Una gigantesca computadora chasqueaba y chirriaba, destellaba luces rojas y ondulaba luces azules, apagaba puntitos blancos y encendía puntitos verdes. Era la Computadora de los Juegos, la gran máquina que tenía duplicados en todas las capitales del mundo civilizado y que arbitraba los destinos de todos los Cazadores y Víctimas. Seleccionaba y emparejaba al azar a los antagonistas individuales, registraba los resultados de sus enfrentamientos, otorgaba premios en metálico a los ganadores, transmitía el pésame a los familiares de los derrotados, y alternaba a los jugadores supervivientes como Víctima o Cazador, ya que debían seguir jugando irrevocablemente hasta que uno de ellos había alcanzado el límite arbitrario de diez.
Las normas eran simples: la Caza estaba abierta a todo el mundo, hombre o mujer, sin discriminación de raza, religión ni nacionalidad, de edades comprendidas entre los dieciocho y los cincuenta años. Los que entraban en el juego lo hacían por diez Cacerías, sirviendo alternativamente cinco veces de Víctima y cinco de Cazador. Los Cazadores recibían el nombre, la dirección y la fotografía de su Víctima; las Víctimas eran informadas simplemente de que tenían a un Cazador detrás de ellas. Todos los asesinatos tenían que ser realizados personalmente, y se sancionaba severamente el asesinato, por error, de una persona que no fuera la Víctima. Los premios en metálico aumentaban su cuantía a medida que aumentaba el número de asesinatos. Un Ganador Absoluto —diez asesinatos— se aseguraba para siempre ilimitados privilegios civiles, financieros, políticos y morales.
La cosa no podía resultar más fácil. Tan fácil como caerse por un precipicio.
Desde que se instauraron las Cacerías no se habían producido guerras importantes; sólo incontables millones de pequeñas guerras, reducidas al menor número posible de contendientes: dos.
La Caza era completamente voluntaria, y su objetivo estaba de acuerdo con la más práctica y realista de las perspectivas. Si alguien deseaba matar a alguien, se argumentaba, ¿por qué no dejar que lo intentara, en el supuesto de que pudiera encontrarse a otro alguien que también deseara matar a alguien? De esa manera podían asesinarse el uno al otro y dejar al resto de la humanidad en paz.
A pesar de su aparente supermodernismo, el Juego de la Caza, en principio, distaba mucho de ser una absoluta novedad. Era una regresión cualitativa a una época más antigua y más feliz, cuando mercenarios a sueldo se encargaban de combatir y los no combatientes permanecían al margen de la lucha, hablando de sus cosechas.
La Historia es cíclica. Una sobredosis de yin se transforma irrevocablemente en yang. La época del ejército profesional (y con frecuencia no combatiente) quedó atrás, y empezó la época del ejército en masa. Los agricultores ya no podían hablar de sus cosechas: tenían que luchar por ellas. Y aunque no tuvieran ninguna cosecha que defender, tenían que luchar. Los obreros de las fábricas se encontraban involucrados en intrigas bizantinas al otro lado del océano, y los dependientes y oficinistas portaban armas en selvas exóticas y a través de cumbres heladas.
¿Cómo lo aceptaban? En aquella época todo había parecido muy claro. Se habían esgrimido muchos motivos, y cada hombre adoptaba el más adecuado a su propia emotividad personal. Pero lo que parecía obvio en un momento determinado fue perdiendo validez a medida que pasaron los años. Profesores de historia, expertos en economía, psicólogos y antropólogos empezaron a argüir, a objetar, a contraopinar y a establecer la necesidad de poner las cosas en claro.
El granjero, el dependiente, el oficinista y el obrero de la fábrica esperaron pacientemente a que alguien les explicara por qué eran enviados en realidad a la muerte. Al no obtener ninguna respuesta convincente, empezaron a mostrarse irritados, resentidos e incluso coléricos. Ocasionalmente, volvían sus armas contra sus propios gobernantes.
Aquello, desde luego, no podía ser tolerado. Pero la creciente intransigencia de la gente, añadida a la posibilidad tecnológica de acabar con todo y con todos, sobrecargó definitivamente el yang, haciendo aparecer el yin.
Después de cinco mil años, aproximadamente, de historia registrada, la gente empezó por fin a abrir los ojos. Incluso los gobernantes, que como es sabido son los hombres más lentos en cambiar, se dieron cuenta de que había que hacer algo.
Las guerras no conducían a nadie a ninguna parte; pero seguía existiendo el problema de la violencia individual, que innumerables años de coerción religiosa y policíaca no habían logrado extirpar.
La respuesta, momentáneamente, fue la Caza legalizada.
Ese, naturalmente, es un punto de vista sobre el desarrollo de la institución. Pero no sería justo omitir que no todo el mundo está de acuerdo con esta interpretación. Como de costumbre, los profesores de historia, los expertos en economía, los psicólogos y los antropólogos continúan arguyendo, objetando, contraopinando y hablando de la necesidad de poner las cosas en claro.
De modo que, teniendo en cuenta sus objeciones, nos quedamos solamente con el hecho irreductible de la Caza en sí; un hecho tan extraño como los ritos funerarios del antiguo Egipto, tan normal como las ceremonias de iniciación de los Sioux, y tan increíble como la Bolsa de Nueva York.
En el análisis final, la existencia de la Caza sólo es explicable debido a su existencia: ya que, al menos según una opinión eminente, nada justifica la existencia de algo.
Destellaron luces, chasquearon circuitos, oscilaron relés, giraron ruedecillas. Revolotearon tarjetas perforadas como palomas blancas, y la Computadora de los Juegos unió dos vidas.
Caza ACC1334BB: Cazador, Caroline Meredith. Víctima, Marcello Polletti.