Segunda Parte
NUDO

I

Todos dormían. Todos dormían, menos yo. A través de los cristales empañados de la ventana contemplaba ensimismado la ciudad fantasma: la calle solitaria y silenciosa, los coches aparcados dejándose cubrir pasivamente por la nieve como viejos mamuts en vías de extinción, el rodar cansino de los autobuses con la calzada para ellos solos… Era el día primero de año y, aunque habían dado las diez todos dormían. No parecía sino que algún loco hubiese tirado la bomba de neutrones y que las calles deberían permanecer ya desocupadas e inactivas paira siempre. Pese a que la imagen que se me ofrecía tras la ventana rezumaba esterilidad y desolación la prefería a esas otras que se pueden ver tan a menudo en que todo es trajín, excitación y falsa alegría de vivir. Todos reponían fuerzas después del despilfarro de energías de la noche anterior y yo, que no había gastado ninguna, velaba sus sueños con la indiferencia de un dios al que la suerte de sus criaturas le trae sin cuidado.

El frío que se presentía en el exterior me invadió también a mí. Me separé de la ventana y fui hasta el radiador. Lo toqué y sólo estaba templado. Seguramente habían encendido la calefacción más tarde que de costumbre y la casa tardaría en entrar en calor. Me puse un grueso jersey sobre el liviano que ya llevaba y me tomé un café bien caliente. Mi cuerpo se entonó y decidí entrar en actividad.

¿Qué hacer un día de primero de año a las diez y pico de la mañana? Aparte, claro, de ver el western que ya tenía preparado en el video. Sólo se me ocurrió una cosa: llamar a Julia.

Tardó en coger el teléfono y tardó mucho más en hablar. Su voz sonaba adormilada, pastosa y embotada. Lo que dijo fue un mecánico:

—Dígame.

—Hola, cariño —la saludé, fingiendo que estaba radiante de contento—. ¡Feliz año!

Rezongó algo por lo bajo y añadió en voz alta:

—¿Sabes qué hora es?

—Claro que sé qué hora es. —Miré mi reloj y dije—: Las diez y veinticinco. ¿Se te ha parado el tuyo? —le pregunté con sorna.

—¿Crees que son horas para bromear? —me espetó con no muy buen humor.

Puse voz de hombre ofendido y me quejé.

—Luego dices que nunca me acuerdo de ti. Te llamo para felicitarte el año y ahora me sales con que…

—Podías haber esperado un poco, ¿no? —Y sin solución de continuidad exclamó—: ¡Uf, cómo me duele la cabeza!

—Eso te pasa por juerguista.

—Encima, búrlate.

—Fíjate en mí, fresco como una lechuga.

—¡Qué hijo de puta eres! —me soltó.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? Yo te llamo con mis mejores deseos y tú me insultas. Muy bonito. ¿Quién te enseñó las reglas de urbanidad?

—¡Tu madre!

—Vaya perra que has cogido hoy con mi madre —acoté.

—Anda, sé bueno y corta —me suplicó—. Tengo sueño y necesito dormir.

—¿Con el buen día que hace sólo se te ocurre dormir?

No hizo caso de mi tono de chanza y agregó:

—Luego te llamo.

—Está bien. Tú te lo pierdes.

—Sí, yo me lo pierdo, pero, por favor, déjame en paz —me pidió al borde de las lágrimas.

—¡Y yo que pensaba llevarte esta mañana al Retiro a dar una vuelta!

—¡Anda y que te zurzan! —profirió.

—¿El virgo? —le repliqué.

—Luego te llamo —repitió, y colgó.

Me pregunté si debía llamar también a mi madre. En seguida me dije que no. A ella no le molestaría lo más mínimo mi llamada; se solía levantar con las gallinas.

A falta, pues, de otra cosa que hacer me acomodé en mi rincón favorito del sofá y me puse a ver Rancho Notorious, de Fritz Lang, una historia de odio, asesinatos y venganza, como no se cansa de repetir la canción que sirve de leit motiv musical a la película, en la que Marlene Dietrich, Arthur Kennedy y Mel Ferrer forman un triángulo de lo más bizarro.

Fue una forma estupenda de empezar el año. Había elegido bien y eso me dio ánimos. La verdad es que los necesitaba para lo que me proponía hacer.

¿Estaría ya levantado Ricardo? Durante un rato estuve paseando por el piso y mirando por la ventana a la calle, que poco a poco, como si despertase de un sueño de siglos, se iba animando con los zombies que salían de su letargo. A las doce y media pasadas me dije que ya estaba bien de esperar y decidí ir a hacerle a Ricardo la visita que tenía prevista.

