Podría haber sido la perdición de cualquier hombre: Caroline Meredith, una joven esbelta y flexible sentada pensativamente tras un alto mostrador de caoba, con sus bien formadas piernas provocativamente entrelazadas y su alargado y exquisitamente modelado rostro (que recordaba el jade antiguo, pero con delicados matices marfileños) asomado a las insondables profundidades de su Martini. Estatuaria, pero turbadoramente viva, vestida con las más finas sedas, y con un abrigo de marta cebellina color azabache colgando descuidadamente sobre sus soberbios hombros, podría haber representado todo lo que era hermoso, bueno y deseable en la extrañamente diversa ciudad de Nueva York.
O, al menos, eso debió pensar el turista. Estaba extasiado, a unos tres metros del cristal del escaparate del bar en el cual la bella Caroline permanecía sentada contemplando las profundidades de su vaso. Era un chino: un vendedor de nidos de ave de Kwei-ping, a juzgar por su traje blanco de piel de tiburón, su corbata de seda cruda y sus zapatos brocados. De su cuello colgaba una gran cámara fotográfica: una Bronica para todo el mundo, menos para los iniciados.
Con deliberada indiferencia, el oriental levantó su cámara y sacó una foto de una acequia a su izquierda y de una excavación a su derecha. Luego enfocó a Caroline.
Realizó varias operaciones con el mecanismo de la cámara. Se produjeron chirridos y zumbidos, y un panel lateral se abrió.
En aquella abertura, con la rapidez de un prestidigitador, el inescrutable celeste deslizó diestramente cinco proyectiles de punta roma, y cerró la abertura. Así, técnicamente, su cámara no era ya una simple cámara; pero tampoco era un simple revólver. Ahora era un revólver-cámara, o una cámara-revólver; o, para utilizar el adecuado (aunque recientemente acuñado) término de argot, era un convertible; es decir, uno de esos objetos destinados a realizar dos funciones independientes entre sí.
Así preparado, el Peligro Amarillo avanzó hacia su blanco con pasos rápidos y ligeros. Sólo una respiración levemente asmoide podría haber traicionado su propósito a un observador casual.
La encantadora Caroline no cambió de postura. Pero levantó su vaso; dentro no había ninguna sibila, pero sí lo más parecido a ella: un diminuto espejo. En él observó con interés los movimientos del Matador de Kwantung.
El momento de la verdad se estaba acercando con rapidez. El chino apuntó; y Caroline, con un impresionante despliegue de reflejos, lanzó su vaso contra el escaparate unas décimas de segundo antes de que el Hijo del Cielo apretara el gatillo.
—¡Oh! ¡En el momento preciso! ¡Oiga! —exclamó el chino. (Aunque había nacido en la orilla izquierda del río Hungshui, se había educado en Harrods).
Caroline no dijo una sola palabra. A un palmo por encima de su cabeza había un orificio estrellado en el cristal del escaparate. Caroline se dejó caer al suelo antes de que el individuo pudiera volver a disparar, y se precipitó hacia la parte trasera como un murciélago escapado del infierno.
El camarero, que había estado contemplando la acción, agitó la cabeza admirativo. Su verdadera afición era el fútbol, pero le gustaba una buena Caza.
—¡Ese va por ti, muchacha! —gritó detrás de la apresurada Caroline.
En aquel preciso instante el vendedor de nidos de ave irrumpió en el bar y corrió hacia la parte posterior, persiguiendo a la bella joven.
—Bienvenido a América —gritó el camarero detrás de él—, y feliz Cacería.
—Disculpe, tengo mucha prisa —respondió cortésmente el Diablo Amarillo, sin dejar de correr.
—Hay que descubrirse ante los japoneses —observó el camarero, dirigiéndose a un cliente sentado al final del mostrador—. Tienen modales.
—Otro Martini doble —dijo el hombre sentado al final del mostrador—. Pero esta vez pon la rodaja de limón a un lado del vaso. No resulta agradable ver flotar una fea rodaja de limón en la bebida de uno, como si fuera un Planter’s Punch u otro brebaje por el estilo.
—Sí, señor, lo siento mucho, señor —dijo el camarero amablemente. Mezcló la bebida con cuidado, pero no dejaba de interrogarse acerca de aquel Cazador Oriental y su Víctima Americana. ¿Cuál de los dos iba a imponerse? ¿Cómo acabaría la cosa?
