Polletti se estaba moviendo en medio de una oscuridad absoluta, total. Aquello era bastante malo. Pero peor que la oscuridad era el absoluto y anormal silencio. Un silencio sepulcral. Sepulcral era una imagen muy natural para un hombre en su situación. Se veía a sí mismo en la desolación y la quietud de la muerte incipiente, y estaba asustado, nervioso y aburrido al mismo tiempo. Masticaba un trozo de chicle y también su labio inferior, dado que nadie podía verle salvo a través de un infrascopio. Tenía los brazos arqueados con las manos colgando al nivel de las caderas, ligeramente separadas del cuerpo, de acuerdo con las normas. Avanzaba lentamente, tensándose para captar incluso la más leve de las impresiones sensoriales.
De pronto, percibió de un modo fugaz un movimiento detrás de él y a su izquierda: un duende acercándose a él desde la hora 7, una de las peores situaciones posibles para un hombre que utiliza la derecha.
Polletti giró en sentido contrario a las saetas del reloj, dejándose caer al suelo y hacia un lado, fuera de la línea de fuego anticipada. Esta era la Maniobra Defensiva Número Tres, Primera Parte. Al mismo tiempo su mano derecha golpeó su bolsillo de pecho. Como por arte de magia, su funda Quickie escupió un revólver en su mano. Ahora podía ver al duende: un hombre robusto y malcarado, que empuñaba una Luger. Pero Polletti estaba tumbado boca arriba y empezó a disparar, completando así la Segunda Parte de la Maniobra Defensiva Número Uno. Había completado toda la secuencia en un espacio de tiempo increíblemente corto. Experimentó una profunda sensación de júbilo, el placer de una tarea realizada a la perfección…
El duende se desvaneció, se encendieron las luces. Polletti estaba tumbado boca arriba sobre el polvoriento suelo de un gimnasio. A unos tres metros delante de él había un viejo que llevaba un sucio chándal gris y una expresión enfurruñada. El viejo estaba sentado en un taburete al lado de un cuadro de distribución y agitaba la cabeza con aire desaprobador.
—¿Y bien? —inquirió Polletti, poniéndose en pie y sacudiéndose el polvo—. ¿Cómo ha ido la cosa? Esta vez le he alcanzado, ¿no es cierto?
—Su tiempo de reacción —dijo el viejo— ha sido casi una décima de segundo demasiado lenta.
—He sacrificado el tiempo de reacción —dijo Polletti cautamente— en beneficio de la precisión y la exactitud.
—¿De veras? —dijo el viejo.
—Sí —dijo Polletti—. Esas son mis aptitudes naturales, Profesor.
—Bueno, puede usted olvidarse de ellas —dijo el Profesor Silvestre—. Ha fallado al duende en 3.2 centímetros.
—Me he acercado mucho —dijo Polletti.
—Pero no lo suficiente.
—¿Qué me dice de mi Maniobra Defensiva Número Tres? —preguntó Polletti—. Creo que me ha salido bastante bien.
—Muy bien —dijo el Profesor—, y absoluta y fatalmente predecible. Una vaca podría haberse revuelto con más rapidez. El duende le mató a usted una vez mientras estaba girando, y otra vez cuando se dejó caer al suelo. Si hubiese sido un verdadero Cazador, Marcello, en vez de una proyección tridimensional, estaría usted muerto por partida doble.
—¿Está seguro de eso?
—Lea los diales usted mismo.
—Bueno —dijo Polletti—, una cosa es practicar, y otra enfrentarse al hecho real.
—Desde luego —dijo el Profesor, en tono mordaz y con una inflexión de evidente ironía en su voz—. Uno tiende a ser más lento cuando se enfrenta al hecho real. ¿Recuerda cuantas veces disparó el duende?
—Dos veces —respondió Polletti sin vacilar.
—Cinco veces —le rectificó el Profesor Silvestre.
—¿Está absolutamente seguro de eso?
—Lea los diales. Yo mismo establecí la secuencia correspondiente.
—Fueron los ecos —dijo Polletti con amargura—. En una habitación como esta no pueden distinguirse los disparos de los ecos.
