Aunque no era él, decidí matarla. Ya no podía más. Mis nervios estaban rotos, y de seguir como hasta entonces no me hubiera extrañado nada que hubiese acabado en un manicomio. Tenía que destruir su voz, y para destruir su voz tenía que destruirla a ella. Cada vez se me hizo más claro que se trataba de ella o de mí; o ella terminaba conmigo o yo terminaba con ella. No sólo estaba convirtiendo la vida de su marido en un calvario —cosa que a mí, dicho sea entre paréntesis, me traía sin cuidado— sino que también a mí me estaba conduciendo hacia el Gólgota. Y esto era algo que no podía consentir de ninguna de las maneras.
Me hubiera quitado muchos problemas de encima si hubiese sido Ricardo, como en realidad le correspondía, quien hubiera dado el paso al frente y se hubiera tomado la molestia de suprimirla. Pero el tiempo pasaba y pasaba y él, en vez de envalentonarse y realizar el acto de justicia poética que la situación estaba pidiendo a gritos —sobre todo, eso: a gritos—, parecía cada vez más débil, más dominado, más a merced de ese torbellino sonoro que tenía por esposa. Y si él no estaba dispuesto a actuar, ¿a quién sino a mí le tocaba hacerlo? Yo también era su víctima, y para librarme de esa condición tenía que convertirme en su verdugo.
Fue un domingo; un domingo de otoño, anodino y plomizo como todos los domingos cualquiera que sea la estación. Odio los domingos; siempre los he aborrecido. Pero por aquel entonces tenía motivos más que sobrados. Era el día en que tenía que aguantar a Julia durante toda la jornada. Los domingos no se conformaba con violentar mi retiro durante un par de horas, como hacía el resto de los días de la semana después de que hubiese cerrado la droguería, sino que tenía que cargar con ella veinticuatro horas, veinticuatro horas, una detrás de otra. Acababa harto, hasta los mismos huevos.
Para Julia su sueño más granado era hacer de nuestra relación algo lo más parecido a un vínculo matrimonial. El hecho de dormir en mi casa el sábado y hacer vida en común durante todo el domingo era un balón de oxígeno para mantener vivo ese sueño. Para ella era un sueño, pero para mí no pasaba de ser una concesión; una concesión que me veía obligado a hacer a cambio de lo que Julia me daba. Necesitaba sus préstamos hasta tanto mi madre no pasara a mejor vida y hacer el amor con ella con asiduidad era un lujo que no podía tirar por la borda así como así si no quería que mi momentáneo equilibrio sexual se fuera al garete y tuviera que andar por ahí buscando mujeres —profesionales o no— con las que acostarme. Esto último hubiese requerido salir a la calle, entrar en el inhóspito mercado del sexo, perder, en fin, tranquilidad y parte de mi vida a cambio de nada, o de prácticamente nada. Ella me daba el sexo a domicilio cada vez que lo necesitaba, y si miraba bien los pros y los contras de la situación tenía que convenir que sus largas estancias dominicales no eran sino una pequeña concesión, que quizá yo magnificaba en exceso. Era cierto que los domingos no podía ver películas —a Julia no le atraía el cine y a mí, ya lo he dicho, me gustaba verlas solo— y que tenía que soportar la presencia de una extraña en mi fortaleza que alteraba hasta los menores detalles de mi cotidianeidad, pero era una cuestión de coste-beneficio: Gracias a esa concesión podía holgar a mi antojo el resto de la semana.
Las mañanas de los domingos, Julia me solía despertar con mucho alborozo llevándome a la cama un copioso desayuno. Ese día se olvidaba de mi obesidad y me chantajeaba a todas horas preparándome suculentos banquetes. Estos empezaban por el desayuno. La bandeja repleta de frutas —que como todo lo demás ella se había encargado de traer el sábado por la tarde—, mermelada, café y tostadas era un espectáculo al que con el tiempo me había acostumbrado, era parte de un rito del que casi no podía prescindir.
