III

Como había pronosticado, Ricardo volvió. Era de ésos, de los que no saben mantener su palabra ni en los momentos más decisivos. Sí, Ricardo volvió y lo hizo montando un numerito difícil de olvidar. Todavía hoy, cuando esas imágenes me vienen a la memoria, sonrío al pensar en lo divertido que resultó todo.

Había terminado de ver Los caballeros las prefieren rubias y me estaba preparando un vaso de leche con miel cuando llamaron a la puerta. Eran cerca de las doce, es decir, una hora en la que se supone que nadie va a ir a molestarte a tu casa, y la llamada me cogió por sorpresa; no esperaba a nadie. No sólo me sorprendió el hecho de que la llamada se produjera, sino también, y fundamentalmente, la forma en que se produjo. El que llamaba lo hacía a conciencia. No se contentaba con pulsar el timbre sin descanso, sino que, además, aporreaba la puerta con una violencia tal que por un momento temí que la echara abajo.

Asustado, dejé el tarro de la miel y la moral se me fue a los pies. ¿Acaso era la policía que venía a detenerme? Esta fue la estupidez que pasó por mi mente. Uno ha visto tantas películas en las que se hace la apología de las fuerzas represivas que acaba creyendo que tienen una bola de cristal donde ven al instante quién es el que se ha salido de madre y se ha tomado la justicia por su mano. Tan acojonado estaba que tuve que apoyarme en la mesa para no caerme. Me calmé pensando que era absurdo que fuera la policía y que si era ella nada tenía que temer, ya que nada —¿nada?— me delataba.

No era la policía quien llamaba, sino Ricardo. Su cara era todo un poema y las palabras no acertaban a salir de sus labios. Ya que él no decía nada fui yo el que hablé:

—¿Qué le ocurre?

Pero él, alelado como estaba, no me contestó; siguió mirándome fijo a los ojos como si allí estuviera la solución a su problema. Le cogí por los hombros y le sacudí buscando que reaccionase, al tiempo que repetía como un eco:

—¿Qué le ocurre…? ¿Qué le ocurre?

El alboroto que Ricardo había formado golpeando la puerta y los gritos que ahora daba yo hicieron que otros vecinos saliesen de sus casas. Al cabo de pocos minutos media docena de personas rodeábamos a Ricardo, anónimo figurante convertido por mor de las circunstancias en improvisado protagonista.

El papel le venía largo. Había enmudecido como por encanto y no respondía al guirigay que formábamos con nuestras atropelladas preguntas. Lo único que hizo, después de una eternidad, fue señalamos con su mano derecha la puerta abierta de su piso.

Como si fuésemos niños que estuviéramos jugando a «Maricón el último» todos emprendimos una carrera llena de codazos y zancadillas. Ricardo, que para eso del atletismo sí parecía darse maña, llegó el primero e indicó al resto la cocina.

Concha estaba tal como yo la había dejado. ¿Cómo iba a estar si no? Ricardo, entonces, salió de su trance y comenzó a llorar y a decir, por si no estaba claro, que Concha, su Concha, estaba muerta, y que alguien la había matado. La posibilidad de estar ante un asesinato de los de verdad animó a los mirones y les dio una vitalidad que antes no tenían. Cada cual quiso erigirse en jefe de la operación y hubo sus más y sus menos hasta que un tipejo bajito, de unos cuarenta años, fofo y asmático, que lucía un chocante quimono color butano, se arrodilló ante el cadáver y anunció con palabras altisonantes que era practicante. Se trataba, pues, de un perito y los demás callamos. Salvo Ricardo, que se había dejado caer en una silla y se mesaba los cabellos en plena desesperación.

El del quimono tomó el pulso a Concha y luego llevó su oreja al corazón de la interfecta. Terminado el reconocimiento levantó sus ojos hacia los que le mirábamos expectantes y pronunció unas palabras que no por esperadas dejaron de sobrecoger a la selecta concurrencia.

—Está muerta —dijo.

Lo había dicho un experto y ahora sí que ya no cabían dudas —si es que alguna vez las hubo—: Concha estaba muerta.

Al oír la palabra «muerta». Ricardo se levantó de un salto, apartó al del quimono, que continuaba arrodillado, y ocupó su lugar junto a Concha. La abrazó, la besó y le dirigió palabras de amor, que a más de uno le enternecieron. Conforme pasaba el tiempo mejor representaba su papel. Eso, al menos para mí, fue un consuelo.

