150
Se ha ido hoy, /dicen que/ definitivamente, a su tierra natal el llamado mozo de la oficina, ese mismo hombre que he estado acostumbrado a considerar como parte de esta casa humana y, por lo tanto, como parte de mí y del mundo que es mío. Se ha ido. En el pasillo, al encontrarnos casualmente para la sorpresa esperada de la despedida, le di un abrazo tímidamente devuelto, y tuve suficiente fuerza de ánimo como para no llorar, como, en mi corazón, deseaban sin mí mis ojos ardientes.
Cada cosa que ha sido nuestra, aunque sólo por los accidentes de la convivencia o de la visión, porque fue cosa nuestra se vuelve nosotros. El que se ha ido hoy, pues, a una tierra gallega[160] que ignoro, no ha sido, para mí, el mozo de la oficina: ha sido una parte vital, por visual y humana, de la substancia de mi vida. Hoy he sido disminuido. Ya no soy el mismo del todo. El mozo de la oficina se ha ido.
Todo lo que sucede donde vivimos es en nosotros donde sucede. Todo lo que cesa en lo que vemos es en nosotros donde cesa. Todo lo que ha sido, si lo vivimos cuando era, es de nosotros de donde ha sido quitado al partir. El mozo de la oficina se ha ido.
Es más pesado, más viejo, menos voluntario como me siento al pupitre alto y empiezo la continuación de la escritura de ayer. Pero la vaga tragedia de hoy interrumpe con meditaciones, que tengo que dominar a la fuerza, el proceso automático de la escritura como es debido. No tengo ánimo para trabajar sino porque puedo, con una inercia activa, ser esclavo de mí mismo. El mozo de la oficina se ha ido.
Sí, mañana, u otro día, o cuando quiera que suene para mí la campana sin sonido de la muerte o de la vida, yo seré también quien ya no está aquí, libro copiador antiguo que va a ser almacenado en el armario de debajo de la escalera. Sí, mañana o cuando lo diga el Destino, tendrá fin todo lo que fingió en mí que he sido yo. ¿Me iré a mi tierra natal? No sé a dónde me iré. Hoy, la tragedia es visible debido a la falta, sensible por no merecer que se sienta. Dios mío, Dios mío, el mozo de la oficina se ha ido.
16-12-1931.
151
Hay sensaciones que son sueños, que ocupan como una niebla toda la extensión del espíritu, que no dejan pensar, que no dejan hacer, que no dejan claramente ser. Como si no hubiésemos dormido, sobrevive en nosotros algo del sueño, y hay un torpor del sol del día que calienta la superficie estancada de los sentidos. Es una borrachera de no ser nada, y el deseo es un balde vertido al corral por un movimiento indolente del pie al pasar.
Se mira pero no se ve. La larga calle hirviente de bichos humanos es una especie de letrero tumbado en el que las letras fuesen móviles y no formasen sentidos. Las casas son solamente casas. Se pierde la posibilidad de dar un sentido a lo que se ve, pero se ve bien lo que es, sí.
Los martillazos a la puerta del cajonero suenan con una extrañeza cercana. Suenan muy separados, cada uno con eco y sin provecho. Los ruidos de los carros parecen los de un día de tormenta. Las voces salen del aire, y no de las gargantas. Al fondo, el río está cansado.
No es tedio lo que se siente. No es pena lo que se siente. Es un deseo de dormir con otra personalidad, de olvidar con aumento de sueldo. No se siente nada, a no ser un automatismo acá abajo, que hace a unas piernas que nos pertenecen que lleven golpeando el suelo, en una marcha involuntaria, a unos pies que se sienten dentro de los zapatos. Ni quizá se siente esto. Alrededor de los ojos, y como dedos en los oídos, hay un ahogo de dentro de la cabeza.
Parece un constipado del alma. Y con la imagen literaria de estar enfermo nace un deseo de que la vida fuese una convalecencia, sin andar; y la idea de convalecencia evoca las quintas de los alrededores, pero por allá dentro, donde los hogares, lejos de la calle y de las ruedas. Sí, no se siente nada. Se pasa conscientemente, sólo durmiendo con la imposibilidad de dar al cuerpo otra dirección, la puerta por la que se debe entrar. Se pasa todo. ¿Qué es del pandero, oh oso parado?
Leve, como algo que comenzase, el olor a mar de la brisa ha venido, desde encima del Tajo, a esparcirse suciamente por los comienzos de la Baja. Mareaba frescamente, con un torpor frío de mar tibio. He sentido a la vida en el estómago, y el olfato se me ha transformado en algo que estaba detrás de los ojos. Altas, se apoyaban en nada unas nubes ralas, mechones, de un ceniciento que se desmoronaba hacia blanco falso. La atmósfera era de una amenaza de cielo cobarde como la de una tormenta inaudible, hecha tan sólo de aire.
Había estancamiento en el propio vuelo de las gaviotas; parecían cosas más leves que el aire, dejadas en él por alguien. Nada sofocaba. La tarde caía en un desasosiego nuestro; el aire refrescaba intermitentemente.
¡Pobres de las esperanzas que he tenido, nacidas de la vida que he tenido que tener! Son como esta hora y este aire, nieblas sin niebla, hilvanes sueltos[161] de tormenta falsa. Tengo ganas de gritar, para acabar con el paisaje y con la meditación. Pero hay un reflujo en mi propósito, y la bajamar ha dejado descubierta en mí la negrura lodosa que está allá fuera y no veo sino por el olor.
¡Tanta inconsecuencia en querer bastarme! ¡Tanta conciencia sarcástica de las sensaciones supuestas! ¡Tanto enredo del alma con las sensaciones, de los pensamientos con el aire y el río, para decir que me duele la vida en el olfato y en la conciencia, para no saber decir, como en la frase sencilla y total[162] del libro de Job: «¡Mi alma está cansada de la vida!»!
21-4-1930.
152
(LLUVIA)
Y por fin, por cima de la oscuridad de los tejados lustrosos, la luz fría de la mañana tibia raya como un suplicio del Apocalipsis. Es otra vez la noche inmensa de la claridad que aumenta. Es otra vez el horror de siempre: el día, la vida, la utilidad ficticia, la actividad sin remedio. Es otra vez mi personalidad física, visible, social, transmisible mediante palabras que no dicen nada, usable por los gestos de los demás y por la conciencia ajena. Soy yo otra vez, tal cual no soy. Con el principio de la luz de tinieblas que llena de dudas cenicientas las rendijas —¡bien lejos de herméticas, Dios mío!—, voy sintiendo que no podré aguantar más mi refugio de estar echado, de no estar durmiendo pero poder estarlo, de ir soñando, sin saber que hay verdad ni realidad, entre un calor fresco de ropas limpias y un desconocimiento, salvo de consuelo, de la existencia de mi cuerpo. Voy sintiendo huirme la inconsciencia feliz con que estoy gozando de mi conciencia, el amodorramiento de animal con que acecho, por entre unos párpados de gato al sol, los movimientos de la lógica de mi imaginación desprendida. Voy sintiendo sumírseme los privilegios de la penumbra, y los ríos lentos bajo los árboles de las pestañas entrevistas, y el susurro de las cascadas perdidas entre el ruido de la sangre lenta en los oídos y el vago perdurar de la lluvia. Me voy perdiendo hasta vivo.
No sé sí duermo, o si sólo siento que duermo. No sueño el intervalo verdadero, pero noto, como si empezase a despertar de un sueño no dormido, los primeros ruidos de la vida de la ciudad, que suben, como una inundación, del pozo[163] vago, allá abajo, donde quedan las calles que Dios hizo. Son ruidos alegres, filtrados por la tristeza de la lluvia que cae o, quizá, que ha caído —pues no la oigo ahora… —sólo el ceniciento excesivo de la luz agrietada hasta más lejos, que me da, en las sombras de una claridad floja, insuficiente para esta hora de la madrugada, que no sé cuál es—. Son ruidos alegres y dispersos y me duelen en la conciencia[164] como si viniesen, con ellos, a llamarme para un examen o una ejecución. Cada día, si lo oigo rayar desde la cama donde ignoro, me parece el día un gran acontecimiento mío que no tendré el valor de afrontar. Cada día, si lo siento alzarse del lecho de las sombras, con un caer de ropas de la cama por las calles y los callejones, viene a citarme ante un tribunal. Voy a ser juzgado en cada hoy. Y el condenado perenne que hay en mí se agarra a la cama como a la madre que ha perdido, y acaricia la almohada como si el ama le defendiese de la gente.
La siesta feliz del bicho grande a la sombra de los árboles, el cansancio fresco del desarrapado entre la hierba alta, el torpor del negro en la tarde tibia y lejana [,] la delicia del bostezo que pesa en los ojos flojos [,] todo lo que acaricia el olvido cuando se tiene sueño, el sosiego del reposo en la cabeza, apoyado, un pie ante el otro, en las contraventanas, el halago anónimo de dormir.
Dormir, ser lejano sin saberlo, estar echado, olvidar con el propio cuerpo; tener la libertad de ser inconsciente, un refugio del lago olvidado, estancado entre frondas verdes, en los vastos alejamientos de las florestas.
Una nada con respiración por fuera, una muerte leve, de la que se despierta con añoranza y frescor, un ceder de los tejidos del alma al ropaje del olvido.
Ah, y de nuevo, como la protesta reanudada de quien no se ha convencido, oigo el alarido brusco de la lluvia chapotear en el universo aclarado. Siento un frío hasta en los huesos supuestos, como si tuviese miedo. Y agachado, nulo, humano a solas conmigo en la poca tiniebla que todavía me queda, lloro, sí, lloro de soledad y de vida, y mi pena fútil como un carro sin ruedas yace al borde de la realidad entre los estiércoles del abandono. Lloro por todo, entre la pérdida del regazo, la muerte de la mano que me daban, los brazos que no supe cómo me ciñesen, el hombro que nunca podría tener… Y el día que raya definitivamente, la pena que raya en mí como la verdad cruda del día, lo que he soñado, lo que he pensado, lo que se ha olvidado en mí —todo esto, en una amalgama de sombras, de ficciones y de remordimientos, se mezcla en el rastro por el que van los mundos y cae entre las cosas de la vida como el esqueleto de un racimo de uvas, comido en la esquina por los chicos que lo han robado.
El ruido del día aumenta de repente, como el sonido de una campanilla que llama. Estalla dentro de la casa el cerrojo suave de la primera puerta que se abre hacia el universo[165]. Oigo unas zapatillas en un pasillo absurdo que va a dar a mi corazón. Y con un gesto brusco, como de quien por fin se matase, arrojo de sobre el cuerpo duro las ropas profundas de la cama que me cobija. Me he despertado. El ruido de la lluvia se esfuma hacia más arriba en el exterior indefinido. Me siento más feliz. Ha cumplido algo que ignoro. Me levanto, me acerco a la ventana, abro los batientes con una decisión de mucho valor. Luce un día de lluvia clara que me ahoga los ojos en luz empañada. Abro hasta las contraventanas de cristal. Y el aire fresco me humedece la piel caliente. Llueve, sí, pero, aunque sea lo mismo, ¡es al final tan menos! Quiero refrescarme, e inclino el cuello ante la vida, como ante un yugo inmenso.
(Posterior a 1923).
153
He construido, mientras me paseaba, frases perfectas de las que después no me acuerdo en casa. La poesía inefable de esas frases no sé si será parte de lo que fueron, si parte de no haber sido nunca (escritos).
154
El sentimiento apocalíptico de la vida.
155
Todo es absurdo. Éste dedica la vida a ganar un dinero que guarda, y no tiene hijos a quien dejarlo ni la esperanza de que un cielo le reserve una trascendencia de ese dinero. Aquél dedica su esfuerzo a conseguir fama, para después de muerto, y no cree en esa supervivencia que le haría conocer su fama. Este otro se consume por conseguir cosas que en realidad no le gustan. Más adelante hay uno que (…).
Uno lee para saber, inútilmente. Otro se divierte para vivir, inútilmente.
Voy en un tranvía, y voy fijándome lentamente, de acuerdo con mi costumbre, en todos los detalles de las personas que van delante de mí. Para mí, los detalles son cosas, voces, frases[166]. En este vestido de muchacha que va frente a mí, descompongo el vestido en la tela de que se compone, el trabajo con que lo han hecho —pues lo veo como vestido y no como tela— y el bordado leve que rodea a la parte que da la vuelta al cuello se me separa de un torzal de seda, con el que se lo bordó, y el trabajo que fue bordarlo. E inmediatamente, como en un libro elemental de economía política, se desdoblan ante mí las fábricas y los trabajos: la fábrica donde se hizo el tejido; la fábrica donde se hizo el torzal, de un tono más oscuro, con el que se orla de cositas retorcidas su sitio junto al cuello; y veo las secciones de las fábricas, las máquinas, los obreros, las modistas; mis ojos vueltos hacia dentro penetran en las oficinas, veo a los gerentes procurar estar sosegados, sigo, en los libros, la contabilidad de todo esto; pero no es sólo eso: veo, hacia allá, las vidas domésticas de los que viven su vida social en esas fábricas y en esas oficinas… Todo el mundo se despliega ante mis ojos sólo porque tengo ante mí, debajo de un cuello moreno, que al otro lado tiene no sé qué cara, un orlar irregular verde oscuro sobre el verde claro de un vestido.
Toda la vida social yace ante mis ojos.
Más allá de esto, presiento los amores, las intimidades[167], el alma, de todos cuantos trabajan para que esta mujer esté delante de mí en el tranvía, lleve, en torno a su cuello mortal, la trivialidad sinuosa de un torzal de seda verde oscura tejido verde menos oscuro.
Me aturdo. Los asientos del tranvía, de un entrelazado de paja fuerte y menuda, me llevan a regiones distantes, se me multiplican en industrias, obreros, casas de obreros, vidas, realidades, todo.
Salgo del tranvía agotado y sonámbulo. He vivido la vida entera.
¿1931?
156
En la gran claridad del día, el sosiego de los ruidos es también de oro. Hay suavidad en lo que sucede. Si me dijesen que había guerra, yo diría que no había guerra. En un día así, nada puede haber que pese sobre el no haber más que suavidad.
157
Han pasado meses sobre lo último que escribí. Me he mantenido en un sueño del entendimiento mediante el cual he sido otro en la vida. Una sensación de felicidad translaticia ha sido frecuente en mí, No he existido, he sido otro, he vivido sin pensar.
Hoy, de repente, he vuelto a lo que soy o me sueño. Ha sido un momento de mucho cansancio, después de un trabajo sin relevo. He puesto la cabeza entre las manos, hincados los codos en el pupitre alto inclinado[168]. Y, cerrados los ojos, me he reencontrado.
En un sueño falso lejano, he recordado todo cuanto he sido, y ha sido con una claridad de paisaje visto como se ha alzado ante mí de repente, antes o después de todo, al lado ancho de la quinta vieja, desde donde, en medio de la visión, la era surgía vacía.
