Si hace sólo unos meses alguien me hubiera dicho que un día iba a estar desangrándome como un perro en la Audiencia, con un policía nacional delante mío apuntándome con su arma, no le hubiera creído. Me hubiera limitado a pensar que tenía una imaginación demasiado calenturienta o que no me conocía. Sí, hubiera pensado que no me conocía en absoluto.
Sin embargo, ese condenado alguien acertó con su pronóstico. Aquí estoy, contemplando con ojos vidriosos cómo mi sangre mancha las baldosas y cómo los curiosos se agolpan a mi alrededor y me miran expectantes. ¿Qué esperan que haga? ¿Qué me levante como Lázaro y me enfrente con el policía que, nervioso, pide que se dispersen sin dejar ni por un momento de apuntarme? No, no tengo fuerzas para levantarme. Y aunque las tuviera no lo haría. Tal como lo había previsto éste es el desenlace. Ya sólo queda relajarse, quedarse quieto como me han ordenado y cerrar los ojos para no continuar viendo el fluir de la sangre y las caras excitadas de los mirones que pugnan entre ellos por colocarse en la primera fila para así poder ver mejor.
Que hagan lo que quieran. Es su espectáculo, no el mío. Yo, ahora que les he perdido de vista, trato en vano de borrarlo todo para que mi mente quede en blanco y la ocupe la nada. Pero no lo consigo. Las imágenes de lo acontecido en estos últimos meses se me amontonan desordenadamente en la cabeza y no me dejan en paz. Para evitar que la cabeza me estalle me pongo a organizarías intentando darle un sentido al conjunto. Sinceramente no sé si lo tendrá; eso sólo lo sabré al final.
Pero el final está aún muy lejos y hay que empezar por el principio. La imagen inicial quizá deba contenerme a mí, sólo en el salón de mi casa, viendo una película en el video. Una imagen que a un extraño le parecerá sosa e insustancial, pero que para mí entonces lo significaba todo. Era mi vida.
Allí, en ese salón decorado con el gusto zafio y desmañado de la mujer que me alquiló el piso y que yo no me había molestado en variar, refugiado en la oscuridad, aislado de todo y de todos, veía una película tras otra, dejando pasar los días y esperando no sabía bien qué. En cualquier caso, lo que no esperaba, desde luego, era que mi vida cambiase. O, al menos, que cambiase tan drástica y dramáticamente.
Porque, lo que son las cosas, yo me sentía orgulloso de la vida que llevaba —probablemente, el orgullo era del todo inmotivado, pero yo lo estaba— y lo último que deseaba era perder esa tranquilidad que tanto me había costado conseguir. No me refiero a coste monetario, sino a coste mental. Dejarlo todo y convertirse en un anacoreta —laico, pero anacoreta al fin y al cabo— cuesta.
Tiene uno que soportar, por ejemplo, los reproches de la madre, que a cambio del miserable cheque mensual te echa en cara todos los sermones que su bilis es capaz de generar. Pero tampoco me quejaba. Tarde o temprano —rogaba al cielo para que fuese lo antes posible— moriría, me dejaría en paz de una vez y heredaría. Los problemas económicos desaparecerían, y sabido es que ésa es la condición necesaria —no sé si suficiente también— para que este valle de lágrimas comience a darse todo lo bien que uno quiere.
Pero eso no era nada comparado con el coste de adaptación mental a la pasiva —y contemplativa— vida que me había trazado. Aunque parezca mentira, poner en cuestión los valores —el trabajo, la lucha por el éxito, la creación de una familia…— que la sociedad ha sancionado no es tan fácil, requiere un abandono, un renunciamiento, del que pocos son capaces. Quizá porque ese camino conduce a la soledad, y si algo temen los humanos es precisamente eso: la soledad. Pero una vez que se han dado los primeros pasos por ese camino y se ha hecho uno a la idea de la soledad, todo es tan claro como que después de la noche viene el día. Yo, en un determinado momento de mi vida, di esos primeros pasos decisivos y por eso me mostraba orgulloso.
Después de todo, bien mirado, ¿a qué había renunciado? A un trabajo estúpido, a unos amigos con los que no tenía nada que ver, a unas amigas pordioseras de cariño y cicateras de sexo, y pare usted de contar. A poco lúcido que se sea, creo que entre eso y la nada siempre es preferible la nada. Además, la nada no exige responsabilidades, y eso para mí era decisivo: no quería responsabilidades.