El del quimono, repuesto del empujón que Ricardo le había propinado, sugirió:

—Habría que llamar a la policía.

Algunos ojos brillaron de placer. Íbamos a ver a la policía en acción y, a lo mejor, hasta nos interrogaban. ¿Quién nos iba a decir que un soporífero domingo terminaría tan a pedir de boca?

—¿Dónde hay un teléfono? —preguntó el jefe de la asamblea.

Ninguno supo qué responderle. Al del quimono no le faltó resolución y salió de la cocina dispuesto a descubrir a toda costa dónde diablos había un teléfono. Los demás le seguimos, dejando a Ricardo solo con lo que pronto iba a ser únicamente un recuerdo, una parte de su pasado.

La policía no se dio mucha prisa; tendría cosas más importantes que hacer. Entretuvimos la espera tomando café, que una del grupo, una mujer con cara de ratita, se decidió a hacer con el visto bueno del tipo del quimono, y hablando de esto y de lo de más allá. Sin embargo, dos temas centraron la atención. Uno —la desgracia que había caído sobre Ricardo— era lógico, dadas las circunstancias. Pero el otro —la próxima junta de la comunidad de vecinos—, no tanto. El del quimono, pese a nuestras tácticas desviacionistas, volvía a él con la obstinación de un político en plena campaña electoral. No hacía más que criticar al actual presidente. Sin duda deseaba ocupar su puesto y no quería desaprovechar la ocasión de ponerle a bajar de un burro.

Una media hora después de la llamada la policía hizo acto de presencia. El del quimono terminó con su mitin para convertirse en nuestro portavoz. Un inspector jovencito —no debía tener más de veinticinco o veintiséis años—, muy compuesto y amanerado, que mantenía su mano derecha en el bolsillo del pantalón y se automagreaba sin recato, y que empleaba un tono de voz innecesariamente autoritario cada vez que decía esta boca es mía y se constituyó en el interlocutor válido de los visitantes.

Con palabras precisas, eligiéndolas a conciencia como si estuviese haciendo un informe del que dependía el futuro de la humanidad, el del quimono contó al inspector de qué iba el asunto. Este en seguida eligió a su sospechoso número uno. Cualquiera de nosotros también hubiera elegido a Ricardo —que ahora, pasmosamente tranquilo, asistía al toma y daca entre el del quimono y el de la placa como si la cosa no fuese con él— para ese rol, pero era vecino nuestro y nadie, durante la larga espera, osó expresar en voz alta tamaña posibilidad.

Después de interrogarnos someramente —si habíamos oído algo raro y cosas así— el inspector, pese a la resistencia pasiva de algunos, especialmente del sujeto del quimono, que se veía degradado y vejado en sus derechos, nos puso de patitas en el corredor.

Durante algunos minutos criticamos su comportamiento y, tras darnos las buenas noches, cada uno se fue a su redil.

Tras el paréntesis volví a la leche y la miel. Me supieron a gloria. Luego, para celebrar lo bien que habían salido las cosas, me puse a ver Pickpocket, de Bresson. Me dio una paz tal que esa noche soñé que era Howard Hughes y hasta le di por el culo a Jane Russell.

Recuperada la tranquilidad, el orden se adueñó otra vez de mi vida cotidiana. Me levantaba, veía un western, salía a por el periódico y a comprar algo de comer y veía más películas hasta el almuerzo. Luego, seguía con el video, me duchaba, recibía a Julia, follábamos un poco, cenábamos, grababa la película que pasaban por televisión, luego la veía ya solo y me iba a la cama. Y así, un día tras otro. Una vez a la semana iba a la tienda de videos a ojear las novedades y a comprar alguna cinta virgen, y eso era todo. No diré que fuera feliz —cosa que, dicho sea como inciso, no creo que se pueda llegar a ser nunca—, pero, al menos, no era infeliz. No trabajaba, no tenía que mantener una familia, no tenía responsabilidades… Para decirlo con palabras un tanto grandilocuentes, me limitaba a sobrevivir con el menor coste posible, es decir, vivía con el grado cero de la vida.

Lo único que turbaba mi sosiego, una vez que Concha estuvo fuera de combate, eran las llamadas de mi madre, que, para mi desgracia, no había sido hospitalizada y continuaba erre que erre, no queriendo dar su brazo a torcer, no queriendo irse de una puta vez al otro mundo.

