El apartamento de Marcello Polletti tenía un aspecto brillante, chic, impermanente, como el propio Polletti. El mobiliario era bajo, cómodo, armonioso y agradable a la vista… aunque, como su dueño, no pertenecía a ningún período ni estilo particular, y su valor intrínseco era más que dudoso. Había tres escaleras interiores; una de ellas conducía a una terraza, otra a un dormitorio, y la tercera, no habiendo encontrado todavía un destino, desembocaba en una pared blanca y desnuda. Esto, forzando una analogía exagerada ya, era igualmente simbólico de Polletti.
El propio Polletti estaba tumbado sobre un limpio sofá carmesí. Tenía un pequeño mono de juguete, rojo y azul, sobre su pecho (transistorizado; batería recargable; cinco años de garantía; completamente lavable; diversión para toda la familia…). Lo rascó con aire ausente detrás de la oreja, y el pseudosimio se retorció y chachareó. Dejó de hacerlo y empezó a hacer ejercicios de respiración profunda. Pero después de tres ciclos de inhalación-exhalación renunció a continuar porque, como tantas otras cosas, aquello le inspiraba náuseas. Además, sabía que el simple hecho de respirar ya le era favorable. En sus circunstancias, respirar profundamente era presuntuoso, ya que se apoyaba en la ilusión de disponer de mucho tiempo para respirar.
Polletti sonrió levemente; había hecho un aforismo, o posiblemente un apotegma.
En la pared, frente a él, había un aparato de televisión reposando sobre una repisa. A su lado había una mesita de tresillo conteniendo seis libros, un periódico, quince tebeos, una botella de whisky, dos vasos sin lavar, y un Smith & Wesson con armazón de aluminio (Modelo XCB3, conocido como El Vengador), cargado a tope pero sin percutor (había estado planeando hacerlo arreglar). La mesita contenía también un pequeño derringer de un solo tiro con una longitud total de cinco centímetros, perfecto para llevarlo oculto y razonablemente preciso a distancias de hasta un metro. Al lado del derringer había otras dos armas de fuego de dudoso linaje y dudosa utilidad. Envuelta en la esquina más meridional de la mesa había una chaqueta a prueba de balas, el último modelo, confeccionada hacía dos años por Hightrie & Ouldie, Confeccionistas de Chaquetas a Prueba de Balas, Proveedores de Su Majestad la Reina. La chaqueta pesaba diez kilos y escupiría cualquier proyectil, a excepción del nuevo Super Penetrex Magnum de 9 mm desarrollado el año anterior por Marshlands de Fiddler’s Court, Fabricantes de Proyectiles, Proveedores de Su Majestad el Rey. El Super Penetrex era en la actualidad el proyectil utilizado por todos los Cazadores.
Cerca de la chaqueta había tres paquetes de cigarrillos vacíos y arrugados y un paquete medio lleno de Regies. Y, finalmente, sobre la mesita había una taza de café a medio terminar.
El aparato de televisión, automático, se encendió por sí mismo. Era la Hora Internacional de la Caza, un programa que había que contemplar para saber quién estaba siendo asesinado por quién, y cómo.
El programa de hoy estaba siendo retransmitido desde Dallas, Texas, una ciudad con más Gallos de Pelea (como eran llamados afectuosamente) per cápita que cualquier otra metrópoli del mundo. Por este motivo Dallas era conocida como el Paraíso del Homicidio, y era una especie de Meca para los aficionados a la violencia.
El presentador era un norteamericano de modales suaves y aire amistoso, y hablaba con aquella mezcla de camaradería y familiaridad que resulta tan difícil de simular y tan fácil de aborrecer.
