XVI

Era noche profunda en el Coliseo; una noche negra e inolvidable, pegándose como algas a las antiguas piedras, con su espantosa integridad rota únicamente por varios arcos voltaicos que hacían el lugar más brillante que si fuera de día.

Abajo, sobre la arena bebedora de sangre, media docena de técnicos permanecían junto a sus cámaras. Las Roy Bell Dancers, sobre una plataforma especial a la izquierda del centro, descansaban después de su último ensayo, y hablaban de los sistemas para evitar que se partieran las puntas de los cabellos. No lejos de ellas, en un sofá a motor lleno de controles e instrumentos, Martin estaba sentado y efectuaba una revisión final de los ángulos de las cámaras. Había abandonado el Salón de Baile Borgia para trasladarse a este nuevo Puesto de Mando. Tenía un delgado cigarrillo negro agarrado entre sus dientes. Ocasionalmente alzaba una mano y se frotaba los llorosos ojos.

Chet estaba sentado detrás de él ante una mesita. El hecho de que estuviera haciendo solitarios revelaba la terrible tensión nerviosa a que estaba sometido.

Colé estaba sentado inmediatamente detrás de Chet. El hecho de que estuviera dormitando en su silla revelaba la terrible tensión nerviosa a que él estaba sometido.

Colé despertó bruscamente, se frotó los llorosos ojos y dijo:

—¿Dónde está Caroline? ¿Por qué no nos informa?

—Tómatelo con calma, muchacho —dijo Martin, sin mirar a su alrededor. El hecho de que estuviera revisando todos los ángulos de sus cámaras por enésima vez revelaba que no era inmune a las ansiedades de otros hombres inferiores.

—¡Ya tendría que haber transmitido algún informe! —insistió Colé—. ¿Supones…?

—No supongo nada —dijo Martin, y ordenó a la Cámara Tres que retrocediera treinta milímetros.

—Sota negra sobre caballo rojo —le indicó Colé a Chet.

—Vamos a suponer que no metes las narices en mis asuntos personales, ¿quieres? —dijo Chet suavemente, pero con evidente violencia contenida.

—Calma, muchachos —murmuró Martin en tono tranquilizador. Conductor de hombres innato, sabía por instinto cuándo era el momento de las palabras serenas en vez de las órdenes furiosas. Impasible, ordenó a la Cámara Uno que modificara su inclinación en treinta milímetros.

—¡Pero Caroline tendría que haber transmitido ya algún informe! —dijo Colé—. No ha informado desde que llegó a la playa de Los Ocasistas. ¡Y eso fue hace seis o siete horas! ¡Y no ha contestado a nuestras llamadas! ¡Puede haber ocurrido cualquier cosa, os lo digo yo! ¿Creéis…?

—Procura dominarte —dijo Martin fríamente.

—Lo siento —dijo Colé, alzando sus temblorosas manos hasta su pálido rostro y frotándose los doloridos ojos—. Es la tensión, la espera… Estoy bien. Y estaré perfectamente cuando empiece la acción.

—Desde luego, muchacho —dijo Martin—. La espera nos afecta a todos. —Ladró en su micrófono—: ¡Mantenga esa inclinación, Cámara Uno, y retroceda exactamente treinta milímetros!

—Dos rojo sobre tres negro —le indicó Colé a Chet.

Chet no contestó. Había decidido asesinar a Colé inmediatamente después de conseguir que Martin fuese despedido. Había decidido también asesinar al señor Fortinbras y a Caroline, y a su cuñado de Kansas City, Missouri, el cual le acogía invariablemente con un alegre: «¿Qué tal anda el fabricante de imágenes?». Y también…

La puerta del sofá a motor se abrió y entró Caroline.

—Hola, muchachos —dijo jovialmente.

—Hola, nena —dijo Martin en tono casual—. ¿Cómo van las cosas?

—Suaves como el acrilan —respondió Caroline—. Localiza al individuo, y luego hablé con él, y está de acuerdo en la entrevista de mañana.

—¿Muchos problemas? —preguntó Chet suavemente.

—Ninguno. No tuve que esforzarme demasiado para convencerle, fue un trato comercial rápido: quinientos dólares por anticipado, y otros quinientos por la mañana, antes de que empiece la entrevista.

—Magnífico, estupendo, maravilloso —dijo Martin—. Pero ¿qué hiciste después? Me refiero a que tenías que haber transmitido tu informe hace cinco horas, y naturalmente estábamos preocupados por ti.

—Bueno —dijo Caroline—, empecé a marcharme, pero luego decidí estudiarle un poco más. De modo que retrocedí y le pedí que me invitara a tomar una copa, y después fuimos a una pequeña playa encantadora, y allí hablamos y contemplamos las estrellas.

—Estupendo. —Martin sonrió, desarrollando un tic nervioso en la comisura de su ojo izquierdo—. ¿Y qué conclusión sacaste de él, eh?

—Es un hombre maravilloso —dijo Caroline con aire soñador—. Pero, verás, ha estado tratando de obtener la anulación de su matrimonio durante doce años, y durante ese tiempo ha estado viviendo con una loca llamada Olga, y ahora que finalmente ha obtenido la anulación, no quiere casarse con Olga.

—Muy interesante —dijo Martin.

—De hecho, no quiere casarse con nadie —dijo Caroline—. Ni siquiera quiere casarse conmigo.

Chet se sobresaltó hasta el punto de que dejó caer sus naipes.

—Eh, ¿qué es esto? —preguntó.

—Supongo que tal vez podrías llamarlo algo parecido al amor —dijo Caroline.