He sentido inmediatamente la inutilidad de la vida. Ver, sentir, recordar, olvidar: todo esto se me ha confundido, en un vago dolor de codos, con el murmullo confuso de la calle cercana y los ruiditos del trabajo tranquilo de la oficina quieta.
Cuando, puestas las manos en lo alto del pupitre[169], he lanzado sobre lo que allí veía la mirada que debía ser de cansancio lleno de mundos muertos, la primera cosa que he visto ha sido un moscardón (¡aquel vago zumbido que no era de la oficina!) posado encima del tintero. Lo he contemplado desde el fondo del abismo, anónimo y despierto. Tenía tonos verdes de azul oscuro, y tenía un lustre repulsivo que no era feo. ¡Una vida!
¿Quién sabe para qué fuerzas superiores, dioses o demonios de la Verdad a cuya sombra erramos, no seré sino la mosca lustrosa que se para un momento ante ellos? ¿Observación fácil? ¿Observación ya hecha? ¿Filosofía sin pensamiento? Tal vez, pero yo no pensé: sentí. Fue carnalmente, directamente, con un horror profundo y […] como hice la comparación risible. Fui mosca cuando me comparé con la mosca. Me sentí mosca cuando supuse que me lo sentí. Y me sentí un alma a la mosca, me dormí mosca, me sentí rematadamente mosca. Y el horror mayor es que al mismo tiempo me sentí yo. Sin querer, alcé los ojos al techo, no fuese a caer sobre mi una regla superior, para aplastarme lo mismo que yo podría aplastar a aquella mosca. Afortunadamente cuando bajé los ojos, la mosca, sin que se oyese un ruido, había desaparecido. La oficina involuntaria se había quedado otra vez sin filosofía.
16-3-1932.
158
Hace mucho —no sé si hace días, si hace meses— que no anoto ninguna impresión; no pienso, y por lo tanto no existo. Me he olvidado de quién soy; no sé escribir porque no sé ser. Mediante un adormecimiento oblicuo, he sido otro. Saber que no me recuerdo es despertar.
Me he desmayado durante un trozo de mi vida. Vuelvo en mí sin memoria de lo que he sido, y la de lo que fui sufre de haber sido interrumpida. Hay en mí una noción confusa de un intervalo desconocido, un esfuerzo fútil de parte de la memoria por querer encontrar la otra. No consigo reanudarme. Si he vivido, me he olvidado de saberlo.
No es que sea este primer día del otoño sensible —el primero de frío no fresco que viste al estío muerto de menos luz— el que me dé, en una transparencia enajenada, una sensación de designio muerto o de voluntad falsa. No es que haya, en este interludio de cosas perdidas, un vestigio confuso de memoria inútil. Es, más dolorosamente que esto, un tedio de estar recordando que no se recuerda, un desaliento de lo que la conciencia ha perdido entre algas o juncos, a la orilla no sé de qué.
Conozco que el día, límpido e inmóvil, tiene un cielo positivo y azul menos claro que el azul profundo. Conozco que el sol, vagamente menos de oro que era, dora de reflejos húmedos los muros y las ventanas. Conozco que, no habiendo viento, o brisa que lo recuerde o niegue, duerme sin embargo una frescura despierta en la ciudad indefinida. Conozco todo esto, sin pensar ni querer, y no tengo sueño sino por el recuerdo, ni nostalgia sino por el desasosiego.
Convalezco, estéril y lejano, de la enfermedad que no he tenido. Me predispongo, ágil de despertarme, a lo que no me atrevo. ¿Qué sueño no me ha dejado dormir? ¿Qué halago no me ha querido hablar? ¡Qué bien ser otro con este sorbo frío de primavera fuerte! ¡Qué bien poder al menos pensarlo, mejor que la vida, mientras a lo lejos, en la imagen recordada, los juncos, sin viento que se sienta, se inclinan glaucos desde la ribera!
¡Cuántas veces, recordando a quien no he sido, me medito joven y olvidado! Y eran otros que han sido los paisajes que no he visto nunca; eran nuevos sin haber sido los paisajes que vi de veras. ¿Qué me importa? He terminado con acasos e intersticios[170], y, mientras el fresco del día es el del mismo sol, duermen fríos, en el poniente que veo sin tenerlo, los juncos oscuros de la ribera.
28-9-1932.
159
Hay amarguras íntimas que no sabemos distinguir, por lo que contienen de sutil e infiltrado, si son del alma o del cuerpo, si son el malestar de estar sintiendo la futilidad de la vida, o si son la mala disposición que procede de algún abismo orgánico: estómago, hígado o cerebro. ¡Cuántas veces se me nubla la conciencia vulgar de mí mismo, con un sedimento torvo de estancamiento inquieto! ¡Cuántas veces me duele existir, con una náusea hasta tal punto confusa que no sé distinguir si es un tedio o si es el anuncio de un vómito! Cuántas veces…
Mi alma está hoy triste hasta el cuerpo. Todo yo me duelo, memoria, ojos y brazos. Hay una especie de reumatismo en todo cuanto soy. No influye en mí ser la claridad límpida del día, cielo de un gran azul puro, marea alta parada de luz difusa. No me ablanda nada el leve soplo fresco, otoñal como si el estío no olvidase, con que el aire tiene personalidad. Nada es nada para mí. Estoy triste, pero no con una tristeza definida, ni siquiera con una tristeza indefinida. Estoy triste allí fuera, en la calle sembrada de cajones.
Estas expresiones no traducen exactamente lo que siento porque sin duda nada puede traducir exactamente lo que alguien siente. Pero de algún modo trato de dar la impresión de lo que siento, mezcla de varias especies de yo y de calle ajena que, por lo que veo, también, de un modo íntimo que no sé analizar, me pertenece, forma parte de mí.
Quisiera vivir distinto en países distantes. Quisiera morir otro entre banderas desconocidas. Quisiera ser aclamado emperador en otras eras, mejores hoy porque no son de hoy, vistas en vislumbre y colorido, inéditas a esfinges. Quisiera todo cuanto puede tornar ridículo lo que soy, y porque torna ridículo lo que soy. Quisiera, quisiera… Pero hay siempre sol cuando el sol brilla y noche cuando la noche llega. Hay siempre la amargura cuando la amargura nos duele y el sueño cuando el sueño nos arrulla. Hay siempre lo que hay, y nunca lo que debería haber, no por ser mejor o por ser peor, sino por ser otro. Hay siempre…
Por la calle llena de cajones van los cargadores limpiando la calle. Uno a uno, con risas y dicharachos, van poniendo los cajones en los carros. Desde lo alto de mi ventana de la oficina, yo los voy viendo, con ojos lentos en los que los párpados están durmiendo. Y algo sutil, incomprensible, ata lo que siento a los cargamentos que estoy viendo hacer, una sensación desconocida hace un cajón de todo este tedio mío, o angustia, o náusea, y lo sube, a hombros de quien bromea en voz alta, a un carro que no está aquí. Y la luz del día, serena como siempre, luz oblicuamente, porque la calle es estrecha, sobre donde están levantando los cajones —no sobre los cajones, que están a la sombra, sino sobre la esquina, allá al final, donde los cargadores están haciendo no hacer nada, indeterminadamente.
2-11-1933.
160
Desde que cesó el calor, y la primera levedad de la lluvia creció hasta oírse, quedó en el aire una tranquilidad que el aire del calor no tenía, una nueva paz en que el agua ponía una brisa suya. Tan clara era la alegría de esta lluvia blanda, sin tempestad ni oscuridad, que aquellos mismos, que eran casi todos, que no tenían paraguas ni impermeables, estaban riéndose al hablar a su paso rápido por la calle lustrosa.
En un intervalo de indolencia, me acerqué a la ventana abierta de la oficina —el calor la hizo abrir, la lluvia no hizo cerrarla— y contemplé con la atención intensa e indiferente, que es mi manera, aquello mismo que acabo de describir con exactitud antes de haberlo visto. Sí, por allí iba la alegría de los dos triviales, hablando sonriendo por la lluvia menuda, con pasos más rápidos que apresurados, en la calidad limpia del día que se había velado.
Pero de repente, de la sorpresa de una esquina que ya estaba allí, rodó hacia mi vista un hombre viejo y mezquino, pobre y no humilde, que andaba impaciente bajo la lluvia que se había mitigado. Aquél, en el que por cierto no me había fijado, tenía por lo menos impaciencia. Le miré con la atención, no ya distraída, que se presta a las cosas, sino definidora, que se presta a los símbolos. Era el símbolo de nadie; por eso tenía prisa. Era el símbolo de quien nada había sido; por eso sufría. Formaba parte, no de los que sienten sonriendo la alegría incómoda de la lluvia, sino de la misma lluvia —un inconsciente, tanto que sentía la realidad.
No era esto, sin embargo, lo que yo quería decir. Entre mi observación del transeúnte que, finalmente, perdí en seguida de vista, por no haber continuado mirándolo, y el nexo de estas observaciones se me ha metido algún misterio de la distracción, alguna emergencia del alma que me ha dejado sin prosecución. Y al fondo de mi desconexión, sin que yo los oiga, oigo los ruidos de las conversaciones de los embaladores, allá en el fondo de la oficina al principio del almacén, y veo sin ver los cordeles de embalar los encargos postales, pasados dos veces, con los nudos dos veces corridos, en torno a los paquetes de papel pardo fuerte, en la mesa al pie de la ventana que da al zaguán, entre chistes y tijeras.
Ver es haber visto.
11-6-1932.
161
INTERV[ALO]
Esta hora horrorosa que disminuya para posible o crezca para mortal.
Que la mañana nunca raye, y que yo y esta alcoba entera, y su atmósfera interior a la que pertenezco, todo se espiritualice en Noche, se absolutice en Tiniebla y no quede de mí una sombra que manche de mi recuerdo lo que quiera que sea que /no muera/.
162
Oh noche en la que las estrellas mienten luz, oh noche, única cosa del tamaño del Universo, vuélveme, cuerpo y alma, parte de tu cuerpo, que yo me pierda en ser mera tiniebla y me vuelva también noche, sin sueños que sean estrellas en mí, ni sol esperado cuyo esperarlo ilumine desde el futuro.
163
Los clasificadores de cosas, que son aquellos hombres de ciencia cuya ciencia consiste sólo en clasificar, ignoran, en general, que lo clasificable es infinito y por lo tanto no se puede clasificar. Pero en lo que consiste mi pasmo es en que ignoren la existencia de clasificables desconocidos, cosas del alma y de la conciencia que se encuentran en los intersticios del conocimiento.
Tal vez porque yo piense demasiado o sueñe demasiado, lo cierto es que no distingo entre la realidad que existe y el sueño, que es la realidad que no existe. Y así intercalo en mis meditaciones del cielo y de la tierra cosas que no brillan de sol ni se pisan con pies —maravillas fluidas de la imaginación.
Me doro con ponientes supuestos, pero lo supuesto está vivo en la suposición. Me alegro con brisas imaginarias, pero lo imaginario vive cuando se imagina. Tengo un alma para hipótesis varias, pero esas hipótesis tienen alma propia, y me dan por lo tanto la que tienen.
No hay problema sino el de la realidad, y ése es insoluble y vivo. ¿Qué sé yo de la diferencia entre un árbol y un sueño? Puedo tocar el árbol; sé que tengo el sueño. ¿Qué es esto, en su verdad?
¿Qué es esto? Soy yo quien, solo en la oficina desierta, puedo vivir imaginando sin desventaja de la inteligencia. No sufro interrupción de pensar por parte de los pupitres abandonados y de la sección de remesas sólo con papel y rollos de cuerda. Estoy, no en mi banco alto, sino recostado, por un ascenso sin realizar, en la silla de brazos redondos de Moreira. Tal vez sea la influencia del lugar la que me unge de distraído. Los días de mucho calor dan sueño; me duermo sin dormir por falta de energía. Y por eso pienso así.
25-7-1932.
164
Desde que las últimas gotas de la lluvia han empezado a espaciarse en la caída de los tejados, y por el centro empedrado de la calle el azul del cielo ha empezado a reflejarse lentamente, el ruido de los vehículos ha adquirido otro canto, más alto y alegre, y se ha oído el abrir de ventanas contra el desolvido del sol. Entonces, por la calle estrecha, desde el fondo de la esquina cercana, ha prorrumpido la invitación del primer vendedor de lotería, y los clavos clavados en los cajones de la tienda de al lado reverberaban en el espacio claro.
Era un día de fiesta dudoso, legal y que no se observaba. Había sosiego y trabajo juntos, y yo no tenía nada que hacer. Me había levantado pronto y tardaba en prepararme para existir. Paseaba de un lado a otro del cuarto y soñaba en voz alta cosas sin ilación ni posibilidad —gestos que me había olvidado de hacer, ambiciones imposibles realizadas sin rumbo, conversaciones completas y continuas que, si existiesen, habrían existido. Y en este devaneo sin grandeza ni calma, en este demorar sin esperanza ni fin, gastaban mis pasos la mañana libre, y mis palabras altas, dichas en voz baja, sonaban múltiples en el claustro /de mi simple aislamiento/.
Mi figura humana, si la consideraba con una atención exterior, era de la ridiculez que todo cuanto es humano asume siempre que es íntimo. Me había puesto, encima de las ropas sencillas del sueño abandonado, un gabán viejo, que me sirve para estas vigilias matutinas. Mis zapatillas viejas estaban rotas, especialmente la del pie izquierdo. Y, con las manos en los bolsillos de la chaqueta póstuma, recorría la avenida de mi cuarto con pasos largos y decididos, realizando con el devaneo inútil un sueño igual que los de todo el mundo.
Todavía, por la frescura abierta de mi única ventana, se oía caer de los tejados las gotas gordas de la acumulación de la lluvia ida. Todavía, vagos, había frescores de haber llovido. El cielo, sin embargo, era de un azul conquistador, y las nubes que quedaban de la lluvia derrotada o cansada cedían, retirándose hacia el lado del Castillo[171], los caminos legítimos de todo el cielo.
Era la ocasión de estar alegre. Pero me pesaba algo, un ansia desconocida, un deseo sin definición, ni siquiera bajo. Se me retrasaba, quizá, la sensación de estar vivo. Y, cuando me asomé desde la ventana altísima a la calle que miré sin verla, me sentí de repente uno de aquellos trapos húmedos de limpiar cosas sucias que se ponen a secar en la ventana, pero se olvidan, enrollados, en el pretil que van manchando lentamente.
25-12-1929.
165
El silencio que sale del ruido de la lluvia se extiende, en un crescendo de monotonía cenicienta, por la calle estrecha que miro. Estoy durmiendo despierto, de pie contra la vidriera, en la que me recuesto como en todo. Busco en mí qué sensaciones son las que tengo ante este caer deshilachado de agua sombríamente luminosa que se destaca de las fachadas sucias y, aún más, de las ventanas abiertas. Y no sé lo que siento, no sé lo que quiero sentir, no sé lo que pienso ni lo que soy.