El hombre sentado al final del mostrador debió leer sus pensamientos.
—Te concedo tres a uno —dijo.
—¿Sobre qué?
—A favor de la muchacha contra el chino.
El camarero vaciló, luego sonrió, agitó la cabeza y sirvió la bebida.
—Tendrán que ser cinco a uno —dijo—. Esa damita me ha dado la impresión de ser muy lista.
—Hecho —dijo el hombre, que también era muy listo. Dejó caer una gota de limón sobre la transparente superficie de su bebida.
Moviendo con celeridad sus largas piernas, con el abrigo de marta cebellina bajo el brazo, Caroline corrió más allá de los chillones esplendores de la Avenida Lexington y se abrió paso a través de una muchedumbre reunida para presenciar el empalamiento público de un delincuente en la gran estaca de granito en la confluencia de la Calle 69 y el Parque. Nadie prestó una atención especial a Caroline: todo el mundo estaba pendiente del despreciable criminal, un patán de Hoboken con un revelador envoltorio Hershey arrugado a sus pies y las manos manchadas de chocolate. Con rostros pétreos, escucharon sus torpes disculpas y sus patéticas súplicas; y vieron palidecer su rostro cuando los dos verdugos públicos le agarraron por los brazos y las piernas y le sostuvieron en alto, preparados para dejarle caer sobre la Estaca del Malhechor. En aquellos momentos interesaba mucho la recién inaugurada política de las ejecuciones al aire libre («¿De qué tenemos que avergonzarnos?»), mientras disminuía el interés por las predecibles cabriolas asesinas de Cazadores y Víctimas.
Caroline corrió, con sus rubios cabellos ondeando detrás de ella como un brillante estandarte de incierto significado. A menos de quince metros detrás de ella, resoplando ligeramente y sudando un poco, avanzaba el Pagano chino, con su cámara-revolver en sus dos manos desprovistas de vello. Su marcha no parecía particularmente rápida; y sin embargo, poco a poco, con la inmemorial paciencia de los Hijos de Han, le estaba ganando terreno a la hermosa joven.
No se arriesgaba aún a disparar; hacerlo sin un blanco definido era visto con malos ojos, y matar o mutilar a un mirón, por accidentalmente que fuera, resultaba vergonzoso y constituía una torpeza imperdonable y una irrevocable pérdida de prestigio.
En consecuencia, se abstenía de disparar, apretando contra su pecho aquel instrumento que era capaz, a través del perverso ingenio del hombre, de crear una copia y destruir el original simultáneamente. Un observador atento podría haber observado un premonitorio temblor digital, así como la leve y anormal rigidez que adquirían los músculos del cuello del hombre. Pero esto era de esperar, ya que John Chinaman sólo había tomado parte en dos Cacerías, y en consecuencia era un principiante en el fenómeno social más importante de la época.
Caroline llegó a la esquina de la Avenida Madison y la Calle 69, dirigió una rápida ojeada a su alrededor, pasó por delante del Craven Chicken Delicatessen (donde podían comer hasta cincuenta personas; precios a voluntad), y súbitamente se paró. Jadeando intensamente, vio una puerta abierta más allá del Craven Chicken. Penetró inmediatamente y subió la empinada escalera hasta el segundo piso, donde se encontró en un atestado rellano.
Al final del rellano vio un letrero: Galería Amel: Objects de pop-op revisetée. Y supo en seguida que se encontraba en una galería de arte: un lugar que había planeado visitar algún día, aunque en circunstancias algo mejores.
Sin embargo… uno mata donde puede y muere donde debe, como decía el antiguo refrán. En consecuencia, sin mirar hacia atrás, Caroline se abrió paso hasta la puerta de la sala, ignorando los indignados murmullos de los que aguardaban turno, y mostró una tarjeta a un uniformado portero que estaba controlando y tranquilizando el tránsito humano.
El portero examinó la tarjeta, que se facilita a toda Víctima (así como a todo Cazador), concediéndoles Derechos de Emergencia de Entrada y Salida mientras están activa y legalmente dedicados a salvar sus propias vidas o a destruir la de otro. El portero asintió. Caroline recuperó su tarjeta y entró en la galería.