No hacer nada. Tan sencillo como eso: No hacer nada. Ese era mi lema. Me encerré en mi torre, y en ésas estaba cuando algo exterior vino a turbar la paz que me había construido y me arrojó de nuevo al mundo que uno ya no controla, a esa máquina infernal de fabricar problemas y responsabilidades. Justo al mundo del que había huido y al que una mano invisible —¿los dioses?, ¿el destino?, ¿el azar?— me enviaba de nuevo.
Todo habría sido distinto si ella no hubiese tenido aquella voz tan desagradable y no le hubiese gustado tanto discutir a gritos con su marido. Aunque no podía ver su cara estoy seguro de que disfrutaba flagelando con sus cuerdas vocales al pobre hombre. Se le notaba en la voz, en su condenada y aborrecible voz.
Se habían mudado al piso de al lado hacía unas semanas. Exceptuando algún «Buenos días» o algún «Buenas tardes» cuando nos encontrábamos en el portal o en el ascensor no había hablado con ellos. Sin embargo, conocía la vida y milagros de la pareja como si fuese su confesor. Las disputas que sostenían tan a menudo me iban suministrando información con pertinaz insistencia. Pronto lo supe todo sobre ellos, y las nuevas discusiones no aportaban sino un cúmulo de redundancias que me hacían sentir como si un dios sádico me hubiese condenado a asistir siempre a la misma representación.
Si hubiese tenido dinero —cosa que ni por asomo sucedía— habría incomunicado el salón o, cuando menos, habría instalado un tabique más grueso que me separase de la vorágine sonora que me asaltaba desde el otro lado de la frontera con un denuedo y una obstinación dignos de mejor causa. Pero como el dinero no me sobraba tenía que aguantar el chaparrón como buenamente podía, es decir, muy mal.
Cuando la hora de la función llegaba apagaba el video y me disponía a esperar pacientemente que volviese el buen tiempo. A veces, en un gesto que participaba de un morboso masoquismo, grababa en un magnetófono sus discusiones. Ya que el desastre era inevitable, las grabaciones me servían de distracción.
La que llevaba la voz cantante —nunca fue más precisa esta expresión— era ella. A él apenas si se le oía. Decía su parte del libreto con desgana, como si su intervención no sirviese sino para dar un respiro a la protagonista, quien, tras su pausa, retomaba el hilo con renovados bríos.
Reconocería su voz entre otras mil. Era dominante, mordaz y desabrida, penetrante, impertinente y no sé cuántos adjetivos más. Pero por encima de todo era abrumadora y molesta. No comprendo cómo él podía aguantarla. En más de una ocasión pensé: «Si fuera él, la mataría». Pero no era él y tenía que contentarme con odiarla. He odiado a muchas personas en esta vida, pero creo que a ninguna con tanta intensidad y tanta vehemencia como a ella. Era un odio reconcentrado e impotente que me absorbía tanto que hasta temí durante algún tiempo que afectase a mi salud.
Afortunadamente no alteró mi perfecta salud física, pero sí afectó a algo que todavía estimaba más: la tranquilidad de que venía disfrutando y que había ido construyendo poquito a poco con una tenacidad y una porfía que nunca antes había empleado en nada, dejado y abúlico como soy por naturaleza. Ella, con sus gritos y con sus voces, se estaba entrometiendo en mi vida, en la vida apacible y aislada que yo, muy conscientemente, había elegido para mí y la estaba echando por tierra. Eso, claro, no podía sino producir nefastos efectos sobre mi precaria —sólo ahora sé que era débil e insegura— salud mental.
Yo, que no quería problemas, me vi con uno bien gordo. Mi torre estaba siendo atacada y mi propia forma de vida entró en crisis. Una crisis de la que no vislumbraba forma humana —o inhumana— de salir.
Aquella tarde, una tarde como tantas otras, sin nada especial que la diferenciara de las demás, estaba viendo Charada, una comedia de Stanley Donen. Justo en el momento en que Cary Grant y Audrey Hepburn hablan de la verdad y la mentira en una secuencia maravillosa que contiene mucha más profundidad que cualquier parrafada filosófica comenzaron las interferencias. Me tapé los oídos con las manos para no escuchar sus gritos, pero pronto comprendí que el sistema de defensa que empleaba no sólo era ridículo sino que, además, me impedía oír los diálogos entre Gary Grant y Audrey Hepburn, precisamente uno de los motivos par el que estaba viendo esa película por enésima vez. Me levanté, pues, y apagué el video. Durante un rato deambulé por la habitación sin saber qué hacer. Al final hice lo que tantas otras veces: Cogí el magnetófono y lo puse sobre una mesa rinconera que había pegada al tabique.
