XVIII

Guiado por las hábiles manos de Caroline, el pequeño helicóptero, previamente estacionado en una esquina del gran estadio contiguo al arco de Trajano, se remontó por encima de la ciudad de Roma. El óvalo gris-amarillo del Coliseo se perdió de vista. Las estrechas y tortuosas calles de la Ciudad Eterna dieron paso a suburbios, y luego a pueblos, y luego a campo abierto.

—¡Eres maravillosa! —declaró Polletti—. Habías planeado todo esto de antemano, ¿no es cierto?

—Desde luego —dijo Caroline—. Me pareció una precaución razonable, por si acaso me estabas diciendo la verdad.

—Querida, no puedo expresar lo mucho que te admiro —dijo Polletti—. Nos has arrancado de la muerte y de los procedimientos judiciales, para llevarnos a esta espléndida Naturaleza, lejos de las maquinillas de afeitar eléctricas y de los refrigeradores…

Polletti miró hacia abajo y observó que se encontraban sobre un terreno desértico, hacia cuyo rostro lunar el helicóptero empezaba a descender.

—Dime, tesoro —dijo Polletti—, ¿has planeado algo más para nosotros?

Caroline asintió alegremente, mientras realizaba un aterrizaje perfecto.

—Principalmente, esto —dijo, abrazando a Polletti y besándole con el entusiasmo y la pasión que ponía en la mayoría de las cosas que llevaba a cabo.

—Mmmmmm —dijo Polletti, y luego alzó la cabeza bruscamente—. ¡Qué raro! —murmuró.

—¿Qué es lo que encuentras raro? —preguntó Caroline.

—Tiene que haber sido una alucinación. Me pareció haber oído la campana de una iglesia.

Caroline apartó la mirada con aquella leve pincelada de coquetería que caracterizaba todos sus movimientos, incluso los más sencillos.

—¡La he oído! —exclamó Polletti—. ¡Ha vuelto a sonar!

—Vamos a echar una mirada —dijo Caroline.

Cogidos de la mano se alejaron del helicóptero, rodearon un pequeño montículo rocoso y se encontraron a menos de veinte metros de distancia de una pequeña iglesia perforada en el granito de la ladera de la colina. En el umbral de la iglesia había la negra y omnipresente figura de un sacerdote, que sonrió y agitó la mano, saludándoles.

—¿No es agradable? —dijo Caroline, tirando de la mano de Polletti y obligándole a avanzar.

—Encantador, fascinante, fuera de lo corriente —dijo Polletti, aunque el tono de su voz desmentía el entusiasmo que pretendían reflejar sus palabras—. Sí, decididamente admirable —dijo, reponiéndose un poco—, pero casi increíble.

—Lo sé, lo sé —dijo Caroline. Hizo entrar a Polletti en la iglesia y le llevó hasta al altar. Se arrodilló delante del sacerdote; al cabo de unos instantes, Polletti también se arrodilló. De alguna parte brotó la música de un órgano. El sacerdote sonrió, satisfecho, y empezó la ceremonia.

—Caroline, ¿aceptas a este hombre, Marcello, como legítimo esposo?

—¡Sí, lo acepto! —dijo Caroline, con fervor.

—Y tú, Marcello, ¿aceptas a esta mujer, Caroline, como legítima esposa?

—No —dijo Polletti, en tono firme.

El sacerdote inclinó su Biblia. Polletti vio que el hombre empuñaba un Colt automático del calibre 45.

—Y tú, Marcello, ¿aceptas a esta mujer, Caroline, como legítima esposa? —repitió el sacerdote.

—Oh, claro que sí —dijo Polletti—. Lo único que quería era esperar unos cuantos días para que mis padres pudieran asistir a la boda.

—Volveremos a casarnos otra vez para tus padres —le aseguró Caroline.

Ego coniugo vos in matrimonio… —empezó el sacerdote.

Caroline le entregó rápidamente a Polletti un anillo, permitiendo así el intercambio de anillos en la clásica y antigua ceremonia que Polletti había encontrado siempre tan conmovedora. En el exterior, el viento del desierto gimió y se quejó; dentro, Polletti sonrió y no dijo nada.