Sin embargo, ese domingo empezó mal; mis expectativas se fueron por los suelos. Julia no fue a despertarme ni me llevó el desayuno a la cama. Ya despierto miré el reloj y comprobé que había pasado la hora en que ella acostumbraba interrumpir mis sueños para con una sonrisa de perfecta ama de casa —una auténtica Doris Day rediviva— ofrecerme, al tiempo que un beso, las primeras golosinas. Pensé que quizá se había levantado más tarde y que estaría aún en la cocina preparándomelo. Esperé un rato, pero Julia seguía sin aparecer. La oí trajinar en la cocina y mi paciencia empezó a colmarse. Salté de la cama dispuesto a acudir al cuarto de baño. Me daría una ducha rápida y así haría tiempo hasta que ella terminase de disponer mi desayuno. Pero al pasar por la cocina la vi sentada a la mesa, fumando un cigarro, pensativa. Delante suya tenía los restos de su desayuno, pero por ningún lado se veía el mío. Al advertir mi presencia a su lado levantó la vista y me miró. Tenía mala cara y presentí que el día que se avecinaba iba a ser de lo malo lo peor.
—¿No has preparado mi desayuno? —le pregunté, buscándolo inútilmente por todos los rincones.
—No. Ahora te lo hago.
—Pero ¿por qué no…?
Julia no me dejó continuar. Interrumpió mis palabras para decir:
—No tenía ganas.
No me pareció razón suficiente y le repliqué:
—¿Por qué me acostumbras a algo y luego me lo quitas de golpe?
Me había dado la espalda y estaba poniendo unas rebanadas en el tostador. No se volvió cuando dijo:
—¿Acaso te has creído que soy tu criada?
¿A cuento de qué venía su enfado? ¡El que tenía que estar enfadado era yo! Por un momento pensé que a lo mejor tenían razón esos imbéciles que dicen que no hay quien entienda a las mujeres. Me acerqué a ella, la abracé por detrás y la besé en el cuello.
—¿Pero qué te pasa? —le pregunté con la mejor de las intenciones.
Se desasió de mí y continuó con su tarea, no sin antes decirme:
—Déjame. Haz el favor.
Como nunca me ha gustado discutir me encogí de hombros y le dije:
—Está bien. Como quieras. —Y agregué—: Voy a darme una ducha.
Mientras me desnudaba en el cuarto de baño me dio por pensar que lo único que me faltaba era reproducir en mi propio terreno las discusiones matrimoniales que con tanto calor y entusiasmo se producían en el piso de al lado. ¿Era eso lo que andaba buscando Julia? ¿Creería que a nuestra relación le faltaba alguna que otra bronca de vez en cuando que la animara? Si ella lo creía así, yo no iba a ser tan idiota como para caer en la trampa. Dejé que el agua hirviendo cayera sobre mi cabeza y alejara de mí tan siniestros pensamientos.
Cuando regresé a la cocina, Julia fumaba un nuevo cigarrillo y sobre la mesa estaba el parco desayuno que me había preparado. Me senté y lo devoré con apetito. «Paciencia», me dije. Retiró el plato y la taza y se puso a fregarlos. Yo abandoné la cocina y me fui a la biblioteca. Contemplé con ojos de coleccionista las más de doscientas cintas de películas que allí se acumulaban bien ordenadas por autores y empecé a recorrer los títulos a la búsqueda de aquel que vería esa noche una vez que Julia se hubiese marchado y yo recuperase mi dorada soledad. Me detuve en la «H» y ya no seguí. Saqué Los caballeros las prefieren rubias, de Howard Hawks, del estante y la aparté. Jane Russell y Marilyn Monroe, tras el día agotador que se avecinaba, iban a ser mi reposo del guerrero.
En el salón, Julia ya estaba bebiendo. En todo el domingo no hacía otra cosa que beber y joder, literalmente y en todos los sentidos.
—¡Acabáramos! —exclamé, recordando el motivo por el que Julia estaba tan huraña.
—¿Te pasa algo?
—No, no, nada —le respondí, sentándome en uno de los sillones y poniendo los pies encima de la mesa.
Sí, ya sabía por qué estaba tan poco cordial. Andaba con el mes y no solíamos follar en «esos» días. Ya que no podía dedicarse a esa actividad se empleaba en la otra con verdadera pasión: bebía como un cosaco. La botella de ginebra fue pasando por las fases de la luna con velocidad de vértigo y el cuarto menguante no se hizo esperar. Yo, que nunca he sido bebedor, me asombraba al ver cómo hay esponjas como Julia que se entregan a la bebida tan de mañana. Pero no era mi problema y permanecí en silencio pensando en Jane Russell. Deseé haber sido Howard Hughes aunque sólo fueran diez minutos. «¿Será verdad —me preguntaba— que a la Russell le gustaba que le dieran por el culo?». Lo había leído en algún lado y se me había quedado grabado a fuego en mi cabeza. Realmente hay cosas que no se olvidan en la vida.
