II

¿Hay algo tan bello como un día de junio? Hoy podemos contestar a esa pregunta cualitativa y definitivamente. Más bello, con mucho, es un día en Roma a mediados de octubre, cuando Venus está en ascenso en la Casa de Marte, y los turistas, como otros tantos lemingos, han completado su misteriosa migración anual y están ahora (la mayoría de ellos) de regreso en sus hogares, atados a las húmedas y tristes tierras que les vieron nacer.

Algunos de esos buscadores de la luz del sol y la ilusión del calor se quedan, sin embargo. Todos dan sus pobres excusas: una obra teatral, una fiesta, un concierto que no deben perderse, una audiencia con este a con aquel. Pero los verdaderos motivos son siempre los mismos. Roma tiene un ambiente, pueril pero inigualable. Roma sugiere la posibilidad de convertirse en el actor principal en el drama de la propia vida de uno. (La sugerencia es falsa, desde luego; pero las más estólidas ciudades septentrionales ni siquiera poseen la sugerencia).

El Barón Erich Siegfried von Richtoffen no pensaba en nada de eso. Sus facciones reflejaban pocas cosas exceptuando una irritación habitual. Alemania le fastidiaba (flojera), Francia le disgustaba (suciedad), e Italia le fastidiaba y le disgustaba (flojera, suciedad, igualitarismo, decadencia). Venía a Italia cada año; a pesar de sus irreparables defectos, era uno de los lugares menos repulsivos que conocía. Y, además, tenía el Concurso Hípico Internacional anual en la Piazza de Siena.

El Barón era un soberbio jinete. (¿Acaso sus antepasados no habían aplastado a los campesinos en el barro bajo las pezuñas forradas de hierro de sus corceles?). Ahora estaba en los establos, y podía oír una banda de cornetas mientras los carabineros montados desfilaban a través de la Piazza en sus resplandecientes uniformes.

El Barón estaba sumamente irritado en aquel preciso instante, ya que se hallaba semidescalzo esperando a que uno de los lacayos (nunca podía encontrarse a aquellos individuos cuando eran necesarios) le devolviera sus botas. El maldito individuo se las había llevado hacía exactamente 18 minutos y 32 segundos, según el Accutron que el Barón lucía en su muñeca; ¿cuánto se tardaba en lustrar un par de botas? En Alemania (o mejor dicho, en el pueblo de Richtoffenstein, que el Barón consideraba como el último fragmento que quedaba de la verdadera Alemania), unas botas podían ser lustradas casi a la perfección en un tiempo promedio de siete minutos y catorce segundos. Esta clase de demora hacía que un hombre deseara sollozar de rabia, o intimidar a alguien, o hacer algo…

—¡Enrico! —gritó el Barón, con una voz que podía haber sido oída desde tan lejos como el Campo de Marte—. ¡Enrico, maldita sea tu estampa! ¿Dónde estás?

Alguien llamando, ninguna respuesta… En la Piazza, un mejicano llamativamente vestido se estaba inclinando ante los jueces. A continuación le tocaba actuar al Barón. ¡Pero no tenía botas, maldita sea, no tenía botas!

—¡Enrico, preséntate aquí inmediatamente o esta noche correrá la sangre! —gritó el Barón. Era una frase muy larga para gritarla, y al final de ella el Barón se quedó sin aliento. Escuchó, esperando una respuesta.

Y, ¿dónde estaba el esquivo Enrico? Debajo de la tribuna, sacando el lustre final a un par de botas de montar tan bellas como para constituir el orgullo de cualquier jinete. Enrico era un viejo marchito, nacido en Emilia y traído a Roma por petición popular. Todo el mundo estaba de acuerdo en que nadie conocía tanto el arte de lustrar (ni siquiera aquellos adeptos que seguían los principios del Zen sobre el Arte de Lustrar) como Enrico.

Enrico trabajaba, concentrado ahora en las relucientes espuelas. Su frente estaba arrugada debido a aquella misma concentración mientras frotaba suavemente el acero plateado con una substancia especial.

No estaba solo. A su lado, contemplándole con visible interés, se encontraba un hombre que podría haber sido tomado por el hermano gemelo de Enrico. Los dos hombres iban vestidos exactamente iguales hasta en el menor de los detalles. Lo único que les diferenciaba era el hecho de que el segundo Enrico estaba atado y amordazado.

En el exterior, la multitud rugía aprobando la actuación del mejicano. Por encima de aquel rugido podía oírse la voz cada vez más destemplada del Barón:

—¡Enrico!

Ahora, apresuradamente, Enrico 1.° se puso en pie, dio una última ojeada de inspección a las botas, palmeó a Enrico 2.° en la frente, entre las cuerdas, y cojeó rápidamente a través de la tribuna hacia su amo actual.

—¡Hah! —dijo el Barón, y acompañó aquella exclamación de varias afirmaciones en un balbuceante alemán, incomprensible pero indudablemente despectivas para el humilde Enrico.

—Bueno, veamos —dijo finalmente el Barón, dejando que su frenesí se enfriara y quedara reducido a una cólera normal. Inspeccionó las botas y las encontró irreprochables. Sin embargo, las frotó con un trapo de gamuza que siempre llevaba en el bolsillo como prevención.

