IV

—Caroline —dijo el señor Fortinbras—, quiero felicitarla por su excelente asesinato.

—Muchas gracias, señor —dijo Caroline.

—¿Es su noveno, creo?

—En efecto, señor.

—Sólo le falta uno, ¿eh?

—Sí, señor. Si tengo éxito.

—Lo tendrá —le aseguró Fortinbras—. Lo tendrá, porque yo, J. Walstod Fortinbras, digo que lo tendrá.

Caroline sonrió modestamente. Fortinbras sonrió inmoderadamente. Era el jefe de Caroline, director del UUU Teleplex Ampwork. Era un hombre bajito que trataba de encontrar grandeza en lo grandioso, y cuya afición a lo vulgar sólo era superada por el placer que le proporcionaba la ruindad. Se echó hacia atrás en su asiento, se frotó la manga de su chaqueta (confeccionada con Fulani auténtico), dio una chupada a un enorme cigarro, escupió sobre la alfombra de Bokhara de siete centímetros de espesor, se limpió los labios con un pañuelo de encaje tejido por brahmanes indigentes a orillas del Ganges, y se rascó la frente con una bruñida uña para dar a entender que estaba pensando.

No estaba pensando, desde luego; estaba intentando, como había estado intentado durante muchos años, caracterizarse a sí mismo. El hecho era que el señor Fortinbras no poseía absolutamente ningún carácter. Profesionales de reconocido prestigio habían trabajado durante años enteros para corregir aquel defecto, inútilmente. Esta era la única cruz que pesaba sobre los hombros del señor Fortinbras.

—La próxima vez será usted una Cazadora, ¿eh? —le preguntó a Caroline.

—En efecto, señor.

—¿Le han notificado ya quién va a ser su próxima Víctima?

—Sí, señor Fortinbras. Se trata de un hombre llamado Marcello Polletti, que vive en Roma.

—¿Roma, Nueva York? —preguntó Fortinbras.

—Roma, Italia —rectificó Caroline suavemente.

—Bueno, mucho mejor —dijo Fortinbras—. Probablemente más pintoresco. Se me ha ocurrido una idea, y quiero que todos ustedes la estudien a fondo y me comuniquen su leal y sincera opinión. Dado que tenemos un potencial Ganador Absoluto aquí, en nuestra propia oficina, la idea es: ¿por qué no rodamos un documental sobre su décimo asesinato? ¿Eh?

Caroline asintió pensativamente. Además de Fortinbras y ella, había otros tres hombres en la oficina, todos ellos jóvenes, atractivos, inteligentes y detestables.

—¡Sí, ! —gritó Martin. En su calidad de ejecutivo de más edad y Productor adjunto, era el único (aparte del propio Fortinbras) al que le estaba permitido utilizar signos de exclamación.

—Ha dado usted en el clavo, Jefe —dijo Chet suavemente. (Si no recordaba mal, durante el año anterior se habían rodado treinta y siete documentales sobre diversos aspectos de la Caza).

—Personalmente, no estoy tan seguro —dijo Colé. Era el ejecutivo más joven y, como tal, corría a su cargo la desagradable tarea de mostrarse en desacuerdo con su jefe, dado que Fortinbras no toleraría verse rodeado de hombres-sí-señor. Colé odiaba el trabajo, dado que siempre tenía la impresión de que Fortinbras estaba en lo cierto. Soñaba en el día en que sería contratado un cuarto ejecutivo, y él podría decir sí.

—Tres contra uno —dijo Fortinbras, humedeciendo repulsivamente la punta de su cigarro—. Creo que es usted minoría, ¿eh, Colé?

—Eso parece —dijo Colé alegremente—. Considero que es mi deber expresar mis opiniones, pero puedo asegurarle que no tengo la menor confianza en ellas.

—Eso es lo que me gusta de usted —dijo Fortinbras—. Honradez y rectitud de juicio son dos cualidades que pueden llevar a un hombre muy lejos, Colé, no lo dude. Ahora, veamos… Supongamos que lo llamamos El Momento de la Verdad.

Todo el mundo ocultó sus parpadeos admirablemente.

—Eso, desde luego, es meramente aproximativo —añadió Fortinbras—. Hay otras muchas posibilidades… Por ejemplo, ¿qué les parece El Instante de Candor?

—¡Me gusta mucho! —se apresuró a decir Martin—. ¡Resulta muy expresivo!

—Bueno, bueno, sí, es realmente bueno —dijo Chet, saboreando el horror del título con los ojos semicerrados.