—Un saludo, amigos —dijo—, y un saludo muy especial para todos los jóvenes agresivos de ambos sexos que han de ser los Cazadores y Víctimas del futuro. Tengo un mensaje especial para vosotros, muchachos, debido a una cuestión especial que ha sido sometida a mi atención. De modo que sin moralizar, muchachos, sólo quiero recordaros que es moralmente inaceptable asesinar a vuestros padres, aunque tengáis en vuestra opinión un buen motivo para hacerlo; y además está penado por la ley. De modo que os aconsejo muy seriamente que no lo hagáis. Acudid a vuestros instructores del gimnasio y ellos podrán proporcionaros una lucha con alguien de vuestro peso y estatura, utilizando porra, cesto de púgil o maza, de acuerdo con vuestra edad y vuestra categoría escolar. Sé muy bien que no es la cosa real; sé muy bien que muchos de vosotros opináis que unos cuantos huesos rotos o una conmoción cerebral son cosa de poca monta. Pero, creedme, es un deporte sano y ayuda a formar cuerpos fuertes y a desarrollar reflejos rápidos. Sé que muchos de vosotros opináis que lo único que realmente cuenta es un revólver o una granada; pero eso es debido a que no habéis aprendido a manejar nada más. Permitidme que os recuerde una cosa: los gladiadores de la antigua Roma utilizaban el cesto, y nadie decía de ellos que eran unos maricas; y los caballeros de la época feudal esgrimían una pesada maza, y nadie se reía de ellos. ¿Qué os parece la idea, muchachos? ¿No creéis que vale la pena intentarlo?
Polletti murmuró para sí mismo, en voz alta:
—Me gustaría volver a ser un niño.
—Lo eres —dijo una voz sepulcral desde lo alto de la segunda escalera. Polletti no alzó la mirada; era simplemente Olga, saliendo silenciosamente del dormitorio.
—… y aquí tenemos algunas otras noticias e imágenes del Mundo de la Caza —estaba diciendo el presentador—. En la India, el Departamento de Asuntos Exteriores de Nueva Delhi ha confirmado oficialmente el renacimiento de la antigua secta de los Thugs. Un portavoz del Gobierno ha declarado hoy…
—Marcello —dijo Olga.
Polletti agitó una mano impacientemente. La pantalla del televisor estaba mostrando unos planos de Bombay.
—… recordemos que los Thugs se dedicaban a estrangular por medio de una cuerda de seda o, en casos de extrema pobreza, por medio de una cuerda de algodón…
—Marcello —repitió Olga—. Lo siento. —Había descendido hasta la mitad de la escalera, y se apoyaba pesadamente contra la barandilla, como si no pudiera sostenerse en pie.
—… esa antigua práctica es una de las pocas formas de asesinato al alcance de todo el mundo que no quebranta el mandamiento, explícitamente incluido en la mayoría de las grandes religiones del mundo, contra el derramamiento de sangre. Varios grupos budistas de Birmania y Ceilán han expresado su interés en este concepto, que un portavoz del Kremlin calificó, y cito sus palabras textuales, de «la más pura casuística». Este punto de vista fue contradicho, sin embargo, por un portavoz del Gobierno de la China Popular, que según la Agencia China de Noticias declaró que la cuerda de los Thugs (o Bufanda de Tesingtao, como él la llamó) era una verdadera Arma del Pueblo y en consecuencia…
—¡Marcello!
Polletti volvió la cabeza de mala gana y vio que Olga había terminado de bajar la escalera. Semejante a Medusa, su suelta cabellera negra caía hasta sus hombros en rizos serpentarios; su boca estaba pintada de carmesí con las comisuras cuadradas, de acuerdo con la nueva moda «Pitonisa»; y sus grandes ojos negros de obelisco estaban desenfocados y opacos, como los ojos apagados de un lobo famélico abatido de un disparo.
—Marcello —preguntó Olga—, ¿podrás perdonarme algún día?
—Desde luego —se apresuró a decir Polletti, y se volvió de nuevo hacia el televisor.