Toda la amargura retrasada de mi vida se quita, ante mis ojos sin sensación, el traje de alegría natural que usa en los acasos prolongados de todos los días. Compruebo que, tantas veces alegre, tantas veces contento, estoy siempre triste. Y el que en mí comprueba esto está detrás de mí, como quien se asoma a mí arrimado a la ventana y, por cima de mis hombros, o hasta de mi cabeza, mira, con ojos más íntimos que los míos, la lluvia lenta, un poco ondulada ya, que afiligrana con su movimiento el aire pardo y malo.
Abandonar todos los deberes, incluso los que nos exigen, repudiar todos los hogares, incluso los que no han sido nuestros, vivir de lo impreciso y del vestigio, entre grandes púrpuras de locura, y encajes falsos de majestades soñadas… Ser algo que no sienta el pesar de la lluvia exterior, ni la amargura de la vacuidad íntima… Errar sin alma ni pensamiento, sensación sin sí misma, por un camino que rodea montañas, por valles sumidos entre laderas escarpadas, lejano, inmerso y fatal… Perderse entre paisajes como cuadros. No ser de lejanía y colores…
Un soplo leve de viento, que por detrás de esa ventana no siento, rasga en desniveles aéreos la caída rectilínea de la lluvia. Clarea cualquier sitio del cielo que no veo. Lo noto porque, por detrás de los cristales medio limpios de la ventana de al lado, ya veo vagamente el calendario en la pared, allá dentro, que hasta ahora no veía.
Olvido. No veo, sin pensar.
Cesa la lluvia, y de ella queda, un momento, una polvareda[172] de diamantes mínimos, como si, en lo alto, algo así como un gran mantel se sacudiese azulmente esas migajas. Se siente que parte del cielo ya está azul. Se ve, a través de la ventana de al lado, más claramente el calendario. Tiene una cara de mujer, y el resto es fácil porque lo recuerdo, y la pasta dentífrica es la más conocida de todas.
¿Pero en qué pensaba yo antes de perderme viendo? No lo sé. ¿Voluntad? ¿Esfuerzo? ¿Vida? Con un gran progreso de luz, se siente que el cielo es ya casi todo azul. Pero no hay sosiego —¡ah, ni lo habrá nunca!— en el fondo de mi corazón, pozo viejo al final de la quinta vendida, recuerdo de infancia encerrada y polvorienta en el sótano de la casa ajena. No hay sosiego —y, ¡ay de mí!, ni siquiera hay deseo de tenerlo…
14-3-1930.
166
No sé por qué —lo noto de repente— estoy solo en la oficina. Ya, indefinidamente, lo había presentido. Había en algún aspecto de mi conciencia de mí una amplitud de alivio, un respirar más hondo de pulmones diferentes.
Es ésta una de las más curiosas sensaciones que nos puede ser proporcionada por el acaso de los encuentros y de las faltas: la de estar solos en una casa de ordinario llena, ruidosa o ajena. Tenemos, de repente, una sensación de posesión absoluta, de dominio fácil y ancho, de amplitud —como he dicho— de alivio y sosiego.
¡Qué bien estar solos a nuestras anchas! ¡Poder hablar alto con nosotros mismos, pasear sin estorbos de miradas, reposar hacia atrás en un devaneo sin llamada! Toda casa se vuelve un campo, toda habitación tiene la extensión de una quinta.
Los ruidos son todos ajenos, como si perteneciesen a un universo cercano pero independiente. Somos, por fin, reyes. /A esto aspiramos todos, en fin, y los más plebeyos de nosotros —quién sabe— con más fuerza que los de más oro falso./ Por un momento somos pensionistas del universo y vivimos, puntuales del suelo concedido, sin necesidades ni preocupaciones.
Ah, pero reconozco, en ese paso en la escalera, que sube hasta mí no sé quién, el alguien que va a interrumpir mi soledad distraída. Va a ser invadido por los bárbaros mi imperio implícito. No es que el paso me diga quién es quien viene, ni que recuerde el paso de éste o aquél a quien yo conozca. Hay un instinto más sordo en el alma que me hace saber que es hacia aquí a donde viene el que sube, de momento sólo pasos, por la escalera que súbitamente veo, porque pienso en él que la sube. Sí, es uno de los empleados. Se para, se oye la puerta, entra. Lo veo todo. Y me dice, al entrar: «¿Solo, señor Soares?» Y yo respondo: «Sí, hace ya tiempo…» Y él dice entonces, pelándose de la chaqueta con la mirada en la otra, la vieja, que está en la percha: «Qué fastidio que uno tenga que estar aquí solo, y además de eso…» «Un gran fastidio, no cabe duda», respondo yo. «Hasta dan ganas de dormir», dice él, ya con la chaqueta vieja, y yendo hacia el escritorio. «Sí que dan», confirmo sonriente. Después, estirando la mano hacia la pluma olvidada, reingreso, gráfico, en la salud anónima de la vida normal.
29-3-1933.
167
Dicen que el tedio es una enfermedad de inertes, o que ataca sólo a quienes nada tienen que hacer. Esa enfermedad del alma es sin embargo más sutil: ataca a quienes tienen disposición para ella, y perdona menos a los que trabajan, o fingen trabajar (lo que para el caso es lo mismo) que a los inertes de verdad.
Nada hay peor que el contraste entre el esplendor natural de la vida interior, con sus Indias naturales y sus países desconocidos, y la sordidez, aunque en realidad no sea sórdida, de la rutina de la vida. El tedio pesa más cuando no tiene la disculpa de la inercia. El tedio de los grandes esforzados es el peor de todos.
No es el tedio de la enfermedad del aburrimiento de no tener nada que hacer, sino la enfermedad mayor de sentirse que no vale la pena hacer nada. Y, siendo así, cuanto más hay que hacer, más tedio hay que sentir.
¡Cuántas veces levanto del libro en que estoy escribiendo y en el que trabajo la cabeza vacía de todo el mundo! Más me valdría encontrarme inerte, sin hacer nada, sin tener que hacer nada, porque ese tedio, aunque real, por lo menos lo disfrutaría. En mi tedio presente no hay reposo, ni nobleza, ni bienestar en el que haya un malestar: hay un apagamiento enorme de todos los gestos hechos, no un cansancio virtual de los gestos por no hacer.
18-9-1933.
168
Paso horas, a veces, en el Terreiro do Paço[173], a la orilla del río, meditando en vano. Mi impaciencia me quiere arrancar constantemente de ese sosiego, y mi inercia, constantemente me detiene en él. Medito, entonces, en una modorra física, que se parece a la voluptuosidad casi como el susurro del viento recuerda voces, en la eterna /insaciabilidad de mis deseos vagos,/ en la perenne inestabilidad de mis ansias imposibles. Sufro, principalmente, del mal de poder sufrir. Me falta algo que no deseo y sufro porque eso no es propiamente sufrir.
El muelle, la tarde, el olor del mar, entran todos, y entran juntos, en la composición de mi angustia. Las flautas de los pastores imposibles no son más suaves que el no haber aquí flautas, y eso me las recuerda.
Los idilios lejanos, al pie de los riachuelos, me duelen por dentro a esta hora análoga, (…)
169
No son las vulgares paredes de mi cuarto vulgar, ni los escritorios viejos de la oficina ajena, ni la pobreza de las calles intermedias de la Baja[174] habitual, tantas veces recorridas por mí que ya me parecen haber usurpado la fijeza de la irreparabilidad, las que producen en mi espíritu la náusea, frecuente en él, de la cotidianeidad insultante de la vida. Son las personas que habitualmente me rodean, son las almas que, desconociéndome, me conocen todos los días con la convivencia y el habla, las que me ponen en la garganta del espíritu el nudo de saliva del disgusto físico. Es la sordidez monótona de su vida, paralela a la exterioridad de la mía, es su conciencia íntima de ser mis semejantes, la que me pone el uniforme de condenado, me proporciona la celda de presidiario, me instituye[175] apócrifo y mendigo.
Hay momentos en que cada detalle de lo vulgar me interesa en su existencia propia, y tengo por todo la inclinación de saber leerlo todo claramente. Entonces veo —como Vieira dijo que describía Sousa[176]— lo común con singularidad, y soy poeta con aquella alma con que la crítica de los griegos creó la edad intelectual de la poesía. Pero también hay momentos, y éste que me oprime ahora es uno de ellos, en que me siento a mí mismo más que a las cosas exteriores, y todo se me convierte en una noche de lluvia y barro, perdida en la soledad de un apeadero de desviación, entre dos trenes de tercera.
Sí, mi virtud íntima de ser frecuentemente objetivo, y extraviarme así de pensarme, sufre, como todas las virtudes, e incluso como todos los vicios, menguas de afirmación. Entonces, me pregunto a mí mismo cómo es posible que me sobreviva, cómo es posible que ose tener la cobardía de estar aquí, entre esta gente, con esta igualdad exacta respecto a ellos, con esta conformidad verdadera con la ilusión de basura de todos ellos. Se me representan con un brillo de faro distante todas las soluciones con que la imaginación es mujer: el suicidio, la fuga, la renuncia, los grandes gestos de la aristocracia de la individualidad, el capa y espada de las existencias sin escenario.
Pero la Julieta ideal de la realidad ha cerrado sobre el Romeo ficticio de mi sangre la ventana alta de la entrevista literaria. Ella obedece a su padre; él obedece al suyo. Continúa la riña de los Montescos y de los Capuletos; cae el telón sobre lo que no ha sucedido; y yo arreglo la casa —aquel cuarto en el que es sórdida el ama de casa que no está allí, los hijos que raras veces veo, la gente de la oficina a la que sólo veré mañana— con el cuello de una chaqueta de empleado de comercio levantado sobre el pescuezo de un poeta, con las botas compradas siempre en la misma tienda evitando inconscientemente los charcos de lluvia fría, y un poco preocupado, mezcladamente, de haberme olvidado siempre del paraguas y de la dignidad del alma.
5-2-1930.
170
El poniente está esparcido por las nubes sueltas separadas que tiene todo el cielo. Reflejos de todos los colores, reflejos suaves, llenan las diversidades del aire alto, flotan ausentes en las grandes angustias de la altura. Por las cumbres de los tejados erguidos, mediocolor, mediosombras, los últimos rayos lentos del sol que se va adquieren formas de color que no son suyas ni de las cosas en que se posan. Hay un vasto[177] sosiego por cima del nivel ruidoso de la ciudad que también se va sosegando. Todo respira más allá del color y del sonido, con una inspiración honda y muda.
En las cosas coloridas que el sol no ve, los colores empiezan a adquirir tonos de su color ceniciento. Hay frío en las diversidades de esos colores. Duerme una pequeña inquietud en los valles falsos de las calles. Duerme y sosiega. Y poco a poco, en las más bajas de las nubes altas, comienzan a ser de sombra los reflejos; sólo en aquella nubecilla, que planea águila blanca por cima de todo, el sol conserva, de lejos, su oro que ríe.
Todo cuanto he buscado en la vida, yo mismo he dejado de buscarlo. Soy como alguien que buscase distraídamente lo que, en el sueño entre la busca, olvidó ya lo que era. Se vuelve más real que la cosa buscada ausente el gesto presente[178] de las manos visibles que buscan, revolviendo, apartando, colocando; y existen blancas y largas, con cinco dedos cada una, exactamente.
Todo cuanto he tenido es como este cielo alto y diversamente el mismo, harapos de nada tocados por una luz distante, fragmentos de falsa vida que la muerte dora desde lejos, con su sonrisa triste de verdad entera. Todo cuanto he tenido, sí, ha sido el no haber sabido buscar, señor feudal de pantanos por la tarde, príncipe desierto de una ciudad de túmulos vacíos.
Todo cuanto soy, o cuanto he sido, o cuanto pienso de lo que soy o he sido, todo esto pierde de repente —en estos pensamientos míos y en la pérdida súbita de luz de la nube alta— el secreto, la verdad, la ventura tal vez, que hubiese en no sé qué que la vida tiene por debajo. Todo esto, como un sol que falta, es lo que me queda, y sobre los tejados altos, diversamente, la luz deja escurrir sus manos de cascada, y surge a la vista, en la unidad de los tejados, la sombra íntima de todo.
Vaga gota trémula, clarea a lo lejos la primera estrella.
7-10-1931.
171
Alcanzar, en el estado místico, sólo lo que ese estado tiene de grato, sin lo que tiene de exigente; ser el extático […] el místico o […] sin iniciación: pasar el transcurso de los días en la meditación de un paraíso en el que no se cree —todo esto le sabe bien al alma, si conoce lo que es desconocer.
Van altas, por cima de donde estoy, cuerpo dentro de una sombra, las nubes silenciosas; van altas, por cima de donde estoy, alma cautiva en un cuerpo, las verdades desconocidas… Va alto todo… Y todo pasa en lo alto como abajo[179], sin nube que deje algo más que lluvia, sin[180] verdad que deje algo más que dolor… Sí, todo lo que es alto, pasa alto y pasa; todo lo que es de apetecer está lejos y pasa lejos… Sí, todo atrae, todo es ajeno y todo pasa.
¿Qué me importa saber, al sol o a la lluvia, cuerpo o alma, que también pasaré? Nada, salvo la esperanza de que todo sea nada y, por lo tanto, la nada sea todo.
29-6-1934.
172
El éxtasis violeta exilio del fin del poniente con los montes
173
Sí, es el poniente. Llego a la desembocadura de la Calle de la Alfándega[181], vagaroso y disperso, y, al clarearme el Terreiro do Paço[182] veo, claro, lo sin sol del cielo occidental. Ese cielo es de un azul verdoso que tira a ceniciento blanco, donde, por el lado izquierdo, por los montes de la otra margen, se agacha, amontonada, una niebla acastañada de color rosa muerto. Hay una gran paz que no tengo dispersa fríamente en el aire otoñal abstracto. Sufro, por no tenerla, el placer vago de suponer que existe. Pero, en realidad, no hay paz ni falta de paz: cielo tan sólo, cielo de todos los colores que desmayan: azul blanco, verde todavía azulado, ceniciento pálido entre verde y azul, vagos tonos remotos de colores de nubes que no lo son, amarilladamente oscurecidas de encarnado acabado. Y todo esto es una visión que se extingue en el mismo momento en que se la tiene, un intervalo entre nada y nada, alado, puesto en lo alto, en tonalidades de cielo y angustia, prolijo e indefinido.
Siento y olvido. Una nostalgia, que es la de todo el mundo por todo, me invade como un opio desde el aire frío. Hay en mí un éxtasis de ver, íntimo y postizo.
Hacia los lados de la barra[183] donde el haber cesado el sol se acaba cada vez más, la luz se extingue en un blanco lívido que se azula de verdoso frío. Hay en el aire un torpor de lo que no se consigue nunca. Calla alto el paisaje del cielo.