Ricardo se demoró más de la cuenta en abrir. Por un momento temí que hubiera acabado la noche fuera y que no estuviese en casa. Pero al oír cómo arrastraba los pies hasta la puerta me llevé una alegría. Me hubiera desmoralizado el hecho de que mi plan empezase a fallar desde el principio.

Descorrió el cerrojo y abrió. Vestía un batín color burdeos que necesitaba un lavado urgente —el descenso de Concha a los infiernos era probablemente la causa de su lastimoso estado— y calzaba zapatillas de paño. Su pelo alborotado y sus ojos legañosos indicaban bien a las claras que le había despertado con mis impacientes pulsaciones del timbre.

Me dirigió una mirada cansada y no tuvo fuerzas para decir nada. Apoyado en la puerta aguardaba con cara mortecina que fuese yo quien hiciese el gasto.

—Feliz año —le dije, jovial, rompiendo el fuego.

Miró mi sonrisa como si fuese una ilusión y, tras aclararse la garganta me respondió formulariamente, sin el mero atisbo de alegría:

—Feliz año.

Durante unos segundos nos estudiamos en silencio. Quería que me dejara entrar y pensé que lo mejor iba a ser andarse sin rodeos.

—Desearía hablar un momento con usted —le dije.

—¿Ahora? —su voz le había salido del alma tan desagradable que él mismo no tardó en suavizar su tono—. ¿Qué hora es? —me preguntó después de consultar su muñeca y comprobar con algo parecido al estupor que su reloj no estaba allí.

Se lo dije:

—La una menos veinte.

También él debió de pensar que era una hora más que prudente. Se apartó de la puerta y me invitó a pasar con un gesto. Me llevó a la salita tropical y me dijo que me sentara. Él permaneció de pie. Con las manos en los bolsillos del batín no dejaba de mirarme en picado.

No parecía muy entusiasmado con mi visita. Si hay algo que molesta a los bellos durmientes es que les saquen de sus limbos oníricos.

—¿De qué quería hablarme? —quiso saber.

Le respondí con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

—De su mujer.

—¿De Concha? —exclamó, extrañado.

—Sí, de Concha.

Se dejó caer en la silla que tenía más próxima y se frotó los ojos con las manos buscando espabilarse. La pregunta que me hizo una vez que se repuso de la sorpresa se caía por su propio peso.

—¿Qué es lo que tiene que contarme de mi mujer?

Fui de lo más preciso cuando le respondí:

—Yo la maté.

Se levantó como impelido por un resorte y dijo con una mezcla de escándalo e incredulidad:

—¿Cómo?

Vio la sonrisa en mi cara y él también se sonrió.

—¿No se le ha pasado aún la borrachera de anoche? —me preguntó, indulgente.

—Yo no bebo.

Su sonrisa empezó a congelarse. No obstante, no se dio por vencido.

—Se habrá fumado entonces algún porro de más, ¿no? —dijo.

—Yo no fumo —le informé.

No sonreía cuando dijo:

—¿No le parece que el asesinato no es un tema como para bromear con él?

—No bromeo, Ricardo. Ya le he dicho que yo la maté.

Se dio vuelta a la pared y contempló un grabado en el que se veía dibujada una exuberante palmera. No le sirvió de sedante ni le sacó de su perplejidad. Cuando me enfrentó de nuevo se limitó a balbucear un «Pero…» que resumía el estado mental en el que se encontraba. Luego inspiró largamente y dijo, acercándose al teléfono:

—Llamaré a la policía.

Levantó el auricular y le aconsejé:

—Yo que usted no me precipitaría —marcó el «O» y el «9» y añadí—: Podría resultarle fatal. A lo mejor hasta acaba en la cárcel.

La palabra «cárcel» hizo que desistiera de seguir marcando el «091». Colgó.

—¿Quiere decirme qué se propone? —me preguntó.

—Hablar de negocios con usted —le respondí.

La palabra «negocios» no debía cuadrar mucho conmigo ya que dijo, despectivo:

—¡Está loco!

—No he venido aquí a hablar de mi salud mental, Ricardo —repuse— sino a hablar de mí, de usted y de su esposa que en paz descanse.

—¿Está insinuando que tuvo algo que ver con ella? —dijo inopinadamente.

—¿Yo con su esposa? No me haga reír —solté una carcajada—. Tanto usted como yo sabemos que era insoportable.

—¡No le consiento que…! —dijo acercándose a mí en son de guerra.

Interrumpí sus voces y sus movimientos gritándole:

—¡Cállese!

Acostumbrado como estaba a obedecer la orden pauloviana fue acatada sin rechistar.

