Polletti se dirigió hacia el norte por la antigua carretera de Civitavecchia, pegada a la costa, dejando atrás una interminable hilera de cipreses a su derecha y una playa rocosa a su izquierda. El estado de ánimo de Polletti podía deducirse del hecho de que tenía el acelerador de su Buick-Olivetti XXV pisado a fondo, y no pensaba detenerse ante ningún obstáculo, animado o inanimado. El hecho de que el asmático automóvil no fuera capaz de superar los sesenta kilómetros por hora no empequeñecía el gesto de Polletti ni lo hacía menos sincero.
Finalmente llegó a una extensión de playa rodeada por una cerca de alambre. Había una verja, y encima de ella un letrero: LOS OCASISTAS. Un empleado se adelantó y abrió la verja de par en par con unas muestras de deferencia tan grandes como ridículas. Polletti inclinó ligeramente la cabeza y entró en el recinto.
Se detuvo delante de una pequeña cabaña prefabricada. Más allá de la cabaña había una tribuna, parcialmente llena de cuerpos de mediana edad pertenecientes a personas de ambos sexos. Más allá de la tribuna estaba el mar, y encima mismo del borde del agua la roja esfera del sol. Polletti consultó su reloj. Eran las seis cuarenta y tres de la tarde. Entró en la cabaña.
En el interior se encontraba su socio, Gino, sentado delante de una mesa y revisando una columna de cifras.
—¿Cuántos esta vez? —preguntó Polletti.
—Catorce mil doscientos treinta y tres clientes de pago —dijo Gino—. También cinco polizontes, veintitrés boy scouts y seis sobrinos de Vittorio, todos sin pagar.
—Tendremos que llamarle la atención a Vittorio —dijo Marcello—. Una cosa es la amistad y otra el negocio… —Se sentó en una silla plegable—. ¿Sólo catorce mil? Eso apenas paga el alquiler de la tribuna.
—No es como antes —asintió Gino—. Recuerdo cuando…
—Olvídalo —dijo Polletti—. ¿Has comprobado que ninguno de ellos lleve armas?
—Desde luego —dijo Gino—. No quisiera que te alcanzaran en pleno trabajo.
—Yo tampoco —dijo Polletti, mirando lúgubremente al espacio.
Siguió un breve e incómodo silenció. Finalmente, Gino dijo:
—Son las seis cuarenta y siete, Marcello.
—¿De veras? —replicó Polletti en tono mordaz.
—Tienes que salir en seguida. Te quedan menos de cinco minutos. ¿Cómo te sientes?
Polletti no pudo encontrar palabras para expresar su estado de ánimo, de modo que se limitó a hacer una mueca bestial.
—Lo sé, lo sé —dijo Gino comprensivamente—. Así es como acostumbras a sentirte, especialmente cuando se acerca el momento de salir. Pero nosotros podemos acabar con esos sentimientos indeseables, ¿verdad? Vamos, trágate esto.
Le entregó a Polletti un vaso de agua y una diminuta píldora roja. Polletti sabía por larga experiencia que era Limnio, una de las nuevas drogas destinadas a aislar y potenciar el llamado factor «expansibilidad» en la psique humana.
—No lo quiero —dijo Polletti, pero se lo tragó.
Luego, resignadamente, se tragó una píldora de color púrpura con franjas blancas de Gneia-IIa, el recientemente modificado evocador de carisma desarrollado por I. J. Farben. Luego llegó una esfera dorada de Dharmaoid, el agente de propincuidad-percepción-reducción desarrollado en los Laboratorios Hyderabad, y luego una ampolla de Lacchrimol, de efectos cuidadosamente retardados para que las lágrimas brotaran en el momento preciso, ni un segundo antes ni un segundo después, y finalmente una cápsula de Hyperbendex, el más moderno potenciador de la potencia psíquica.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó Gino.
—Dispuesto a todo —dijo Polletti. Frunció los labios y consultó su reloj. Luego, mientras los diversos ingredientes actuaban, saltó de la silla plegable y corrió hacia un pequeño tocador situado en un rincón de la cabaña. Allí se puso su traje de faena, una sencilla túnica Redención de plástico blanco, colgó alrededor de su cuello una medalla de latón imitando una placa solar maya de oro, y colocó una rizada peluca rubia sobre sus negros cabellos.
—¿Qué aspecto tengo? —gritó.
—Grandioso, Marcello, grandioso —dijo Gino—. De hecho, nunca habías tenido un aspecto tan grandioso como ahora.
—¿Lo dices de veras? —preguntó Marcello.
—Lo juro por lo que más quiero —dijo Gino, como decía siempre. Consultó su reloj—. ¡Falta menos de un minuto! ¡Ve a darles lo que esperan, Marcello!