En aquella ocasión fue inoportuna de veras. Estaba viendo The woman on the beach, de Jean Renoir, que acababa de comprar esa misma mañana, y había dado marcha atrás para contemplar de nuevo la escena en que Robert Ryan, que se ha enamorado de Joan Bennett, somete a Charles Bickford, su marido, a varias pruebas para comprobar que es efectivamente ciego, cuando sonó el teléfono. Dejé que el timbre zumbara una y otra vez, esperando que el intempestivo comunicante se diese por vencido, pero el que fuera tenía más aguante que yo. Empecé a ponerme nervioso y no tuve más remedio que apagar el video y levantar el auricular.

—¿Sí? —aullé.

—Hijo, ¿eres tú? —preguntó la voz inconfundible de mi madre.

Estuve a punto de responderle: «¿Quién coño voy a ser si no?», pero me contuve. Dije con la mayor amabilidad de que fui capaz:

—Claro que soy yo, mamá.

—¿Dónde estabas que no lo cogías?

—Estaba en el baño —mentí. Y como sabía que a ella le gustaba entrometerse en todo lo relacionado con mi salud, agregué—: Tengo el estómago un poco descompuesto.

En seguida, cómo no, se interesó por el tema.

—¿Y eso?

—Algo que me ha sentado mal.

—Debes cuidarte hijo.

—Ya lo hago, mamá.

Durante un buen rato tuve que escuchar sus consejos culinarios. Me recitó una lista de lo que no debía comer y yo le dije que había tomado buena nota y que la seguiría al pie de la letra. Eso la confortó.

—¿Recibiste el cheque? —me preguntó cambiando de tercio.

—Sí, mamá.

—Habrás visto que te he redondeado la asignación hasta cincuenta mil.

«Encima, generosa», pensé.

—Gracias, mamá —fue lo que dije en voz alta.

—¿Y cómo te van las cosas? —quiso saber.

No fui muy explícito cuando le respondí:

—Bien.

Ella quería más detalles y prosiguió con el interrogatorio.

—¿Todavía no has encontrado trabajo, hijo?

Era su pregunta clave. En tono pesaroso le contesté:

—No. Todavía no, mamá.

—¡Vaya por Dios! —exclamó.

—Están las cosas muy mal, mamá.

—Sí, hijo, sí. No sé adónde vamos a parar.

Me habló de Franco y de los buenos tiempos y luego añadió:

—No debiste dejar la carrera. Con el título las cosas te hubieran ido mejor.

Buscaba mi aquiescencia y la encontró.

—Sí, mamá.

—¿Por qué no te animas y la terminas? Total, para cuatro o cinco asignaturas que te faltan por aprobar…

Ella nunca supo que eran más —mucho más— de cuatro o cinco las asignaturas que me quedaban para acabar la carrera, así que le dije:

—Ya soy muy mayor, mamá, para esas cosas.

—Sólo tienes treinta y dos años.

«¿Sólo?», pensé.

—Prefiero buscar trabajo —afirmé—. Además, también los licenciados tienen problemas para encontrar empleo. Están las cosas muy mal, mamá —insistí.

Suspiró, y seguro que rezó para que Franco resucitara. A lo mejor pensaba que él me daría trabajo. A saber.

—Tú no desfallezcas —me aconsejó.

—No, mamá.

No, no le mentía. No pensaba desfallecer. En realidad, eso era lo último que se me hubiera ocurrido: desfallecer. No desfallecería hasta que estuviera bien enterrada bajo tierra y hubiese cogido el dinero de la herencia.

Estaba harto de problemas laborales y creí llegado el momento de preguntarle:

—¿Y tú, qué tal andas?

—Fatal, hijo, fatal —me respondió, multiplicando sus suspiros. ¿De verdad se estaba acercando el happy end? Demasiado bonito para ser cierto.

—¿Qué te pasa?

—A lo mejor tengo que operarme de cataratas…

Se explayó a sus anchas y yo desconecté. Me dio por preguntarme si la gente se moría de cataratas. Casi suelto una carcajada cuando pensé que sí, que se podía morir de cataratas, pero que había que estar en las del Niágara. Un empujoncito y «Adiós, mamá, adiós». Vi a Joseph Cotten en Niágara, de Henry Hathaway, y me dije que en cuanto que terminase con The woman on the beach me la pasaría. A falta de pan, buenas son tortas.

—¿Me escuchas, hijo?

—Sí, mamá, claro que te escucho.