A esta hora, en que hasta me siento transbordar, quisiera tener la malicia entera de decir, el capricho libre de un estilo por destino. Pero no, sólo el cielo alto lo es todo, remoto, aboliéndose, y la emoción que siento, y que es tantas, juntas y confusas, no es más que el reflejo de ese cielo nulo en un lago mío: lago recluso entre acantilados hirsutos, callado, mirada de muerto, en que la altura se contempla olvidada.
Tantas veces, tantas, como ahora, me ha pesado sentir que siento —sentir como angustia, sólo por ser sentir, la inquietud de estar aquí, la nostalgia de otra cosa que no se ha conocido, el poniente de todas las emociones, amarillecerme esfumado en tristeza cenicienta en mi conciencia exterior de mí.
Ah, ¿quién me salvará de existir? No es la muerte lo que quiero, ni la vida: es aquella otra cosa que brilla en el fondo del ansia como un diamante posible en una caverna a la que no se puede descender. Es todo el peso y toda la angustia de este universo real e imposible, de este cielo estandarte de un ejército desconocido, de estos tonos que van empalideciendo por el aire ficticio, de donde el creciente imaginario de la luna emerge en una blancura eléctrica quieta, recortado en lejano e insensible.
Es toda la falta de un Dios verdadero que es el cadáver vacuo del cielo alto y del alma encerrada. Cárcel infinita: ¡porque eres infinita no se puede huir de ti![184].
16 y 17-10-1931.
174
Regla es de la vida que podemos, y debemos, aprender con todo el mundo. Hay cosas de la seriedad de la vida que podemos aprender con charlatanes y bandidos, hay filosofías que nos proporcionan los estúpidos, hay lecciones de firmeza y de ley que vienen en el acaso y en los que son del acaso. Todo está en todo.
En ciertos momentos muy claros de la meditación, como aquellos en que, al principio de la tarde, vago observador por las calles, cada persona me trae una noticia, cada casa me ofrece una novedad, cada letrero contiene un aviso para mí.
Mi paseo callado es una conversación continua, y todos nosotros, hombres, casas, piedras, letreros y cielo, somos una gran multitud amiga, que se codea con palabras en la gran procesión del Destino.
¿1932?
175
En las vagas sombras de luz por terminar antes que la tarde sea pronto noche, disfruto de errar sin pensar entre lo que la ciudad se vuelve, y ando como si nada tuviese remedio. Me agrada, más a la imaginación que a los sentidos, la tristeza dispersa que está conmigo. Vago, y hojeo en mí, sin leerlo, un libro intersperso[185] de imágenes rápidas, del que voy formándome indolentemente una idea que nunca se completa.
Hay quien lee con la misma rapidez con que mira, y concluye sin haberlo visto todo. Así saco del libro que se me hojea en el alma una historia vaga por contar, memorias de otro yo vagabundo, con avenidas de parques en medio, y figuras de seda varias, pasando, pasando.
Indiscrimino con tedio y otro. Sigo, simultáneamente, por la calle, por la tarde y por la lectura soñada, y los caminos son verdaderamente recorridos. Emigro y descanso, como si estuviese a bordo con el navío ya en altamar.
Súbitamente, los faroles muertos coinciden luces en las prolongaciones dobles de una calle larga y curva. Como un batacazo, mi tristeza aumenta. Es que se ha terminado el libro. Hay tan sólo, en la viscosidad aérea de la calle abstracta, un hilo exterior de sentimiento, como la baba del Destino idiota, goteando en la conciencia del alma.
Otra vida de la ciudad que anochece. Otra alma la de quien mira a la noche. Sigo inseguro y alegórico, irrealmente sintiente. Soy como una historia que alguien hubiese contado y, de tan bien contada, anduviese carnal, pero no mucho, en este mundo novela, en el principio de un capítulo: «En este momento, se podía ver a un hombre avanzar lentamente por la calle de…»
¿Qué tengo yo que ver con la vida?
13-7-1931.
176
PAISAJE DE LLUVIA
Toda la noche, y durante horas, el chirriar de la lluvia ha bajado. Toda la noche, conmigo entredespierto, la monotonía fría me ha insistido en los cristales. Ora un jirón de viento, en un aire más alto, azotaba, y el agua ondeaba en sonido y pasaba unas manos rápidas por la ventana; ora con un sonido sordo sólo /hacía/ sueño en el exterior muerto. /Mi alma era la misma de siempre, entre sábanas como entre gentes, dolorosamente consciente del mundo./ Tardaba el día como la felicidad: a aquella hora parecía que también indefinidamente.
¡Si el día y la felicidad no llegasen nunca! Si esperar, cuando menos, pudiese ni siquiera tener la desilusión[186] de conseguir.
El ruido casual de un carro tardío[187], saltando áspero sobre las piedras, crecía desde el fondo de la calle, hacia el fondo del vago sueño que yo no conseguía del todo. Batía, de cuando en cuando, una puerta de la escalera. A veces había un chapotear líquido de pasos, un rozar por sí mismas de ropas mojadas. Una u otra vez, cuando los pasos eran más, sonaba alto y atacaban. Después, el silencio volvía, con los pasos que se apagaban, y la lluvia continuaba innumerablemente.
En las paredes oscuramente visibles de mi cuarto, si abría yo los ojos del sueño falso, flotaban fragmentos de sueños por hacerse, vagas luces, trazos oscuros, cosas de nada que trepaban y bajaban. Los muebles, mayores que de día, manchaban vagamente el absurdo de la tiniebla. La puerta era indicada por algo ni más blanco ni más negro que la noche, pero diferente. En cuanto a la ventana, (yo sólo) la oía.
Nueva, fluida, variable, la lluvia sonaba. Los momentos se retrasaban ante su sonido. La soledad de mi alma se ensanchaba, se arrastraba, invadía lo que yo sentía, lo que yo quería, lo que yo no iba a soñar. Los objetos vagos, participantes, en la sombra, de mi insomnio, pasaban a tener lugar y dolor en mi desolación.
177
DÍA DE LLUVIA
El aire es de un amarillo oculto[188], como un amarillo pálido visto a través de un blanco sucio. Apenas si hay amarillo en el aire ceniciento. La palidez del ceniciento, sin embargo, tiene un amarillo en su tristeza.
178
Vivo siempre en el presente. El futuro, no lo conozco. El pasado, ya no lo tengo. Me pesa el uno como la posibilidad de todo, el otro como la realidad de nada. No tengo esperanzas ni nostalgias. Conociendo lo que ha sido mi vida hasta hoy —tantas veces y en tantas cosas lo contrario de lo que yo deseaba—, ¿qué puedo presumir de mi vida de mañana, sino que será lo que no presumo, lo que no quiero, lo que me sucede desde fuera, hasta a través de mi voluntad? No tengo nada en mi pasado que recuerde con el deseo inútil de repetirlo. Nunca he sido sino un vestigio y un simulacro de mí. Mi pasado es todo cuanto no he conseguido ser. Ni las sensaciones de los momentos pasados me resultan nostálgicas: lo que se siente exige el momento; pasado éste, hay un volver de página y la historia continúa, pero no el texto.
Breve sombra oscura de un árbol ciudadano, leve sonido de agua que cae en el estanque triste, verde del césped regular —jardín público casi al crepúsculo—, sois, en este momento, el universo entero para mí, porque sois el contenido pleno de mi sensación consciente. No quiero más de la vida que sentirla perderse en estas tardes imprevistas, al son de niños ajenos que juegan en estos jardines enrejados por la melancolía de las calles que los rodean, y frondosos, más allá de las ramas altas de los árboles por el cielo viejo donde las estrellas recomienzan.
13-6-1930.
179
Florece alto en la soledad nocturna un velón desconocido por detrás de una ventana. Todo lo demás, en la ciudad que veo, está oscuro, salvo donde los reflejos débiles de la luz de las calles suben vagamente y hacen acá y allá flotar a una luz de luna invertida, muy pálida. En la negrura de la noche, las mismas casas destacan poco, entre sí, sus diferentes colores, o tonos de colores: sólo diferencias vagas, se diría que abstractas, irregularizan el conjunto atropelado[189].
Un hilo invisible me une al dueño anónimo del velón. No es la común circunstancia de que estemos ambos despiertos: no hay en ello una reciprocidad posible, pues, estando yo a la ventana en la oscuridad, él no podrá verme nunca. Es otra cosa, sólo mía, que se prende un poco a la sensación de aislamiento, que participa de la noche y del silencio, que escoge ese velón como punto de apoyo porque es el único punto de apoyo que existe. Parece que es porque está encendido por lo que es tan oscura la noche. Parece que es por estar yo despierto, soñando en la tiniebla, por lo que está alumbrando.
Todo lo que existe existe quizá porque otra cosa existe. Nada es, todo coexiste: quizás así esté bien. Siento que yo no existiría, en este momento —que no existiría, por lo menos, del modo que estoy existiendo, con esta conciencia presente de mí, que por ser conciencia y presente es en este momento enteramente yo—, si ese velón no estuviese encendido más allá, en otra parte, faro que no está indicando nada en un falso privilegio de altura. Siento esto porque no siento nada. Siento esto porque esto es nada. Nada, nada, parte de la noche y del silencio y de lo que con ellos soy yo de nulo, de negativo, de intervalar, espacio entre mí y mí, cosa olvido de cualquier dios…
8-9-1933.
180
Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que viva, y voy durando, entre la oficina y la fisiología, en un estancamiento íntimo de pensar y sentir. Esto, desgraciadamente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación.
Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que sólo sueño. Las calles son calles para mí. Hago el trabajo de la oficina con conciencia tan sólo para él, pero no diré bien si digo que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, sin embargo estoy[190] siempre otro por detrás del trabajo.
Hace mucho tiempo que no existo. Estoy sosegadísimo. Nadie me distingue de quien soy. Me he sentido ahora respirar como si hubiese practicado algo nuevo, o atrasado. Empiezo a tener conciencia de tener conciencia. Tal vez mañana despierte para mí mismo, y reanude el curso de mi existencia propia. No sé si, con ello, sería más feliz o menos. No sé nada. Levanto la cabeza /de paseante/ y veo que, por la cuesta del Castillo[191] el ocaso opuesto arde en decenas de ventanas, con una reverberación alta de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura, toda la cuesta está suave del final del día. Puedo por lo menos sentirme triste, y tener la conciencia de que, con esta tristeza mía se ha cruzado ahora —visto con el oído— el ruido súbito del tranvía que pasa, la voz casual de los conversadores jóvenes, el susurro olvidado de la ciudad viva.
Hace mucho tiempo que no soy yo.
8-1-1931.
181
Pienso a veces, con un deleite triste, que si un día, en un futuro al que ya no pertenezca yo, estas frases que escribo durasen con loor, tendré por fin gente que me «comprenda», los míos, la familia verdadera para en ella nacer y ser amado. Pero, lejos de ir a nacer en ella, habré muerto hace ya mucho. Seré comprendido sólo en efigie, cuando el afecto ya no compense a quien murió del desafecto que sólo tuvo cuando estaba vivo.
Un día tal vez comprendan que cumplí, como ningún otro, mi deber nato de intérprete de una parte de nuestro siglo; y cuando lo comprendan han de escribir que en mi época fui incomprendido, que desgraciadamente viví entre desafecciones y frialdades, y que es una pena que así me sucediese. Y el que escriba esto será, en la época en que lo escriba, incomprendedor, como los que me rodean, de mi análogo de este tiempo futuro. Porque los hombres sólo aprenden de sus bisabuelos, que ya han muerto. Sólo a los muertos sabemos enseñar las verdaderas reglas de vida.
En la tarde en que escribo, el día de lluvia ha cesado. Una alegría del aire es fresca demás contra la piel. El día va terminando, no en ceniciento, sino en azul pálido. Un azul vago se refleja, incluso, en las piedras de la calle. Duele vivir, pero es de lejos. Sentir no importa. Se enciende uno u otro escaparate.
En otra ventana alta hay gente que ve acabarse el trabajo. El mendigo que me roza se pasmaría si me conociese.
En el azul menos pálido y menos azul, que se espeja en los edificios, atardece un poco más la hora indefinida.
Cae levemente, fin del día cierto, en que los que creen y yerran se engranan en el trabajo de costumbre, y tienen, en su propio dolor, la felicidad de la inconsciencia. Cae levemente, onda de luz que cesa, melancolía de la tarde inútil, bruma sin niebla que entra en mi corazón. Cae levemente, suavemente, indefinida palidez lúcida y azul de la tarde /acuática/ —levemente, suavemente, tristemente sobre la tierra sencilla y fría. Cae levemente, ceniza invisible, monotonía afligida, tedio sin torpor.
(Posterior a 1919).
182
Me quedo pasmado cuando termino algo. Me quedo pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería inhibirme de acabar; debería inhibirme hasta de dar comienzo. Pero me distraigo y hago. Lo que consigo es un producto, en mí, no de una aplicación de la voluntad, sino de una cesión suya. Comienzo porque no tengo fuerza para pensar; acabo porque no tengo alma para suspender. Este libro es mi cobardía.
La razón por la que tantas veces interrumpo un pensamiento con un fragmento de paisaje, que de alguna manera se integra en el esquema, real o supuesto, de mis impresiones, es que este paisaje es una puerta por donde huyo del conocimiento de mi impotencia fecunda[192]. Tengo la necesidad, en medio de las conversaciones conmigo mismo que forman las palabras de este libro, de hablar de repente con otra persona, y me dirijo a la luz que planea, como ahora, sobre los tejados de las casas, que parecen mojados de tenerla al lado; al agitarse blando de los árboles altos de la cuesta ciudadana, que parecen cercanos, en una posibilidad de desahogo mudo; a los carteles superpuestos de las casas escarpadas, con ventanas por letras donde el sol húmedo dora un almidón húmedo.
¿Por qué escribo, si no escribo mejor? ¿Pero qué sería de mí si no escribiese lo que consigo escribir, por inferior a mí mismo que sea en ello? Soy un plebeyo de la aspiración, porque intento realizar; no oso el silencio como quien recela de un cuarto oscuro. Soy como los que aprecian la medalla más que el esfuerzo, y disfrutan de la gloria en la pelliza.
Para mí, escribir es despreciarme; pero no puedo dejar de escribir. Escribir es como la droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. Hay venenos necesarios, y los hay sutilísimos, compuestos de ingredientes del alma, hierbas cogidas en los rincones de las ruinas de los sueños, amapolas negras encontradas al pie de las sepulturas […], hojas largas de árboles obscenos que agitan las ramas en las márgenes oídas de los ríos infernales del alma.
Escribir, sí, es perderme, pero todos se pierden, porque todo es pérdida. Pero yo me pierdo sin alegría, no como el río en la desembocadura para la que nació desconocido, sino como el lago formado en la playa por la marea alta y cuya agua nunca más regresa al mar.
183
Aunque yo quisiese crear, (…)
El único arte verdadero es el de la construcción. Pero el medio moderno torna imposible la aparición de cualidades de construcción en el espíritu.