—Sí —proseguí—. Tanto usted como yo sabemos que Concha era inaguantable. Por eso la maté. No me dejaba en paz y, ya que usted no se atrevía, tuve que hacerlo yo.

Estaba siendo de lo más explícito, pero él no se aclaraba. Preguntó:

—¿Que yo no me atrevía a qué?

—A matarla. A qué si no.

—Yo la quería —dijo con tono sentido.

—¿Y eso qué tiene que ver? —le objeté.

No supo qué decir y calló. Comenzó a dar pasitos de un lado para otro tratando de asimilar la información que le estaba dando. Yo, gozando de lo lindo con la situación, le veía hacer.

Rompió su mutismo para decir:

—Voy a ducharme.

Antes de que dejara la salita le pedí:

—No tarde.

No me hizo caso. Tardó casi una hora. La perdí hojeando los libros que había en una estantería. Tomé uno de ellos, cuyo título La otra aventura me gustó, y leí algunas páginas sobre Kipling, los manuscritos del Mar Muerto y Santayana. La mezcla era tan curiosa como la que formaban Marlene Dietrich, Arthur Kennedy y Mel Ferrer en Rancho Notorious. En cualquier caso, tanto Fritz Lang como Adolfo Bioy Casares, ése era el nombre del autor del libro, eran excelentes preparadores de cócteles; sabían lo que se traían entre manos. Tomé nota de la editorial y me dije que trataría de localizarlo.

Cuando Ricardo regresó se había afeitado y vestido y su aspecto no era tan deplorable como antes. Sin embargo, su estado de ánimo no había mejorado mucho.

—Un buen libro —dije colocando La otra aventura en su lugar.

Él no hizo ningún comentario. Quizá el libro era de Concha y no lo había leído. Iba a pedírselo prestado cuando dijo:

—¿Cuáles eran los negocios de los que quería hablarme?

—Ah, sí, los negocios —dije, negligente. Luego añadí—: Yo le he hecho un favor librándole de Concha y quiero que me pague por ello.

En su cara se leyó: «¿Que yo le pague?».

—Sí, que usted me pague —continué, respondiendo a su muda pregunta—. Después de su muerte, Ricardo, usted ha vuelto a nacer. Le he sacado del infierno en que vivía y le he dado la tranquilidad que antes no tenía. Ahora es libre de nuevo y eso me lo debe a mí. Sí, a mí. Incluso esas chicas que se trae aquí me las debe a mí. ¿O es que cree acaso que con Concha a su lado se iba a poder permitir esos lujos? No ponga esa cara, Ricardo, usted ha salido ganando con su muerte. Su vida ha cambiado para bien y yo me alegro de su felicidad. De veras que me alegro, Ricardo.

Su semblante daba a entender que no se creía eso de que yo me alegrara de su buena ventura. La gente es así de incrédula.

—¿No le parece justo —proseguí— que me dé algo a cambio de esa felicidad y de esa libertad con las que ni soñaba?

Se aproximó a la ventana y, tras limpiar con su mano el cristal empañado, contempló abstraído el exterior. Dejé que sopesara mi proposición. Cuando terminó de hacerlo me miró a la cara y preguntó:

—¿Qué es lo que quiere?

Le palmeé amistosamente y le dije:

—Me alegro de que lo vea así.

—¿Qué es lo que quiere a cambio? —repitió.

Sonriendo le respondí:

—¿Qué otra cosa puedo querer si no dinero?

Se pasó los dedos por su cabello y dijo:

—¿Dinero? ¿Cuánto dinero?

Le repliqué a la gallega.

—¿Cuánto dinero tiene usted?

Se demoró en contestar como si yo fuese un inspector de Hacienda que estuviese revisando su declaración sobre la renta.

—No tengo ahorros, si es eso lo que quiere saber —y agregó con cierto tufillo orgulloso; a saber por qué—: Vivo únicamente de mi sueldo.

«Pues sí que estamos buenos», pensé. Notó mi turbación y eso le hizo coger confianza.

—¿Dónde trabaja? —le pregunté.

—En un concesionario de coches. Soy vendedor.

Le pregunté luego dónde se encontraba el concesionario y él me dijo el nombre de la calle. Le interrogué sobre algunos pormenores del negocio y le dije:

—¿Hay mucho movimiento de dinero?

Ricardo perdió la poca confianza en sí mismo que había cogido y se asustó aún más de lo que ya estaba.

—¿En qué está pensando? —inquirió, aprensivo.

—Ya que usted no tiene dinero tendremos que buscarlo en algún lado, ¿no? —Calló como una puta y su rostro adquirió una palidez de cadáver—. ¿Y dónde podemos hallarlo mejor que en su empresa?

