Dentro de su cabaña prefabricada, Marcello estaba durmiendo plácida y profundamente. No oyó el leve chirrido de los goznes cuando la puerta se abrió cautelosamente. Ni vio el largo cañón que penetró a través de la abertura de la puerta.
El cañón apuntó a su cabeza. Se oyó un leve siseo y un chorro de gas apenas visible brotó de la boca del cañón. Inmediatamente, el sueño de Polletti se hizo todavía más profundo.
Transcurrieron unos segundos antes de que Caroline entrara en la cabaña. Tocó a Polletti ligeramente en el hombro, luego le sacudió. Polletti no se movió. Caroline regresó a la puerta y agitó una mano hacia el exterior. Luego volvió a sentarse en la cama al lado de Polletti.
La cabaña empezó a retemblar. En un momento determinado se inclinó bruscamente a un lado, y Caroline tuvo que sujetar a Polletti para que no cayera al suelo. Al cabo de unos instantes, la cabaña dejó de moverse.
Polletti seguía durmiendo. Caroline se dirigió hacia la puerta y la abrió. Pudo ver las calles de Roma deslizándose rápidamente junto a ella. Habría sido una impresión fantástica si Carolina no hubiera sabido que la cabaña, con Polletti y ella misma dentro, estaba atada a la plataforma de un remolque, que Martin estaba conduciendo hacia el Coliseo. Eran las ocho cuarenta y seis, exactamente. Caroline registró la cabaña, arregló unos cuantos detalles y luego se sentó al lado de Polletti.
Alrededor de media hora más tarde, Polletti se removió en la cama, se frotó los ojos y se incorporó.
—¿Qué hora es? —le preguntó a Caroline.
—Las nueve veintidós.
—Temo que he dormido más de la cuenta —dijo Marcello.
—No tiene importancia.
—Pero ¿tendremos tiempo para el ensayo? —preguntó Polletti.
—Estoy segura de que lo haremos perfectamente sin ensayarlo —dijo Caroline. Estaba muy seria y hablaba con voz tranquila, sin énfasis. Se apartó de Polletti y empezó a maquillarse la cara.
Polletti bostezó y alargó la mano hacia su teléfono. Luego se dio cuenta de que el cable estaba cortado. Caroline le contemplaba a través del espejo de su polvera. Polletti se desperezó, aparentemente tranquilo, y alargó la mano hacia su chaqueta, colgada en una silla próxima. Sacó cigarrillos y fósforos, y rozó el bolsillo de pecho: su revólver ya no estaba allí.
Encendió un cigarrillo y dirigió una cariñosa sonrisa a Caroline. Al no recibir ninguna respuesta volvió a reclinarse en la cama, dio una profunda chupada a su cigarrillo, y luego miró a uno y otro lado y encontró su pequeño simio electrónico en el suelo. Jugó un rato con él, y luego saltó rápidamente de la cama y cambió su pijama por un pantalón y una camisa deportivos. Se tendió de nuevo en la cama y cogió el mono.
Caroline no se había vuelto aún a mirarle. Seguía observándole a través del espejo de su polvera.
Polletti se desperezó otra vez sobre la cama.
—¿Sabes lo que estaba pensando? —le preguntó a Caroline—. Estaba pensando por qué no nos marchamos tú y yo a alguna parte… los dos solos. Podríamos vivir maravillosamente juntos, Caroline. Incluso podríamos casarnos, si lo considerases absolutamente necesario.
Caroline cerró su polvera y se volvió hacia él. Conservaba la polvera en su mano, con un dedo apoyado en la bisagra posterior. Sin duda era un arma, decidió Polletti. En la actualidad resultaba difícil encontrar algo que no fuera un arma.
—¿No te interesa mi proposición? —preguntó Polletti.
—Tus mentiras no me divierten —dijo Caroline.
Polletti asintió, jugando con su mono electrónico.
—Es posible que tengas razón —dijo—. He dicho muchas mentiras y he engañado a muchas personas durante mi vida. No por afición a mentir y a engañar, te lo juro; sólo por… las circunstancias. Pero quiero ser sincero contigo, Caroline. Puedo decir la verdad. Quizá puedo incluso demostrar mi sinceridad.
Caroline sacudió la cabeza.
—Es demasiado tarde.
—Te equivocas —dijo Polletti—. Tengo amigos que pueden responder por mí. Por ejemplo… —levantó el mono electrónico—, ¿conoces a Tommaso?
—Ese es el tipo de testigos de tu buena fe que tienes —dijo Caroline.
—Tommaso es un animalito muy sincero —dijo Polletti. Dejó el mono en el suelo de cara a Caroline. El simio electrónico avanzó hacia ella dando saltitos e intentó trepar por su pierna.