Por eso se ha desarrollado la ciencia. La única cosa en que hay construcción, hoy, es una máquina; el único argumento en que hay encadenamiento, el de una demostración matemática.
El poder de crear necesita un punto de apoyo, la muleta de la realidad.
El arte es una ciencia…
Sufre rítmicamente.
No puedo leer, porque mi crítica hiper /encendida/ no entrevé más que defectos, imperfecciones, posibilidades de mejor. No puedo soñar, porque siento el sueño tan vivamente que lo comparo con la realidad, de modo que siento en seguida que no es real; y, así, su valor desaparece. No puedo entretenerme en la contemplación inocente de las cosas de los hombres, porque el ansia de profundizar es inevitable y, puesto que mi interés no puede existir sin ella, o ha de morir a manos de ella o ha de secarse.
No puedo entretenerme en la especulación metafísica porque sé de sobra, y por mí, que todos los sistemas son defendibles e intelectualmente posibles; y, para disfrutar el arte intelectual de construir sistemas, me falta el poder olvidar que el fin de la especulación metafísica es la búsqueda de la verdad.
Un pasado feliz en cuyo recuerdo vuelva a ser feliz; sin nada en el presente que me alegre o me interese, en sueño o hipótesis de futuro que sea diferente de este presente, o pueda tener otro pasado que ese pasado —yazgo mi vida, consciente espectro de un paraíso en el que nunca he estado, cadáver nacido de mis esperanzas por haber.
¡Felices los que sufren con unidad! Aquellos a quienes la angustia altera pero no divide, que creen, aunque en la incredulidad, y pueden sentarse al sol sin pensamiento oculto.
(Anterior a 1929).
184
Un quietismo estético de la vida, mediante el cual consigamos que los insultos y las humillaciones, que la vida es y los vivientes nos infligen, no lleguen a más que una periferia despreciable de la sensibilidad, al remoto exterior del alma consciente.
(Posterior a 1919).
185
Como Diógenes a Alejandro, sólo he pedido a la vida que no me quitase el sol. He tenido deseos, pero se me ha negado la razón de tenerlos. Lo que he hallado, más valiera haberlo hallado realmente. El sueño (…)
Vacilo en todo, muchas veces sin saber por qué. Qué de veces busco, como línea recta que me resulta propia, concibiéndola mentalmente como la línea recta ideal, la distancia menos corta entre dos puntos. Nunca he tenido el arte de estar vivo activamente. He equivocado siempre los gestos en los que nadie se equivoca; lo que los demás nacieron para hacer, me he esforzado siempre en no dejar de hacerlo. Deseo siempre conseguir lo que los demás han conseguido casi sin desearlo. Entre mí y la vida ha habido siempre cristales oscuros: no he sabido de ellos por la vista, ni por el tacto; no he vivido esa vida o ese plan, he sido el devaneo de lo que he querido ser, mi sueño empezó en mi voluntad, mi propósito ha sido siempre la primera ficción del que nunca he sido.
Nunca he sabido si era excesiva mi sensibilidad para mi inteligencia o mi inteligencia para mi sensibilidad. He retraído siempre, no sé a cuál, tal vez a ambas, o una u otra, o fue la tercera[193] la que se retrajo.
186
Soy más viejo que el Tiempo y que el Espacio porque soy consciente. Las cosas se derivan de mí; la Naturaleza entera […] de mis sensaciones.
Me busco —no encuentro. Quiero, y no puedo.
Sin mí, el sol nace y se apaga; sin mí, la lluvia cae y el viento /gime/. No existen por mí las estaciones, ni el curso de los meses, ni el paso de las horas.
Dueño del mundo en mí, como de tierras que no puedo llevar conmigo, (…)
187
He pasado entre ellos extranjero, pero ninguno ha visto que lo era. He vivido entre ellos espía, y nadie, ni yo, ha sospechado que lo fuese. Todos me han tenido por pariente: ninguno sabía que me habían equivocado al nacer. Así, he sido igual a los demás sin semejanza, hermano de todos sin ser de la familia.
Venía de prodigiosas tierras, de paisajes mejores que la vida, pero de tierras nunca he hablado, sino conmigo, y de los paisajes, vistos si soñaba, nunca les he dado noticia. Mis pasos eran como los suyos en los entarimados y en las losas, pero mi corazón estaba lejos, aunque latiese cerca, señor falso de un cuerpo desterrado y extraño.
Nadie me ha conocido bajo la máscara de la igualdad, ni ha sabido nunca qué era una máscara, porque nadie sabía que en este mundo hay enmascarados. Nadie ha supuesto que a mi lado estuviese siempre otro, que, al final, era yo. Me creyeron siempre idéntico a mí.
Me han acogido en sus casas, sus manos han estrechado la mía, me han visto pasar por la calle como si yo estuviese allí; pero quien soy no ha estado nunca en aquellas salas, quien vivo no tiene manos que estrechen otros, quien me conozco no tiene calles por donde pase, a no ser que sean todas las calles, ni que en ellas lo vea, a no ser que él mismo sea todos los demás.
Vivimos todos lejanos y anónimos; disfrazados, sufrimos desconocidos. A unos, sin embargo, esta distancia entre un ser y él mismo nunca se les revela; para otros es de vez en cuando iluminada, de horror o de angustia, por un relámpago sin límites; pero para otros existe esa dolorosa constancia y cotidianeidad de la vida.
Saber bien quién somos no es cosa nuestra, que lo que pensamos y sentimos es siempre una traducción, que lo que queremos no lo hemos querido, ni por ventura lo quiso alguien —saber todo esto a cada minuto, sentir todo esto en cada sentimiento, ¿no será esto ser extranjero en la propia alma, exiliado en las propias sensaciones?
Pero la máscara, que estuvo mirando inerte, que hablaba en la esquina con un hombre sin máscara esta noche de fin de Carnaval, por fin ha tendido la mano y se ha despedido riendo. El hombre natural ha seguido hacia la izquierda, por la travesera en cuya esquina estaba. La máscara —dominó sin gracia— ha caminado al frente, y se ha retirado entre sombras y acasos de luces, en una despedida definitiva y ajena a lo que yo estaba pensando. Sólo entonces me he dado cuenta de que en la calle había algo más que las farolas encendidas y, enturbiando el sitio donde no estaban, una vaga luz de luna, oculta, muda, llena de nada como la vida…
7-4-1933.
188
De repente, como si un destino médico me hubiese operado de una ceguera antigua con grandes resultados súbitos, levanto la cabeza, desde mi vida anónima, al conocimiento claro de cómo existo. Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño y de locura. Me maravillo de lo que he conseguido no ver. Extraño cuanto he sido, y ver que, a fin de cuentas, no soy.
Miro, como en una extensión al sol que rompe nubes, mi vida pasada; y noto, con un pasmo metafísico, cómo todos mis gestos más seguros, mis ideas más claras y mis propósitos más lógicos, no han sido, al final, más que borrachera nata, locura natural, gran desconocimiento. Ni siquiera he representado. Me han representado. He sido, no el actor sino sus gestos.
Todo cuanto he hecho, pensado, sido, es una suma de subordinaciones, o a un ente falso que creí mío, porque actué de él para fuera, o de un peso de circunstancias que supuse ser el aire que respiraba. Soy, en este momento de ver, un solitario súbito que se desconoce desterrado donde se encontró siempre ciudadano. En lo más íntimo de lo que he pensado, no he sido yo.
Me asalta, entonces, un terror sarcástico de la vida, un desaliento que traspasa los límites de mi individualidad consciente. Sé que he sido error y extravío, que nunca he vivido, que he existido tan sólo porque he llenado tiempo con conciencia y pensamiento. Y mi sensación de mí es la de quien despierta después de un sueño lleno de sueños reales, o la de quien es liberado, por un terremoto, de la poca luz de la cárcel a la que se había acostumbrado.
Me pesa, verdaderamente me pesa, como una condena a conocer, esta noción repentina de mi individualidad verdadera, de esa que anduvo siempre viajando somnolientamente entre lo que siente y lo que ve.
Es tan difícil describir lo que se siente cuando se siente que realmente se existe, y que el alma es una entidad real, que no sé cuáles son las palabras humanas con que poder definirlo. No sé si tengo fiebre, como siento, o si he dejado de tener la fiebre de ser un dormidor de la vida. Sí, repito, soy como un viajero que se encontrase de repente en una villa extraña, sin saber cómo ha llegado allí; me acuerdo de esos casos de los que pierden la memoria, y son otros durante mucho tiempo. He sido otro durante mucho tiempo —desde la nacencia y la conciencia—, y me despierto ahora en medio del puente, asomado al río, y sabiendo que existo más firmemente de lo que he sido hasta aquí. Pero la ciudad me resulta desconocida, las calles nuevas, y el mal sin cura. Espero, pues, asomado al puente, que se me pase la verdad, y que me restablezca nulo y ficticio, inteligente y natural.
Ha sido un momento, y ya ha pasado. Ya veo los muebles que me rodean, los dibujos del papel viejo de las paredes, el sol por las ventanas polvorientas. He visto la verdad un momento. He sido un momento, con conciencia, lo que los grandes hombres son con la vida. Recuerdo sus actos y sus palabras, y no sé si no han sido también vencedoramente tentados por el Demonio de la Realidad. No saber de si es vivir. Saber mal de si es pensar. Saber de si, de repente, como en este momento lustral, es tener súbitamente la noción de la mónada íntima, de la palabra mágica del alma. Pero una luz súbita lo abrasa todo, lo consume todo. Nos deja desnudos hasta de nosotros.
Ha sido sólo un momento, y me he visto. Después, ni siquiera sé decir ya lo que ha sido. Y, por fin, tengo sueño, porque, no sé por qué, creo que el sentido es dormir.
21-2-1930.
189
Estoy casi convencido de que nunca estoy despierto. No sé si no sueño cuando vivo, si no vivo cuando sueño, o si el sueño y la vida no son en mí cosas mixtas, intersecadas, de las que mi ser consciente se forme por interpenetración.
A veces, en plena vida activa, en que, evidentemente, me siento tan claramente como todos los demás, viene a mi suposición una sensación extraña de duda; no sé si existo, siento como posible ser un sueño ajeno, se me figura, casi carnalmente, que podré ser personaje de una novela, moviéndome, en las ondas largas de un estilo, en la verdad hecha de una gran narración.
He reparado, muchas veces, en que ciertos personajes de novela adquieren para nosotros un relieve que nunca podrían conseguir quienes son nuestros conocidos y amigos, quienes hablan con nosotros y nos oyen, en la vida visible y real. Y esto me hace soñar la pregunta de si no será todo, en este total del mundo, una serie entre-insertada de sueños y novelas, como cajitas dentro de cajitas mayores —unas dentro de otras y éstas en más—, siendo todo una historia con historias, como las Mil y Una Noches, sucediendo falsa en la noche eterna.
Si pienso, todo me parece absurdo; si siento, todo me parece extraño; si quiero, el que quiere es algo que hay en mí. Siempre que en mí hay acción, reconozco que no he sido yo. Si sueño, parece que me escriben. Si siento, parece que me pintan. Si quiero, parece que me ponen en un vehículo, como a la mercancía que se envía, y que avanzo con un movimiento que me parece propio hacia donde no quise que fuese[194] sino después de estar allí.
¡Qué confusión es todo! ¡Cuánto mejor es ver que pensar, y leer que escribir! Lo que veo, puede ser que me engañe, pero no lo creo mío. Lo que leo, puede ser que me pese, pero no me perturba haberlo escrito. ¡Cómo duele todo si lo pensamos como conscientes de pensar, como seres espirituales en quien se ha dado ese segundo desdoblamiento de la conciencia mediante el cual sabemos que sabemos! Aunque el día esté lindísimo, no puedo dejar de pensar así… Pensar o sentir, ¿o qué tercera cosa entre los escenarios puestos aparte? Tedios del crepúsculo y del desaliño, abanicos cerrados, cansancio de haber tenido que vivir…
20-12-1931.
190
El mismo escribir ha perdido la dulzura para mí. Se ha trivializado tanto, no sólo el acto de dar expresión a emociones cuanto el de perfeccionar frases, que escribo como quien come o bebe, con más o menos atención, pero medio enajenado y desinteresado, medio atento y sin entusiasmo ni fulgor.
191
Organizar de tal manera nuestra vida que sea un misterio para los demás, que quien mejor nos conozca, apenas nos desconozca más de cerca que los otros. Así he tallado yo mi vida, casi sin pensar en ello, pero tanto arte instintivo he puesto en hacerlo que para mí mismo me he vuelto una no del todo clara y nítida individualidad mía.
192
Habiendo visto con qué lucidez y coherencia lógica ciertos locos (delirantes sistematizados) justifican, ante sí mismos y ante los demás, sus ideas delirantes, he perdido para siempre la segura certidumbre de la lucidez de mi lucidez.
193
ESTÉTICA DEL ARTIFICIO
La vida perjudica a la expresión de la vida. Si yo viviese un gran amor, nunca lo podría contar.
Yo mismo no sé si este yo, que os expongo, en estas sinuosas páginas, realmente existe o tan sólo es un concepto estético y falso que he formado de mí mismo. Me vivo estéticamente en otro. He esculpido mi vida como una estatua de materia ajena a mi ser. A veces no me reconozco, tan exterior a mí mismo me he puesto, y tan de un modo puramente artístico he empleado mi conciencia de mí mismo. ¿Quién soy por detrás de esta irrealidad? No lo sé. Debo de ser alguien. Y si no trato de vivir, de actuar, de sentir, es —creedme bien— para no perturbar las líneas artificiales de mi personalidad supuesta. Quiero ser tal cual he querido ser y no soy. Si cediese, me destruiría. Quiero ser una obra de arte, del alma por lo menos, ya que del cuerpo no puedo serlo. Por eso me he esculpido con tranquilidad y enajenación y me he colocado en una estufa, lejos de los aires frescos y de las luces francas —donde mi artificialidad, flor absurda, florezca en retirada belleza.
Pienso a veces en lo bello que sería poder, […] mis sueños, crearme una vida continua, que se sucede, dentro del transcurrir de días enteros, con invitados imaginarios, con gente creada, e ir viviendo, sufriendo, gozando esa vida falsa. Allí me sucederían desgracias; grandes alegrías caerían sobre mí. Y nada mío sería real. Pero tendría todo una lógica soberbia, seria, sería todo según un ritmo de voluptuosa falsedad, y sucedería todo en una ciudad hecha de mi alma, perdida hasta el andén de un tren tranquilo, muy lejos dentro de mí, muy lejos… Y todo claro, inevitable, como en la vida exterior, pero estética de Muerte[195] del Sol.
194
Me busco y no me encuentro. Pertenezco a horas crisantemos, nítidas en una distancia de jarros. Debo hacer de mi alma una cosa decorativa.