Lo que registró era tan parecido a lo que había grabado en otras cintas que conservaba que me hizo pensar que el director de escena les había marcado sus papeles con inflexibilidad de maníaco.
He aquí la transcripción:
Él. Pero…
Ella. ¿Eres imbécil o qué? ¿Crees que me voy a conformar con esa explicación? Pero ¿por quién me has tomado? Un cretino; eso es lo que eres: un cretino. Si te dije verde es porque lo quería verde. Si lo hubiese querido morado, o del color que sea esto, porque cualquiera sabe de qué color es esto, te lo hubiese pedido morado. Ver-de. Lo quería ver-de. Este te lo puedes meter por el culo. ¡Y mírame cuando te hablo!
Él. Ya te miro, mujer.
Ella. Ya te miro, mujer. Ya te miro, mujer. ¿Es que no sabes decir otra cosa? Mañana vas y lo devuelves. Sí, no pongas esa cara. ¡Vas y lo devuelves! ¿Cómo crees que me voy a poner esto? ¿Estás loco o qué? No parece sino que lo haces aposta. Sí, sí, no me contradigas. Aposta. ¡Pero qué memo eres, hijo! En todos lados te engañan. ¿Quién te ha enseñado a ti a vivir? Di, ¿quién te ha enseñado?
Él. Mira, Concha, tengo que preparar un informe para mañana y…
Ella. Pero ¿qué es más importante para ti, desgraciado, yo o ese informe de mierda? Di, ¿qué es más importante?
Él. Tú.
Ella. Pues entonces, ¿a qué me cortas con esa historia del informe? ¡Todos los días con el informe a cuestas! Seguro que tú los haces todos y los demás están por ahí dándose la gran vida. Si es que no me canso de repetírtelo. ¡Eres memo! Memo perdido. Eso es lo que eres: memo perdido. Con esos padres que tienes no me extraña que…
Él. No empieces ahora con mis padres.
Ella. Empiezo con lo que me da la gana. Con esos padres tan subnormales no me extraña que…
Él. ¡Te he dicho que dejes a mis padres en paz!
Ella. ¡A mí no me grites! ¡No te consiento, ¿te enteras?, no te consiento que me grites! ¡A mí se me habla como a las personas!
Él. Perdona, Concha, pero…
Ella. ¡No hay peros que valgan! Cualquier día cojo la puerta y adiós, muy buenas. Entonces ibas a ver lo que es bueno. Estás tú muy mal acostumbrado. Sí, muy mal acostumbrado. Solo ibas a ver lo que es bueno.
Él. ¿Ahora me vas a venir con amenazas?
Ella. Tú tómatelo como quieras. Yo lo único que te digo es que un día cojo la puerta y ahí te quedas.
Él. Pues la puerta ya sabes dónde está.
Ella. ¿Encima, te vas a poner gallito? ¡Habrase visto un tío con cara! Todos los idiotas sois iguales. Pero ¿qué ibas a hacer tú solo? Dime, ¿qué ibas a hacer?
Él. Por lo menos tendría la tranquilidad que ahora no tengo.
Ella. ¡La tranquilidad! ¿Qué sabrás tú lo que es la tranquilidad…? ¡Qué razón tenían mis amigas cuando me decían que mi vida contigo iba a ser un infierno!
Él. Desde luego, lo que hay que oír.
Ella. ¡Sí, un infierno! Si lo llego a saber, se iba a casar contigo Rita la Cantaora.
Él. Yo no te obligué.
Ella. ¿Y la panza que me hiciste, qué?
Él. En cuanto nos casamos, abortaste.
Ella. ¿Vas a decirme que quedé embarazada para cazarte?
Él. Más o menos.
Ella. ¡Qué hijo de puta eres, Ricardo! ¡Qué hijo de puta eres!
Él. ¿O es que me vas a decir que no provocaste el aborto?
Ella. ¡Sabes muy bien que me caí por la escalera!
Él. Hay caídas y caídas.
Ella. ¡Qué cabronazo eres…! ¡Ahí te quedas! Lo que es hoy yo no duermo en esta casa. Hoy te veis a quedar con las ganas. ¡Ahora mismo me voy a casa de Ana!