La bebida tuvo, al menos, una virtud: Julia se animó y dejó a un lado su mala cara.
—¿Sabes una cosa? —empezó por decir con una sonrisa de borracha en sus labios.
Abandoné a Jane Russell en las manos de Howard Hughes y le respondí lo que procedía:
—No. El qué.
—Esta semana santa nos vamos a ir juntos a Alicante. A la playa.
Ni siquiera me molesté en contradecirla. Hasta semana santa aún quedaba mucho y tiempo habría de quitarle esa idea descabellada de la cabeza. Ella continuó redondeando sus planes:
—Alquilaremos un apartamento cerca de la playa y me olvidaré de la droguería y de la madre que parió a la droguería. —Hizo una pausa para apurar lo que quedaba en su vaso y agregó—: Iremos en avión. Nada de coche, en avión. ¿Has viajado alguna vez en avión?
—No. Nunca —le respondí.
—¿Te da miedo? —me preguntó haciendo una mueca que se quería irónica.
—No lo sé. Ya te digo que nunca me he montado en ninguno.
—Desde luego, los hombres no servís para nada —soltó sin venir a cuento. Vio mi cara de póquer y añadió—: Sí, para nada.
Se sirvió una nueva ración de ginebra y, como si yo le hubiera hecho algún reproche, se justificó:
—Me baja el período.
Con un ademán le di a entender que por mí podía ahogarse en un vaso de ginebra. Me traía sin cuidado.
—¿No quieres un poco? —me preguntó ofreciéndome la botella.
Negué con la cabeza y ella bebió un trago de su vaso. Luego tomó el paquete de tabaco y también me lo ofreció. También entonces le dije que no. Julia encendió un pitillo, le dio una ansiosa chupada y, tras expulsar el humo por la nariz y la boca, recitó:
—No fumas, no bebes, no viajas en avión… Se rió de algo gracioso que pasó por su mente y cuando se hubo calmado me preguntó:
—¿Estás seguro de que no eres del Opus? Le acompañé en sus risas y eso la animó a proseguir:
—¿Te he contado alguna vez que mi marido era del Opus? —logró articular en medio de sus risas.
—¿Un droguero del Opus? —exclamé, divertido—. Eso no es verosímil.
No debía saber qué era esto de verosímil ya que me preguntó:
—¿Cómo dices?
—Que no me imagino a un droguero que sea del Opus, no es creíble.
—Será todo lo poco creíble que tú quieras, pero Pepe era del Opus. Por tu madre que era del Opus.
—Te he dicho un montón de veces que no me gusta que jures por mi madre —le espeté, molesto—. Si quieres jurar, jura por la tuya.
—Si la mía ha muerto tendré que hacerlo por la tuya, ¿no? —argumentó con la concienzuda seriedad de los borrachos.
El razonamiento era todo menos impecable. Hice caso omiso de él y Julia añadió:
—La vida, querido, no es como las películas. En la vida pasan cosas que no son…, ¿cómo decías antes?
—Verosímiles.
—Eso. Pasan cosas que no son verosímiles.
Ahora sí que había dado en el clavo y no iba a ser yo quien pusiese en duda una verdad tan incuestionable como ésa.
—Pepe era del Opus —continuó—, te guste a ti o no.
—Como comprenderás, a mí lo que fuese o dejase de ser tu marido me la trae flojísima.
Como si hubiera dicho algo verdaderamente gracioso reanudó sus risas con estrépito.
—¿De qué te ríes ahora?
Con sus manos me decía que esperase, que en seguida me lo contaba. Las risas le provocaron una violenta tos y la cara se le congestionó. Me levanté y, dándole golpecitos en la espalda, conseguí que se le pasara. Se secó las lágrimas con la manga de su blusa y contestó a la pregunta que le había hecho.
—El que la tenía flojísima era…
No pudo seguir. Una nueva tanda de risas se lo impidió.