No sé qué detalles excesivamente /pomposos/ y escogidos definen la hechura de mi espíritu. Mi amor a lo ornamental existe, sin duda, porque siento en él algo idéntico a la substancia de mi alma.
195
Reconozco, no sé si con tristeza, la sequedad humana de mi corazón. Vale más para mí un adjetivo que un llanto[196] real del alma. Mi maestro Vieira[197] […]
Pero a veces soy diferente, y tengo lágrimas, lágrimas de las calientes, de los que no tienen ni han tenido madre; y mis ojos que arden con esas lágrimas muertas, arden dentro de mi corazón.
No me acuerdo de mi madre. Murió cuando yo tenía un año. Todo lo que hay de disperso y duro en mi sensibilidad viene de la ausencia de ese calor y de la nostalgia inútil de los besos de que no me acuerdo. Soy postizo. Me he despertado siempre contra senos ajenos, arrullado por desvío.
¡Ah, es la nostalgia del otro que yo podría haber sido la que me destroza y sobresalta! ¿Quién otro sería yo si me hubiesen dado cariño del que viene desde el vientre hasta los besos en la cara pequeña?
Soy todas esas cosas, aunque no quiera, en el fondo confuso de mi sensibilidad fatal.
Tal vez la nostalgia de no ser hijo tenga gran parte en mi indiferencia sentimental. Quien, de niño, me apretó contra la cara no podía apretarme contra el corazón. Aquélla estaba lejos, en una sepultura: aquella que me pertenecería si el Destino hubiese querido que me perteneciera.
Me dijeron, más tarde, que mi madre era bonita, y dicen que, cuando me lo dijeron, yo no dije nada. Era ya apto de cuerpo y alma, desentendido de emociones, y el hablar todavía no era una noticia de otras páginas difíciles de imaginar.
Mi padre, que vivía lejos, se mató cuando yo tenía trece años y nunca le conocí. No sé todavía por qué vivía lejos. Nunca me ha importado saberlo. Me acuerdo de la noticia de su muerte como de una gran seriedad durante las primeras comidas de después de saberse. Miraban, me acuerdo, de vez en cuando hacia mí. Y yo respondía mirando, entendiendo estúpidamente. Después comía con más compostura, pues quizá, sin que yo lo viera, continuasen mirándome.
196
No se sabe si lo que se acaba del día es con nosotros con quienes termina en amargura inútil, o si lo que somos es falso entre penumbras, y no hay más que el gran silencio sin patos salvajes que cae en los lagos donde los juncos alzan su rigidez que desfallece. No se sabe nada, ni el recuerdo queda de las historias de la infancia, algas, ni la caricia tarda de los cielos futuros, brisa en que la impresión se abre lentamente en estrellas. La lámpara votiva oscila insegura en el templo en el que ya no anda nadie, se estancan los estanques al sol de las quintas desiertas, no se conoce el nombre escrito otrora en el tronco, y los privilegios de los desconocidos han ido, como papel mal rasgado, por las calles llenas de un viento grande, a los acasos de los obstáculos que los han parado. Otros se asomarán a la misma ventana que los demás; duermen los que se han olvidado de la sombra mala, nostálgicos del sol que no tenían; y yo mismo, que me atrevo sin gestos, acabaré sin remordimientos, entre juncos encharcados, enlodado del río cercano y del cansancio blando, bajo grandes otoños por la tarde, en confines imposibles. Y a través de todo, como un silbo de angustia desnuda, sentiré a mi alma por detrás del devaneo —aullido hondo y puro, inútil en lo oscuro del mundo.
15-9-1931.
197
Fluido, el abandono del día termina entre púrpuras exhaustas. Nadie me dirá quién soy, ni sabrá quién he sido. He bajado de la montaña ignorada al valle que ignoraría, y mis pasos han sido, en la tarde lenta, vestigios dejados en los claros de la floresta. Todos cuantos amé me han olvidado en la sombra. Nadie supo del último barco. En el correo no había noticia de la carta que nadie habría de escribir.
Todo, por lo tanto, era falso. No contaron historias que otros hubiesen contado, ni se sabe con seguridad del que partió otrora, en la esperanza del embarque falso, hijo de la bruma futura y de la indecisión por venir. Tengo un nombre entre los que tardan, y ese nombre es sombra como todo.
16-9-1931.
198
Es hora quizá de que haga el último esfuerzo de mirar a mi vida. Me veo en medio de un desierto inmenso. Digo del que ayer literariamente fui, procuro explicarme a mí mismo cómo he llegado aquí.
199
… El pasmo que me causa mi capacidad para la angustia. No siendo, por naturaleza, un metafísico, he pasado días de angustia aguda, incluso física, con la indecisión de los problemas metafísicos y religiosos…
He visto deprisa que lo que yo tenía por la solución del problema religioso era resolver un problema emotivo en términos de razón.
(Anterior a 1913).
200
Me sucede a veces, y siempre que sucede es casi de repente, que surge en medio de mis sensaciones un cansancio tan terrible de la vida que ni siquiera se da la hipótesis de un acto con el que dominarlo. Para remediarlo, el suicidio parece inseguro; la muerte, incluso supuesta la inconsciencia, todavía poco. Es un cansancio que ambiciona, no el dejar de existir —lo que puede ser o puede no ser posible—, sino algo mucho más horroroso y profundo, el dejar de siquiera haber existido, lo que no hay manera de que pueda ser.
Creo entrever, a veces, en las especulaciones, en general confusas, de los indios algo de esta ambición más negativa que la nada. Pero o bien les falta la agudeza de la sensación para relatar así lo que piensan, o les falta la acuidad de pensamiento para sentir así lo que sienten. El hecho es que lo que en ellos entreveo no lo veo. El hecho es que me creo el primero en entregar a las palabras el absurdo de esta sensación sin remedio.
Y la curo con escribirla. Sí, no hay desolación, si es profunda de verdad, si no es puro sentimiento, pero participando en ella la inteligencia, para que no exista el remedio irónico de decirla. Cuando la literatura no tuviese otra utilidad, ésta, aunque para pocos, la tendría.
Los males de la inteligencia, desgraciadamente, duelen menos que los del sentimiento, y los del sentimiento, desgraciadamente, menos que los del cuerpo. Digo «desgraciadamente» porque la dignidad humana exigiría lo contrario. No hay sensación angustiada del misterio que pueda doler como el amor, los celos, la nostalgia, que pueda sofocar como el miedo físico intenso, que pueda transformar como la cólera o la ambición. Pero tampoco ningún dolor de los que destrozan el alma consigue ser tan realmente doloroso como el dolor de muelas, o el de un cólico, o (supongo) el dolor del parto.
De tal manera estamos constituidos que la inteligencia que ennoblece ciertas emociones o sensaciones, y las eleva por cima de las demás, las deprime también si extiende su análisis a la comparación entre todas.
Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar.
Dentro del gallinero desde donde irá a la muerte, el gallo canta himnos a la libertad porque le han dado dos aseladeros.
201
He asistido, desconocido, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto he querido ser. Puedo decir, con esa verdad que no necesita flores para que se sepa que está muerta, que no hay cosa que yo haya querido, o en que haya puesto, aunque fuese un momento, el sueño solo de ese momento, que no se me haya deshecho debajo de las ventanas como polvo que pareciese piedra, caído de una maceta de un piso alto. Parece, incluso, que el Destino ha procurado siempre, primero, hacerme amar o querer aquello que él mismo había dispuesto para que al día siguiente viese que no lo tenía o tendría.
Espectador irónico de mí mismo, nunca, sin embargo, me he desanimado de asistir a la vida. Y desde que sé, hoy, por anticipación de cada vaga esperanza, que ha de ser desengañada, sufro el gozo especial de disfrutar ya la desilusión con la esperanza, como un amargo con dulce que vuelve lo dulce dulce contra lo amargo. Soy un estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza ya, en el papel de sus planes, disfrutando de su esquema, los pormenores de su retirada fatal, en la víspera de cada una de sus nuevas batallas.
Me ha perseguido, como un ente maligno, el destino de no poder desear sin saber que tendré que no tener. Si un momento veo en la calle un rostro núbil de muchacha y, aunque sea indiferentemente, disfruto de un momento de suponer lo que pasaría si fuese mío, es siempre cierto que, a diez pasos de mi sueño, esa muchacha encuentra a un hombre que veo que es su marido o su amante. Un romántico haría de esto una tragedia; un extraño sentiría esto como una comedia; yo, sin embargo, mezclo las dos cosas, pues soy romántico en mí y extraño en mí, y vuelvo la página hacia otra ironía.
Unos dicen que sin esperanza la vida es imposible, otros que con esperanza es vacía. Para mí, que hoy no espero ni desespero, es un simple cuadro exterior, que me incluye a mí, y al que asisto como a un espectáculo sin enredo, hecho tan sólo para divertir a los ojos: danza sin nexo, moverse de hojas al viento, nubes en que la luz del sol cambia de colores, trazados de calles antiguos, al acaso, en puntos inadecuados de la ciudad.
Soy, en gran parte, la misma prosa que escribo. Me desarrollo en períodos y parágrafos, me pongo puntuaciones y, en la distribución desencadenada de las imágenes, me visto, como los niños, de rey con papel de periódico o, en la manera como hago un ritmo de una serie de palabras, me adorno la cabeza, como los locos, con flores secas que continúan estando vivas en mis sueños. Y, por encima de todo, estoy tranquilo como un muñeco de serrín que, adquiriendo conciencia de sí mismo, sacudiese la cabeza para que el cascabel de lo alto del gorro de pico (parte integrante de la misma cabeza) hiciese sonar algo, vida tañida del muerto, aviso mínimo del Destino.
¡Cuántas veces, sin embargo, en pleno día de esta insatisfacción sosegada, no me sube poco a poco a la emoción consciente el sentimiento del vacío y del tedio de pensar así! ¡Cuántas veces no me siento, como quien oye hablar a través de sonidos que cesan y vuelven a empezar, la amargura esencial de esta vida extraña a la vida humana: vida en que nada pasa salvo en la conciencia de ella! ¡Cuántas veces, al despertar de mí, no entreveo, desde el exilio que soy, cuánto mejor fuera ser el nadie de todos, el feliz que tiene al menos la amargura real, el contento que siente cansancio en vez de tedio, que sufre en vez de suponer que sufre, que se mata, sí, en vez de morirse!
Me he vuelto una figura de libro, una vida leída. Lo que siento es (sin que yo quiera) sentido para escribir que se ha sentido. Lo que pienso está luego en palabras, mezclado con imágenes que lo deshacen, abierto en ritmos que son otra cosa cualquiera. De tanto recomponerme, me he destruido. De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo. Me he sondeado y dejado caer la sonda; vivo pensando si soy hondo o no, sin otra sonda ahora que la mirada que me muestra, de claro a negro en el espejo del pozo alto, mi propio rostro que me contempla contemplarlo.
Soy una especie de carta de jugar, de naipe antiguo y desconocido, única que queda de la baraja perdida. No tengo sentido, no sé de mi valor, no tengo a qué compararme para encontrarme, no tengo a lo que sirva para que me conozca. Y así, en imágenes sucesivas en que me describo —no sin verdad, pero con mentiras—, voy quedando más en las imágenes que en mí, diciéndome hasta no ser, escribiendo con el alma como tinta, útil para nada más que para escribirse con ella. Pero cesa la reacción y de nuevo me resigno. Vuelvo en mí a lo que soy, aunque no sea nada. Y algo de lágrima sin llanto arde en mis ojos inmóviles, algo de una angustia que no he tenido me irrita ásperamente la garganta seca. Pero ay, no sé lo que había llorado, si es que hubiese llorado, ni por qué fue por lo que no lo lloré. La ficción me acompaña como mi sombra. Y lo que quiero es dormir.
2-9-1931.
202
Reconozco hoy que he fracasado; sólo me pasmo, a veces, de no haber previsto que fracasaría. ¿Qué había en mí que pronosticase un triunfo? Yo no tenía la fuerza ciega de los vencedores o la visión certera[198] de los locos…
Era lúcido, triste como un día frío.
Tengo elementos espirituales de bohemio, de esos que dejan a la vida irse como algo que se escapa de las manos y en tal momento en que el gesto de obtenerla duerme en la mera idea de hacerlo. Pero no he tenido la compensación /exterior/ del espíritu bohemio: el desnudo fácil de las emociones inmediatas y abandonadas. Nunca he sido más que un bohemio aislado, lo que es absurdo; o un bohemio místico, lo que es algo imposible.
Ciertas horas-intervalos que he vivido, horas ante la Naturaleza, esculpidas en la ternura del aislamiento, me quedarán para siempre como medallas. En esos momentos he olvidado todos mis propósitos de vida, todas mis direcciones deseadas. He disfrutado de no ser nada con una plenitud de bonanza espiritual, cayendo en el regazo azul de mis aspiraciones. No he disfrutado nunca, quizá, de una hora /indeleble/, exenta de un fondo espiritual de fracaso y de desánimo. En todas mis horas liberadas un dolor dormía, florecía vagamente, por detrás de los muros de mi conciencia, en otros huertos, pero el aroma y el propio color de aquellas flores tristes atravesaban intuitivamente los muros, y su lado de allá, donde florecían las rosas, nunca dejó de ser, en el misterio confuso de mi ser, un lado de acá, esfumado en mi somnolencia de vivir.
Fue en un mar interior donde terminó el río de mi vida. Alrededor de mi solar soñado, todos los árboles estaban en otoño. Este paisaje circular es la corona de espinas de mi alma. Los momentos más felices de mi vida han sido sueños, y sueños de tristeza, y yo me veía en sus lagos como un Narciso ciego que ha disfrutado de la frescura cerca del agua, sintiéndose inclinado sobre ella, mediante una visión anterior y nocturna, secreteada a las emociones abstractas, vivida en los rincones de la imaginación con un cuidado maternal en /preferirse/.
Sé que he fracasado. Disfruto de la voluptuosidad indeterminada del fracaso como quien concede un aprecio exhausto a una fiebre que le enclaustra.
203
Envidio a todo el mundo no ser yo. Como de todos los imposibles, éste me ha parecido siempre el mayor de todos, ha sido el que más se ha constituido en mi ansia cotidiana, mi desesperación de todas las horas tristes.
204
INTERVALO DOLOROSO
Cosa arrojada a un rincón, trapo caído en la calle, mi ser innoble ante la vida se finge.
205
[…]
Cuando me encontré, me vi guardado. Pero no me importó. Estaba otro. Había convivido con Dios, siéndolo, y todo era fraterno para mí […] y yo era fraterno para todo[199]. Cuando beso las piedras y los árboles y los rayos de luz, ellos también me besan. Esos besos son oraciones que yo y las cosas rezamos juntos tan Diosmente fraternos y agradecidos de ser.
(Posterior a 1913).