—No estoy interesada en él —dijo Caroline.
—No eres justa, Caroline. Mira lo cariñoso que es. Creo que le gustas, y Tommaso es muy selectivo en lo que respecta a sus amigos.
Caroline sonrió con un visible esfuerzo, levantó al mono y lo instaló en su regazo.
—Ráscale —sugirió Polletti—. Y también podrías acariciarle la nariz: le gusta mucho.
Caroline rascó al animal. Luego, cautelosamente, acarició su nariz.
El mono electrónico dejó de moverse. Simultáneamente, un panel se abrió de par en par en su pecho, dejando al descubierto un pesado revólver oculto en su interior.
—¿Sabías esto? —preguntó Caroline.
—Desde luego —dijo Polletti—. Del mismo modo que sé que eres mi Cazador.
Caroline le miró fijamente, desaparecida la sonrisa de su rostro.
—El revólver es una prueba de mi sinceridad —dijo Polletti—. Es una prueba de que quiero vivir contigo… de que no quiero matarte.
Caroline se mordió el labio. Con rostro inexpresivo, su mano apretó la culata del revólver dentro del mono electrónico.
En aquel preciso instante las paredes de la cabaña empezaron a temblar violentamente, y luego a alzarse lentamente en el aire. Caroline ni siquiera se molestó en contemplar aquel espectáculo anormal. Su mirada no se apartó del rostro de Polletti. Polletti, por su parte, contemplaba con visible deleite cómo se levantaban las paredes, poco a poco, revelando hileras de ruinas a mediana distancia.
—Es maravilloso, Carolina —dijo—. Absolutamente maravilloso.
Ahora, la parte superior de la cabaña se elevó definitivamente. Mirando hacia el cielo, Polletti pudo ver cómo desaparecía la cabaña en dirección sur-sudoeste, atada a un cable de Nylorex y colgando de un helicóptero pintado de rojo, blanco y beige: los colores de la UUU Teleplex Ampwork. Y a su alrededor, hilera sobre hilera de ruinas, se erguían las gradas del Coliseo.
Las cámaras entraron en acción, manejadas por hombres que llevaban gorros de jugadores de béisbol. Los micrófonos se agitaron sobre la cabeza de Marcello como un racimo de plátanos surrealistas. Las Roy Bell Dancers recibieron una señal convenida. Parpadearon unas luces rojas como malignos ojos de Cíclopes, y pudo oírse la voz de Martin ladrando órdenes en una jerga tan técnica que sólo Chet era capaz de entenderla y transmitirla a sus destinatarios.
Polletti contemplaba aquel espectáculo dentro de un espectáculo sin saber si debía dar crédito o no a sus ojos. Se volvió hacia Caroline y le preguntó en tono casual:
—¿Tengo que pronunciar algunas palabras por el micrófono?
Caroline le miró con ojos semejantes a obsidiana lechosa.
—Sólo tienes que hacer una cosa: ¡morir!
Ahora le apuntaba con un revólver. Era el revólver de Polletti, que había sacado del bolsillo de su chaqueta dentro de la cabaña.
La orquesta (para esta ocasión había sido contratada especialmente la Filarmónica de Zagreb) estalló en un alegre y ominoso pasodoble. Las Roy Bell Dancers dejaron de discutir sobre aerosoles para los cabellos e iniciaron una meliflua y peligrosa danse du ventre. Los hombres de las cámaras entraron en plena actividad.
Se emitieron más señales. Desde su lugar de espera debajo de un arco en ruinas, un ayudante uniformado avanzó empujando un carrito conteniendo una tetera y una taza de té, todo real a excepción del vapor preempaquetado que brotaba de la taza. En su camino, el ayudante casi tropezó con una mujer delgada, morena, elegante, vestida exquisitamente aunque de un modo algo teatral, con los ojos grandes, negros y brillantes de un lobo hambriento.
«Una típica homicida paranoide esquizofrénica, pero con rasgos retozones», murmuró el ayudante para sí mismo, sin saber que la mujer era Olga, y que su diagnóstico de ella contenía más verdad que poesía, y más realidad que ingenio.
—¡Té! —observó Polletti, cuando el ayudante llegó junto a él—. ¿Tengo que bebérmelo?
—Se lo beberá ella —susurró el ayudante—. Usted debe limitarse a permanecer aquí y morir bien y no hacerse el listo.
El ayudante dio media vuelta y se marchó; tenía un verdadero espíritu profesional, y odiaba a los que se tomaban las cosas a la ligera.