El Profesor Silvestre enarcó su ceja derecha, alzándola hasta el lugar en el que habrían empezado sus cabellos, si hubiese tenido cabellos. Se frotó el mentón sin afeitar y se apeó del taburete. Era una especie de enano feo, y ni siquiera su mejor amigo —si hubiese tenido alguno— le habría considerado enteramente humano. Numerosos Instructores del Juego llevaban las marcas de la enseñanza en sus cuerpos; Silvestre llevaba más que la mayoría. Su mano derecha era de acero inoxidable, y su mejilla izquierda de plástico; tenía también una lámina de plata en el cráneo, una barbilla de duraluminio y una rótula de oro de catorce quítales. Se rumoreaba que ciertas partes de su cuerpo menos visibles eran igualmente artificiales.
Hace muchísimo tiempo que los psicólogos saben que los hombres que han perdido porciones considerables de su anatomía tienden a convertirse en unos cínicos. Silvestre no era ninguna excepción a esta regla.
—En cualquier caso —dijo Polletti—, tengo la impresión de que estoy mejorando. ¿No lo cree usted así, Profesor?
Silvestre trató de enarcar su ceja derecha, pero descubrió que ya estaba enarcada a la mayor altura posible. En consecuencia, la desenarcó y cerró su ojo izquierdo del todo. Pareció a punto de hablar, pero desistió de hacerlo, reservándose su opinión.
—Vamos —dijo en tono animado—, realizaremos la prueba siguiente.
Pulsó un interruptor en su cuadro de distribución. Se abrió un panel, y un bar en miniatura surgió de la pared y se paró de un modo tan brusco que media docena de copas de champaña fueron lanzadas al aire. Polletti parpadeó mientras las copas se estrellaban contra el suelo.
—Le dije al mecánico que arreglara el muelle de retroceso —dijo el Profesor Silvestre—. Vivimos en una época de chapucerías… Vamos, Polletti, sigamos con la prueba.
El Profesor mezcló diestramente en un vaso varias bebidas de unas botellas sin etiqueta, y se lo entregó a Polletti.
Polletti olfateó cautelosamente, meditó unos instantes y dijo:
—Ginebra y angostura, con sólo unas gotas de Tabasco.
Sin pronunciar una sola palabra, el Profesor preparó otra mezcla y se la entregó a Polletti.
—Vodka, limón y leche —declaró Polletti—, con unas gotas de vinagre de estragón.
—¿Está seguro? —preguntó el Profesor.
—Completamente seguro —dijo Polletti.
—Beba un poco, entonces.
Polletti levantó el vaso, miró a Silvestre, olfateó, frunció el ceño, y depositó el vaso sobre el mueble bar.
—Creo que prefiero no beber —dijo.
—Una juiciosa decisión —dijo Silvestre—. En esa mezcla no hay ni una sola gota del vinagre que usted olió, y sí una notable cantidad de mortífero arsénico.
Polletti sonrió para disimular su turbación y descubrió que estaba restregando los pies contra el suelo como un colegial. Dejó de restregar los pies y dijo:
—Estoy algo resfriado. En estas condiciones, cualquiera…
Una mirada del Profesor le redujo al silencio. Silvestre pulsó otro interruptor. Un sofá surgió de la pared, casi arrastrando la pared detrás de él al pararse de golpe. Los dos hombres se sentaron.
Tras un corto pero embarazoso silencio, Silvestre dijo:
—Marcello, hasta ahora, la vida ha sido muy agradable para usted.
—¿No puede decirse lo mismo de todos los hombres? —preguntó Polletti rápidamente—. Quiero decir, considerando la fortuita e inexplicable naturaleza de la propia vida…
El Profesor no pareció haberle escuchado. Inexorablemente, continuó:
—La primera vez tuvo usted la suerte de ser escogido como Cazador, y emparejado con un inglés imbecil.
—No era un imbécil —protestó Polletti—. Era más bien listo, a su manera.