—Si no fuera por Clarita no sé qué sería de mí.

¿Cuánto le dejaría a Clarita, la criada que le había servido durante más de cuarenta años? Sólo me faltaba que empezase a repartir hijuelas a lo tonto: Una para Clarita, otra para las hermanas de la caridad, otra para la Fundación «Francisco Franco»…

—¿Quieres que te haga una visita? —le propuse, sabiendo que me iba a decir que no.

Eso fue lo que me respondió rauda:

—No, hijo, no. Tú sigue ahí buscando trabajo. Además, ¿qué ibas a hacer aquí en el pueblo?

«Verte agonizar. ¿Te parece poco?».

—Acompañarte —dije, hecho un modelo de virtudes filiales.

—Te lo agradezco, hijo. Pero tú sigue con lo tuyo. No te des por vencido. Verás como al final todo se arregla.

«Seguro. Al final todo se arregla. Un entierro de primera, un par de misas, y en paz».

—Como quieras, mamá.

—Bueno, hijo, te dejo. Tengo que tomarme una pastilla a las dos.

—Entonces, corta. Las pastillas hay que tomarlas a su hora. Eso es lo más importante.

Tras otra ración de suspiros dijo con la tristeza de una plañidera:

—Sí, hijo, sí, eso es lo más importante.

—Bueno, mamá… —dije queriendo acabar con esa sarta de memeces de una puta vez.

Pero ella aún tenía ganas de hacerme una última pregunta.

—¿Qué vas a almorzar?

Hice memoria y me acordé de algunas de las cosas que me había recomendado minutos antes.

—Un zumo de limón, un poco de arroz blanco y un yogur —le dije.

—Eso es —aprobó, complacida de que hiciera caso de sus consejos. Y añadió—: Verás como te sientan muy bien.

—Eso espero.

—Y si no te pones bien, vete al médico. Con estas cosas del estómago nunca se sabe.

—Descuida, mamá.

Hizo una pausa. Probablemente estaba haciendo inventario para comprobar si se había olvidado de algo.

—Bueno, hijo. Voy a ver si me tomo esa pastilla.

—Sí, anda, tómatela. No se te vaya a hacer tarde.

—Un beso muy fuerte, hijo.

—Otro para ti, mamá.

—Adiós, hijo.

—Adiós, mamá, adiós.

La vi despeñarse por las cataratas del Niágara y colgué. Con tanta charla me había quedado seco. Fui a la cocina y bebí dos vasos de agua. Luego repasé un par de veces la escena entre Robert Ryan y Charles Bickford —¿también mi madre se quedaría ciega como Charles Bickford?— y terminé de ver la película. Me preparé unos pimientos de Padrón y unas judías con chorizo, platos que justamente estaban en la lista negra de mi madre, y lo engullí con apetito mientras con los ojos devoraba a Joseph Cotten, Marilyn Monroe y Jean Peters, y, sobre todo, a las cataratas. Después me eché la siesta y ni qué decir tiene que soñé con los angelitos; angelitos que empujaban a sus madres en medio del estruendo del agua y que luego las conducían al cielo para siempre jamás.

Y es que no hay mejor fábrica de sueños que el deseo. Tanto da que sea el de tirarse a Jane Russell que el de arrojar a la madre de uno por las cataratas del Niágara.

Pero los sueños sueños son. Nunca me tiré a Jane Russell ni por delante ni por detrás y mi madre no murió de cataratas. Continuó llamándome con fastidiosa insistencia, interesándose por cómo iban mis asuntos. Yo procuraba lidiarla con las mentiras de rigor hasta que me la quitaba de encima, pero la verdad es que esos cinco o diez minutos de conversación cada vez me dejaban más agotado. No parecía sino que no tenía otra cosa que hacer sino estar dándome el coñazo por teléfono. Tras la operación se había quedado ciega —sí, ciega como Charles Bickford— y decía que para ella las charlas que mantenía conmigo eran un bálsamo. «Desde luego, lo que hay que oír», no podía dejar de pensar al escuchar esa estupidez.

Las desgracias nunca vienen solas. Eso, al menos, dicen. No seré yo el que lo ponga en duda. Porque no sólo era mi madre la que me daba la lata sin medida, también Julia se estaba volviendo pesada de cojones.