—Vamos, deja de reírte de una vez —le pedí al tiempo que volvía a sentarme.
—El que la tenía flojísima era él —dijo tras ímprobos esfuerzos.
Después de boquear durante unos instantes se sosegó. Bebió de su vaso, se sonó los mocos y me informó de algo que ya conocía.
—El muy maricón se colocaba encima mía y se ponía a sudar y a sudar, pero nada. No le funcionaba bien la artillería. Lo pasaba fatal.
—¿Quién? ¿Tú o él? —inquirí en broma.
Pasando de las risas a la circunspección con veleidad de beoda me respondió escueta:
—Los dos.
Suspiró y vació el vaso de un trago. Se levantó y dando algún que otro traspié abandonó el salón camino del cuarto de baño.
Al quedarme solo me hice una pregunta que me hacía siempre en situaciones como ésa. ¿Cómo habíamos ido a parar juntos dos personas tan distintas y tan distantes como Julia y yo? Tampoco ese día supe qué contestar. Como siempre me consolé pensando que quizá se debiera a eso, a que éramos distintos y distantes. La respuesta no me satisfacía, pero no tenía otra mejor. En realidad, no tenía ni otra mejor ni otra peor, lisa y llanamente no tenía otra respuesta.
Y puesto que de preguntas y respuestas se trataba, ¿por qué me eligió a mí? Porque de eso sí que no había duda, fue Julia la que me eligió a mí.
Yo entraba de tanto en tanto en su droguería para realizar algunas compras, y nunca pasó nada especial hasta que un día se puso a hablar conmigo no recuerdo bien de qué, seguro que de una nimiedad, una nueva marca de dentífrico que anunciaban en televisión y que estaba de oferta o algo por el estilo. Más allá de su parloteo no había que ser un lince para descubrir lo que buscaba. Nunca antes había visto una tía tan predispuesta como ella a ser ligada. No desperdicié la ocasión. Le lancé los tejos y aceptó sin que mediasen vacilaciones. Ninguno de los dos nos andamos con ambages. Le di mi dirección y esa misma tarde nos estrenamos. Cuando le pregunté por qué había dicho que sí sin dudarlo un solo instante me contestó que lo estaba deseando, que se había fijado en mí desde hacía algún tiempo, pero que no sabía cómo abordarme. Ese día decidió liarse la manta a la cabeza y se tiró al ruedo sin encomendarse a Dios ni id diablo. A la pregunta de por qué se había quedado conmigo me respondió que porque tenía cara de buena persona —aún no me lo explico— y porque parecía muy solo y desvalido. Sí, eso fue lo que dijo: desvalido.
Sus visitas se fueron haciendo cada vez más frecuentes y por aquel entonces nuestra relación andaba en ese difícil equilibrio entre la complicidad, la rutina y el cinismo, que tanto me costaba mantener.
Julia volvió al salón y me pidió que me sentara junto a ella en el sofá. Tenía los ojos brillantes y en su boca ardía el deseo. Se abrazó a mí y me mordió la oreja.
—¡Qué pena que yo no pueda hoy! —exclamó a media voz.
—No te preocupes, mujer —la consolé.
—¿Que no me preocupe? —dijo mientras se pegaba todavía más a mí y me besaba, esta vez en la boca.
El beso fue largo y absorbente, como todos los suyos. Mientras nuestras lenguas se empleaban a fondo, yo le trabajaba las tetas con frenesí de excursionista. Ella tampoco mantuvo quietas sus manos. Pronto advertí que me tocaba el miembro y que lo sacaba de su madriguera. Dejó de besarme y bajó su boca hasta mi pene, engullendo su cabeza con apetito lascivo. Comenzó a chupármela y yo me aferré a su cabello como un náufrago a su balsa. No tardé en irme en medio de comedidos suspiros de placer.
Ella había apartado su boca al brotar el semen y tanto el sofá como la alfombra sufrieron las consecuencias. Julia dijo:
—¿Dónde tienes una bayeta?
Me puse en pie y le respondí:
—No. Deja que lo haga yo.
Fui a la cocina y regresé con una bayeta. Limpie las manchas y me senté a ver cómo ella continuaba bebiendo. En poco tiempo la botella de ginebra quedó vacía. Me la mostró por si yo no me había dado cuenta y me preguntó:
—¿Tienes otra?