—Era una perita en dulce —continuó Silvestre—, el sueño de un Cazador. A continuación fue usted Víctima, pero el Cazador que le asignaron era un muchacho de diecinueve años que acababa de sufrir un desengaño amoroso. Eliminarle resultó asombrosamente fácil; en realidad, sospecho que el pobre muchacho buscaba simplemente una manera socialmente digna de suicidarse.
—Ni hablar —dijo Polletti—. Era un poco descuidado, sencillamente.
—Y la tercera vez fue usted Cazador, y le emparejaron con aquel ridículo Barón alemán incapaz de pensar en nada que no fueran caballos.
—Sí, el Barón resultó más bien fácil —admitió Polletti.
—¡Todos fueron fáciles! —exclamó Silvestre—. Pero ¿cuánto cree que puede durar la buena racha? ¿Ha tenido usted en cuenta el cálculo de probabilidades? ¡No ha tropezado usted aún con un adversario competente! ¿Cree que siempre va a ser igual? ¿Cree sinceramente que podrá salir adelante sin unos reflejos rápidos, una gran intuición y un entrenamiento intensivo?
—Bueno —dijo Polletti—, no soy tan malo como todo eso. Hace casi veinticuatro horas que soy Víctima en mi cuarta Cacería, y no ha ocurrido absolutamente nada.
—Probablemente le están acechando —dijo Silvestre—. Es indudable que su Cazador le está estudiando, estableciendo la pauta de sus movimientos, esperando descubrir el momento más oportuno para atacarle. Y usted ni siquiera se ha dado cuenta de ello.
—Lo dudo mucho —dijo Polletti, con tranquila dignidad.
—¿De veras? Veamos cómo anda de identificación.
El Profesor Silvestre pulsó un interruptor de su cuadro de distribución. La habitación quedó a oscuras. Pulsó otro interruptor. Cinco figuras de tamaño natural aparecieron en el otro extremo de la habitación. Cuatro de las figuras de aquella prueba particular eran inofensivas; «ángeles», en la terminología Cinegética, que había tomado prestadas muchas expresiones de la legendaria Segunda Guerra Mundial. Una de ellas era un duende. Polletti tenía que identificar al asesino disfrazado.
Polletti observó atentamente las figuras. Iban vestidas como un agente de policía, una azafata de la Swissair, un sacerdote jesuita, un portero de hotel y un árabe jordano. Avanzaron lentamente hacia el sofá y desaparecieron.
Silvestre encendió las luces.
—Bueno, ¿cuál de ellos era el Cazador?
—¿Puedo verlos otra vez? —preguntó Polletti.
Silvestre agitó la cabeza.
—Le he concedido ya un segundo adicional.
Marcello se rascó la barbilla, se pasó una mano por la nuca y dijo:
—Ese árabe jordano tenía un aspecto muy sospechoso…
—Erróneo —dijo Silvestre. Pulsó un interruptor, y el sacerdote jesuita apareció solo, algo fantasmal debido a que las luces de la habitación estaban encendidas, pero claramente visible—. Observe —dijo Silvestre—. El jesuita es un fraude inconfundible. Lleva la «J» de su orden en la parte derecha del pecho lo mismo que en la izquierda: ¡un fallo evidente!
—Nunca he prestado demasiada atención a los jesuitas —dijo Polletti, poniéndose en pie y haciendo sonar las monedas sueltas que tenía en el bolsillo.
—¡Roma está llena de ellos! —dijo Silvestre.
—Ese es el motivo de que nunca me haya fijado en ellos.
—¡Ese es el motivo por el que tenía que haberse fijado en ellos! —exclamó Silvestre—. El detalle fuera de lugar en lo más corriente es la pista más segura de todas. —Agitó tristemente la cabeza—. Cuando yo estaba en la Caza, se prestaba verdadera atención a esas cosas. Nada escapó nunca a mi observación.
—Nada, salvo aquel plátano explosivo —dijo Polletti.
—Ciertamente —admitió Silvestre—. Aquel tipo nigeriano descubrió mi debilidad por la fruta tropical.
—Y creo que existieron unos cuantos errores más —le recordó Polletti.
