Polletti cambió su túnica por sus ropas de calle y luego se sentó durante diez minutos contemplando su dedo índice derecho. Hasta entonces no se había dado cuenta de que era dos centímetros más largo que su dedo anular derecho. El descubrimiento de esta asimetría, que en cualquier otro momento podría haberle divertido, ahora sirvió solamente para enfurecerle. Y su furor, a su vez, sirvió solamente para deprimirle, y para producir en su mente imágenes de guillotinas digitales, hachas de filo mellado, yataganes en espiral, hojas de afeitar manchadas de sangre…
Sacudió la cabeza violentamente, lucho por dominarse y se tragó una dosis completa de Infradex, una droga que mitigaba las reacciones de las drogas. Al cabo de unos segundos se encontraba en su estado de ánimo normalmente deprimido. Esto le alegró considerablemente, y salió de la cabaña sintiéndose casi ecuánime.
Fuera, en la semioscuridad, algo o alguien tocó su manga. Los reflejos rápidos como el rayo de Polletti entraron en acción, y giró en la Maniobra Defensiva Número Tres, Primera Parte. Simultáneamente, su mano derecha salió disparada hacia la funda de su revólver. Por desgracia, tuvo la mala suerte de tropezar con la raíz de un ciprés. Su mano erró la culata del arma por sólo 1,6 centímetros, y, sólo consiguió rasgarse la chaqueta mientras caía pesadamente al suelo.
De modo que era así como ocurría, pensó Polletti. Un momento de descuido, y la muerte largamente esperada llegaba al fin… ¡Inesperadamente! En aquellos instantes de agonía, indefenso sobre el quebrado suelo, Polletti se dio cuenta que no era posible ninguna preparación para la propia muerte. La muerte tiene demasiada experiencia en pillar a los hombres desprevenidos, en hacer trizas sus actitudes y sus posturas.
Lo único que cabía hacer era morir con dignidad. En consecuencia, Polletti secó un hilillo de baba de sus labios, estranguló un eructo indigno y sonrió con irónica aceptación.
—Cielos —dijo Caroline—, no me proponía sobresaltarle… ¿Se ha hecho usted daño?
—Nada se ha lastimado, salvo mi propia estimación —dijo Polletti, poniéndose en pie y sacudiendo el polvo de sus ropas—. No debe usted tocar a una Víctima así, por sorpresa: podría haberla matado.
—Supongo que hubiera podido hacerlo —dijo Caroline—, si hubiese podido sacar su arma sin caerse. Es usted más bien torpe, ¿no es cierto?
—Sólo cuando pierdo el equilibrio —replicó Polletti con dignidad—. ¿Le importaría decirme por qué está rondando por aquí?
—Resulta un poco difícil de explicar —dijo Caroline.
—Comprendo —dijo Polletti, sonriendo cínicamente.
—No, no es lo que usted piensa. —Desde luego que no— dijo Polletti, sonriendo más cínicamente todavía.
—Quería hablar con usted, simplemente.
Polletti asintió irónicamente y sonrió más cínicamente que nunca; luego, dado que detestaba las actitudes extremistas, se encogió de hombros y murmuró:
—De acuerdo, no me importa, vamos a hablar.
Anduvieron juntos a lo largo de la plateada franja de playa. Empezaba a anochecer; detrás de ellos el cielo oriental era azul-negro, como una gran magulladura purpurina en el blando y blanco bajo vientre del firmamento. Hacia el oeste, los pálidos colores dejados por el sol poniente se hundían irresistiblemente en las olas aceradas del Mar Tirreno. Un leve brillo de estrellas era visible ya contra la invasora oscuridad hacia el sur.
—Qué estrellas más bonitas —dijo Caroline con desacostumbrada timidez—. Especialmente aquella pequeña de allí, a la izquierda.
—Esa es U. Cephei —dijo Polletti—. Es una binaria, en realidad, y su estrella principal es una espectral tipo B, que corresponde a una temperatura de superficie de unos quince mil grados.
—No sabía eso —dijo Caroline, sentándose en la arena.
—La pequeña compañera de U. Cephei —continuó Polletti— tiene una temperatura de superficie de sólo seis mil grados, grado más grado menos. —Se sentó al lado de Caroline.
—Eso es triste, en un sentido —dijo Caroline.
—Sí, supongo que lo es, en un sentido —dijo Polletti. Se sentía extrañamente aturdido. Tal vez era debido a que la estrella que él había identificado con tanta seguridad como U. Cephei era en realidad Beta Perseo, conocida también como Algol, la Estrella Demonio, cuyo efecto otoñal sobre ciertos temperamentos es suficientemente conocido.
—Las estrellas son agradables —dijo Caroline. Era la clase de afirmación que normalmente Polletti hubiera considerado vulgar, pero que ahora encontró deliciosa.
—Sí, supongo que son agradables —dijo—. Me refiero a que resulta agradable tenerlas ahí todas las noches.
—Sí —dijo Caroline—. Resulta muy agradable.
—Resulta realmente agradable —convino Polletti. Luego se controló a sí mismo y dijo—: Oiga, no hemos venido aquí a contemplar las estrellas… ¿De qué quería hablar conmigo?
