En el Salón de Baile Borgia del Roma Hilton, Caroline estaba ensayando su número de danza postasesinato con las Roy Bell Dancers. El silencio era absoluto, salvo alguna ocasional exclamación, como: «¡Te he dicho el foco rosa, estúpido e incompetente subnormal, no los blancos de arriba!».
Martin, Chet y Colé estaban sentados en la primera fila del pequeño teatro apresuradamente improvisado, pellizcándose los labios superiores juiciosamente. Podían ver que Caroline no era ninguna Pavlova; pero, bueno, Caroline no tenía que ser una Pavlova. Compensaba su desconocimiento del arte de la danza (que era considerable) con su intenso magnetismo femenino (que era más que considerable). Las Roy Bell Dancers reflejaban hábilmente los diversos aspectos de la Mujer; pero Caroline no tenía necesidad de reflejar nada: ella era Mujer. A veces le hacía pensar a uno en un vampiro, a veces en una valquiria. Su cuerpo alto y flexible parecía incapaz de un gesto desgarbado, y su larga cabellera rubia caía en cascada de sus hombros como una peligrosa y brillante bandera de promesas.
—Tiene muy poco de bailarina —dijo Martin, sin dejar de pellizcarse el labio superior—, pero es todo Mujer.
Chet asintió.
—Es asombroso. A veces le hace pensar a uno en un vampiro, a veces en una valquiria.
—Eso es verdad —dijo el joven Colé, apartando sus dedos de su labio superior—. ¿Y habéis observado cómo su cuerpo alto y flexible parece incapaz de un gesto desgarbado, y que su larga cabellera rubia cae en cascada de sus hombros como una peligrosa y brillante bandera de promesas?
—Cierra el pico —dijo Martin, pellizcándose todavía el labio superior. Había estado a punto de decir aquello él mismo, y odiaba que sus subordinados le quitaran las palabras de la boca. Decidió despedir a Colé al mismo tiempo que a Chet. Martin no soportaba a los individuos inteligentes.
La danza terminó. Jadeando leve pero deliciosamente, Caroline bajó del escenario y se dejó caer en un asiento al lado de Martin.
—Bueno —preguntó—, ¿qué tal he estado?
Los tres hombres emitieron sonidos de aprobación, los más ruidosos y concretos procedentes de Martin, debido a su veteranía.
—¿Y está preparado todo en el Coliseo para mañana por la mañana? —inquirió Caroline.
—Todo —le aseguró Martin—. Luces, platos, micrófonos de control remoto, cinco cámaras activas y otras dos en reserva. Tenemos incluso un micrófono especial adaptable a un arma de fuego para poder captar el estertor de la Víctima al morir.
—Estupendo —dijo Caroline. Meditó unos instantes, y su rostro proteico, anteriormente de vampiro o valquiria, se transformó en el de Diana, la implacable Doncella Cazadora—. Ahora, veamos algunas fotografías de ese Polletti.
Martin le entregó una serie de fotografías 8 x 10 de Polletti, tomadas a primera hora de aquel mismo día y reveladas, ampliadas y entregadas en un tiempo record gracias al milagro del dinero.
Caroline estudió las fotografías en silencio. Bruscamente, preguntó:
—¿Qué edad tiene este individuo?
—Alrededor de cuarenta años —dijo Martin.
—¿Y bajo qué signo nació?
—Géminis —se apresuró a contestar Chet.
—Poco de fiar —declaró Caroline—. Especialmente con esas arrugas alrededor de los ojos.
—Creo que estaba bizqueando cuando nuestro hombre tomó las fotografías —dijo Colé tímidamente.
—Una arruga es una arruga —declaró Caroline—. Pero me gustan sus manos. ¿Lo habéis observado? Tiene los dedos espatulados, a excepción del anular izquierdo.
—Es cierto —dijo Martin—. No lo había notado antes.
—¿Crees que podrías conseguir un informe de un frenólogo acerca de él?
—No creo que dispongamos de tiempo —dijo Colé.
—¿Qué importa lo que ese tipo pueda tener en la cabeza? —inquirió Martin—. Lo único que tienes que hacer es liquidarle, Caroline.
—Me gusta saber algo acerca de las personas que asesino —dijo Caroline—. Hace la cosa más agradable.
Martin agitó la cabeza con exasperación. A fin de cuentas, Caroline no era más que una mujer: siempre pendiente del elemento personal. Decidió despedir a Caroline en cuanto terminara la tarea que le había asignado Fortinbras; luego, con un leve sobresalto, recordó que después de su décimo asesinato Caroline se encontraría en inmejorables condiciones para lograr que le despidieran a él.
—Sé lo que quieres decir —dijo Martin, transformando apresuradamente su exasperación hacia Caroline en rabia hacia sí mismo—. Es más agradable, y si existe alguna posibilidad de conseguir el informe de un frenólogo sobre Polletti, seguro que Chet sabrá encontrar la mejor manera de aprovecharla.
Caroline pareció a punto de decir algo, probablemente cáustico a juzgar por la forma de su boca; pero fue interrumpida por una delgada voz procedente de un pequeño monitor que descansaba cómodamente a los pies de Chet.
—Atención, atención —dijo la voz del monitor—. Esta es la Cámara Móvil Tres, avanzando sursudoeste y un punto oeste, aproximadamente, a lo largo de la Via Giulia. ¿Me oye, Puesto de Mando Central, me oye?
—Sí, le oímos perfectamente —dijo Martin. (Odiaba los formulismos exagerados casi tanto como le disgustaban las familiaridades igualitarias).
—Tengo el Blanco a la vista a una distancia aproximada de once metros y dieciocho centímetros. Desean que me acerque más o debo abrir fuego a esta distancia, interrogativo.
