XII

Caroline levantó su brazo izquierdo. En su muñeca llevaba un reloj-radio Dick Tracy: un recuerdo de familia que los Meredith heredaban desde hacía varias generaciones. La gente siempre le estaba diciendo que debería adquirir un reloj-radio más moderno, de tamaño más reducido, con nuevas características y ventajas. Caroline estaba de acuerdo en teoría, pero se negaba a desprenderse de lo antiguo. Funcionaba, decía; y, además, tenía para ella un gran valor sentimental.

—Martin —susurró Caroline en el reloj—, ¿qué significa «Belleza di Adam»?

—No desconectes, voy a enterarme —dijo Martin, en tono apenas audible a través del pequeño altavoz del reloj.

Martin regresó casi inmediatamente.

—Chet dice que significa «El Salón de Belleza de Adán», el mismo que tenemos nosotros en Nueva York. Dice que Polletti va a afeitarse las muñecas allí cada dos días, y luego come un bocadillo o se toma una copa en el snack bar.

—Chet sabe muchas cosas —dijo Caroline.

—Desde luego —asintió Martin—. En realidad, algunas personas opinan que sabe demasiado… Pero ¿por qué quieres saber lo del «Adán»?

—Porque Polletti está ahora allí —dijo Caroline—. Llegué al Club de Caza en el preciso instante en que él salía, y le he seguido hasta el «Adán». Pero las mujeres no pueden entrar en un salón de belleza para hombres, ¿verdad?

—En la sección de afeitado de muñecas, no. Pero el snack bar está abierto al público en general.

—Estupendo —dijo Caroline—. Iré al snack bar y le echaré una ojeada a Polletti.

—¿Crees que debes hacerlo? —preguntó Martin—. Quiero decir que tal vez no sea estrictamente necesario. Tenemos un par de magníficas ideas para atraer a ese individuo al Coliseo mañana por la mañana.

—Lo sé todo acerca de vuestras ideas —dijo Caroline— y, francamente, no creo mucho en ellas. Llevaré a Polletti por mi cuenta. Además, quiero verle de cerca. Quiero conocerle, si es posible.

—¿Por qué? —preguntó Martin.

—Porque de esa manera la cosa resulta mucho más agradable. ¿Qué crees que soy, algún tipo de asesino patológico? Me gusta saber a quién voy a matar. Ese es el único modo civilizado de hacer las cosas.

—De acuerdo, nena, es asunto tuyo. Pero procura que él no se te adelante. Estás jugando con fuego, ¿sabes?

—Lo sé. Pero no hay nada tan divertido como jugar con fuego.

Caroline desconectó su reloj-radio Dick Tracy y entró en el «Belleza di Adam». Pasó por delante de la sección de afeitado de muñecas y se dirigió al snack bar, situado en la parte de atrás. Vio a Polletti inmediatamente. Acababa de almorzar y estaba retrepado en su asiento, con una taza de café delante y un tebeo en las manos.

Caroline se sentó en una mesa contigua y pidió un plato de algas estofadas a la milanesa. Sacó un cigarrillo, rebuscó en su bolso y se volvió hacia Polletti con una tímida sonrisa.

—Me he quedado sin cerillas —murmuró.

—Pídaselas al camarero —dijo Polletti, sin alzar la mirada. Estaba absorto en su tebeo, volviendo las páginas rápidamente para descubrir lo que ocurría a continuación, aunque resistiéndose a abandonar lo que quedaba atrás.

Caroline frunció el ceño. Tenía un aspecto adorable cuando fruncía el ceño, de hecho el mismo aspecto que cuando hacía cualquier cosa. Pero su belleza se desperdiciaba en un hombre que no alzaba la mirada de su tebeo. Caroline suspiró espléndidamente y luego se dio cuenta de que cada una de las mesas estaba equipada con un teléfono y un número claramente visible. Sonriendo con malicia (algo que hacía extraordinariamente bien), marcó el número de Polletti.

El teléfono de Polletti sonó repetidamente, pero él no pareció oírlo. Luego, finalmente, se volvió hacia Caroline y dijo:

—Ya le dicho que se las pidiera al camarero.

—Bueno, en realidad no necesito cerillas —dijo Caroline, ruborizándose deliciosamente—. El hecho es que soy norteamericana y quería hablar con un varón italiano.

Polletti hizo un gesto con las manos dando a entender que Roma estaba llena de varones italianos en aquel momento. Luego volvió a absorberse en su tebeo.

—Me llamo Caroline Meredith —dijo Caroline graciosamente.

—¿De veras? —dijo Polletti, sin alzar la mirada. Caroline no estaba acostumbrada a ser tratada de aquella manera; pero se mordió el labio de un modo encantador y no se dio por vencida.

—¿Está libre esta tarde? —preguntó.

—Esta tarde espero estar muerto —respondió Polletti, al tiempo que sacaba una tarjeta de su bolsillo y se la tendía a Caroline, sin levantar la vista de su tebeo.

La tarjeta decía: ¡Cuidado! ¡Soy una Víctima! Era una nota de advertencia impresa en seis idiomas.

—¡Tiene gracia! —dijo Caroline con voz que era una pura delicia—. ¡Una Víctima, y está aquí a la vista de todo el mundo! Es una actitud muy valiente por su parte.

—No puedo hacer otra cosa —respondió Polletti—. No tengo bastante dinero para organizar una defensa.

—¿No podría vender sus muebles? —sugirió Caroline.

—Se los están llevando —dijo Polletti—. No he podido pagar los plazos. —Volvió una página de su tebeo y empezó a sonreír.