—… entretanto, el Presidente Electo del Brasil, Gilberte, inauguró la Sección Segunda de los Juegos Olímpicos con una solemne declaración. Les dijo a los millones de personas apretujadas en el Estado Central de Río que la primaria catarsis emocional, tal como estaba canalizada y dirigida en la Caza, no era aún económicamente posible; en tanto que los Juegos Gladiatoriales Olímpicos, que proporcionaban la forma más agradable y más intensa de catarsis emocional secundaria, estaban al alcance de todos los ciudadanos. Más adelante afirmó que la asistencia a los Juegos era el deber de todo ciudadano que deseara sinceramente la erradicación de las matanzas en masa provocadas por las guerras en el pasado. Sus palabras fueron acogidas con respetuosos aplausos. El primer combate de hoy era entre Antonio Abbruzzi, triple campeón de Europa de la especialidad Hacha de Combate estilo libre, contra el popular zurdo finlandés Aesir Drngi, vencedor el pasado año de las semifinales del Norte de Europa. Parece ser…
—Me vi empujada a ello —dijo Olga. Sus rodillas empezaron a doblarse y su mano se soltó de la barandilla—. Lo siento, Marcello… lo siento mucho, muchísimo.
Al tiempo que su mano derecha soltaba la barandilla, su mano izquierda se abrió como por voluntad propia y de ella cayó un ominoso frasquito de color oscuro y forma siniestra. Polletti lo reconoció inmediatamente: era el frasco en el cual Olga guardaba sus píldoras para dormir… o en el cual solía guardar sus píldoras para dormir, ya que el frasco de color oscuro no tenía tapón y rodó por el suelo, vacío.
Era obvio para cualquiera que Morfeo haba establecido una alianza fatal con su hermano Tánatos.
—He tomado una sobredosis de pildoraza para dormir —dijo Olga, por si la cosa no estaba clara para Marcello—. Supongo… supongo… —Le falló la voz, y la desdichada joven se desplomó sobre la alfombra.
—… mientras que en la especialidad de Machete, Nicholai Groupopolis, de Grecia, alcanzó una fácil victoria sobre Edouard Comte-Couchet, de Francia, su apuesto pero indudablemente inferior rival, propinándole un machetazo de abajo a arriba, tras una finta sensacional, mortal de necesidad. En la especialidad de Estrangulamiento, Pesos Medios, surgió la sorpresa en forma de victoria de Kim Sil Kul, de la República de Corea Central…
—Discúlpame —dijo Polletti, apartando su mirada de la pantalla con una expresión de culpabilidad en los ojos—. ¿Has dicho que tenías dificultades para dormir?
—… en la Clase B de Doble Estilete Clásico, se declaró un empate entre Juanito Rivera de Oaxaca, Méjico, y Giulio Carerri de Palermo, Sicilia, en tanto que…
—He dicho —dijo Olga, con voz débil pero muy clara— que me he tomado una sobredosis de píldoras para dormir; de barbitúricos, para ser más exacta.
—… en la Especialidad de Lanzamiento de Granadas, Peso Medio, Michael Bornstein, de Omaha, Nebraska, a pesar de una dislocación del hombro, pulverizó a su adversario…
—Y además —dijo Olga—, no me arrepiento, excepto por ti, Marcello, dado que eres tú el que me ha conducido a esto con tu indiferencia en los últimos doce años, y eres tú el que, si te queda un vestigio de conciencia en tu encallecida alma, sufrirás mucho más de lo que estoy sufriendo ahora, y algún día te darás cuenta de que la inacción es una forma embozada de acción, y de que la desatención es una forma pervertida de atención; cuando ese día…
—Olga —dijo Polletti.
—¿Sí? —dijo Olga, con voz apenas audible por encima de su respiración Cheyne-Stokes[2].
—El otro día me olvidé de reponer tu provisión de píldoras para dormir.
Olga se puso rápidamente en pie, encontró cigarrillos en una mesa próxima, y encendió uno. Inhaló profundamente, lanzó una nubecilla de humo hacia el techo y dijo:
—Marcello, ¿por qué no haces nunca nada por mí? Ayer pasaste por delante de la farmacia…
Polletti arrugó la frente. Siempre había admirado la negativa de Olga a permitir que una situación embarazosa la embarazara.