Él. Adiós, que te vaya bien.
Ella. ¡Mañana hablaremos!
Él. Me haré una paja en tu honor. Total, entre hacerse una paja y acostarse con una frígida hay poca diferencia.
Ella. ¡Vete a tomar por el culo!
Él. De tu parte.
Se oyó un portazo y Ricardo se quedó solo. Ese día no lloró, pero le oí pasear de un lado para otro, probablemente rumiando su infortunio y su derrota. Me dije una vez más: «Si fuera él, la mataría», y saqué la cinta. La guardé junto con las otras y miré la hora. Eran ya más de las ocho y ponerse a continuar viendo Charada era una tontería. Julia estaba a punto de llegar y a mí me gusta ver las películas solo. Además, la interrupción me había quitado las ganas. Cogí, pues, el periódico y me puse a hacer el crucigrama.
Cuando le abrí la puerta, Julia me besó en la mejilla.
—No sé por qué no te afeitas todos los días —dijo. Después me mostró una bolsa de plástico que llevaba en sus manos y me preguntó—: ¿Dónde dejo esto?
—¿Qué es?
—Te he traído algunas cosas de la droguería.
Me encogí de hombros y le respondí:
—No sé. En cualquier sitio.
Llegamos al salón y soltó la bolsa sobre la mesa. Se quitó el abrigo y exclamó llevándose las manos a la nuca:
—¡Uf, qué cansada estoy!
Por ocuparme en algo, abrí la bolsa y estudié su contenido. Julia encendió un cigarrillo y yo extraje de la bolsa unos rollos de papel higiénico, un tubo de pasta dentífrica, un paquete de detergente, unas cuchillas de afeitar, un champú y un matacucarachas y los contemplé con indiferencia.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada —le contesté—. El crucigrama.
Observó con ojos críticos el desorden que había en la habitación y, apagando el cigarro, se puso en pie.
—No sé cómo puedes vivir en esta pocilga —dijo. Y se puso a arreglarlo todo con un furor que no dudaría en calificar de uterino.
Guardé las cosas en la bolsa y fui con ella hasta la cocina. Cuando volví con una bandeja conteniendo un vaso, dos coca-cola y una botella de ginebra, Julia se había sentado de nuevo y fumaba otro cigarrillo. Se sirvió una generosa ración de ginebra y me preguntó con un gesto si yo quería. Le dije que no y bebí un sorbo de mi coca-cola. El cuello de la botella estaba sucio y durante unos instantes me ocupé de limpiarlo ayudándome con el pañuelo. Cuando estuvo bien limpio tomé un largo trago y eructé.
Nos mirábamos en silencio y ninguno de los dos sabía qué decir. Hablo por los dos, pero de una cosa sí estoy seguro: yo no sabía qué decir. En realidad, ni me lo planteaba. Me sentía a gusto con mi coca-cola y mi silencio. Ella, al parecer, no, ya que no tardó en abrir la boca para decir:
—¿Has salido?
—¿Cómo?
—Que si has salido…
—A por el pan y el periódico —dije.
—Deberías de hacer algún ejercicio —me reprochó—. Mira la barriga que estás echando.
Señaló mi vientre, cada día más voluminoso debido a la vida sedentaria, pero yo no la obedecí. Seguí mirando la pantalla del televisor, intentando recordar los diálogos que mantenían Cary Grant y Audrey Hepburn en Charada.
—Un día te voy a regalar una bicicleta de esas para adelgazar —continuó Julia—. ¿Quieres que te regale una? —dijo repentinamente animada.
No le contesté ni que sí ni que no; permanecí impasible. No podía recordar al pie de la letra los diálogos y volví la vista hacia ella, que me sonrió.
—Di, ¿te gustaría? —repitió.
—No creo —dije poniéndome en pie—. ¿Quieres otra coca-cola?
—Bueno —respondió.
Abandoné el salón y fui por segunda vez la cocina. Al ver la bolsa sobre la mesa cogí una de las cuchillas y me metí en el cuarto de baño. Me hice algunos cortes afeitándome y regresé al salón con las nuevas coca-colas.
—¿Por qué has tardado tanto? —me preguntó Julia.
—¿Y tú, por qué fumas tanto? —le repliqué remedándola, ya que el ambiente se había viciado con el humo de sus cigarros.
