buena suerte —le amenacé—. Hoy mismo voy con las cintas a la policía.

—No, no haga eso —me suplicó.

—¿Cómo que no haga eso? ¿Y qué quiere que haga entonces? —dije fuera de mí.

—Esperar.

—¿Esperar a qué? ¿A que le toque la lotería para que pueda pagarme? ¡Es usted un perfecto estúpido! Debí haber dejado que Concha le destrozase. Tipos como usted no merecen vivir.

Vio en mis ojos que no hablaba en broma y noté cómo se estremecía. Sabía que ya había matado a una persona y que podía continuar la racha. ¿Sería él el segundo de la lista? Sacó su pañuelo y se sonó. Se limpió también el sudor de la frente y con un gritito agudo y penetrante exclamó:

—¡Dios mío!

—¿Qué le pasa ahora?

Señaló el espejo retrovisor y pude ver cómo se acercaba hasta donde nosotros estábamos aparcados dos motoristas de la Guardia Civil de tráfico. Se pararon y uno de ellos se apeó de la moto y vino hasta el coche. Ricardo bajó la ventanilla y los dos esperamos acontecimientos. Veía aproximarse al guardia y mi corazón se desmandó. Por primera vez desde que me había embarcado en esa aventura sentí miedo, un miedo obstinado y agobiante que me hizo añorar el video, las ficciones que en él se desarrollaban y la paz y la tranquilidad de que disfrutaba en el salón de mi casa. ¿Cómo reaccionaría Ricardo? ¿Se pondría en manos de ese agente de la autoridad y le contaría mis planes o se callaría temiendo las cintas de Damocles que pendían sobre él?

El guardia civil se llevó la mano al casco y dijo a Ricardo:

—Buenos días. ¿Le sucede algo?

Ricardo le miró sin responder nada. Esos segundos me parecieron interminables. Sin que el guardia civil me viera cogí a Ricardo el codo derecho y se lo apreté con fuerza. Eso le hizo reaccionar. Afortunadamente para él —y para todos— lo que dijo, al fin, fue:

—No, no, nada. Le estaba explicando a este señor algunas características del coche. —Con una sonrisa que a mí, que estaba en el ajo, me pareció un rictus de desasosiego, agregó—: Soy vendedor.

—No se queden aquí mucho tiempo aparcados —le ordenó el agente.

—No, no, ahora mismo nos vamos —dijo Ricardo.

El guardia civil saludó de nuevo militarmente y montó en su moto. Yo respiré aliviado y Ricardo les vio alejarse con dolor, como si fuesen su última tabla de salvación y no le quedase ya más salida que ahogarse.

—Me hablaba de una espera —dije retomando el hilo—. ¿A qué se refería?

—Sólo hay dinero a fin de mes. El día que nos pagan. Tendrá que esperar un poco.

Eché un vistazo al reloj. Estábamos a veintiocho.

—¿Qué día les pagan? —le pregunté, recuperando los ánimos.

—No siempre es el mismo día —me respondió—. A veces el veintinueve, a veces el treinta…

—¿Y cómo se enteran de que un determinado día va a ser de pago?

—No sé, empiezan a correr rumores entre el personal. En cuanto que llega el furgón blindado ya no se habla de otra cosa.

—¿El furgón blindado? —preguntó, receloso.

—Sí, el furgón que trae el dinero.

—¿Es de la empresa?

—No. De una compañía que se dedica a eso. No recuerdo ahora el nombre.

Interrumpí el interrogatorio para decirme que conseguir dinero nunca es tarea fácil. No, el dinero no cae del cielo.

Ricardo aprovechó mi silencio para preguntarme:

—¿Volvemos ya?

Asentí con la cabeza y arrancó. A unos doscientos metros había un desvío. Lo tomó y dimos la vuelta. Sólo entonces me atreví a hacerle la pregunta que podía echar definitivamente por tierra mis planes.

—Imagino que irán hombres armados con el dinero, ¿no?

—Sí —me respondió Ricardo, escueto.

Tras una pausa dije:

—¿Cómo actúan?

—El día de pago llega el furgón a primera hora, llevan el dinero a la caja y…

Se quedó callado.

—¿Y qué? ¿Se quedan allí custodiándolo?

De lo que dijera ahora dependía todo. Si me decía «sí» no tendría más remedio que envainármela y desistir del proyecto. Enfrentarme a tiros con profesionales era lo último que se me ocurriría. A Ricardo seguro que le hubiera gustado —con tal de fastidiarme— que la respuesta fuese ésa, pero para mi consuelo dijo con voz apenas audible:

—No.

—Entonces, ¿qué hacen después de dejar el dinero en la caja?

—Nada. Se van. Supongo que a dejar dinero en otras empresas.

—¿Y el dinero, al cuidado de quién queda?

Cada vez contestaba con más mala gana, pero contestaba, que es lo que a mí me importaba.

—Al cuidado de nadie. De Puri y del señor Cañizares.