206
Hacer una obra y reconocerla mala después de hecha es una de las tragedias de mi alma. Sobre todo es grande cuando se reconoce que esa obra es la mejor que se podía hacer. Pero al ir a escribir una obra, saber de antemano que tiene que ser imperfecta y fracasada; al estar escribiéndola, estar viendo que es imperfecta y fracasada: esto es el máximo de la tortura y de la humillación del espíritu. No sólo de los versos que escribo siento que no me satisfacen, sino que sé que los versos que estoy para escribir tampoco me satisfarán. Lo sé filosóficamente, como carnalmente, por una entrevisión oscura y gladiolada.
¿Por qué escribo entonces? Porque, predicador que soy de la renuncia, no he aprendido todavía a practicarla plenamente. No he aprendido a abdicar de la tendencia al verso y la prosa. Tengo que escribir como cumpliendo un castigo. Y el mayor castigo es el de saber que lo que escribo resulta enteramente fútil, fracasado e inseguro.
De niño, escribía ya versos. Entonces escribía versos muy malos, pero los creía perfectos. Nunca más volveré a sentir el placer falso de producir obra perfecta. Lo que escribo hoy es mucho mejor. Es mejor, incluso, que lo que podrían escribir los mejores. Pero está infinitamente por debajo de lo que yo, no sé por qué, siento que podía —o tal vez debía— escribir. Lloro por mis versos malos de la infancia como por un niño muerto, un hijo muerto, una última esperanza que desapareciese.
(Posterior a 1914).
207
Haber leído ya los Pickwick Papers es una de las grandes tragedias de mi vida. (No puedo volver a releerlo).
208
Siento el tiempo con un dolor enorme. Es siempre con una conmoción exagerada como abandono algo. El pobre cuarto de alquiler donde he pasado unos meses, la mesa del hotel provinciano donde /he pasado/ seis días, la misma triste sala de espera de la estación de ferrocarril donde he gastado dos horas esperando al tren: sí, pero las cosas buenas de la vida, cuando las abandono y pienso, con toda la sensibilidad de mis nervios, que nunca más las veré y las tendré, por lo menos en aquel preciso y exacto momento, me duelen metafísicamente. Se me abre un abismo en el alma y un soplo frío del momento de Dios me roza en la faz lívida.
¡El tiempo! ¡El pasado! […] ¡Lo que he sido y nunca más seré! ¡Lo que he tenido y no volveré a tener! ¡Los Muertos! Los muertos que me amaron en mi infancia. Cuando los evoco, toda el alma se me enfría y me siento desterrado de unos corazones, solo en la noche de mí mismo, llorando como un mendigo el silencio cerrado de todas las puertas.
209
Dios me creó para niño, y me dejó siempre niño. ¿Pero por qué dejó que la vida me maltratase y me quitase los juguetes, y me dejase solo en el recreo, estrujando con unas manos tan débiles el delantal azul sucio de lágrimas incesantes? Si yo no podía vivir sino acariciado, ¿por qué echaron fuera a mi cariño? Ah, cada vez que veo en la calle a un niño llorando, un niño exiliado de los otros, me duele más que la tristeza del niño en el horror desprevenido de mi corazón exhausto. Me duelo con toda la estatura de la vida sentida, y son mías las manos que retuercen el borde del delantal, son mías las bocas torcidas por las lágrimas verdaderas, es mía la debilidad, es mía la soledad, y las risas de la vida adulta que pasa me gastan como luces de fósforos frotados en el tejido sensible de mi corazón.
(Posterior a 1923).
210
… como un niño que para de correr, arrastrando un batir alto de pies breves, y respirando corto…
211
Todo se me confunde. Cuando creo que recuerdo, es otra cosa la que pienso; si veo, ignoro, y cuando me distraigo, claramente veo.
Vuelvo la espalda a la ventana cenicienta, de cristales fríos a las manos que los tocan. Y llevo conmigo, por un sortilegio de la penumbra, de repente, el interior de la casa antigua, fuera de la cual, en el patio de al lado, el papagayo gritaba; y los ojos se me adormecen de toda la irreparabilidad de haber efectivamente vivido.
Hace dos días que llueve y cae del cielo ceniciento y frío cierta lluvia, con el color que tiene, que aflige el alma. Hace dos días… Estoy triste de sentir, y pienso en ello a la ventana y al son del agua que gotea y de la lluvia que cae. Tengo el corazón oprimido y los recuerdos convertidos en angustias.
Sin sueño, ni razón para tenerlo, hay en mí un gran deseo de dormir. Antaño, cuando era niño y feliz, vivía en una casa del patio de al lado la voz de un papagayo verde de colores.
Nunca, en los días de lluvia, se le entristecía el decir, y clamaba, sin duda al abrigo, cualquier sentimiento constante, que planeaba en la tristeza como un gramófono anticipado.
¿He pensado en este papagayo porque estoy triste y la infancia lejana lo recuerda? No, he pensado en él realmente porque desde el patio de al lado de ahora una voz de papagayo grita atravesadamente.
(…) ese episodio de la imaginación (al) que llamamos (la) realidad.
212
La academia vegetal de los silencios… tu nombre sonando como las amapolas… los estanques… mi regreso… el cura loco que se volvió loco en misa… Estos recuerdos son de mis sueños… No cierro los ojos pero no veo nada… No están aquí las cosas que veo… Aguas…
En una confusión de enmarañamientos, el verdor de los árboles es parte de mi sangre. Me late la vida en el corazón distante… /Yo no fui destinado a la realidad, y la vida quiso venir a verme/.
¡La tortura del destino! ¡Quién sabe si moriré mañana! ¡Quién sabe si no va a sucederme hoy algo terrible para mi alma!… A veces, cuando pienso en estas cosas, me aterroriza la tiranía suprema que nos hace tener los ojos puros[200] no sabiendo de qué acontecimientos va al encuentro mi incertidumbre.
213
En la concavidad de la playa a la orilla del mar, entre las selvas y las campiñas de la orilla, subía de la incertidumbre del abismo nulo la inconstancia del deseo encendido. No habría que escoger entre los trigos y los muchos[201], y la distancia continuaba entre cipreses.
El prestigio de las palabras aisladas, o reunidas según una concordancia de sonido, con resonancias íntimas y sonidos divergentes al mismo tiempo que convergen, la pompa de las frases puestas entre los sentidos de las otras, malignidad de los vestigios, esperanza de los bosques, y nada más que la tranquilidad de los estanques entre las quintas de la infancia de mis subterfugios… Así, entre los muros altos de la audacia absurda, en las ringleras de los árboles y en los sobresaltos de lo que se marchita, otro que no fuera yo oiría de los labios tristes la confesión negada a mejores insistencias. Nunca, entre el retiñir de las lanzas en el patio por ver, como si los caballeros viniesen de vuelta del camino visto desde lo alto del muro, habría más sosiego en el Solar de los Últimos, no se recordaría otro nombre, del lado de acá del camino, sino el que encantaba de noche, como el de las moras, al niño que murió después, de la vida y de la maravilla.
Leves, entre los surcos que había en la hierba, porque los pasos abrían nadas entre el verdor agitado, los tránsitos de los últimos perdidos sonaban arrastradamente, como reminiscencias de lo venidero. Eran viejos los que habrían de venir, y sólo jóvenes los que no vendrían nunca. Los tambores habían rodado al borde del camino y los clarines pendían nulos en las manos lasas, que los dejarían si todavía tuviesen fuerza para dejar algo.
Pero, de nuevo, en la conclusión del prestigio, sonaban altos los alaridos acabados, y los perros tergiversaban[202] en las filas de árboles vistos. Todo era absurdo, como un luto, y las princesas de los sueños de los demás se paseaban sin claustros indefinidamente.
22-3-1929.
214
En mi alma innoble y profunda registro, día a día, las impresiones que forman la substancia exterior de mi conciencia de mí. Las pongo en palabras vagabundas, que desertan de mí desde que las escribo, y yerran, independientes de mí, por pendientes y céspedes de imágenes, por hileras de conceptos, por veredas de confusiones. Esto no me sirve de nada, pues nada me sirve de nada. Pero me tranquilizo escribiendo, como quien respira mejor sin que la enfermedad haya pasado.
Hay quien, estando distraído, escriba rayas y nombres absurdos en el secante sujeto con cantoneras. Estas páginas son los garabatos de mi inconsciencia intelectual de mí mismo. Las trazo con una modorra de sentirme, como un gato al sol, y las releo, a veces, con un vago pasmo tardío, como el de haberme acordado de algo que siempre olvidara.
Cuando escribo, me visito solemnemente. Tengo salas especiales, recordadas por otro en intersticios de la representación, donde me deleito analizando lo que no siento, y me examino como a un cuadro en la sombra.
Perdí, antes de nacer, mi castillo antiguo. Fueron vendidas, antes de que yo fuese, las tapicerías de mi palacio solariego. Mi solar de antes de la vida cayó en ruinas, y sólo en ciertos momentos, cuando el claro de luna nace en mí desde por cima de los juncos del río, me enfría la nostalgia de los lados de donde el resto desdentado de los muros[203] se recorta negro contra el cielo de un azul oscuro blancuzco que tira a amarillo lechoso.
Me distingo a esfinges[204]. Y del regazo de la reina que me falta cae, como un episodio del bordado inútil, el ovillo olvidado de mi alma. Rueda por debajo del armario de adornos metálicos, y hay en mí aquello que lo sigue como unos ojos hasta que se pierde en un gran horror de túmulo y de final.
215
Pero la exclusión, que me he impuesto, de los fines y de los movimientos de la vida; la ruptura, que he procurado, de mi contacto con las cosas —me ha conducido precisamente a aquello de lo que yo procuraba huir. Yo no quería sentir la vida, ni tocar las cosas, sabiendo, por la experiencia de mi temperamento al contagio del mundo, que la sensación de la vida era siempre dolorosa para mí. Pero al evitar ese contacto, me he aislado y, al aislarme, he exacerbado mi ya excesiva sensibilidad. Si fuese posible cortar del todo el contacto con las cosas, le iría bien a mi sensibilidad. Pero ese aislamiento total no puede efectuarse. Por menos que yo haga, respiro; por menos que actúe, me muevo. Y, así, al conseguir exacerbar mi sensibilidad mediante el aislamiento, he conseguido que los hechos mínimos, que antes nada, incluso a mí, me harían, me hiriesen como catástrofes. He equivocado el método de fuga. He huido, mediante un rodeo incómodo, hacia el mismo lugar en que estaba, con el cansancio del viaje sobre el horror de vivir allí.
Nunca he encarado el suicidio como una solución, porque odio a la vida por amor a ella. Me ha llevado tiempo convencerme de este lamentable equívoco en que vivo conmigo mismo. Convencido de él, me he quedado desazonado, lo que siempre me sucede cuando me convenzo de algo, porque el convencimiento es en mí, siempre, la pérdida de una ilusión.
He matado a la voluntad a fuerza de analizarla. ¡Quién me volverá a la infancia de antes del análisis, incluso de antes de la voluntad!
En mis parques, sueño muerto, la somnolencia de los estanques al sol alto, cuando los rumores de los insectos se aglomeran en la hora y me pesa vivir, no como una angustia, sino como un dolor físico por concluir.
Palacios muy lejos, bosques absortos, la estrechez de los paseos a lo lejos, la gracia muerta de los bancos de piedra para los que han sido: pompas muertas, gracia deshecha, oropel perdido. Anhelo mío que olvido, ¡ojalá pudiera recuperar la amargura con que te he soñado!
216
¿Qué reina imperiosa guarda al pie de sus lagos la memoria de mi vida particular? Fui el paje de alamedas insuficientes a las horas aves de mi sosiego azul. Naves lejos completaron al mar que ondeaba desde mis azoteas, y en las nubes del sur perdí el alma, con un remo dejado caer.
217
y los lirios de las márgenes de ríos remotos, fríos y solemnes, en una tarde eterna al[205] fondo de continentes verdaderos.
Sin nada más y sin embargo verdaderos.
218
He sido siempre un soñador irónico, infiel a las promesas interiores. He gozado siempre, como otro y extranjero, de las derrotas de mis devaneos, asistente casual a lo que pensé ser. Nunca he dado fe a aquello en que he creído. He llenado mis manos de arena, le he llamado oro, y he abierto las manos de toda ella, escurridiza. La frase había sido la única verdad. Una vez dicha la frase, todo estaba hecho; lo demás era la arena que siempre había sido.
Si no fuese por el soñar siempre, por el vivir en una perpetua enajenación, podría, de buen grado, llamarme un realista, es decir, un individuo para quien el mundo exterior es /una nación/ independiente. Pero prefiero no darme nombre, ser lo que soy con /cierta/ oscuridad y tener para conmigo mismo la malicia de no saberme prever.
Tengo una especie de deber de soñar siempre, pues, no siendo más, ni queriendo ser más, que un espectador de mí mismo, tengo que tener el mejor espectáculo que puedo. Así me construyo con oro y sedas, en salas supuestas, tablado falso, escenario antiguo, sueño creado entre juego de luces suaves y músicas invisibles.
Guardo, íntimo, como la memoria de un beso agradable, el recuerdo infantil de un teatro en que el escenario azulado y lunar figuraba[206] la terraza de un palacio imposible. Había, pintado también, un parque vasto alrededor, y gasté el alma en vivir como real todo aquello. La música, que sonaba blanda en aquella ocasión /mental/ de mi experiencia de la vida, convertía en real de una fiebre aquel escenario gratuito.
El escenario era definitivamente azulado y lunar. En el tablado, no recuerdo quién aparecía, pero la pieza que pongo en el paisaje recordado me sale hoy de los versos de Verlaine y Pessanha[207]; no era la que olvido, pasada en el palco vivo más acá de aquella realidad de azul música. Era mía y fluida, (la) mascarada inmensa y lunar, (el) interludio de plata y azul concluido.
Después vino la vida. Aquella noche me llevaron a cenar al León. Conservo aún el recuerdo de los filetes en el paladar de la nostalgia —filetes, lo sé porque lo supongo, como hoy nadie hace o no como yo—. Y todo se me mezcla —infancia, vivida a distancia, comida sabrosa de noche, escenario lunar, Verlaine futuro y yo presente— en una diagonal confusa[208], en un espacio falso entre lo que he sido y lo que soy.
16-10-1931.
219
Cuando vine por primera vez a Lisboa, había, en el piso de encima de donde vivíamos, un sonido de piano tocando en escalas, aprendizaje monótono de la señorita que nunca vi. Descubro hoy que, mediante procesos de infiltración que desconozco, tengo todavía en las bodegas del alma, audibles se abren la puerta de allá abajo, las escalas repetidas, tecleadas, de la señorita hoy señora otra, o muerta o encerrada en un lugar blanco donde verdean negros los cipreses.
Yo era un niño, y hoy no lo soy; el sonido, sin embargo, es igual en el recuerdo al que era en la verdad, y tiene, perennemente presente, si se levanta de donde finge que duerme, el mismo lento tecleo, la misma rítmica monotonía. Me invade, de considerarlo o sentirlo, una tristeza difusa, angustiosa, mía.