—¡El Terrible té del Tío Ming! —gritó un locutor desde otra parte del Coliseo—. Sí, damas y caballeros, el Terrible Té del Tío Ming es el único té que le adora a uno por sí mismo, el único té que se casaría alegremente con uno y produciría innumerables bolsitas de té si el Tío Ming se lo permitiera…
Polletti rio de buena gana. No había oído nunca aquel anuncio, que el año anterior había ganado la triple corona de laurel del Consejo Publicitario por su adecuación, buen gusto, humor, originalidad y otras muchas virtudes.
—¿Qué es lo que te divierte tanto, Marcello? —preguntó Caroline, siseando las palabras como una venenosa víbora moteada del Borneo central.
—Todo es divertido —dijo Polletti—. Te he dicho que te amo, que quiero casarme contigo; y tu respuesta es el deseo de matarme. ¿No te parece una situación cómica?
—No —dijo Caroline—. No, si tus palabras son sinceras.
—Desde luego que lo son —dijo Polletti—. Pero no permitas que esa nimiedad se interponga en tu camino.
—… y así, desde las profundidades de su torturada y desesperada pasión, el Terrible Té del Tío Ming le grita: «¡Bébame, señor Cliente, bébame, bébame, bébame!» —terminó el locutor. Su mensaje fue seguido por un momento de incredulidad del aturdido auditorio (enlatada), y luego por unos tímidos aplausos (enlatados), y finalmente por una ensordecedora ovación (enlatada) del auditorio.
—¡Doble manecilla para el chasquido! —gritó Martin.
—Diez segundos para el disparo —tradujo Chet—. Nueve, ocho, siete…
Caroline permaneció inmóvil como una estatua, salvo por los temblores de tensión que discurrían a lo largo de su brazo derecho y que transmitían al cañón del revólver que empuñaba fuertemente una vibración apenas perceptible.
—… seis, cinco, cuatro…
Polletti permanecía impasible, aunque la sonrisa que afloraba a su rostro revelaba lo mucho que le divertía el drama humano en el cual, inesperadamente, figuraba como protagonista. (La sonrisa revelaba también una paciencia poco corriente, un sentido innato de lo espectacular, y una patética fibra de carne de vaca entre sus caninos tercero y cuarto).
—… tres, dos, uno… ¡Fuego!
Caroline se estremeció a través de todo su ser ante la tremenda irreversibilidad del momento. Alzó su revólver lentamente, temblorosamente, como un sonámbulo maníaco despertado en una pesadilla. Apuntó el revólver a la cabeza de Polletti, centrándolo un par de centímetros encima de sus cejas. Instintivamente, apoyó el dedo en el gatillo.
—¡Chasquido! ¡Chasquido! —gritó Martin.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó Chet, traduciendo.
—¡Ejecución inmediata! —rugió Martin.
—¡Dispara ahora! —rugió Chet, traduciendo.
Pero nada se movió en el cuadro asesino. La tensión del momento era casi indescriptible. De hecho, el susceptible y joven Colé se desmayó; Chet sufrió una parálisis temporal (aunque no por ello menos dolorosa) del bíceps, tríceps y extensores laterales del brazo derecho; e incluso Martin, profesional endurecido como el que más, notó una acidez en su garganta que reconoció como síntoma inconfundible de un próximo ataque de ardor de estómago.
Directores y técnicos esperaron; las Roy Bell Dancers y la Filarmónica de Zagreb esperaron; los espectadores del mundo entero esperaron, a excepción de unos cuantos que se habían marchado a la cocina a tomarse una cerveza. Polletti esperó; y Caroline, desgarrada por la indecisión y destruida por la ambigüedad, se encontró a sí misma esperando que ella misma actuara.
Resulta difícil calcular cuanto tiempo podría haberse prolongado aquella situación; pero súbitamente, un elemento imponderable hizo acto de presencia: Olga salió corriendo de debajo de un arco, se abrió paso a través de la pequeña multitud de técnicos ansiosos, se encaramó al suelo de la cabaña y arrancó el revólver de la mano de Caroline.
—¡De modo, Marcello —dijo Olga—, que vuelvo a encontrarte con otra mujer!
No hubo ninguna respuesta a aquella afirmación lunática que, como suele suceder frecuentemente con las afirmaciones de los locos, contenía cierta parte de verdad subterránea.
—¡Olga! —gritó Polletti, tratando inútilmente de explicar lo inexplicable.
—¡Hacerme esto a mí después de doce años de espera! —exclamó Olga. Y alzó el revólver, apuntando a un lugar situado aproximadamente a unos dos centímetros encima de las cejas de Polletti.