—Creo que esta noche estaré sensacional —dijo Marcello, y echó a andar majestuosamente hacia la puerta. Gino le contempló mientras salía, y notó un pequeño latido en su garganta. Sabía que estaba contemplando a un verdadero actor; y sabía también que estaba a punto de sufrir un ataque de indigestión.
Polletti avanzaba majestuosamente al encuentro de su auditorio. Su mirada era tranquila, su andar pausado. Detrás y alrededor de él, las melodiosas notas del O Sole Mio eran difundidas por el aire inmóvil y expectante.
Cerca había un juncial marchito sobre el cual no cantaba ningún pájaro. Y más allá un púlpito rojo al cual se encaramó Polletti. Enfrentándose al auditorio y ajustando el micrófono, Polletti declamó:
—Hoy, al final de este día igual y sin embargo distinto de todos los otros días, sobre nuestra frágil corteza de mortalidad con la cual viajamos a través de las borrascosas aguas de la eternidad, pensamos para nosotros mismos este pensamiento…
El auditorio se inclinó hacia adelante con expectación. Polletti vio a Caroline sonriéndole desde la primera fila. Parpadeó rápidamente un par de veces y se recobró de la sorpresa.
—Esos últimos rayos de sol moribundo pero siempre renovándose —afirmó Polletti—, llegan a nosotros desde ciento cuarenta y nueve millones y medio de kilómetros de distancia. ¿Qué podemos deducir de esto? Esa distancia es sobrenatural e ilógica, implacable y no obstante ilusoria; ya que, ¿no retornará a nosotros nuestro ígneo padre?
—¡Desde luego que retornará! —gritaron varios millares de voces.
Polletti sonrió tristemente.
—Y cuando retorne… ¿estaremos nosotros aquí para recibir su calor que es fuente de vida?
—¿Quién puede saber en realidad si esa proposición es cierta o no? —respondió el auditorio inmediatamente.
—¿Quién, en realidad? —respondió Polletti a su respuesta—. Pero podemos encontrar consuelo en la idea de que nuestro padre no ha desaparecido en absoluto; de que incluso ahora está apresurando simplemente su viaje hacia Los Ángeles.
El sol se estaba deslizando debajo de las olas del océano. La mayoría del auditorio estaba llorando, a excepción de un pequeño grupo de irreductibles que discutían diversos aspectos de la doctrina de la pseudopropincuidad solar. Incluso Caroline parecía conmovida. El propio Polletti lloraba al final de su discurso, pronunciado enteramente en griego demótico.
Había oscurecido del todo y, entre aplausos y maldiciones, Polletti se apeó del púlpito.
Una mano agarró la suya en la oscuridad. Era Caroline, con el rostro cubierto de lágrimas.
—¡Marcello, ha sido maravilloso! —dijo.
—Supongo que ha estado bien —dijo Marcello, sollozando aún—, si a uno le gustan las puestas de sol.
—¿No le gustan a usted?
—No de un modo particular —dijo Polletti—. Pero da la casualidad de que estoy metido en este negocio.
—¡Pero está usted llorando! —observó Caroline.
—Efectos de una droga —dijo Polletti. Se secó los ojos—. No tardarán en desvanecerse. En este negocio hay que mostrarse convincente, y eso resulta difícil cuando uno no está convencido. Pero, desde luego, el negocio es así.
—¿Cómo marcha lo de los Ocasistas? —preguntó Caroline.
—No tan bien como antes —dijo Polletti—. Pero… —Se interrumpió y miró a Caroline—. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Es esto una entrevista, o simple curiosidad?
—¡Oh! Supongo que las dos cosas.
—¿Todavía desea realizar aquella entrevista conmigo? —preguntó Polletti bruscamente.
—Desde luego.
—Muy bien —dijo Polletti—. Lo haré. Por una cantidad razonable, desde luego.
—Digamos trescientos dólares —sugirió Caroline.
Polletti se encogió de hombros y echó a andar hacia su cabaña. Caroline le siguió, diciendo:
—¿Quinientos?
Polletti continuó andando. Con un suspiro de resignación, Caroline aumentó la oferta a mil dólares.
Polletti se detuvo.
—¿Cuánto tiempo durará la entrevista?
—Una hora, dos a lo sumo.
—¿Cuándo?
—Mañana por la mañana, a las diez en punto, en el Coliseo.
—De acuerdo —dijo Polletti—. Creo que estaré libre. Pero quizá debería usted pagarme un anticipo, para más seguridad.
Desconcertada, Caroline abrió su bolso, sacó un arrugado billete de quinientos dólares y se lo entregó. Polletti se quitó la peluca y abrió un pequeño monedero disimulado en el forro. Guardó el billete allí, cerró la cremallera y dijo:
—Gracias. Hasta mañana.
Y entró tranquilamente en la cabaña.