Se obligó a sí misma a andar despacio, a tomar un catálogo y a tratar de controlar su respiración. Se puso unas gafas, apretó más fuertemente su abrigo alrededor de sus torneados hombros, y avanzó lentamente a través de las diversas salas intercomunicadas de la galería.
Sus gafas, ligeramente teñidas, eran de un modelo recientemente salido al mercado, «Vea-a-su-alrededor», que proporcionaba al que las llevaba una aproximación visual de 360 grados, con pequeños pero enojosos puntos ciegos a 42 y 83 grados, y con una zona de distorsión que se extendía en línea recta desde 350 hasta 10 grados.
Pero aunque las gafas resultaban molestas y capaces de producir graves cefalalgias, su utilidad era indiscutible. Ya que a través de ellas Carolina localizó a su Cazador a unos diez metros detrás de ella.
Sí, era él, su Plaga Asiática, con su traje blanco empapado en sudor y su corbata de seda cruda ligeramente torcida. Pero su cámara mortal seguía fuertemente apretada contra su pecho, y avanzaba con la implacable determinación de una fiera salvaje, con los ojos fruncidos y la lisa y alta frente arrugada a causa de la concentración.
Caroline avanzó con casual apresuramiento, interponiendo una muchedumbre de visitantes entre ella y su Némesis del Kwantung Septentrional.
Pero John Chinaman la había visto, y ahora avanzó rectamente hacia la multitud tras la cual se había refugiado Caroline. Sus labios estaban fuertemente apretados y sus ojos se habían fruncido todavía más, hasta el punto de que podía ver muy poco.
Pero pudo ver que su Víctima no estaba entre la multitud. Le había eludido, había desaparecido. ¡Ah, no tenía importancia! Una sonrisa asomó a las comisuras de su boca. Más allá de la multitud había una sola puerta. Al verla, llegó a la solución de su problema, en un súbito relámpago de intuición, sin necesidad de las tediosas etapas intermedias de la lógica Occidental. ¡Ella había entrado allí! Y así, torvamente, pero con un leve sentimiento de futura compasión, él también entró allí.
Se encontró contemplando una exposición de figuras de cera: cera auténtica, aparentemente, la misma sustancia que había sido utilizada en la Epoca de los Antiguos. Contempló las figuras, distendiendo los músculos alrededor de sus ojos para mejorar su visión. Todas las figuras eran de mujeres, muy atractivas (desde el punto de vista occidental) y apenas vestidas (desde todos los puntos de vista). Parecían reproducir diversas posturas de un mismo tipo de danza. El letrero indicador proclamaba «Strip-tease. La Metamorfosis Bastarda. 1945: Epoca de Inocencia; 1965: Herrumbre y Polilla. 1970: Renacimiento de Cartilegio; 1890: Desafío Informal de la Formalidad…».
Contempló aquella escena, apenas comprensible para unos ojos educados para extraer la belleza de bosques laqueados, abortos de ríos en miniatura, grullas estilizadas… Pero allí había una cosa que reconoció.
Uno de aquellos modelos, el tercero empezando por la izquierda, tenía un largo mechón de cabellos rubios semiocultando su rostro; y a sus pies estaba el revelador abrigo de color azabache.
El Celeste no vaciló más. Su cámara-revólver fue alzada y situada en posición. Pulsó el botón-gatillo, y los tres proyectiles se incrustaron en el tórax formando un triángulo de menos de cinco centímetros de lado: un trabajo excelente, desde el punto de vista de cualquiera.
De modo que ya estaba hecho, había llevado a cabo el asesinato, había tenido éxito, había…
Una de las figuras de cera situada al final de la hilera cobró vida súbita y sorprendentemente. La figura giró sobre sí misma; era Caroline, semidesnuda, con la mitad superior de su atractivo cuerpo cubierto únicamente por un sujetador metálico de extraña forma que recordaba el que llevaba Wilma, la legendaria esposa de Buck Rogers.
El de Caroline era una prenda más práctica que aquel arquetípico sujetador de otros tiempos; ya que cuando se encaró con el desconcertado cazador, cada una de sus copas efectuó un solo disparo. Y el Cazador apenas tuvo tiempo de decir: «Aún así, uno empieza a comprender», antes de desplomarse, tan muerto como la caballa de ayer en la pescadería de hoy.