—Tengo consciencia de ello —dijo Silvestre con dignidad—. Nunca tuve la suerte de cara, y ahora trato de enseñar a otros a evitar mis propios fallos. He conseguido algunos notables éxitos. Pero no creo que pueda incluirle a usted entre ellos, Marcello.
—Es posible que no —dijo Polletti en tono indiferente.
—Ha asistido usted a uno de mis cursillos, completo —dijo Silvestre—. Y no carece totalmente de capacidad congénita. Pero hay algo en usted… algún núcleo básico de indiferencia, algo que le hace incapaz de dedicarse en cuerpo y alma a la más noble de las ocupaciones: ¡el asesinato!
—Supongo que es verdad —dijo Polletti—. Al parecer, no puedo permanecer interesado el tiempo suficiente.
—Temo que padece un grave defecto temperamental —dijo el Profesor Silvestre gravemente—. Muchacho, ¿qué será de usted?
—Supongo que moriré —dijo Marcello.
—Probablemente —asintió Silvestre—. Pero más importante que eso es la cuestión de cómo morirá. ¿Va usted a morir espléndidamente, como un kamikaze, o miserablemente, como un pobre conejo acorralado?
—No veo que exista mucha diferencia —dijo Polletti.
—¡Existe toda la diferencia del mundo! —exclamó el Profesor—. Si no puede matar bien, debería al menos morir bien; en caso contrario, desprestigiará a su familia, a sus amigos, y a la Escuela de Táctica para Víctimas del Profesor Silvestre. Recuerde nuestro lema: «Muere tan Bien como Mataste».
—Procuraré no olvidarlo —dijo Polletti, poniéndose en pie.
—Muchacho, muchacho —dijo Silvestre, levantándose a su vez y apoyando su mano de acero inoxidable en el hombro de Polletti—, su aparente indiferencia no es más que una máscara para su masoquismo esencial. Debe tratar de combatir, no sólo al mortífero Cazador de fuera, sino también al más mortífero adversario dentro de su propia mente.
—Lo intentaré —dijo Polletti, reprimiendo un bostezo—. Ahora, tengo una cita…
—Desde luego, desde luego —dijo el Profesor—. Pero antes podríamos dejar zanjado el asunto de mis honorarios. Ascienden a 300.000 liras. Si pudiera usted…
—En este momento no puedo —dijo Polletti, consciente de que la mano de acero inoxidable del Profesor estaba a un par de centímetros de distancia de su arteria carótida izquierda—. Pero será lo primero que haré mañana, en cuanto abran los bancos.
—Podría firmarme un cheque —sugirió Silvestre.
—Por desgracia, no llevo ningún cheque encima.
—Afortunadamente —dijo el Profesor—, lo llevo yo.
—Lo siento —dijo Polletti—, pero no puedo firmar un cheque, porque mi dinero está en una caja de seguridad.
Silvestre miró a su poco prometedor alumno con el ceño fruncido; luego se encogió de hombros y apartó su mano de acero inoxidable del cuello de Polletti.
—Muy bien —dijo—. Mañana. ¿Palabra de honor?
—Palabra de honor —dijo Polletti.
—Vamos a sellarlo con un apretón de manos —dijo el Profesor, extendiendo su mano de acero.
—Preferiría no hacerlo —dijo Polletti.
El Profesor sonrió y ofreció su mano izquierda, sana. Polletti la estrechó calurosamente. Silvestre echó su mano atrás convulsivamente, y contempló la palma. En el centro de ella había una gotita de sangre.
—¿Se da cuenta? —dijo Marcello, mostrando el resplandeciente y diminuto alfiler adosado a la palma de su mano—. Como usted ha dicho, el detalle fuera de lugar en lo más corriente. Si hubiera empapado ese alfiler en curare…
Sonriendo agradablemente, echó a andar hacia la puerta.
Silvestre se sentó, frotándose la dolorida palma de la mano. Se sentía desdichado: a pesar de sus frívolos trucos, Marcello Polletti estaba destinado con toda seguridad a una tumba. Pero luego se recordó a sí mismo que todos los hombres estaban destinados a una tumba; en tanto que él, Profesor Silvestre, estaba destinado probablemente a una chatarrería.