—No —le contesté—. Sólo tengo una botella de chinchón.
—Cualquiera es el guapo que se pone ahora a beber chinchón —dijo, defraudada, con un sentido que se me escapaba.
—Si quieres bajo a comprar una…
—¿En serio harías eso por mí? —dijo, como si mi oferta implicara que le iba a salvar la vida.
—¿De la misma marca? —le pregunté levantándome de nuevo.
Asintió con la cabeza. Antes de que hubiera abandonado el salón dijo:
—Ah, y compra también un paquete de tabaco. Este sólo tiene ya dos o tres…
Siguió hablando, pero ya no le hice caso; continué mi camino y salí del piso.
La gente endomingada que poblaba las aceras irradiaba felicidad o, cuando menos, mostraba una máscara que constituía un sucedáneo bastante próximo a ella. Oí cómo un grupo de jovencitos hacía planes para esa tarde y eso acabó de deprimirme. Con pasos apresurados fui al quiosco de prensa y compré el periódico. Luego me metí en el primer bar, lleno a esas horas de gente que tomaba el aperitivo y discutí sobre los partidos de la jornada, y compré la ginebra y el tabaco.
En el ascensor coincidí con Ricardo. Llevaba un ramo de flores en sus manos y también él lucía sus mejores galas. Parecía contento. ¿Habría asesinado a su mujer y esas rosas no eran sino flores para los muertos? Nos miramos en silencio con la adusta desconfianza de que hacen gala dos desconocidos en un ascensor. No dejaba de pasarse los dedos por el cuello de la camisa intentando aflojarlo. Acabó comentando:
—Es insoportable el calor que hace aquí.
Buscaba mi conformidad y yo, aunque no opinaba como él, se la di con una desvaída sonrisa.
No hubo tiempo para más conversación. Llegamos a nuestra planta y, tras las habituales muestras de cortesía para ver quién salía antes, abandonamos el ascensor. Nos despedimos y cada uno se encaminó hacia su puerta. Él no tuvo necesidad de emplear la llave. La puerta se abrió y Concha, nuestra cicerone de la calle de la amargura, le gritó:
—¿Por qué has tardado tanto?
No, no había muerto; estaba vivita y coleando.
Después de comer, Julia se fue a echar la siesta y yo me tumbé en el sofá a leer los suplementos del periódico. En un par de horas me enteré de la vida y milagros de un politiquillo de segunda fila con pretensiones de primer ministro, me informé de la moda del próximo verano —entonces tan lejano—, descifré tres o cuatro artículos de sendos intelectuales que luchaban denodadamente por epatamos —a ratos he de reconocer que lo conseguían— con sus sesudas interpretaciones de algunos signos de lo que ellos llamaban pomposamente «la realidad», supe de la reciente aparición de no sé cuántas colecciones de sellos en países de los que ignoraba hasta su misma existencia, y así hasta el infinito.
Estaba liado con los crucigramas cuando Julia —desgreñada, tambaleante y ojerosa; un auténtico objeto de deseo— me devolvió a la realidad de la que no hablan los intelectuales de los suplementos dominicales. Miró con profunda fatiga y aburrimiento las páginas que había ido desparramando por doquier y se acercó a la ventana. Contempló las sombras que ya iban invadiéndolo todo y dijo:
—Creo que me voy a ir a casa.
Hombre, ésa sí que era una buena noticia. Eran poco más de las seis, y si cumplía su palabra tendría tiempo de ver alguna que otra cosita como aperitivo antes de Los caballeros las prefieren rubias.
—Como quieras —dije lo más natural que pude. No quería mostrar mi entusiasmo. Sabía por experiencia que Julia, con tal de fastidiarme, era capaz de estar dándome el coñazo hasta las tantas.
—Voy a arreglarme un poco.
Iba a dejar el salón cuando en el infierno de al lado algo —¿un jarrón?, ¿un cenicero?, ¿una lámpara?— cayó al suelo con un estruendo de mil demonios. Julia se detuvo y me preguntó:
—¿Qué ha sido eso?