Conforme se acercaba la Navidad con su carga de sentimentalismo barato y su sobredosis de humanismo cristianoide sus peticiones de matrimonio arreciaron. La relación de causa efecto entre una cosa y otra nunca la vi tan clara, pero así fue como pasó. En cuanto se aproximó la Navidad no hablaba de otra cosa.

Y no es que eso fuera una novedad para mí, qué va. Ya estaba acostumbrado. A lo que no estaba acostumbrado es a que eligiera ese tema como monográfico. Hasta entonces se había limitado a pedirme de vez en cuando que por qué no vivíamos juntos. Yo le respondía con un «porque no» rotundo y ahí acababa el asunto. Pero ahora no, ahora cada tarde volvía con lo mismo. Se había convertido para ella en una obsesión y, de rechazo, pretendía obsesionarme a mí también. Buscaba argumentos para convencerme y yo me resistía como gato panza arriba para no caer en la trampa.

—Mi cuñada está embarazada —fue lo que me dijo una tarde a modo de saludo.

—Pues qué bien.

Mi tono burlón no la desanimó. Al tiempo que me quitaba el abrigo dijo:

—Lo estaba deseando —se sentó, encendió un cigarrillo y añadió—: Figúrate, tres años de casados y todavía no…

La corté para preguntarle:

—¿Vas a tomar algo?

Molesta por la interrupción, me contestó brusca, como si se dirigiera a un camarero:

—Sí, lo de siempre.

El paréntesis no sirvió para nada. Una vez que hube servido las bebidas continuó con lo del embarazo de su cuñada.

—Los pobres ya estaban desesperados —dijo—. Sobre todo ella, claro.

—Las mujeres sólo sirven para eso. Para desesperarse y para quedarse luego embarazadas —dije, para picarla.

Julia no era feminista y cogió por la tangente.

—No te creas, mi hermano también lo estaba deseando.

—Sí, hay también algunos hombres a los que tampoco les rige la cabeza.

—Todo el mundo tiene hijos —arguyó ella, como si ése fuera un argumento irrebatible.

—Yo no los tengo —le repliqué con una sonrisa.

—Tú porque eres un…

No encontró la palabra que me definiera y bebió un trago para calmarse.

—A ver, qué soy yo —le animé—. Tengo interés en saberlo.

—Un cretino, eso es lo que eres —me soltó.

—Ah, menos mal. Creí que era algo más grave.

—Desde luego… —murmuró.

Me acerqué a ella para meterle mano, pero no me dejó.

—Déjame. Sólo piensas en una cosa. ¡En joder!

Me puse en pie y le pregunté, molesto:

—¿Y en qué piensas tú? Anda, dímelo, ¿en qué piensas tú? ¿En ponerle velitas a los santos?

Con un ademán me dijo que la dejara en paz. No lo hice.

—¿Y en qué pensaban tu hermano y tu cuñadita cuando la dejó embarazada?

—¡Qué guarro eres! No respetas nada.

—Me respeto a mí mismo. ¿Te parece poco?

—Ya salió el listo con sus frases —comentó sarcástica.

Ahora fui yo el que con un aspaviento le dije que se fuera a la mierda. Me senté lo más alejado posible de ella y durante unos minutos estuvimos en silencio, mirándonos con cara de enfado. No sé en lo que pensaba ella, pero sí sé en lo que pensaba yo. Pensaba en que estaba comenzando a hartarme de esa tía y en que si me descuidaba iba a complicarme la vida. Si no fuera por sus préstamos, que me eran imprescindibles para comprar más cintas —el dinero que me mandaba mi madre apenas si me llegaba para vivir— la hubiera mandado a tomar por el culo desde ya. Eso, y las raciones de sexo que nos metíamos, era lo único que me unía a ella. ¿Qué otras cosas si no me iban a unir a una mujer?

Estaba sopesando mentalmente los pros y los contras en abandonar o no a Julia cuando se oyeron unas risas en el piso de al lado. El cabrón de Ricardo se estaba dando el lote con una tipa. Desde que me cepillé a su mujer no hacía otra cosa.

Rompí nuestro mutismo para decirle a Julia señalando la pared que nos separaba de las risitas y los jueguecitos eróticos:

—Ese sí que ha entendido la vida.

Mis palabras la sacaron de sus cavilaciones y me miró sin comprender.

—Digo —repetí— que ése sí que ha entendido la vida.

—¿Quién? ¿Ese al que le mataron la mujer?

—Sí, ése. Se quitó de en medio a la tía paliza que tenía por mujer y ahora no hace más que trajinarse chavalas. Todos los días una nueva.