—¿Qué diablos significa, amor? —preguntó Chet—. Tu contrato te prohíbe enamorarte mientras no hayas completado tu Décimo Asesinato, y te prohíbe explícitamente enamorarte de tu Víctima.

—El amor —dijo Caroline en tono helado— existía mucho antes que los contratos.

—Los contratos —dijo Martin torvamente— tienen mucha más fuerza coercitiva que el amor. Oye, nena, no irás a dejarnos en la estacada, ¿verdad?

—No lo creo —dijo Caroline—. Marcello me dijo que me amaba también, pero si no se casa conmigo creo que prefiero verle muerto.

—Te comprometiste a hacerlo —dijo Martin—. Recuérdalo. ¿De acuerdo, nena?

—No es probable que lo olvide —dijo Caroline fríamente—. Pero ¿supones…?

—Yo no supongo nada —dijo Martin—. Mira, ¿qué te parece si nos acostamos todos un rato, para estar frescos y descansados para el asesinato de mañana por la mañana? ¿De acuerdo? De acuerdo.

Todos asintieron. Martin dio las órdenes, y los arcos voltaicos se apagaron lentamente. Los hombres de las cámaras y las danzarinas se marcharon. Los últimos en salir fueron Martin, Chet, Colé y Caroline. Subieron al Roadrunner XXV alquilado por Martin y se dirigieron a su hotel.

La noche negra e impenetrable se extendía sobre el Coliseo, taladrada sólo muy ocasionalmente por los rayos de una luna cornuda y gibosa que se ocultaba entre nubes. Las antiguas rocas supuraban silencio, y una sensación de muerte inminente se alzaba como un miasma invisible de las arenas empapadas en sangre.

De pronto apareció Polletti debajo de un arco. Su rostro tenía una expresión severa y furiosa. Detrás de él apareció Gino.

—¿Y bien? —inquirió Polletti.

—Es evidente —dijo Gino—. Ella es tu Cazadora. No cabe la menor duda.

—Desde luego. Yo estaba seguro de ello cuando me siguió hasta la playa. Esto es una simple confirmación. ¡Un asesinato rodeado de la mayor publicidad… el estilo norteamericano!

—He oído decir que ahora lo están haciendo así en Milán —dijo Gino—. Y, desde luego, los Cazadores alemanes, particularmente en el Ruhr…

—¿Sabes lo que me dijo anoche? —inquirió Polletti—. Me dijo que me amaba. Y todo el tiempo estaba planeando asesinarme.

—La falsedad de la mujer es proverbial —dijo Gino—. ¿Qué le dijiste tú a ella?

—Le dije que la amaba, desde luego —respondió Polletti.

—¿La amabas, por casualidad?

Polletti meditó largo rato. Finalmente, dijo:

—Resulta extraño, pero Caroline es realmente encantadora. Es una muchacha adorable, tímida en muchos sentidos…

—Ha asesinado a nueve hombres —le recordó Gino.

—En justicia, no puede esgrimirse ese argumento contra ella —dijo Marcello—. Eso es simplemente una manifestación de la época.

—Tal vez estés en lo cierto —dijo Gino—. Pero ¿qué vas a hacer, Marcello?

—Llevaré a cabo el contraasesinato, exactamente tal como lo había planeado —dijo Polletti—. El único problema estriba en si Vittorio habrá sido capaz de disponer a tiempo de alguna publicidad.

—No confíes demasiado en ello. Le avisaste muy tarde —dijo Gino.

—La cosa ya no tenía arreglo —dijo Polletti—. De todos modos, creo que podrá conseguirme un par de patrocinadores, al menos.

—Probablemente —asintió Gino—. Pero, Marcello, ¿qué pasará si ella sospecha que te has enterado? Tiene una gran organización detrás suyo, dinero, poder… Tal vez deberías limitarte a matarla a la primera oportunidad y no correr ningún riesgo.

Polletti sacó un revólver del bolsillo de su chaqueta, revisó la carga y volvió a guardárselo.

—No te preocupes —le dijo a Gino—. Ella vendrá a mi cabaña a las nueve de la mañana para un ensayo. ¿No te suena eso como si ella sospechara que yo sospecho de ella?

—No lo sé —dijo Gino—. Lo único que sé es que la falsedad de las mujeres es proverbial.

—Desde luego —dijo Polletti—. Pero lo mismo podría decirse de la falsedad de los hombres… Todo saldrá tal como lo había planeado. Aunque me gustaría que Caroline fuese menos adorable.

—Lo adorable de las mujeres —afirmó Gino— es lo que nos expone a su falsedad.

—Supongo que sí —dijo Polletti—. En fin, voy a regresar a la cabaña. Necesito dormir un poco. Asegúrate de que Vittorio se asegura de que todo esté en orden.

—Lo haré —dijo Gino—. Buenas noches, Marcello… y buena suerte.

—Buenas noches —dijo Marcello.

Se separaron. Marcello subió a su automóvil y regresó a la playa, y Gino se dirigió al más cercano de los cafés abiertos toda la noche.

Y ahora, por fin, el Coliseo quedó desierto. La luna se había desvanecido y todo era oscuridad. Había brotado una leve bruma, y sobre las arenas sangrientas parecían moverse unas borrosas figuras, como si fueran los fantasmas de gladiadores muertos hacía muchos siglos. Una brisa suspiró a través de los asientos vacíos, como la voz de un Emperador muerto hacía otros tantos siglos, murmurando: «¡Acaba con él!». Y luego, brotando de la ambigua lobreguez del este, pudieron adivinarse las primeras claridades del alba.

Un incierto nuevo día había empezado.