Caroline no contestó en seguida Estaba mirando pensativamente al mar. Un largo bucle de cabellos rubios había caído a través de su mejilla, suavizando y enmarcando la exquisita línea de su rostro. Con expresión soñadora, cogió un puñado de arena y dejó que se deslizara a través de sus largos y esbeltos dedos; y Polletti, a pesar de su cinismo, sintió una súbita e irracional punzada de sentimiento en lo más íntimo de su ser. Absurdamente, se descubrió a sí mismo recordando una casita en las colinas encima de Perugia, y una mujer rolliza y sonriente, de cabellos grises, de pie en el umbral cubierto de enredaderas con un botijo en la mano. Había visto aquella figura maternal una sola vez, en una tarjeta postal que Vittorio le había enviado. Entonces no le había producido ninguna impresión; pero ahora…
Caroline se volvió a mirarle, y sus grandes ojos color violeta reflejaron el último resplandor rosáceo del ocaso. Polletti tembló, aunque la temperatura al nivel del mar era de 25 grados y soplaba una brisa salobre del sudoeste de ocho kilómetros por hora.
—Quería saber algo acerca de usted —dijo Caroline sencillamente.
Polletti consiguió reír.
—¿De mí? Soy un tipo de hombre muy corriente, y he vivido una existencia muy típica.
—Hábleme de ella —dijo Caroline.
—No hay nada que contar, en realidad —dijo Polletti; pero se descubrió a sí mismo hablando de su infancia; de sus primeras experiencias juveniles en crimen y sexo; de la confirmación de su virilidad; de su apasionamiento por la serena y optimista Lidia: un apasionamiento que el matrimonio había transformado en crescendo de hastío; de su encuentro y subsiguiente vida en común con Olga, cuyo desenfreno héctico había sabido demasiado tarde que se debía a una inestabilidad congénita más que a una apasionada independencia de carácter.
Caroline comprendió inmediatamente que, para Polletti, la experiencia había aportado solamente el residuo más amargo del placer que es la verdadera esencia del desencanto. Ciertos deleites, que en su juventud le habían parecido únicos e inalcanzables, habían resultado ser, después de adquiridos, infinita y horriblemente repetibles. Y ello le había inducido a envolverse a sí mismo en aquella civilizada capa gris del tedio que algunos dicen que no es más que el reverso del abigarrado ropaje de la esperanza. Era triste, pensó Caroline; pero no irrevocable, seguramente.
—Y eso es todo —dijo Polletti, un poco a la defensiva. Se daba cuenta de que había estado charlando como un lunático adolescente. Pero se recordó severamente a sí mismo que la cosa no tenía importancia, que no le importaba lo que Caroline pensara de él.
Caroline no dijo absolutamente nada. Estaba vuelta hacia él, con su rostro oculto y misterioso en la pegajosa oscuridad, y un leve nimbo de luz de las estrellas contorneaba sus cabellos. Se inclinó casi imperceptiblemente hacia Polletti, y su cuerpo suavemente curvilíneo y su rostro imaginado parecieron arquetípicos más que individuales. Era quizás una gran belleza; pero la oscuridad la hacía más adorable aún a través de la imaginación de Polletti.
Marcello se removió, inquieto. Se recordó a sí mismo que los desilusionados, a través de la misma especialización de sus actitudes, son frecuente y peculiarmente propensos al mito del romance. Encendió un cigarrillo y dijo:
—Marchémonos de aquí. Tal vez podríamos ir a tomar una copa a alguna parte.
Sus palabras pretendían romper el hechizo. Pero no lo consiguieron, porque Algol seguía ardiendo en el cielo meridional. Caroline dijo, con voz apenas más audible que el suave murmullo de las olas:
—Marcello, creo que te amo.
—No sea absurda —dijo Polletti, tratando de dominar una anticipación de éxtasis por medio de una manifestación de enojo.
—Te amo —dijo Caroline.
—Olvídelo —dijo Polletti—. Esta escena en la playa es muy agradable, pero no debemos dejarnos arrastrar por ella.
—Entonces, ¿tú también me amas?
—Eso no importa —dijo Polletti—. En este momento podría decir casi cualquier cosa, y creerla… pero sólo momentáneamente. Caroline, el amor es un juego maravilloso que empieza como una diversión y termina en matrimonio.
—¿Tan malo es eso?
—En mi experiencia, sí, muy malo —dijo Polletti—. El matrimonio mata al amor. Nunca me casaré contigo, Caroline. Nunca volveré a casarme con nadie. Considero la institución matrimonial como una farsa, una parodia de relaciones humanas, una absurda trampa que nos tendemos nosotros mismos…
—¿Por qué tienes que hablar tanto? —le preguntó Caroline.
—Soy locuaz por naturaleza —dijo Polletti. Súbitamente le pareció muy lógico estar estrechando a Caroline entre sus brazos—. Te quiero mucho —le dijo—. Te adoro, Caroline, contra todos mis mejores instintos.
La besó, tiernamente al principio, luego con creciente pasión. Descubrió que la amaba realmente, y esto le sorprendió, le deleitó y le entristeció. Ya que el amor, tal como él lo conocía, era una aberración, una forma de locura temporal, un estado de autosugestión que duraba muy poco.
El amor era un estado que un hombre juicioso evitaría prudentemente. Pero Polletti nunca se había considerado a sí mismo como un hombre juicioso, y la prudencia no figuraba entre sus virtudes. Era descaradamente indulgente consigo mismo… lo cual era en sí una posible forma de buen criterio. O al menos eso esperaba.