V

El Ministerio de la Caza, en Roma, era un enorme edificio moderno construido en un estilo pseudorománico con incrustaciones góticas. Marcello Polletti, el que ayer terminara con el Barón von Richtoffen, subía ahora por la amplia escalinata principal del edificio. De pronto, varias figuras de aspecto siniestro vestidas enteramente de negro se despegaron de la balaustrada y se acercaron a él.

—Oiga, ¿quiere comprar un detector de metales de bolsillo? —inquirió con vehemencia uno de aquellos individuos.

—No sirve de nada contra un arma de plástico —dijo Marcello.

—Da la casualidad —dijo un segundo individuo— de que tengo también un detector de plásticos.

Polletti sonrió desmayadamente, se encogió de hombros y agitó la cabeza.

Un tercer hombre dijo:

—Perdone, señor, pero parece usted un hombre que podría utilizar a un buen Localizador.

Polletti continuó subiendo por la escalera.

—Pero usted necesita un Localizador —insistió el hombre—. ¿Cómo espera identificar a su Cazador si no es a través de los servicios altamente especializados de un Localizador? Obtuve mi certificado primario en Palermo, y mi clasificación de segunda categoría en Bolonia, y tengo también cartas de recomendación de numerosos clientes agradecidos.

Agitó un fajo de manoseados papeles ante el rostro de Polletti, el cual murmuró que lo sentía mucho y apresuró el paso. Llegó ante las grandes puertas de bronce del Ministerio, y los hombres vestidos de negro regresaron resignadamente a sus apostaderos a lo largo de la balaustrada exterior.

Polletti cruzó vestíbulos llenos de gente y dejó atrás polvorientas vitrinas con armas de Caza, dejó atrás mapas mundiales mostrando puntos de concentración de Caza, dejó atrás grupos de turistas y de escolares a los que unos guías mal afeitados y peor uniformados explicaban la historia de la Caza, Finalmente llegó a la oficina que deseaba.

Como un proyectil dirigiéndose hacia su blanco, Polletti avanzó en línea recta, trayectoria plana y a considerable velocidad, hasta un escritorio con una placa de PAGOS. Detrás de él se sentaba el empleado encargado de los pagos, un hombre especialmente escogido para aquella función por su porte envarado, severo, inflexible, y también por sus hombros caídos, su cuello flaco y huesudo y sus gafas con montura de acero.

—Vengo a por el dinero del premio —dijo Polletti, entregándole al empleado su tarjeta de identidad—. Tal vez haya oído hablar de cómo eliminé al Barón Richtoffen en el Concurso Hípico. Viene en todos los periódicos.

—Nunca leo los periódicos —afirmó el empleado—. Y tampoco escucho ni tomo parte en conversaciones sobre carreras ciclistas, partidos de fútbol o Cazas. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Polletti —dijo Polletti, con la cresta ligeramente caída. Deletreó el apellido.

El empleado se volvió hacia su archivo, que incluía a todos los Cazadores y Víctimas de la zona de Roma. Con dedos expertos movió rápidamente las tarjetas, y extrajo la de Marcello como una gallina cogiendo con el pico un grano de maíz.

—Sí —dijo finalmente el empleado, después de comparar la fotografía de Polletti en la tarjeta del archivo con la fotografía de Polletti en la tarjeta de identidad de Polletti, y comparar luego las dos fotografías con el verdadero, (o supuestamente verdadero), Polletti que tenía en frente.

—¿Está todo en orden? —preguntó Marcello.

—Completamente en orden —dijo el empleado.

—Entonces, ¿puedo cobrar mi premio?

—No. Ya ha sido reclamado.

Por un instante, Polletti pareció un hombre al que acaba de morder una víbora. Pero recobró inmediatamente su compostura y preguntó:

—¿Quién lo ha reclamado?

—Su esposa, la signora Lidia Polletti. Es su esposa, ¿no?