Le tendí una de las coca-colas y se preparó un nuevo cubalibre. Con la otra botella en la mano me acerqué a la ventana y la abrí de par en par.
—No seas así, hombre —se quejó—. Mira que abrir la ventana con el frío que hace…
Intenté en vano aventar el humo y me apoyé en el alféizar. Sentí el frío en mi rostro recién rasurado y por unos momentos me creí feliz. Julia vino hasta mi lado y me pasó el brazo por los hombros. Bebí un poco de mi coca-cola y le dije:
—Sí, tienes razón. Hace frío.
Cerré la ventana. Ella me cogió por el talle y se abrazó a mí. Nos sentamos bien juntos —pegajosamente juntos— en el sofá y durante unos minutos nos ocupamos en besamos y magreamos. El hedor a tabaco y a ginebra de su boca me repugnaba, pero aun así me gustaban sus besos. Julia sabía besar.
Aprovechando un respiro se levantó y se arregló sus ropas.
—¿Por qué no cenamos antes? —dijo.
—Como quieras.
Yo también me puse en pie y fuimos a la cocina. Abrió la nevera y comprobó con estupor que contenía bien poca cosa.
—¿Por qué no me dijiste cuando te llamé esta tarde que no tenías nada? —me preguntó, enojada. Luego agregó—: Podía haber subido algo.
—¡Qué más da! —dejé caer.
Me llevé la mano izquierda a la cara y me toqué los cortes que me hice al afeitarme. Sólo entonces ella advirtió que lo había hecho. Me echó los brazos al cuello y me besó en las dos mejillas.
—Así me gusta, que seas obediente —dijo, mostrándome los dientes, sucios de nicotina, en una sonrisa.
No sabía de qué estaba hablando, pero no se lo pregunté. Respondí a sus caricias y nos enfrascamos en una lección de anatomía que dio con nuestros cuerpos en la cama. Cuando terminamos los dos habíamos perdido el apetito.
El tipo de películas que más me gustaban recién levantado eran los westerns. Me daban moral para el resto del día. Me desayuné, pues, con Misión de audaces, un filme de John Ford con mucho tremolar de banderas sudistas y de la Unión y muchas paradas militares, y me vestí para hacer mi visita semanal a la tienda de videos. Mientras bajaba en el ascensor silbé Dixie en plan épico. Tuve que interrumpir mi ejecución, ya que Concha, precisamente ella, estaba aguardando el ascensor con su carrito de la compra. Me dio los buenos días y yo le devolví el saludo. Le eché una maldición, pero yo mismo no estaba muy convencido de que surtiera buenos efectos.
Al salir a la calle vi que el autobús se acercaba y corrí hasta la parada. Me senté en el único asiento libre, al lado de una vieja. Enseguida me arrepentí. Su respiración asmática y sus ayes lastimeros, que me parecieron tan falsos como orgasmos de puta menopáusica, consiguieron ponerme nervioso. Afortunadamente se apeó pronto. Al ver las dificultades con que se movía me acordé de mi madre. Llevaba varios días sin llamarme y eso era raro. Sólo ocurría cuando la internaban para operarla. A lo mejor, con un poco de suerte, la iban a operar otra vez y de ésa no salía.
Aun a riesgo de parecer un malnacido tengo que reconocer que estaba deseando que estirase la pata. Era la única forma de coger el dinero de la herencia. Estaba literalmente harto de mendigar el mezquino cheque que me enviaba a primeros de mes desde que hacía ya un par de años perdí mi último empleo. Si me lo hubiera dado y ella se hubiese quedado con lo suficiente para comer no me hubiera importado que continuase viviendo, pero más de una vez y más de dos me había dicho que sólo podría disfrutar del dinero cuando ella estuviera en la tumba. Así que todos los días rogaba a Dios que se la llevara a su santa gloria.
Sí, a lo mejor la habían internado otra vez y de ésa no salía… Pero no, no caería esa breva. Se había empeñado en no morirse y, cabezona como era, no se moriría.
Germán, el encargado de la tienda, me recibió con la obsequiosa deferencia que reservaba para los buenos clientes como yo. Trató de convencerme de que me comprase el último modelo de la Sony y casi lo consigue. Si hubiese tenido el dinero de la herencia no lo hubiera dudado ni un segundo, pero sin blanca como estaba era una propuesta demasiado onerosa. Pensé que quizá debiera trabajarme a Julia para que me lo regalase. ¿No quería ella siempre regalarme cosas?