No tuve necesidad de responderle; la voz de Concha se lo explicó todo. Esta vez el tema central de la discusión era el sexo y el dinero; un buen tema para el que le interesen los buenos temas. Al parecer, Julia pertenecía a este gremio. Desando sus pasos y se acercó al tabique para oír mejor. Mi gozo en un pozo. Tendría que conformarme con Los caballeros las prefieren rubias.
Yo, que siempre he preferido historias más simples, me desentendía de la obra que representaban Concha y su elenco y continué con el crucigrama que tenía entre manos. «Pueblo de la provincia de Salamanca donde fue derrotado Napoleón en el año 1812». Tras un minucioso proceso de prueba y error di con la respuesta: «Arapiles».
Julia, que por arte de birlibirloque había salido de su letargo, me pedía que escuchara las maravillas que los personajes estaban soltando por sus bocas, pero yo seguí con lo mío, intentando dar con la solución a una pregunta que se las traía: «Peso de metales preciosos usado en Filipinas (plural)».
—¡Qué barbaridad! —exclamó Julia una vez que Concha hubo dado el portazo de rigor—. ¡Las cosas que le ha dicho! ¡Pobre hombre!
—No te compadezcas de él. Se merece lo que le pasa. Si no se hubiera casado con esa hija de puta la vida le iría mejor.
Ella, entonces, dio marcha atrás y empezó a solidarizarse con su dilecta colega.
—A lo mejor tiene razón. Hay algunos maridos que se creen que…
No sé que era lo que ella pensaba que se creían algunos maridos. En cualquier caso la interrumpí para sentenciar:
—Es una hija de puta y punto.
—¡Qué sabrás tú!
—Si oyeses sus discusiones tan a menudo como yo no defenderías a esa cabrona.
—No será para tanto —dijo ella, disponiéndose a abandonar, ahora sí, el salón.
Cabreado, grité:
—¡Cojones es lo que le falta a ese tío!
—¡Bueno!
—Sí, cojones. Fíjate lo que te digo —agregué—, si yo fuera él la mataría.
—Muy gallito me pareces tú a mí —se burló Julia—. Habría que verte en su caso.
—Sí, habría que verme —afirmé, sonriéndole enigmáticamente.
—Te dominaría como a ése. Sois todos iguales.
Me dejó solo y dije para mis adentros que no, que no todos somos iguales, que yo no era como Ricardo.
—¿Qué vas a ver ahora? —me preguntó Julia al pie del ascensor.
—Los caballeros las prefieren rubias —le respondí.
—Pero se casan con las morenas, ¿no? —dijo sonriente, queriendo sorprenderme con sus supuestos conocimientos sobre la obra de Anita Loos.
—Sí. Y luego se van de putas con las pelirrojas —agregué por mi cuenta.
Ahora no supo qué replicarme. Me besó en la mejilla y dijo:
—Mañana te llamo.
Se perdió de vista y volví al salón. Lo adecenté un poco y me dispuse a masturbarme física y mentalmente con Jane Russell y Marilyn Monroe. Disfrutaba como un enano con esa secuencia en que Jane Russell canta rodeada de los olímpicos yanquis que viajan en el mismo barco que ella cuando la función recomenzó.
Esta sí que era una novedad; una enojosa novedad. Siempre que ella se marchaba no volvía hasta la mañana siguiente. Pero ese domingo no ocurrió así. Concha no había contado con que su hermana —la tal Ana a la que elegía como refugio tras la tempestad— no iba a estar en su casa. La frustración que le produjo el inútil viaje aumentó sus ganas de pelea y la escandalera no se hizo de rogar.
Yo, por mi parte, cumplí mi parte del ritual: Apagué el video y puse el magnetófono. También ahora se produjeron novedades. He aquí la transcripción aproximada de la última parte de su disputa conyugal:
Él. ¡Estoy de ti hasta los huevos, ¿te enteras?, hasta los huevos!
Ella. ¡Te he dicho que no me grites!
Él. ¡Grito lo que me sale de la punta del carajo!
Ella. ¡Grosero!
Él. Y no te pego una hostia de milagro.
Ella. No tienes tú… ¡Ay!
Él. ¿Que no tengo cojones? ¡Toma! ¡Toma!
Ella. ¡Hijoputa…! ¡Ay! ¡Ay…! ¡Maricón…! ¡Ay! ¡Ay!