—Creo que le falta algo —dijo Colé angustiadamente.

—¿Qué es lo que le falta, concretamente? —preguntó Fortinbras.

A Colé nunca le habían pedido que explicara por qué estaba en desacuerdo con algo. Ahora sintió formarse un nudo en su garganta y una helada opresión en la boca del estómago. Aquellos, lo sabía muy bien, eran síntomas seguros de un ataque de desempleo.

Martin, cuya bondad de corazón era proverbial tan al oeste de Nueva York como la Décima Avenida, acudió en ayuda de su compañero.

—Creo —dijo— que lo que Colé había pensado era probablemente uno de esos títulos detonantes pasados de moda. Como llamarlo simplemente DIEZ.

—O quizá no lo había pensado —dijo Chet, cubriendo rápidamente a Martin.

—Creo que había pensado algo —dijo Colé, cubriendo apresuradamente a sus dos compañeros—. Pero, desde luego, esos títulos cortos y detonantes ya no se llevan…

Se interrumpió. Fortinbras, con el dedo corazón de su mano derecha apoyado en una ceja, estaba meditando. Transcurrieron los segundos. Fortinbras cerró sus indescriptibles ojos, y luego volvió a abrirlos.

—Diez —dijo, con voz apenas audible.

—Anticuado —comentó Martin—. Pero, desde luego, las modas van y vienen y nunca se sabe…

—Diez —dijo Fortinbras, saboreando la palabra como si fuera un pirulí.

—Puede tener ciertas posibilidades —admitió Chet—; aunque, desde luego, debemos recordar siempre…

—¡DIEZ! —gritó Fortinbras triunfalmente—. ¡Sí, sí, DIEZ! Me dice algo, caballeros, de veras que me dice algo. Hmmmm… —Dio otra chupada a su horrible cigarro, expelió una bocanada de humo no menos horrible, y dijo—: ¿Ha habido otra mujer Ganadora Absoluta?

—No, que yo sepa —respondió Martin—. Al menos, no en los Estados Unidos.

—Bueno, eso es lo que nos interesa a nosotros —dijo Fortinbras—. Aunque hemos tenido unas cuantas finalistas, ¿no es cierto?

—La señorita Amelia Brandóme fue la última —dijo Martin—. Obtuvo su novena victoria hace ocho años.

Martin se había pasado la noche anterior en vela, recopilando datos, intuyendo los acontecimientos del día siguiente. Gracias a ese tipo de intuiciones Martin era Productor Adjunto.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Fortinbras.

—Se descuidó, debido a un exceso de confianza. Una víctima masculina acabó con ella en su décima tentativa. Utilizó un revólver cargado con esperma de ave.

—No parece que esa sea un arma particularmente mortífera —comentó Fortinbras.

—En este caso lo fue —dijo Chet—. El arma fue disparada desde una distancia de cinco centímetros, aproximadamente.

—No queremos que usted incurra en un exceso de confianza, Caroline —dijo el señor Fortinbras, con una risita.

—No, señor. Yo tampoco quiero incurrir en él —dijo Caroline.

—De otro modo, podría usted encontrarse sin empleo —dijo Fortinbras, en una lamentable tentativa de hacerse el gracioso.

—Y podría encontrarme también sin vida —replicó Caroline.

Todo el mundo acogió con grandes risas la ingeniosa salida de Caroline. Cuando las risas se apagaron, Fortinbras volvió al negocio.

—De acuerdo, muchachos —dijo—. Empiecen a prepararlo todo para el viaje, y no pierdan tiempo. Saldrán pasado mañana, a las diez, y a las diez y media estarán en Roma. Y ya saben el tono que deseo: mortalmente serio, pero con una leve pincelada de humor. No se molesten en rodar secuencias de fondo, limítense a captar el asesinato de un modo impresionante y espectacular, pero también con humor y dignidad. Usted sabe lo que quiero decir, ¿no es cierto, Martin?

—Creo que sí, señor —dijo Martin. Había estado pensando por Fortinbras durante tres años, desde que se había convertido en Productor Adjunto. Al año siguiente, imaginaba, estaría en condiciones de ocupar el puesto de Fortinbras.

No podía negarse que Fortinbras era estúpido; pero no era absolutamente estúpido. Estaba planeando despedir a Martin inmediatamente después del rodaje de este documental. Pero ese era un secreto que Fortinbras no había revelado a nadie, ni siquiera a su analista.