—A lo mejor la mató él —aventuró.

—A lo mejor.

—¿Y por qué le han dejado libre? ¿No le habían detenido?

—Sí, pero le soltaron en seguida.

—¿Y eso? —me preguntó.

Me encogí de hombros y presté atención a los ruidos, precisos e inequívocos, que procedían del piso de al lado.

—Escucha, escucha —dije a Julia—. Ya la tiene a punto de caramelo.

También entonces me dijo con un gesto que no pensaba en otra cosa. Pero ahora no había censura sino complicidad. Sonriendo se levantó y fue hasta la pared. Puso su oreja en ella y me llamó en voz baja:

—Ven…, ven…

La obedecí y asistimos —convertidos los dos en voyeurs de oído— al orgasmo de la pareja. El batallar de sus cuerpos nos recordó que también nosotros podíamos contarnos batallitas y nos fuimos a la cama.

Tras el combate ella encendió un cigarrillo y yo me amodorré. No pude dormirme; Julia se pegó a mí y me habló con palabras que así, de pronto, no entendí.

—No notarías ninguna diferencia —dijo.

—¿Cómo? —farfullé sin abrir los ojos.

—Que no notarías ninguna diferencia si viviésemos juntos en mi casa —me aclaró con vehemencia—. Para ti todo seguiría igual.

Conque era eso. Volvía a las andadas. Opté por continuar con los ojos cerrados y permanecí callado.

—Podrías hacer allí —prosiguió Julia— el mismo tipo de vida que haces aquí. No notarías ninguna diferencia —insistió. Hizo una pausa para luego agregar—: Si quieres no tenemos por qué casarnos al principio…

«¿Ah, no?», pensé.

—¿Me escuchas? —me preguntó zarandeándome.

Asentí con la cabeza. No le pareció suficiente respuesta. Volvió a repetir su pregunta.

—Di, ¿me escuchas?

—Sí, mujer, te escucho —dije sin abrir los ojos.

Sólo entonces, Julia continuó:

—Sí, no tenemos por qué casarnos al principio. Simplemente, viviríamos juntos en mi casa y veríamos qué tal se nos da la vida en común. Luego, según el resultado, nos casaríamos o nos separaríamos y seguiríamos como hasta ahora.

«Un plan excelente, sí, señor. La Celestina no lo haría mejor».

—¿Qué te parece? —inquirió, animosa.

Las preguntas necias merecen respuestas tajantes. Así que me di la vuelta para poder dormir a gusto. Ella no se dio por vencida y se arrimó a mí como una lapa.

—¿No crees que es una buena idea?

—Buenísima —dije fastidiado, abriendo los ojos e incorporándome.

—No perderías nada —razonó.

—No, qué va, no perdería nada —la remedé, irónico.

—¿Qué perderías? Vamos a ver.

—No lo entenderías —dije saltando de la cama.

—¿Me tomas por tonta o qué?

Me puse los calzoncillos y suspiré por toda respuesta. Julia también bajó de la cama y fue hasta donde yo estaba vistiéndome.

—No has contestado a mi pregunta. ¿Qué perderías?

Miré su cuerpo desnudo y le aconsejé:

—No estés así, vístete. Vas a coger frío.

—¿Desde cuándo te interesas por mi salud? —me espetó agresiva.

Otra pregunta gilipollas.

—Desde nunca. Por mí puedes salir en pelotas a la calle y coger una pulmonía.

—¡No me vengas con guasas ahora! —chilló—. Di, ¿qué perderías?

—Estaba hablando en serio —dije todo calmado. Y agregué por si no se había enterado—: Por mí puedes salir en pelotas a la calle y coger una pulmonía.

—Di, ¿qué perderías? —vociferó de nuevo.

La miré fijamente y le dije articulando bien las palabras:

—A mí no me chilles.

Se dio media vuelta y se dejó caer en la cama llorando. Era lo que me faltaba. Mientras lloriqueaba no dejaba de salmodiar:

—¿Qué perderías…? Di, ¿qué perderías…? ¿Qué perderías…?

«Mi independencia…, mi independencia, mi independencia…», le respondía mentalmente. Pero cómo explicárselo a esa idiota de baba. Ni lo intenté; dejé que se calmara por sus propios medios.

Una vez que se cansó de soltar lagrimitas se vistió y salió dando un portazo: «¿Se estaba convirtiendo Julia en un aprendiz de Concha? —me pregunté. Luego me dije—: Sería para descojonarse. Expulsa uno el mal por la puerta y le entra por la ventana».