Germán me entregó las transcripciones de tres películas de Jerry Lewis que le había pedido la semana anterior y luego me enseñó las novedades que acababan de recibir de Londres. Consiguió liarme y me compré Party Girl, de Nicholas Ray, y Amanecer, de Murnau. Como también necesitaba algunas cintas vírgenes, el resultado fue que la cuenta se subió por las nubes. La cartera se me quedó limpia, lo que se dice limpia. Tendría que pedirle a Julia un nuevo préstamo.
Los dos hablábamos de préstamos, pero los dos sabíamos también que eran subvenciones a fondo perdido. Creo que éste es el nombre que los economistas dan a estas operaciones. El caso es que yo, de vez en cuando, la chuleaba discretamente y ella se dejaba hacer. Si alguien le hubiese preguntado que por qué se mostraba tan consentidora, ella probablemente hubiera respondido que porque me amaba. Porque lo bueno del asunto era eso: que Julia me amaba.
De vuelta en el barrio hice algunas compras en el mercado y me pasé por la droguería. Cuando me vio entrar se le iluminó el rostro. Sí, no había duda, Julia me quería. Emilio, por contra, me dirigió la torva mirada de siempre y pareció estrangularme mentalmente. Aunque Julia no me había dicho nada estaba seguro de que en el pasado habían sido amantes. Era demasiado obvio. Un chico de dieciocho o veinte años como él era el sueño de cualquier mujer a la que le picara el coño. Y a Julia le picaba; bien sabía yo que le picaba. Una viudita como ella, propietaria de un negocio que debía dejar sus buenas pesetas, se podía permitir el lujo de tener como dependiente a un capricho como Emilio. Pero yo entré en escena y, sin proponérmelo, le desbanqué. De ahí sus miradas de pocos amigos.
—¿Cómo tú por aquí? —me preguntó Julia sonriendo una vez que hubo acabado con la mujer a la que estaba atendiendo.
Le solté la primera cosa que se me ocurrió.
—Se me rompió esta mañana el peine y…
—¿Por qué no me has llamado y te lo hubiera subido yo esta noche?
—No sé… Como pasaba por aquí…
—Espera un momento —me dijo. Al cabo de ese momento volvió con varios peines en su mano—. ¿Cuál prefieres? —me preguntó.
A simple vista todos me parecieron iguales y cogí uno cualquiera de ellos.
—Este es mucho mejor, más resistente —me informó señalando otro distinto al que yo había elegido. Me quitó éste de las manos y me entregó otro—. Es mucho mejor —repitió.
Acepté su consejo —a ver qué remedio— y me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta. Julia vio la bolsa con el nombre de la tienda de videos y me regañó cariñosamente como a un niño.
—¿Ya has estado comprando más películas? Vas a acabar loco.
No le repliqué. Para qué. Me tomó la bolsa de las manos y miró los títulos de las cintas que había comprado. Seguramente lo hizo para demostrarme que se interesaba por mis cosas. Pero un suspiro la traicionó. Volvió a meter las cintas en la bolsa y me la alargó.
—Supongo que necesitarás dinero, ¿no?
Así eran las cosas con Julia. Tenía la virtud de facilitar las cuestiones engorrosas. Como no le respondía, insistió, dando muestras de una maternal impaciencia.
—¿Lo necesitas o no?
—Sí. Un préstamo hasta fin de mes no me vendría mal —acabé diciendo.
Fue hasta la caja y yo la seguí. La abrió. Emilio, que la veía hacer, aumentó la intensidad de la mala leche que había en su mirada. Julia se percató de que nos observaba y le dijo con más acritud de la necesaria:
—¿No ves que esa señora está esperando?
Con el rabo entre las piernas, Emilio fue a atender a la mujer que su patrona le había indicado. Julia sacó unos billetes de mil de la caja y me los tendió. Yo los tomé y me los guardé.
Me entraron ganas de bromear. Aludiendo a lo vacía que había quedado la caja y comenté:
—Como venga un atracador y te coja con tan poco dinero, se va a cabrear y se va a liar a tiros.
Ella, supersticiosa, tocó madera y me reprochó:
—Sí, hombre, encima ríete.
Me acompañó hasta la puerta y me aconsejó:
—Y a ver si te administras mejor…
Tanto ella como yo sabíamos que no lo haría. No obstante, conocía mi papel y sabía que tenía que decir: «Descuida». Eso fue lo que dije.