—¿Quién es este Cañizares? ¿El tipo que se veía al fondo del despacho?

—Sí. Es el cajero.

Un viejo y una chica. Me froté las manos de puro contento.

—Entonces, quedamos en que el furgón con el dinero llega a primera hora de la mañana, ¿no es eso? —Asintió y proseguí—: ¿Y cuándo empiezan a pagarles?

—A partir de la una o así. Otras veces, si en personal no tienen preparadas las nóminas, lo hacen por la tarde.

—Es decir —resumí—, entre que el furgón llega y el momento en que les pagan hay un margen de, por lo menos, dos o tres horas en que el dinero está al cuidado de esa tal Puri y del cajero. ¿Está seguro de que ese día no van otras personas como refuerzo?

Negó con la cabeza tajantemente.

—Usted sólo tiene que hacer una cosa…

Me miró expectante, deseando conocer el papel que tenía que desarrollar en mi obra.

—¿Qué cosa? —dijo con voz temblorosa.

—Llamarme cuando llegue el furgón. Sólo eso, llamarme. En cuanto que el furgón llegue, fíjese bien, en cuanto que el furgón llegue —le remarqué— me llama.

—¿Y si he salido con un cliente a probar un coche y no estoy allí cuando llegue? —objetó.

Con eso no contaba.

—¿Cuánto se tarda en probar un coche? —le pregunté.

—No sé… Depende…

—¿Cuánto?

Ante mi tono conminatorio precisó:

—Media hora.

—Entonces, no hay por qué preocuparse. Hay tiempo de sobra. Si no está allí cuando llegue el furgón, al regresar de la prueba se enterará por algún compañero de que ese día les van a pagar. ¿No dice que en seguida se corre el rumor?

Vio que no tenía escapatoria y me preguntó:

—¿A qué número tengo que llamarle?

—Al de mi casa. Viene en la guía a nombre de su dueña. Recuerde los apellidos: Santos Guajardo.

—Santos Guajardo —repitió él.

—¿Se acordará? —Dijo que sí y le pregunté—: ¿Cuánto dinero cree que puede haber?

—¿Y cómo quiere que lo sepa? —se lamentó—. Yo no soy el cajero.

—¿Cuántos trabajadores son?

—No sé. Contando la gente de taller unos cien.

—¿Qué salario medio piensa que puedan tener?

—¡Uf! —exclamó—. Eso es muy difícil de calcular. Hay muchas categorías… Además —agregó— hay algunos que no tenemos sueldo fijo sino que vamos a comisión.

—Ya. —Pero no cejé y le dije—: ¿Podrían ser sesenta mil?

—¿Sesenta mil? Mucho me parece. Hay bastantes secretarias y ellas no creo que ganen tanto.

—¿Cincuenta mil, entonces?

Se encogió de hombros. El asunto le traía sin cuidado. Dijo desganadamente:

—Está bien. Ponga cincuenta mil.

Rápidamente hice una multiplicación mental. ¿Cien por cincuenta mil? Cinco millones. ¿Cinco millones? Como nunca he tenido dinero la cifra me pareció fantástica. Realicé de nuevo la operación y no, no me había equivocado: ese día podía haber en la caja cinco millones.

Ricardo dejó el coche en el mismo lugar de donde lo había tomado, y cuando bajamos le propuse medio en broma medio en serio:

—Cinco millones no es una mala cifra para repartir entre dos. Si quiere, todavía está a tiempo de participar más activamente en mi plan.

—¿Me está proponiendo que dé un atraco? —dijo, crispado, conteniendo la voz para que las otras personas que estaban por allí no pudiesen oírlo.

—Si no le interesa, asunto terminado —le repliqué sonriendo. Antes de despedirme de él añadí—: Y esta vez espero su llamada. De lo contrario…

Dejé en el aire la amenaza. Muy a menudo las amenazas que no se explicitan son las mejores; el amenazado se suele imaginar lo peor de lo peor.

—¿Cuándo me devolverá las cintas? —quiso saber.

—Cuando todo esto haya terminado —le respondí—. Adiós, Ricardo. Y ya sabe que mañana o pasado, a más tardar, espero su llamada. No lo olvide.

Se dejó estrechar la mano sin ocultar su repulsión y se encaminó al pequeño recinto que él llamaba pomposamente su despacho.

Le dije adiós con la mano y salí a la calle. Anduve un poco, pero pronto me sentí cansado. No quería sufrir otra vez el suplicio del Metro y tomé un taxi. Estaba de tan buen humor que me pasé el trayecto haciendo crítica municipal con el taxista.

El resto del día lo consumí viendo películas —comedias americanas de los años treinta; cosas de Cukor, La Cava y gente así— y repitiéndome cada cinco minutos que no tenía por qué preocuparme, que lo que fuese a sonar sonaría pronto, y que en menos de cuarenta y ocho horas todo estaría resuelto.

Eso es lo que pensaba entonces. No sabía, pobre de mí, lo equivocado que estaba.