Con la temeraria agresividad del que está acorralado me gritó:

—¿Es que se ha propuesto que pierda mi trabajo?

—Yo lo único que me propongo es que me pague lo que me debe.

—¡Yo no le debo nada!

—Tiene mala memoria, Ricardo. ¿Ha olvidado ya el favor que le hice?

—No pienso ayudarle en sus planes cualquiera que éstos sean —dijo, solemne.

—Vamos, vamos, Ricardo, no se excite —le pedí con toda la cachaza del mundo—. Me ayudará y usted lo sabe.

—¿Por qué? ¿Por qué habría de ayudarle? —me preguntó, histérico.

—Muy sencillo —le contesté—. Porque le tengo en mis manos.

—¿En sus manos?

—Sí, en mis manos. Venga.

—¿Adónde?

—A mi casa. Le enseñaré algo.

Se dejó conducir hasta mi piso y le hice oír algunas de las cintas que contenían sus disputas con Concha. La última de ellas, aquella en la que pegó a su mujer, le sentó, fácil es comprenderlo, como una patada en salva sea la parte.

—¿Comprende ahora por qué tiene que ayudarme y hacer lo que yo le pida?

Salió de su apabullamiento para objetar:

—Esto no prueba nada.

Lo dijo sin convicción. Tanto él como yo sabíamos que con sus palabras no hacía más que ejercer su derecho al pataleo.

—La policía no opinará lo mismo. —No me contradijo—. Tengo entendido —seguí— que estuvo un tiempo detenido y que le soltaron de mala gana.

—No tenían pruebas —se defendió—. ¡Yo no lo hice!

—No tiene por qué romperme los tímpanos. Ya sé que no lo hizo. Pero no es a mí a quien tendrá que convencer, sino a la policía y a los jueces.

Se pasó la mano por el cuello en un gesto nervioso y no pude por menos que burlarme de él.

—No, por su cuello no se preocupe. Somos un país civilizado y el garrote vil ya no se aplica.

No apreció mi broma y volví a lo que verdaderamente me interesaba.

—¿Entonces, qué me dice? ¿Me ayudará o no?

Miró las cintas que le devolvían al pasado y luego me miró a mí. Derrotado, dijo con un hilo de voz:

—¿Qué quiere que haga?

Le repetí la pregunta que le había hecho hacía unos minutos.

—¿Hay mucho movimiento de dinero en ese sitio donde trabaja?

—Yo no trabajo en la caja —se limitó a decir por toda respuesta.

—Pero usted, ¿qué cree?

Lo pensó irnos instantes y acabó encogiéndose de hombros.

—No lo sé.

—¿Podría enterarse? —Como no decía nada convertí la pregunta en una orden—: Entérese, y avíseme cuando lo sepa.

—¿Y luego? —dijo con vocecita de eunuco.

—No tiene por qué temer nada, Ricardo —le dije con la mejor de las intenciones—. Usted me avisa de cuánto dinero hay en la caja y punto.

—¿Sólo tendré que hacer eso? —me preguntó, resucitando a medias.

Ni yo mismo sabía entonces qué es lo que tendría que hacer, así que le tranquilicé.

—Sí, por ahora sólo tiene que enterarse del dinero que hay normalmente en la caja.

—¿Puedo irme ya? —inquirió, modosito, como un alumno castigado que se dirige al profesor.

—Sí, sí, claro —dije poniéndome en pie.

Él me imitó. Le pasé el brazo por los hombros y le acompañé hasta la puerta.

—Así que ya sabe —le dije como despedida—, procure enterarse cuanto antes de lo que le he pedido y no deje de avisarme.

Ricardo asintió y, cabizbajo, se encaminó a la puerta de su casa. La abrió y, antes de que desapareciera de vista, le grité:

—¡Ah, y feliz año!

No me contestó. Le perdoné su falta de cortesía. La verdad es que no se debía de encontrar muy bien. Era demasiado lo que le había caído encima para comenzar el año.

A Julia le sorprendió mi estado de euforia. También ella me preguntó si había estado bebiendo. ¿Cómo explicarle que había dado el primer paso para cambiar mi vida? Ni me molesté en intentarlo. Lo que le dije fue:

—¿Sabes por qué estoy tan contento? —Hice una pausa para después agregar—: Porque te tengo a ti.

Lo debía decir con tanto convencimiento que hasta se lo creyó. La muy panoli se pegó todavía más a mí y me besó con su boca pestilente, que también esa tarde hedía a ginebra y a tabaco. Le seguí el juego. ¿Qué otra cosa podía hacer? Había que empezar bien el año, ¿no?