—Bueno —dijo Caroline—, tiene que haber algo

Se interrumpió bruscamente al sonido dé una súbita conmoción. Un hombre bajito, de rostro ratonil, había entrado corriendo en el snack bar, lo había cruzado, había llegado a la pared del fondo y se había vuelto, temblando de pies a cabeza. Unos instantes después entró un segundo hombre. Era sumamente alto y delgado, y su alargado rostro estaba curtido con el color de una silla de montar peruana.

Llevaba un sombrero blanco de alas muy anchas, un pañuelo negro anudado al cuello, una chaqueta de piel de gamo, y botas de vaquero. Llevaba también dos revólveres Colt colgando muy bajos en sus caderas en sus correspondientes fundas.

—Bueno, Blackie —dijo el hombre delgado, con una voz engañosamente suave—, por fin volvemos a vernos.

—Eso parece —dijo el hombre de rostro ratonil. Había dejado de temblar, pero el miedo seguía reflejándose en sus desagradables facciones.

—Y por fin —dijo el hombre delgado— saldaremos nuestra cuenta de una vez por todas.

Caroline, Polletti y el resto de los clientes buscaron refugio inmediatamente debajo de las mesas.

—No hay nada que saldar entre nosotros —gorjeó el hombre de rostro ratonil—. No hay realmente nada que saldar.

—¿Esa es tu opinión? —inquirió el hombre delgado, con una engañosa suavidad que ya no engañaba a nadie—. Bueno, Blackie, tal vez tú y yo no coincidamos en nuestros puntos de vista. Yo soy un tipo lo bastante anticuado como para sentirme dolido porque el ferrocarril acabara con mis mejores pastos, y porque la muchacha de la que estaba enamorado se casara con un lechuguino banquero de Boston, y porque me robaran mi dinero en una partida de naipes amañada… Estas son las cuentas que tengo que saldar, Blackie, y no pienso quedarme con los brazos cruzados.

—¡Espera! —gritó Blackie desesperadamente—. ¡Puedo explicarlo todo!

—¡Ahorra palabras! —dijo el hombre delgado—. ¡Vamos, lechuguino, echa mano a tu funda!

—¡Por favor, Duke, por favor, ni siquiera voy armado!

—Entonces, reconozco que seré el único que echará mano a su funda —dijo Duke implacablemente. Su mano derecha inició un movimiento hacia su pistolera. En aquel momento, el camarero recobró su presencia de ánimo y gritó:

—¡No, no debe usted hacer eso, señor!

Duke se volvió hacia él y le dijo con engañosa suavidad:

—Hijo mío, te aconsejo que no metas tu larga nariz en los asuntos de otras personas, si no quieres que algún colérico ciudadano la emprenda a tiros contigo.

—No pretendo inmiscuirme en sus asuntos, señor —dijo el camarero—. Sólo quería advertirle que en esas condiciones el asesinato es ilegal.

—Mira, muchacho —dijo el alto extranjero—, soy un Cazador plenamente acreditado, y esa rata temblorosa es mi Víctima plenamente acreditada. Tengo todos los documentos en regla, de modo que procura mantenerte fuera de la línea de fuego.

—¡Por favor, señor! —exclamó el camarero—. No estaba poniendo en duda su situación legal. Cualquiera puede darse cuenta a simple vista de que es usted un hombre con perfecto derecho a matar. Pero, por desgracia, estos establecimientos han sido declarados terreno neutral, de manera que en ellos no puede cometerse ningún asesinato, ni legales ni de otra clase.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Duke—. Primero no se puede matar en la iglesia, luego no dejan matar en los restaurantes, después prohíben matar en las barberías, y ahora los snack bars. A este paso, un hombre tendrá que quedarse en casa y morir de vejez.

—No creo que las cosas hayan llegado aún a ese extremo —dijo el camarero, contemporizando.

—Tal vez no, hijo mío, pero nos estamos acercando. ¿Tienes algún inconveniente en que liquide a esa mofeta en el callejón de atrás?

—Será un honor para nosotros, señor —dijo el camarero.

—De acuerdo —dijo Duke torvamente—. Blackie, puedes enviar un mensaje final a tu Creador antes de… ¡Hey! ¿Dónde está Blackie?

—Se marchó mientras usted hablaba con el camarero —dijo Polletti.

Duke hizo chasquear sus dedos, disgustado.

—Ese Blackie es muy escurridizo, pero no dejaré que se me escape.

Dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta. Todo el mundo volvió a sentarse. Polletti reanudó la lectura de su tebeo. Caroline reanudó su contemplación de Polletti. El camarero volvió a dedicarse a preparar Martinis dobles.

Sonó el teléfono de Polletti, el cual agitó una mano en dirección a Caroline, indicándole vagamente que contestara a la llamada. Complacida y orgullosa por haber alcanzado aquel grado de intimidad con su enigmática Víctima, Caroline levantó el receptor.

—¿Diga? Un momento, por favor. —Caroline se volvió hacia Polletti—. Preguntan por el señor Marcello Polletti. ¿Es usted?

Polletti volvió la última página de su tebeo y preguntó:

—¿Es un hombre o una mujer?

—Mujer.

—Entonces, dígale que acabo de marcharme.

Caroline le habló al receptor:

—Lo siento, acaba de marcharse… Sí, eso es, no está aquí… ¿Cómo que estoy mintiendo? ¿Por qué diablos habría de mentir?… ¿Qué?… ¿Cuál es mi nombre? Mi nombre no le importa. ¿Cómo se llama usted? ¿Qué dice?… ¡La tuya, hermana! ¡Adiós!… ¿Qué?… Sí, de veras, de veras acaba de marcharse.

Colgó con aire indignado y se volvió hacia Polletti. El asiento de su Víctima estaba vacío.

—¿Dónde está? —le preguntó al camarero.

—Acaba de marcharse —dijo el camarero.