—¿Qué vas a comer? —me preguntó señalando la bolsa con las compras que había hecho en el mercado.
—Una lata de callos y una merluza a la vasca —le respondí—. Ah, y de postre, arroz con leche.
—¡Pero si eso engorda muchísimo! —exclamó.
—Y qué más da —me quejé, molesto.
—Dentro de poco te vas a parecer al anuncio de Michelin.
—Y qué más da —farfullé de nuevo.
—¡Qué más da! ¡Qué más da! Un día de éstos te compraré la bicicleta —me amenazó.
—Ni se te ocurra.
Con un gesto instintivo me puso bien el nudo de la corbata y nos despedimos. Cuando me había alejado unos metros me gritó:
—¡Y no te pases toda la tarde viendo películas, que te vas a quemar los ojos!
Me giré y con mi ademán de mi mano le di a entender que no se preocupara, que seguiría su consejo como un niño obediente; el niño obediente al que ella tanto quería.
Naturalmente no le hice caso. Después de almorzar me vi Party Girl y una de las películas de Jerry Lewis: El terror de las chicas. Viéndola otra vez, después de muchos años, me reafirmé en una opinión que siempre he mantenido: No sé cómo hay tarados mentales que pueden decir que ese pánfilo de Woody Allen es un cómico moderno.
Hice un descanso para ducharme y luego puse Amanecer. Estaba en el momento en que George O’Brien quiere deshacerse de Janet Gaynor, su mujer, en la soledad del lago, en ese momento sublime en que él abandona los remos y se acerca a ella para arrojarla al agua, en donde se ahogará porque no sabe nadar, cuando llegó Julia.
—¡En blanco y negro y muda! —exclamó sarcástica. Y añadió dejándose caer en el sofá tras despojarse del abrigo—: Volvemos a la prehistoria.
No le respondí. Estaba absorto gozando con la mirada aterrada de Janet Gaynor, que se ha dado cuenta de las intenciones de su marido. Pero éste, súbitamente, reacciona, comprende lo infame de su plan y vuelve a su sitio en la barca, conduciéndola en silencio hasta la orilla.
Julia se descalzó y me sacó de la poesía para llevarme a la prosa.
—¡Uf, cómo me duelen los pies! Después de estar todo el santo día detrás del mostrador…
Calló al ver mi cara de cabreo y encendió un cigarrillo. Bajé mi vista hasta sus pies, que ella se frotaba tratando de desentumecerlos, y me entraron ganéis de besarlos y de masturbarme luego con ellos. Pero sabía que a Julia no le gustaban esas cosas y me reprimí.
—¿Quieres una copa? —le pregunté.
—Sí, por favor.
Cuando regresé de la cocina con las bebidas, Julia miraba la pantalla del televisor con ojos embobados.
—¡No entiendo nada! —comentó—. No sé cómo te pueden gustar estas películas mudas. ¡Y encima con los letreritos en inglés!
—¿Y quién te ha dicho que me gustan?
Julia no advirtió que me estaba burlando de ella —para algunas cosas era verdaderamente cretina— y me dijo, desconcertada:
—Pues entonces, hijo, no sé por qué las ves.
—Me hacen compañía.
Bebió un trago del cubalibre que se acababa de preparar y masculló:
—¡Vaya compañía!
—Tan buena como la mejor —aseguré.
—Si quieres compañía, más te valdría comprarte un perro —sus ojos brillaron, fruto de alguna idea genial que se le había ocurrido, y agregó—: ¿Quieres que te regale uno?
—¿Un perro? —proferí, auténticamente sorprendido. Estaba visto que Julia nunca llegaría a conocerme.
—Sí. ¿Quieres que te regale un perro?
Le contesté con otra pregunta:
—¿Sabes lo que hicieron en China con los perros después de la revolución? —Negó con su cabeza y continué—: Pues los cogieron a todos, los mataron y luego se los comieron. Eso es lo que tendríamos que hacer aquí.
—¡Pobrecitos! —exclamó.
—Además, la carne de perro no engorda —dije, palmeándole el vientre y soltando una carcajada.
—¡Qué animal eres!
Se tumbó, poniendo la cabeza sobre mi regazo, y yo me incliné sobre ella, besándola en la boca. Mientras lo hacía miré un momento a la pantalla. George O’Brien había llevado a su mujer al Luna Park y le ofrece todas las diversiones, probando de esa manera su arrepentimiento. Julia se incorporó y me preguntó toda animada:
—¿Quieres venirte al bingo esta noche?