—Lo era —dijo Marcello.

—¿Se han divorciado ustedes?

—Matrimonio anulado. Hace dos días.

—Los cambios de estado civil tardan una semana, y a veces diez días, en llegar a esta oficina. Podría presentar usted una reclamación, desde luego.

El empleado dejó asomar a su rostro una sonrisita irónica para expresar lo que pensaba de las probabilidades que tendría Marcello de recuperar su dinero.

—No tiene importancia —dijo Marcello, dando media vuelta y empezando a alejarse. «No hay que rebajarse hasta el punto de manifestar lo que se siente delante de un empleado»; pero uno necesita el dinero tanto como un empleado, y probablemente mucho más. ¡Aquella Lidia! Era capaz de moverse con la velocidad de un cohete cuando había dinero a la vista.

Saliendo del Ministerio, Marcello empezó a cruzar la calle. Quedó más bien sorprendido cuando una hermosa rubia corrió hacia él, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó apasionadamente. No era una cosa que ocurriera todos los días; y, como de costumbre, cuando ocurría era en el momento menos propicio y cuando él no estaba de humor…

Trató de librarse del abrazo, pero la muchacha se pegó a él, suplicando:

—Oh, por favor, por favor, señor, cruce conmigo la calle hasta la entrada del Ministerio, y una vez allí podré arreglármelas sola.

Marcello comprendió entonces lo que pasaba. Se desprendió suavemente de los brazos de la joven y se apartó de ella.

—No puedo ayudarla —le dijo—. Va contra la ley. Verá, yo también estoy en la Caza.

La hermosa rubia (no podía tener más de diecinueve o veinte años, o veintiocho como máximo) contempló a Marcello mientras este se alejaba, y se dio cuenta de que estaba expuesta, absoluta y despiadadamente, en la ancha calle bañada por el sol. De repente, dio media vuelta y echó a correr hacia el Ministerio.

Un Maserati (aquel modelo particular era conocido popularmente como El Victimario) surgió de una calle lateral y se precipitó directamente hacia ella. La muchacha hizo un regate con el cuerpo como un matador esquivando a un toro. Pero este toro en particular poseía frenos de disco, que aplicó con vehemencia, parando el coche en un semicírculo alrededor de la muchacha.

El rostro de la muchacha se había endurecido. Del bolso que colgaba de su hombro extrajo una abultada pistola automática, quitó el seguro y disparó una ráfaga.

Pero era tristemente obvio que no había cargado su arma con proyectiles capaces de perforar un blindaje. Sus balas se estrellaron inofensivamente contra la resplandeciente coraza del Maserati, y el conductor, esperando su oportunidad, se apeó por el lado contrario de su automóvil y acribilló a la muchacha con una metralleta anticuada.

Cuando todo hubo terminado, un agente de policía salió del portal en el que se había guarecido, saludó cortésmente, revisó la tarjeta de la Víctima y luego la del Cazador, que taladró.

—Felicidades, señor —dijo el policía—. Y también mis disculpas —añadió, entregando un boleto al hombre.

—¿Qué es esto? —preguntó el hombre.

—Una multa de tráfico, señor —dijo el policía y señaló al Maserati, cruzado a través de la calle y bloqueando el tránsito.

—Pero, mi querido amigo —dijo el hombre—, no podía llevar a cabo el asesinato sin un frenazo de emergencia…

—Lo comprendo perfectamente —respondió el policía—, pero no podemos hacer excepciones, ni siquiera con los Cazadores.

—Absurdo —dijo el hombre.

—La joven también ha violado la ley —observó el policía—, puesto que ha cruzado la calle con el disco rojo. Pero en su caso, podemos condonarle la multa, dado que está muerta.

—¿Y si ella me hubiera matado a mí? —preguntó el hombre.

—En ese caso, la hubiera multado a ella —dijo el policía—, y habría hecho la vista gorda en lo que respecta a la infracción cometida por usted.