—Ahora ponme las botas, inmediatamente —ordenó el Barón, proyectando hacia adelante un poderoso pie teutónico.

La tarea quedó completada tras muchos tirones y maldiciones. Y en el momento preciso, también, ya que el jinete mejicano (¡llevaba gomina en el pelo!) se estaba retirando entre estruendosos aplausos.

Calzado al fin, con su monóculo pegado al ojo, y con su mejor caballo (el famoso Carnívora III, descendiente de Astra y de Aspera) muy cerca de allí, el Barón echó a andar para presentarse a los jueces.

Parándose exactamente tres pasos delante de la tribuna, el Barón se cuadró, inclinó su cabeza un par de centímetros, y entrechocó marcialmente sus tacones.

Se produjo una gran explosión, y el Barón quedó envuelto en una nube de humo gris.

Cuando la humareda se despejó, pudo verse al Barón caído boca abajo delante de la tribuna, tan muerto como la merluza de la semana anterior.

La conmoción fue terrible entre los espectadores, poseídos de una catarsis emocional, a excepción de un inglés solitario, vestido de un modo estrafalario, que gritó con voz firme:

—¡El caballo! ¿Está bien el caballo?

Después de asegurarse de que el caballo del Barón estaba completamente ileso, el inglés volvió a dejarse caer en su asiento, murmurando que era absolutamente injusto para los caballos hacer estallar explosivos cerca de ellos, y que en algunos países el autor de semejante atropello tendría que vérselas inmediatamente con la policía.

En este país en particular, el autor de aquel acto tuvo que vérselas también inmediatamente con la policía. El responsable apareció en seguida, saliendo del establo y despojándose de su disfraz.

Antes había sido Enrico 1.°; ahora se mostraba como Marcello Polletti, un hombre de cuarenta, o quizá treinta y nueve, años, con un rostro atractivo y melancólico, una sonrisa tímida y una estatura algo superior a la mediana. Tenía unos pómulos altos y salientes sugiriendo profundas reservas de pasión, un aire de escepticismo congénito, y unos ojos leonados que reflejaban cierta indolencia en el hombre. Aquellas características fueron inmediatamente aparentes para los varios millares de personas que se encontraban en las gradas y que las comentaron favorablemente.

Polletti saludó a la multitud que aplaudía entusiasmada y mostró su Licencia de Cazador al agente de policía más próximo.

El policía examinó la tarjeta, la taladró, y se la devolvió a Polletti.

—Todo en orden, señor. Y quiero ser el primero en felicitarle por un asesinato excitante y estético al mismo tiempo.

—Es usted muy amable —dijo Marcello.

Ahora estaba rodeado por una multitud de reporteros, buscadores de emociones y admiradores de todos los tipos y pelajes. La policía alejó a todo el mundo salvo a los auténticos periodistas, y Marcello contestó a sus preguntas con tranquila dignidad.

—¿Por qué utilizó usted el sistema del alto explosivo en las espuelas del Barón? —preguntó un reportero francés.

—Me pareció el más adecuado —respondió Polletti—. El hombre llevaba una chaqueta a prueba de balas.

El periodista asintió y garabateó en su cuaderno de notas:

«El entrechocar de tacones prusiano, que ha aterrorizado a tanta gente, pone una nota irónica en el desenlace de esta Caza. Morir al realizar un acto de simbólica arrogancia —un acto que presupone una valía superior, que a su vez presupone inmortalidad— es algo que sin duda puede calificarse de muerte existencial. Al menos, eso es lo que nos sugieren las palabras del Cazador Marel Poeti…».

—¿Cómo cree usted que se desenvolverá como Víctima en su próxima cacería? —preguntó un periodista mejicano.

—No puedo saberlo —respondió Polletti—. Pero no cabe duda de que sólo podrá terminar de una u otra manera.

El periodista asintió y escribió:

«Mariello Polenzi mató con placidez, y contempla su propia ruina inminente con la misma ecuanimidad. En esto podemos ver la afirmación universal del machismo, esa cualidad varonil que pone en juego la vida sólo a través de la aceptación impasible de la muerte…».

—¿Es usted duro? —preguntó una periodista norteamericana.

—Decididamente, no —dijo Marcello.

Ella escribió:

«Una aversión a la jactancia unida a una suprema confianza en sus propias facultades convierten a Marcello Polletti en un hombre singularmente aceptable para las normas de conducta norteamericanas…».

—¿Teme usted que le maten? —preguntó un reportero japonés.

—Desde luego —respondió Marcello.

«El Zen, al menos en uno de sus aspectos —escribió el reportero—, es el arte de ver las cosas tal como son; Marcello Polletti, al contemplar tranquilamente su propio miedo a la muerte, puede decirse que ha dominado su propio miedo a la muerte de un modo típicamente japonés. Aunque sigue en pie, inevitablemente, una pregunta: la admisión de Polletti de su miedo, ¿es una conquista magnífica de lo inconquistable, o una simple admisión de lo inadmisible?».

Polletti recibió una cantidad considerable de publicidad. No era cosa de todos los días la «voladura» de un hombre en el Concurso Hípico Internacional. Era un hecho que constituía noticia.

Y ayudaba a ello, desde luego, el que Polletti fuera atractivo, modesto, despreocupado, viril y, por encima de todo, cotizable.