Solté un «No» de lo más expresivo, pero ella no se dio por vencida y añadió como razón de peso:
—He quedado a las once con mi hermano y mi cuñada.
—Pues sí que…
—Es una chica muy simpática. Ya lo viste el otro día cuando fuimos a cenar con ellos.
—Sí, todo lo simpática que tú quieras —reconocí—. Y está buenísima, eso no lo pongo en duda. Pero sus temas de conversación no entran dentro de mis preferencias.
—Desde luego, eres de lo más antisocial —se quejó ella.
—Si fuera para echarle un polvo —me permití bromear—, la cosa cambiaría…
—Sólo piensas en joder. Pareces un obseso sexual.
—No lo parezco, lo soy —precisé, divertido—. ¿Sabes una cosa? Mientras yo me tiro a… ¿Cómo se llama tu cuñada?
—Nieves —contestó ella de mala gana.
—Mientras yo me tiro a tu cuñada —proseguía— en plan aborrecible hombre de las nieves, tú podrías hacer cositas feas con tu hermano.
—Hay que ver qué guarro eres.
Me reí en su cara y me levanté para desenchufar el video. Con unas cosas y otras, George O’Brien y Janet Gaynor habían alcanzado el final feliz. Julia también se puso en pie y tocó el aparato, que después de haberlo tenido encendido toda la tarde estaba ardiendo.
—Cualquier día esto va a explotar y te vas a ir a freír espárragos.
—Te quedarías viuda por segunda vez y tendrías que buscarte un nuevo maromo —me burlé.
Me dio un puñetazo en el brazo y dijo:
—Sabes que no me gustan ese tipo de bromas.
El golpe había sido fuerte y me dolió. Me llevé la mano al lugar donde había recibido el impacto y me masajeé el brazo procurando aliviar el dolor. Sin dejar ni por un momento de sonreír le pregunté:
—¿Sabes lo que le hizo Glenn Ford a Rita Hayworth en Gilda?
Me había dado la espalda y se estaba sirviendo otra copa. No me respondió.
—Si quieres puedo ponerte la escena —le ofrecí—. Tengo por ahí la cinta. —Seguía encerrada en su mutismo y acudí a su lado—. ¿De verdad no sabes lo que le hizo? —Le pasé la mano por la cara en lo que era la caricatura de una bofetada y contesté mi pregunta—: Pues le dio un hostión de mucho cuidado.
—Anda, pon la primera cadena —dijo inopinadamente—. Hay un recital de Julio Iglesias y quiero verlo.
La obedecí y los dos, muy formalitos, empezamos a contemplar la actuación del artista de marras. Ella tarareaba las canciones, las cuales se sabía de pe a pa, y ponía cara de éxtasis. Debía considerar los gorgoritos de Iglesias el súmmum del romanticismo. Pronto me cansé de mi formalidad y, para redondear la escena romántica, comencé a meterle mano. Ella, tras unos iniciales rechazos tácticos, me siguió la onda y acabamos follando como monos encima del sofá.
No sé si fue la melopea de Julio Iglesias, el pequeño cabreo que ella tenía, o sabe Dios qué, pero el caso es que lo hicimos muy bien. Me arrepentí de no haber grabado el musical. Pensé que quizá las canciones de Julio Iglesias eran un afrodisíaco de primera y que había desaprovechado la ocasión. Me juré a mí mismo que la próxima vez lo haría.
Cuando Julia se marchó para reunirse con su hermano y su cuñada puse de nuevo Amanecer y empecé a verla desde el principio. Pero la mala suerte se había cebado sobre esta película —a lo mejor tenía un maleficio— y tampoco en esa ocasión pude terminar de verla con tranquilidad. Durante todo el día el piso de al lado había conocido una bonanza como hacía tiempo que no recordaba. Sin embargo, fue un espejismo. A las doce comenzó la tempestad. Habían estado cenando en casa de los padres de él y la retahíla de temas obligados —la estupidez de Ricardo, los informes, los consejos de las amigas, las amenazas de abandonarle, el aborto…— se desgranó con precisión matemática. Luego se oyó un portazo, Ricardo soltó algunas lágrimas y cayó el telón.
«Si fuera él, la mataría», me repetí antes de dormirme.