La escena, desde luego, había tenido algunos espectadores. Uno de ellos le comentó a otro:
—Lo considero un asesinato vulgar.
El otro replicó:
—Ni hablar. Es un asesinato camp, si se me permite el arcaísmo.
—Limpio pero chillón —insistió el primero—. Creo que podría llamársele un asesinato fin de sié-cle. ¿Eh?
—Probablemente —replicó el segundo espectador—, si uno es aficionado a las analogías de pantalones bombachos.
Apabullado, el primer espectador se alejó altivamente y empezó a examinar una exposición retrospectiva de productos de la NASA.
Caroline recuperó su abrigo color azabache (que varias de las mujeres presentes habían reconocido como piel de rata almizclera teñida), sopló el humo de los dos cañones retráctiles de los revólveres de las copas de su sujetador, puso sus ropas en orden, se echó el abrigo sobre los hombros y salió de la sala de maniquíes.
La multitud, en su mayor parte, había ignorado todo el asunto; allí estaban los auténticos amantes del arte que no permitían que sus contemplaciones estéticas fueran perturbadas por sucesos externos.
Un policía llegó con deliberada rapidez, se acercó a Caroline y le preguntó:
—¿Cazador o Víctima?
—Víctima —dijo Caroline, y le entregó su tarjeta.
El policía asintió, se inclinó sobre el cadáver del chino y extrajo su cartera de uno de sus bolsillos. Dentro de ella encontró una tarjeta similar. Trazó una gran X sobre ella. En la tarjeta de Caroline, taladró un agujero en forma de estrella debajo de una hilera de agujeros similares y le devolvió el documento.
—Nueve Cacerías, ¿eh, señorita? —dijo, en tono aduncular[1].
—En efecto, oficial —respondió Caroline seriamente.
—Bueno, ha sido un afortunado desenlace, y ha realizado usted un buen trabajo —dijo el policía—. Algunos individuos actúan como carniceros. Personalmente, me gustan los trabajos bien acabados, lo mismo si se trata de un asesinato que de cocinar o de reparar zapatos o de cualquier otra cosa. Veamos, ¿qué quiere usted hacer en lo que respecta al dinero del premio?
—Oh, dejaré que el Ministerio lo ingrese en mi cuenta.
—Daré el oportuno informe —dijo el policía—. ¡Nueve asesinatos! Sólo le falta uno, ¿eh?
Caroline asintió. Una pequeña multitud se había reunido ahora a su alrededor, apartando al policía. Eran todas mujeres; una Cazadora femenina no era excepcional, aunque sí lo bastante rara aún como para llamar la atención.
Le manifestaron su admiración, y Caroline aceptó sus elogios de buena gana durante varios minutos. Pero luego descubrió que estaba muy cansada: ninguna persona normal permanece completamente insensible a la tensión emocional de un asesinato.
—Les agradezco mucho su simpatía —dijo—, pero ahora tengo que regresar a casa y descansar. Señor policía, ¿sería mucha extorsión para usted enviarme la corbata del Cazador? Me gustaría conservarla como recuerdo.
—Sus deseos son órdenes para mí —se apresuró a contestar el policía, y abrió un camino para Carolina a través de la enloquecida muchedumbre, que la siguió hasta el taxi más próximo.
Cinco minutos más tarde un hombre barbudo que llevaba un traje de pana y mocasines franceses entró en la sala. Miró a su alrededor, asombrado al encontrar la galería vacía; no habían dicho que esta exposición fuera una liquidación. No importaba. Empezó a examinar lo expuesto.
El hombre asintió con aire de entendido mientras pasaba por delante de los diversos cuadros, estatuas y objetos de arte. Se detuvo al llegar junto al cadáver del chino, tendido en el centro de una de las salas y todavía sangrando ligeramente. Lo contempló prolongada y pensativamente, lo buscó en su catálogo sin encontrarlo, y decidió que habría llegado demasiado tarde para ser incluido en la lista. Lo contempló más de cerca, pensó profundamente, y llegó a una conclusión.
—Simplemente arquitectónico —afirmó con aire de autoridad—. Eficaz, quizá, pero demasiado sensiblero.
Pasó a la sala contigua.