—¿Abrir fuego? —exclamó Caroline—. ¿Qué clase de Caza piensa que es esta?
—No se refiere a disparar —explicó Martin—. Sólo quiere saber si tiene que televisar desde su distancia actual o acercarse más al objetivo. No puedo soportar a esos excapitanes de destructor, pero Fortinbras los contrata a puñados… —Pulsó un interruptor del monitor—. Mantenga su posición, Móvil Tres, y bajo ningún concepto, repito, bajo ningún concepto, debe acercarse más. Denos lo que tenga.
—Afirmativo —dijo la voz del monitor, con tanta vivacidad que uno casi podía ver las cerdas de su bigote de color rojizo.
La cara gris del monitor se volvió blanca, y luego roja con líneas dentadas verdes y acarminadas. Al final el cuadro se aclaró y mostró a una dama encantadora contemplando con ojos entristecidos a tres hombres bigotudos con los labios apretados. Una voz dijo en italiano: «Y hoy les ofrecemos otro emocionante episodio de las extrañas y enmarañadas vidas de…».
Chet gritó:
—¡Hey, Móvil Tres, ¿qué es lo que pasa?!
—Lo siento, señor —respondió la Móvil Tres—. Lo siento de veras. Una pequeña interferencia en la antena omnidireccional.
—¿Es una excusa? —preguntó Martin ominosamente.
—No, señor. Una simple explicación. Solucionado, señor.
La pantalla se apagó y luego recobró vida. Marcello Polletti era claramente visible ahora, andando por una calle. Sus hombros hundidos ponían más de relieve lo cansino de su paso.
—Todas las características de un depresivo crónico —dijo Chet inmediatamente.
—Tal vez sólo está fatigado —sugirió Caroline, estudiando la imagen de Polletti con mucha atención.
—Parece un tipo de víctima ideal —dijo Colé, con entusiasmo infantil.
—La única víctima ideal es una Víctima muerta —replicó Caroline fríamente—. Creo que es un perezoso.
—¿Es bueno eso? —preguntó el joven Colé en tono esperanzado.
—No, es malo —le dijo Caroline—. Nunca se puede saber lo que un perezoso es capaz de intentar. —Estudió a Polletti durante unos cuantos segundos más—. Pero hay alguna otra cosa, algo más que pereza, o depresión, o fatiga. No está ocultándose, ni huyendo, ni haciendo nada de lo que una Víctima se supone que hará. Se limita a pasear por una calle pública, un blanco perfecto.
—Todo esto parece bastante extraño —admitió Martin.
—¿Estáis seguros de que ha recibido la notificación oficial?
—Lo comprobaré —dijo Martin en tono imperioso. Chasqueó sus dedos; Chet agitó dos dedos impacientemente; Colé corrió hacia la retaguardia, encontró un teléfono, y estableció una conexión.
Martin marcó el número del Ministerio de la Caza en Roma, trató de hacer entender su inglés a través de un torrente de italiano, y se volvió hacia sus ayudantes con aire desalentado.
—Bueno, jefe —dijo Chet—. Se me ocurrió tomar un curso hipnosómnico de una noche de italiano, por si las moscas. De modo que si quieres…
Martin le pasó el teléfono. Hablando con un perfecto acento florentino, Chet averiguó que B.27.38 Polletti, Marcello, había recibido notificación personal y oficial de su actual condición de Víctima en una Caza.
—Muy raro —comentó Martin—. Definitivamente raro. ¿Dónde está ahora?
—Entrando en una casa —dijo Caroline—. ¿Crees que se va a pasar el resto del día paseando por la calle en beneficio de tus cámaras móviles?
Vieron a Polletti cruzando el umbral de una puerta. Después, el monitor sólo mostró una puerta cerrada.
Martin pulsó uno de los interruptores del monitor.
—De acuerdo, Móvil Tres. El Blanco ya no está a la vista, de modo que podéis cortar la conexión. ¿Hay dificultades para que mantengáis la casa del Blanco bajo vigilancia durante un par de horas sin despertar sospechas?
—Afirmativo —respondió la voz del monitor—. Estoy operando desde la parte posterior de un Volkswagen. Hasta ahora, que yo sepa, nadie se ha fijado en nosotros.
—Estupendo —dijo Martin—. ¿Cuál es la dirección de esa casa? Sí, ya la tengo. Os relevaremos dentro de una hora, dos como máximo. No salgáis del automóvil; si creéis que despertáis alguna sospecha, alejaos inmediatamente. ¿De acuerdo?
—Okay —dijo el cameraman.
—Os veré más tarde.
—Terminado y corto —respondió el cameraman.
Martin pulsó de nuevo el interruptor y se volvió hacia Caroline.
—Bueno, nena, hemos localizado al individuo y sabemos también dónde vive. Ahora son las tres, treinta y cuatro minutos y dieciocho segundos de la tarde. Tienes que lograr que vaya al Coliseo mañana por la mañana. No es una tarea demasiado fácil. ¿Crees que podrás salir adelante?
—Estoy segura —dijo Caroline en tono placentero—. ¿Crees tú que puedo hacerlo?
Martin la miró y se pellizcó defensivamente el labio superior.
—Sí —dijo—. Supongo que tal vez creo realmente que puedes hacerlo… Caroline, tú has cambiado.
—Lo sé —dijo Caroline—, tal vez es la influencia de Roma, o el hecho de que se trata de mi décimo asesinato, o las dos cosas. O tal vez se trata de algo distinto. Estaré en contacto con vosotros, muchachos.
Caroline se alejó, andando majestuosamente, y salió del Salón de Baile Borgia.