Un gran jet de pasajeros de alas triangulares voló en círculo a gran altura encima de Roma. Al recibir la señal, descendió hacia el Aeropuerto de Fiumicino. Varias banderolas se alzaron, otras descendieron; el jet tocó la pista de hormigón, los motores se apagaron, un pequeño paracaídas de cola se abrió y arrastró a un gran paracaídas; de cola detrás de él. Los frenos entraron en acción, se musitaron unas plegarias en el compartimiento de los pilotos, y la impresionante aeronave se detuvo, como de mala gana.
Se abrieron las puertas, vomitando una oleada de seres humanos. Entre ellos había un pequeño grupo de tres hombres homogéneos y una mujer espectacular. Una azafata especial acompañó a aquellos cuatro pasajeros hasta un helicóptero posado muy cerca, en tanto que el resto del rebaño era transportado en autobús hasta la terminal del aeropuerto.
Los cuatro subieron a bordo. El helicóptero despegó verticalmente y no tardó en volar sobre Roma. Caroline había ocupado inmediatamente el asiento de honor al lado del piloto, mientras Martin, Chet y Colé se apretujaban en el asiento posterior. Martin, que había sido ascendido temporalmente a la elevada categoría de Productor Jefe de Producción (Ejecutivo), estaba garabateando en un cuaderno de notas. Chet, el segundo en graduación, se mordía el labio pensativamente. Colé, en su calidad de miembro más joven, no podía hacer nada más que aparentar perspicacia y energía.
Martin apartó la vista del cuaderno de notas y miró hacia abajo a través del suelo de plexiglás.
—Hey, ¿no es eso San Pedro?
—En efecto —dijo Chet.
—¿Creéis que nos lo alquilarían por un par de días? Un contraste irónico si el asesinato se llevara a cabo ahí, ¿eh?
—Yo podría disfrazarme de monja —dijo Caroline en tono soñador.
—Temo que San Pedro no está a nuestro alcance —dijo Chet. En su calidad de Productor Adjunto temporal, y en consecuencia segundo Jefe, había realizado una exhaustiva investigación preliminar.
—No me refiero a la iglesia —dijo Martin—. Lo único que necesitamos es la plaza, tal vez con unas cuantas instantáneas de la iglesia como fondo.
—No nos permitirán hacerlo —dijo Chet.
—¿Por qué no lo rodamos en un estudio? —sugirió Colé.
Sus dos superiores le miraron.
—Olvida esa idea —dijo Martin severamente—. Y recuerda que esto es un documental, es decir, la cosa real.
—Lo siento —dijo Colé—. Hey, ¿qué es eso de ahí?
—La Fontana de Trevi —dijo Chet—. Un bonito escenario.
—Sí —dijo Martin—, es un bonito escenario. —Se volvió hacia Caroline—. ¿Qué opinas, nena? Le matas ahí, rodamos una toma de arriba a abajo para mostrar el cadáver de Polletti flotando en el agua, luego te enfocamos a ti, sonriendo triunfalmente pero con una leve pincelada de tristeza, arrojándole un par de monedas. Después, un crescendo de los ruidos de la calle y tú alejándote lentamente a lo largo de una calle empedrada con guijarros, y el fundido final.
Chet dijo:
—No creo que ninguna de las calles alrededor de la Fontana de Trevi esté empedrada con guijarros.
—Bien, construiremos una calle empedrada con guijarros —dijo Martin impacientemente—, y si no les gusta volveremos a dejarla como estaba, después de rodar la secuencia.
—Una buena idea —dijo Chet juiciosamente—. Una idea realmente buena.
—Tiene clase —dijo Colé—. Tiene realmente clase.
Todos se volvieron hacia Caroline. Caroline dijo:
—No.
Martin dijo:
—Escucha…
—Escúchame tú —dijo Caroline—. Este es mi asesinato, mi Décimo asesinato, y quiero que sea algo grande. ¿Sabes a lo que me refiero al decir grande? Me refiero a algo realmente grande.
—Grande —repitió Martin. Chet se mordió el labio pensativamente. Colé aparentó perspicacia y energía.
—En efecto, grande —afirmó Caroline. En su voz había una nota acerada que ninguno de ellos había captado nunca. Martin encontró algo desalentadora la confianza en sí misma de Caroline. No le gustó: dadle a una mujer unos cuantos asesinatos, y se cree capaz de cualquier cosa.
—No hay tiempo para lo grande —explicó Martin—. Tenemos que rodar esto mañana por la mañana.
—Eso es problema vuestro —dijo Caroline.
Martin buscó debajo de sus gafas oscuras, encontró sus ojos y se los frotó. Trabajar con mujeres era bastante duro; trabajar con mujeres asesinas era sencillamente para enloquecer.
Chet dijo, en tono casual:
—Hmmm, se me ocurre una idea para un escenario. ¿Qué os parece si utilizáramos el Coliseo? Está ahí, debajo de nosotros.
El helicóptero descendió, y todos estudiaron el impresionante óvalo medio en ruinas.
—No sabía que era tan grande —dijo Colé.
—Me gusta —dijo Caroline.
—Bueno, no está mal —admitió Martin—. Pero mira, nena, se tarda mucho en poder disponer de un lugar como ese, y nosotros no disponemos de demasiado tiempo. ¿No podrías arreglarte con la Fontana de Trevi o los Jardines Borghese?
—Aquí es donde llevaré a cabo mi asesinato —dijo Caroline implacablemente.
—Pero los arreglos…
—Bueno, Martin —le interrumpió Chet—, da la casualidad de que pensé que ese lugar podría convenirnos, de modo que me tomé la libertad de negociar una opción sobre él; por si las moscas…
—¿Lo hiciste?
—Sí, lo hice. La idea se me ocurrió anoche, a última hora, y desde luego no deseaba hacerlo sin consultártelo previamente, pero tampoco quería amargarte el sueño con lo que tal vez no era más que una tontería. De modo que llamé a Roma y arreglé lo de la opción, y te aseguro que en ningún momento he tenido la intención de pisarte el terreno ni nada por el estilo…
—Olvídalo —dijo Martin, palmeando afectuosamente el hombro de Chet—. Hiciste lo que había que hacer.
—¿De veras? —preguntó Chet.
—Lo hiciste, y eso es un hecho. Caroline está satisfecha, el resto de nosotros está satisfecho, de modo que manos a la obra. Tenemos que emplazar nuestras cámaras, y decidir cómo utilizaremos a las Roy Bell Dancers, y otras muchas cosas.
Caroline, sonriendo beatíficamente, dijo:
—¡Voy a matar en el Coliseo! Es como una especie de descabellado sueño infantil convertido en realidad.
—Desde luego —dijo Martin—. Pero ahora tenemos que ponernos en movimiento, prepararlo todo, localizar a ese Polletti y hacerle acudir a la hora precisa…
—Yo me encargo de eso —dijo Caroline.
—Estupendo —dijo Martin—. El resto de nosotros tendremos las manos muy ocupadas. ¡Hey, piloto, dese prisa!
El helicóptero se zambulló hacia la Via Véneto. Los cuatro pasajeros se reclinaron en sus asientos, sonrientes y relajados. Martin estaba pensando que había llegado el momento de librarse de Chet, antes de que Chet se librara de él. Negociar la opción sobre el Coliseo sin consultarle previamente había sido una idea demasiado inteligente.