—… y en la especialidad de automóviles blindados, un Aston Martin Vulcano V logró un impacto sumamente preciso —o sumamente afortunado—, sobre un favorito Mercedes Benz Cabeza de Muerte 32.
Olga se acercó a un jarrón de rosas artificiales, recomponiendo el ramo de un modo horrible con unos cuantos movimientos ágiles y elegantes. Olga lo hacía casi todo con estilo, aunque lo hiciera casi todo mal.
—Marcello —dijo, en el tono ligero y retozón que reservaba para los asuntos más serios—, ¿por qué no nos casamos? Sería muy divertido… de veras, Marcello.
—Ya estoy casado —dijo Polletti.
—Pero, si no lo estuvieras…
—Entonces podríamos considerar el asunto de un modo mucho más realista —respondió Polletti, con la precaución maquinal que se adquiere después de doce años con la misma amante.
Olga sonrió tristemente y se dirigió hacia la escalera que conducía a la terraza, y empezó a subir por ella. Antes de llegar al rellano superior se volvió y dijo:
—No creo que sigas estando casado. Se ha fallado tu anulación, ¿no es cierto, Marcello?
—Desgraciadamente, no —respondió Marcello, en el tono grave y varonil que reservaba para sus mentiras más serias—. En estos asuntos no se puede apremiar a las autoridades. Por las noticias que tengo, no se fallará nunca.
—¡Se ha fallado! ¡Admítelo!
Marcello apartó la vista de Olga y empezó a jugar con su pequeño mono eléctrico. El animalito le recordaba a él mismo. La pantalla del televisor estaba mostrando un tercer asalto de eliminación a florete por equipos: seis hombres por bando, con armaduras de cuero. Los españoles parecían dar buena cuenta de los alemanes en aquella prueba.
Olga llegó a lo alto de la escalera y se acercó a un pesado jarrón de terracota que ella misma había puesto allí el día anterior. La vista del jarrón y del indolente e impasible Polletti la enfureció.
—¡Animal! ¡Cerdo! ¡Buey! —gritó; cogió el jarrón, se tambaleó un instante bajo su peso, y lo lanzó.
Polletti no se molestó en moverse. El jarrón pasó a pocos centímetros de su cabeza, estrellándose contra el suelo. La pobre Olga siempre fallaba: blancos, amor verdadero, maridos, fiestas, citas para almorzar, sesiones con su analista, absolutamente todo. El doctor Hoffhauer le había dicho que era una gran masoquista que trataba de compensar sus impulsos autodestructivos a través de la acción de impulsos sádicos pseudoespontáneos; lo cual, desde luego, no le permitiría nunca realizar su superdesarrollado deseo de morir. Aquello era muy malo, desde luego. Pero, había señalado el doctor, Polletti se encontraba en peores condiciones (por lo que Olga le había contado de él), dado que su deseo de morir no parecía estar contrarrestado por ninguna clase de impulsos sádicos.
La Hora Internacional de la Caza terminó, y el televisor se desconectó automáticamente. Polletti, tranquilo poseedor de un hipotético deseo de morir descompensado, se puso en pie, sacudió con la mano el polvo de terracota de sus cabellos, y echó a andar hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Olga en tono acusador.
—Afuera.
—Afuera, ¿dónde?
—Afuera, simplemente.
—Entonces, llévame contigo.
—No puedo —dijo Polletti—. Voy al ir al Club de Caza. Y sólo está permitida la entrada a Cazadores o Víctimas acreditados.
—¡Dejan entrar a todo el mundo!
—No al Anexo Número Uno —dijo Polletti—. Y allí es donde voy, en realidad.
—Pero antes dijiste que ibas afuera, simplemente.
—Y es lo que voy a hacer —dijo Polletti—. Pero una vez esté fuera, iré al Club de Caza.
—¡Cerdo! —gritó Olga.
—Hasta luego —respondió Polletti, y salió a la calle.