Polletti se alejó. Las discusiones por asuntos de poca importancia le aburrían casi tanto como las discusiones por asuntos importantes.

Había recorrido menos de una manzana cuando un descapotable color rojo sangre se detuvo junto a la acera, a su altura, con un impresionante chirrido de frenos. Polletti se agachó instintivamente y miró a su alrededor en busca de un refugio. Como de costumbre, no había ninguno. Tardó unos instantes en darse cuenta de que la mujer que estaba detrás del volante era simplemente Olga.

Era una joven delgada, morena, elegante, vestida exquisitamente aunque de un modo algo teatral. Sus ojos eran negros y grandes y muy brillantes, como los ojos de un lobo famélico. Era una mujer sumamente atractiva en su estilo, el cual podría ser descrito como paranoia esquizofrénica homicida con incrustaciones de espíritu retozón.

A los hombres les gusta jugar con el peligro, pero no todos los días. Polletti había estado jugando con Olga durante la mayor parte de doce años.

—Lo he visto —dijo Olga en tono sombrío. (Siempre hablaba en tono sombrío, excepto cuando hablaba en tono histérico).

—¿Lo has visto? ¿Qué es lo que has visto?

Todo —dijo Olga.

Polletti intentó sonreír.

—Bueno, si lo has visto todo, seguramente te habrás dado cuenta de que no había nada que ver. Polletti alargó una mano para posarla en el hombro de Olga. Olga dio marcha atrás y retrocedió unos cuantos metros. Polletti dejó caer su mano y retrocedió a su vez hasta el automóvil.

—Querida —empezó de nuevo—, si lo has visto todo, te habrás dado cuenta de que entre esa desdichada joven y yo no había absolutamente nada.

—Desde luego que no —dijo Olga—. Ahora, no.

—Ni ahora ni en cualquier otro momento —dijo Polletti—. Tienes que creerme, Olga. No la había visto nunca.

—Tienes carmín en los labios —observó Olga en tono sombrío, pero con un toque de histeria.

Polletti se frotó apresuradamente la boca con el dorso de la mano.

—Querida —dijo—, puedo asegurarte que entre esa desdichada niña y yo no…

—Siempre te han gustado muy jóvenes, ¿no es cierto?

—… no había nada, absolutamente nada.

—Nada más que sueños, ¿eh, Marcello?

Se miraron fijamente el uno al otro por espacio de unos segundos. Era evidente que Olga esperaba más explicaciones, para refutarlas triunfalmente. Polletti no dijo nada. La expresión de su rostro había cambiado de la súplica ritual al fastidio de costumbre. Uno le debía algo a la mujer con la cual había vivido durante doce años; algo, pero no esto.

Bruscamente, se alejó del automóvil y empezó a buscar un taxi. Olga avanzó de nuevo y frenó al lado de Polletti. Sin pronunciar una sola palabra, Marcello subió al automóvil y se sentó al lado de Olga.

Olga dijo:

—Marcello, eres un embustero y un farsante.

Marcello asintió, cerró los ojos y se reclinó contra el acolchado respaldo.

—Si no te amara tanto, te mataría —gruñó Olga.

—Aún estás a tiempo —dijo Polletti, sin abrir los ojos.

—Es posible que lo haga —dijo Olga—. Pero antes quiero que me veas con mi vestido nuevo. —Se echó a reír y apretó el brazo de Polletti—. Creo que voy a gustarte con él, Marcello. Lo creo de veras.

—Yo estoy seguro de ello —dijo Polletti, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre el acolchado respaldo.

—¿Por qué son tan cerdos los hombres? —le preguntó Olga al mundo en general. Al no obtener respuesta, apretó el acelerador y el automóvil salió disparado como un huracán perseguido por un tornado. Polletti mantuvo los ojos cerrados, dejando volar libremente su imaginación hacia un mundo de descabelladas fantasías.