Pero no, no se convirtió en una nueva Concha. No se lo hubiera consentido. Al día siguiente de su portazo regresó como si nada y continuamos con nuestras batallitas. De vez en cuando, eso sí, sacaba el tema a colación y trataba en vano de convencerme de que deberíamos probar a vivir juntos. Yo le daba largas o cambiaba con presteza de tema de conversación.

Quizá para otra persona más acostumbrada que yo a bregar con la vida, estos problemas —quiero decir, las continuas llamadas de mi madre o las propuestas matrimoniales de Julia— fuesen nimiedades que incluso sirven para dar color y sabor a la existencia, pero para mí eran molestias —todo lo pequeñas que se quiera, pero molestias al fin y al cabo— que me sacaban de quicio.

Y la culpa de todo era del dinero, del jodido dinero. Yo no lo poseía y dependía incondicionalmente de mi madre y de Julia. No tenía más remedio que aguantarles sus caprichos si quería seguir como hasta entonces, lejos de los turbios avatares de la realidad. La pena era que no tuviese ya la herencia en mis manos. Eso quería decir que mi madre había desaparecido del mapa. De la otra fuente de problemas —Julia— sería más fácil desprenderse; bastaba con decirle: «Hasta nunca, encanto».

Pero aún no había heredado y mi madre y Julia continuaban en mi horizonte vital. A ver qué remedio; no conocía otras formas de ingresos. Porque de buscar trabajo no había ni que hablar. Hubiese supuesto regresar al mundanal ruido, a las decisiones y a las responsabilidades, es decir, a aquello de lo que había dimitido hacía algún tiempo. Por mucho que me estrujaba las meninges tratando de descubrir una manera de ganar dinero que me resultara cómoda y poco onerosa no la encontraba. Era como conseguir la cuadratura del círculo; una cosa imposible.

Parecía imposible, pero la encontré.

Fue el día de fin de año. Julia había estado un rato por la tarde en busca de su ración de cebolleta y se había marchado sobre las siete, no sin antes reprocharme que no quisiera ir con ella a una fiesta que daba su hermano. Cuando me quedé solo puse dos películas: Julio César, de Mankiewicz, y Extraños en un tren, de Hitchcock. Viendo esta última me reí como un energúmeno cuando Bruno —el malo de la obra— explota un globo a un niño en el parque de atracciones. Siempre que veía esa secuencia me pasaba igual: reía hasta las lágrimas.

En el piso de al lado pronto empezó la diversión. Ricardo, a lo que parecía, no daba abasto. Las mujeres acudían a él como a un panal de rica miel. Había convertido su casa en un picadero de los buenos.

Mientras me preparaba un huevo pasado por agua en la cocina mi mente comenzó a trabajar por su cuenta y me sugirió una idea que me pareció genial. Bastaba relacionar la película que acababa de ver —Extraños en un tren— con Ricardo y conmigo para percatarse de que había hallado, al fin, la cuadratura del círculo.

En el film de Hitchcock dos personas quieren deshacerse de alguien que les molesta, que les hace la vida imposible. Como no se conocen, y la policía no podrá relacionarles en el futuro, Bruno propone al otro intercambiar los asesinatos. Yo no sé si Ricardo quería o no matar a Concha, pero el caso era, mirándolo con perspectiva, que le había hecho un favor al quitarla de en medio. Yo la había estrangulado, es verdad, por motivos egoístas, porque Concha me ponía fatal los nervios con su voz chillona y con sus disputas, pero no era menos cierto que él también había salido beneficiado —tanto más que yo— con su muerte. Era, pues, justo que me pagase por mi buena acción.

La película acababa mal para Bruno y no convenía olvidar la lección. Además, tampoco era plan proponerle a Ricardo que asesinase a mi madre. ¡Cualquiera se fiaba de él! Era capaz de hacer una chapuza y de echarlo todo, lo que se dice todo, a perder. Herencia incluida. Se me ocurrió algo mejor y más limpio: chantajearle. Sí, le pediría dinero a cambio de mi favor.

Oí, complacido, sus risas a través de la exigua pared que nos separaba y decidí poner en práctica el lema «Año nuevo, vida nueva»: A la mañana siguiente sin falta iría a hacerle una visita. El tópico, por una vez siquiera, se iba a hacer realidad.