Él. Te voy a matar, cabrona, te voy a matar…! ¡Qué te mato, es que te mato!
Ella. ¡Ay…! ¡Ay…! ¡Ay!
Él. ¡Ahí te quedas! Esta vez el que se larga soy yo.
Ella. ¡Maricón! ¡Hijoputa…! Me las vas a pagar…
(Hubo una pausa en la que sólo se oyeron los lamentos de ella. Él había salido del cuarto, pero no tardó en regresar).
Él. ¡Y para que te enteres: yo soy de los que no vuelven…! ¡Ahí te quedas, desgraciada!
Cayó el telón y ella continuó llorando.
Atisbé por la mirilla de la puerta y vi cómo Ricardo, trémulo, pulsaba el botón llamando el ascensor. Nervioso, no esperó que subiera. Tomó las escaleras y las bajó corriendo. En sus manos llevaba una maleta mal cerrada, que seguramente había hecho a toda prisa. También él, para no perder la costumbre, lloraba.
Oí lo que había grabado y luego puse la cinta junto a las otras ocho o diez que componían mi poco edificante colección de escenas conyugales entre Ricardo y Concha.
Durante un rato estuve especulando sobre cómo podía presentarse el futuro. La marcha de Ricardo era algo imprevisto, un golpe de audacia que no esperaba de él. Pero o mucho me equivocaba o esa brusca salida de tono no iba a ser sino un puro fuego de artificio. Le conocía lo suficiente para saber que era un calzonazos y un cobarde. Además, estaba encoñado con esa tía y eso es lo peor que le puede pasar a un hombre; pone bajo cero sus facultades mentales. Así pues, llegué a una conclusión que el tiempo se encargó de corroborar: Ricardo no se había ido para siempre; él, pese a sus bravatas, tarde o temprano volvería.
Y en volviendo caería de nuevo en las garras de su mujer y mis padecimientos continuarían. Entonces lo vi claro. Lo vi con una claridad tan escalofriante que yo mismo me estremecí. No sé cómo lo decidí, pero el caso es que, de pronto, un pensamiento me dominó: Tenía que matarla. Mi felicidad dependía de eso. Ella era el eslabón que había de eliminar.
Ni siquiera me preocupé por cómo hacerlo. Cogí una bufanda que había en un perchero al lado de la puerta y salí al corredor. Recorrí con pasos resueltos los metros que me separaban de su puerta y toqué el timbre.
Ella acudió presta a abrir. Asomó su cara, en la que se notaban los golpes que Ricardo le había asestado, y gritó antes de percatarse de que era yo el que llamaba:
—¿No decías que no ibas a volver, hijo de la gran puta?
Entonces me vio y calló. Yo le sonreí bobaliconamente y le dije:
—Creo que me ha confundido con otra persona.
—Perdone —balbuceó.
Con mi sonrisa le di a entender que estaba perdonada. Le dije:
—Iba a preparar la cena y me he encontrado con que no tengo aceite. ¿Podría prestarme un poco?
Quitó la cadena de seguridad y se apartó para dejarme entrar. Cerró la puerta tras de sí y me invitó con un gesto a que la siguiera.
—Siéntese —dijo cuando llegamos a una sala de estar, minúscula, pero decorada con gusto, en la que abundaban los motivos tropicales.
La obedecí.
—Gracias.
—¿Lo quiere de oliva? —me preguntó.
—Me da igual —le respondí—. Del que tenga más a mano.
—Espere un momento.
Antes de que me dejara solo preferí levantarme y acompañarla. Así se lo dije:
—La acompaño.
Llegamos a la cocina y ella dijo a modo de disculpa:
—Está todo muy desordenado y…
Con la sonrisa polisémica que había puesto en mis labios le dije que era igual, que el desorden no me molestaba en absoluto.
—¿Dónde tengo el aceite? —añadió dándose un golpecito en la cabeza—. Ah, sí, en ese aparador.
Fue hasta él. Me dio la espalda y yo, entonces, me quité la bufanda del cuello y me aproximé a ella. Se la coloqué en el suyo y apreté y apreté hasta que perdió todas sus fuerzas y cayó al suelo.
Había quedado muda para siempre y, puesto que ni ella era rubia ni yo un caballero, volví con Howard Hawks y sus mujeres.