—¡Por favor, Olga, no dispares! —suplicó Polletti—. Será peor para ti si lo haces. Podemos hablar de esto de un modo racional…
—¡Hoy ya he sostenido una conversación racional… con Lidia! —declaró Olga—. Tu exesposa admitió que había llegado la anulación… no hoy, no ayer, sino hace tres días.
—Lo sé, lo sé —dijo Polletti—. Pero puedo explicarlo todo…
—¡Entonces, explica esto! —gritó Olga, y apretó el gatillo.
El arma ladró con mortífera autoridad. Olga abrió la boca, asombrada, se llevó una mano vacilante a la región cordial, mirando con ojos incrédulos la sangre que manchaba sus dedos, y luego se desplomó, tan muerta como un pterodáctilo en una caja de cristal.
—Esto resultará difícil de explicar —admitió Polletti.
Caroline se sentó en la cama y se agarró la cabeza con las manos. Colé volvió en sí de su desmayo y pensó con orgullo: «Caramba, me he desmayado de veras». Chet desconectó todas las cámaras y conectó un telefilme guardado en reserva, por si se producía algún fallo. «El Gran Espectáculo Televisivo de 1999», protagonizado por Le Mar deVille, Roger Roger y Lassie. Martin se acercó a la cabaña, se hizo cargo de todo con una sola ojeada y preguntó:
—¿Qué es lo que pasa aquí?
Llegó un agente de policía, no logró hacerse cargo de todo con una sola ojeada, y preguntó:
—¿Quién es el Cazador, por favor?
—Soy yo —dijo Caroline, entregando su tarjeta de identificación pero sin levantar la mirada.
—¿Y quién es la Víctima?
—Soy yo —dijo Polletti, entregando también su tarjeta.
—Entonces, ¿esta mujer muerta no formaba parte de la Caza?
—No —dijo Polletti.
—En tal caso, ¿por qué la ha matado?
—¿Yo? Yo no he matado a nadie —dijo Polletti. Se inclinó y recogió el revólver—. Mire —le dijo al agente, y le mostró la pequeña abertura inmediatamente debajo del percutor.
—No veo nada anormal —dijo el agente.
—Ese orificio es el verdadero cañón del revólver —dijo Polletti—. El arma dispara hacia atrás, ¿comprende? Lo inventé yo, y lo construí yo mismo.
Caroline se puso en pie rápidamente y miró a Polletti.
—¡Bestia! —gritó—. ¡Planeaste que te robara ese revólver de tu chaqueta! ¡Querías que me apoderase de él para que me matara a mí misma!
—Sólo si se te ocurría la idea de matarme a mí —puntualizó Polletti.
—¡Palabras, palabras! —le gritó Caroline—. ¿Cómo puedo creer nada de lo que me digas?
—Discutiremos eso más tarde —le aseguró Polletti—. Amor mío, existe una explicación muy sencilla para todo esto…
—La cual —le interrumpió bruscamente el policía— debió exponerme a mí, antes de insultar a esta joven con su absurda payasada. —Sonrió galantemente a Caroline, que le miró con el ceño fruncido.
—Antes que nada informaré al cuartel general —dijo el agente, sacando su radio portátil de su cinturón—, y luego espero oír algunas respuestas.
Sin embargo, nada de todo aquello se tradujo en hechos, ya que el policía se encontró brusca y desesperadamente comprometido en la tarea de mantener una leve apariencia de orden.
Primero fueron los turistas, varios millares de los cuales habían irrumpido a través del cordón de vigilancia establecido en el exterior del Coliseo, y todos los cuales estaban decididos a enterarse de lo que ocurría y obtener una foto del acontecimiento. Pisándoles los talones a los turistas llegaron los abogados, varias docenas de ellos, que amenazaban con presentar demandas contra Polletti, Caroline, la UUU Teleplex Ampwork, Martin, Chet, las Roy Bell Dancers, Colé, la policía de Roma y otras partes sin especificar. Finalmente, se presentaron seis funcionarios de la Caza Internacional, los cuales exigieron que Caroline y Polletti fuesen detenidos, por si procedía acusarles de no-asesinato injustificado.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo el abrumado policía—, lo primero es lo primero. Arrestaré al supuesto Cazador y a su supuesta Víctima… ¿Dónde están?
—Estaban aquí hace un momento —dijo Colé—. ¿Sabe una cosa? Antes me he desmayado…
—Pero ¿dónde están ahora? —preguntó el policía—. ¿Por qué no había nadie vigilándoles? ¡Pronto, controlen todas las salidas! ¡No pueden haber llegado muy lejos!
—¿Por qué no pueden haber llegado muy lejos? —preguntó Colé.
—¡No me provoque! —rugió el policía—. ¡Pronto descubriremos si han llegado muy lejos!
Y lo descubrió pronto… aunque no lo bastante pronto.