No lloro la pérdida de mi infancia; lloro el que todo, y en ello la infancia (mía), se pierda. Es la fuga abstracta del tiempo, no la fuga concreta del tiempo —que es mío, que me duele en el cerebro físico por la periodicidad repetida, involuntaria, de las escalas del piano de arriba, terriblemente anónimo y lejano. Es todo el misterio de que nada dura de lo que martillea repetidas cosas que no llegan a ser música, pero son nostalgia, en el fondo absurdo de mi recuerdo.
Insensiblemente, en un erguirse visual, veo la salita que nunca he visto, donde la aprendiz que no he conocido está todavía hoy relacionando, dedo a dedo cuidados, las escalas siempre iguales de lo que ya está muerto. Veo, voy viendo más, reconstruyo viendo. Y todo el hogar del piso de arriba, nostálgico hoy pero no ayer, se va alzando ficticio desde mi contemplación desentendida.
Supongo, sin embargo, que en todo esto soy translaticio, que la nostalgia que siento no es precisamente la mía, ni precisamente abstracta, sino la emoción interceptada de no sé qué tercero, para quien estas emociones, que en mí son literarias, fuesen —como diría Vieira[209]— literales. Es en mi suposición de sentir en la que me duelo y angustio, y las nostalgias, a cuya sensación se me acercan los ojos propios, es por imaginación y otredad como las pienso y siento.
Y siempre, con una constancia que viene del fondo del mundo, con una persistencia que estudia metafísicamente, suenan, suenan, suenan, las escalas de quien estudia piano, por la espina dorsal física de mi recuerdo. Son las calles antiguas con otra gente, hoy las mismas calles diferentes; son personas muertas que me están hablando, a través de la transparencia de la falta de ellas hoy; son remordimientos de lo que hice o no hice, ruidos de regatos de noche, ruidos allá abajo, en la casa quieta.
Tengo ganas de gritar dentro de la cabeza. Quiero parar, machacar, romper ese imposible disco gramofónico que suena dentro de mí, en una casa ajena, torturador intangible. Quiero mandar pararse al alma, para que ella, como vehículo que me siga hacia delante solo y me deje. Enloquezco de tener que oír… Y por fin soy yo, en mi cerebro odiosamente sensible, en mi piel pelicular, en mis nervios a flor de piel, las teclas tecleadas en escalas, oh piano horroroso y personal de nuestro recuerdo.
Y siempre, siempre, como en una parte del cerebro, que se volviese independiente, suenan, suenan, suenan las escalas allá abajo, allá arriba, de la primera casa de Lisboa donde vine a vivir.
3-12-1931.
220
Si algún día me sucediese que, con una vida firmemente segura, pudiera escribir libremente y publicar, sé que tendré nostalgia de esta vida insegura en que apenas escribo y no publico. Tendré nostalgia, no sólo porque esa vida vulgar es pasado y vida que ya no tendré, sino porque hay en cada especie de vida una cualidad propia y un placer peculiar, y cuando se pasa a otra vida, aunque sea mejor, ese placer peculiar es menos feliz, esa cualidad propia es menos buena, dejan de existir, y hay una falta.
Si algún día me sucediese que consiguiera llevar al buen calvario la cruz de mi intención, encontraré un calvario en ese buen calvario, y tendré nostalgia de cuando era fútil, vulgar e imperfecto. Seré menos de cualquier manera.
Tengo sueño. El día ha sido pesado de trabajo absurdo en la oficina casi desierta. Dos empleados están enfermos y los otros no están aquí. Estoy solo, salvo el mozo lejano. Tengo nostalgia de la hipótesis de tener un día de nostalgia, y aun así absurda.
Casi pido a los dioses que haya que me guarden aquí, como en un cofre, defendiéndome de las amarguras y también de las felicidades de la vida.
221
Todo cuanto no es mi alma es para mí, por más que quiera que no lo sea, no más que escenario y decoración. Un hombre, aunque yo pueda reconocer con el pensamiento que es un ser vivo como yo, ha tenido siempre, para el que en mí, por serme involuntario, es verdaderamente yo, menos importancia que un árbol, si el árbol es más bello. Por eso he sentido siempre los movimientos humanos —las grandes tragedias colectivas de la historia o de lo que hacen de ella— como frisos coloreados, vacíos del alma de los que pasan por ellos. Nunca me ha pesado lo que de trágico sucediese en la China. Es decoración lejana, aunque en sangre y peste.
Recuerdo, con tristeza irónica, una manifestación de obreros, hecha no sé con qué sinceridad (pues me cuesta siempre admitir sinceridad en las cosas colectivas, visto que es el individuo, a solas consigo mismo, el único ser que siente). Era un grupo compacto y suelto de estúpidos animados que pasó gritando diferentes cosas ante mi indiferentismo ajeno. Sentí súbitamente una náusea. Ni siquiera estaban suficientemente sucios. Los que verdaderamente sufren no se hacen plebe, no forman conjunto. Lo que sufre sufre solo.
¡Qué mal conjunto! ¡Qué falta de humanidad y de dolor! Eran reales y sin embargo increíbles. Nadie haría con ellos un cuadro de novela, un escenario de descripción. Corrían como la basura por un río, por el río de la vida. Tuve sueño de verlos, asqueado y supremo.
222
Siempre me ha preocupado, en esas horas ocasionales de desprendimiento en que tomamos conciencia de nosotros mismos como individuos de que somos otros para los demás, la imaginación de la figura que haré físicamente, y hasta moralmente, para aquellos que me contemplan y me hablan, o todos los días o por casualidad.
Estamos todos acostumbrados a considerarnos como primordialmente realidades mentales, y a los demás como directamente realidades físicas; vagamente nos consideramos como gente física, para efectos en los ojos de los demás; vagamente consideramos a los demás como realidades mentales, pero sólo en el amor o en el conflicto adquirimos verdadera conciencia de que los demás tienen sobre todo alma, como nosotros para nosotros.
Me pierdo, por eso, a veces en un imaginar fútil de qué especie de gente seré para quienes me ven, cómo es mi voz, qué tipo de figura dejo escrita en la memoria involuntaria de los demás, de qué manera mis gestos, mis palabras, mi vida aparente, se graban en las retinas de la interpretación ajena. No he conseguido nunca verme desde fuera. No hay espejo que nos dé a nosotros mismos como fueras, porque no hay espejo que nos saque de nosotros mismos. Sería precisa otra alma, otra colocación de la mirada y del pensamiento. Si yo fuese actor prolongado de cine o grabase en discos audibles mi voz alta, estoy seguro de que del mismo modo quedaría lejos de saber lo que soy del lado de allá, pues, quiera lo que quiera, grábese lo que de mí se grabe, estoy siempre aquí dentro, en la quinta de muros altos de mi conciencia de mí.
No sé si los otros serán así, si la ciencia de la vida no consistirá esencialmente en ser tan ajeno a sí mismo que instintivamente se consiga un alejamiento y se pueda participar de la vida como extraño a la conciencia; o si los demás, más ensimismados que yo, no serán del todo la brutalidad de no ser más que ellos, viviendo exteriormente merced a ese milagro por el que las abejas forman sociedades más organizadas que cualquier nación, y las hormigas se comunican entre sí con un habla de antenas mínimas que excede en los resultados a nuestra compleja ausencia de entendernos.
La geografía de la conciencia de la realidad es de una gran complejidad de costas, accidentadísima de montañas y de lagos. Y todo me parece, si medito demás, una especie de mapa como el del «Pays du Tendre» o de los «Viajes de Gulliver», broma de exactitud inscrita en un libro irónico o fantasioso para gozo de entes superiores, que saben dónde es donde las tierras son tierras.
Todo es complejo para quien piensa, y sin duda el pensamiento lo torna más complejo por voluptuosidad propia. Pero quien piensa tiene la necesidad de justificar su abdicación con un vasto programa de comprender, expuesto, como las razones de los que mienten, con todos los pormenores excesivos que descubren, con el esparcir de la tierra, la raíz de la mentira.
Todo es complejo o soy yo quien lo soy. Pero, de cualquier modo, no importa porque, de cualquier modo, nada importa. Todo esto, todas estas consideraciones extraviadas de la calle ancha, vegetan en los huertos de los dioses exclusos como trepadoras lejos de las paredes. Y me sonrío, en la noche en que concluyo sin fin estas consideraciones sin engranaje, de la ironía vital que las hace surgir de un alma humana, huérfana, desde antes de los astros, de las grandes razones del Destino.
223
Para comprender, me he destruido. Comprender es olvidarse de amar. Nada conozco más al mismo tiempo falso y significativo que aquel dicho de Leonardo da Vinci de que no se puede amar u odiar una cosa sino después de comprenderla.
La soledad me desoía; la compañía me oprime. La presencia de otra persona me descamina los pensamientos; sueño su presencia con una distracción especial, que toda mi atención analítica no consigue definir.
224
El aislamiento me ha tallado a su imagen y semejanza. La presencia de otra persona —aunque sea de una sola persona— me atrasa inmediatamente el pensamiento y, al paso que en el hombre normal el contacto con otro es un estímulo para la expresión y para el dicho, en mí, ese contacto es un contraestímulo, si es que esta palabra compuesta es viable ante el lenguaje. Soy capaz, a solas conmigo, de idear muchas frases ingeniosas, respuestas rápidas a lo que nadie ha dicho, fulguraciones de una sociabilidad inteligente con persona ninguna; pero todo eso se me esfuma si estoy ante un otro físico, pierdo la inteligencia, dejo de poder decir, y, al fin de unos cuartos de hora, sólo siento sueño. Sí, hablar con gente me da ganas de dormir. Sólo mis amigos espectrales e imaginados, sólo mis conversaciones resultantes del sueño tienen una verdadera realidad y un justo relieve, y en ellos el espíritu está presente como una imagen en un espejo.
Me pesa, además, toda idea de ser forzado a un contacto con otro. Una simple invitación a cenar con un amigo me produce una angustia difícil de definir. La idea de una obligación social cualquiera —ir a un entierro, tratar con alguien de un asunto de la oficina, ir a esperar en la estación a una persona cualquiera, conocida o desconocida—, sólo esa idea me estorba los pensamientos de un día, y a veces me preocupo desde la misma víspera, y duermo mal, y el caso real, cuando sucede, es absolutamente insignificante, no justifica nada; y el caso se repite y yo no aprendo nunca a aprender.
«Mis hábitos son de la soledad, que no de los hombres»; no sé si fue Rousseau, si Senancour, el que dijo esto. Pero fue un espíritu de mi especie; no podré decir, quizá, de mi raza.
225
Esclavo del temperamento como de las circunstancias, insultado por la indiferencia de los hombres lo mismo que por su afecto a quien suponen que soy— (…) los insultos humanos del Destino.
226
Aquello que, creo, produce en mí el sentimiento profundo, en que vivo, de incongruencia con los demás, es que la mayoría piensa con la sensibilidad y yo siento con el pensamiento.
Para el hombre vulgar, sentir es vivir y pensar es saber vivir. Para mí, pensar es vivir y sentir no es más que el alimento del pensar.
Es curioso que, siendo escasa mi capacidad de entusiasmo, ella es naturalmente más solicitada por los que se me oponen en temperamento que por los que son de mi especie espiritual. A nadie admiro en[210] literatura, más que a los clásicos, que son a quienes menos me asemejo. De tener que escoger, para lectura única, entre Chateaubriand y Vieira, escogería a Vieira sin necesidad de meditar.
Cuanto más diferente de mí es alguien, más real me parece, porque menos depende de mi subjetividad. Y es por eso por lo que mi estudio atento y constante es esa misma humanidad vulgar que no acepto y de quien disto. La amo porque la odio. Me gusta verla porque detesto sentirla. El paisaje, tan admirable como cuadro, es en general incómodo como lecho.
13-4-1930.
227
Desearía construir un código de inercia para los superiores de las sociedades modernas.
—La sociedad se gobernaría espontáneamente y a sí propia, si no contuviese gente de sensibilidad e inteligencia. Crean que es la única cosa que la perjudica. Las sociedades primitivas tenían una feliz existencia más o menos así.
Es una pena que la expulsión de los superiores de la sociedad tendría para ellos el resultado de morir, porque no saben trabajar. Y quizá muriesen de tedio, por no haber espacios de estupidez entre ellos. Pero yo hablo desde el punto de cura[211] de la felicidad humana.
Cada superior que se manifestase en la sociedad sería expulsado a la isla […] de los superiores. Los superiores serían alimentados, como animales enjaulados, por la sociedad normal.
Creedme: si no hubiese gente inteligente que tomase nota de los malestares humanos, la humanidad no se daría cuenta de ellos. Y las criaturas de sensibilidad hacen sufrir a los demás por simpatía.
Mientras tanto, visto que vivimos en sociedad, el único deber de los superiores es reducir al mínimo su participación en la vida de la tribu.
No leer periódicos, o leerlos sólo para saber lo que de poco importante y curioso sucede: no, nadie imagina la voluptuosidad que arranco al noticiario sucinto de provincias. Los meros nombres me abren puertas a lo indefinido.
El supremo estado honroso para un hombre superior es no saber quién es el jefe de Estado de su país, o si vive en una monarquía o en una república.
—Toda su actitud debe ser situar al alma de modo que el paso de las cosas, de los acontecimientos, no le incomode. Si no lo hace, tendrá que interesarse por los demás, para ocuparse[212] de sí mismo.
(¿1914?)
228
Así como, lo sepamos o no, todos tenemos una metafísica, así también, lo queramos o no, todos tenemos una moral. Tengo una moral muy sencilla: no hacer a nadie ni mal ni bien. No hacer a nadie mal, porque no sólo reconozco en los demás el mismo derecho, que creo que me corresponde, de que no me molesten, sino porque me parece que los males naturales bastan para el mal que tenga que haber en el mundo. Vivimos todos, en este mundo, a bordo de un navío zarpado de un puerto que desconocemos hacia un puerto que ignoramos; debemos tener los unos para con los otros una amabilidad de viaje. No hacer bien, porque no sé lo que es el bien, ni si lo hago cuando me parece que lo hago. ¿Sé yo qué males causo si doy limosna? ¿Sé yo qué males causo si educo o instruyo? En la duda, me abstengo. Y me parece, además, que auxiliar o ilustrar es, en cierto modo, hacer el mal de intervenir en la vida ajena. La bondad es un capricho temperamental: no tenemos derecho a hacer a los demás víctimas de nuestros caprichos, aunque sean de humanidad o de ternura. Los beneficios son cosas que se infligen; por eso abomino fríamente de ellos.
Si no hago el bien, por moral, tampoco exijo que me lo hagan. Si me pongo enfermo, lo que más me pesa es que obligo a alguien a cuidarme, cosa que me repugnaría hacer a otro. Nunca he visitado a un amigo enfermo. Siempre que, habiéndome puesto enfermo, me han visitado, he sufrido cada visita como una molestia, un insulto, una violación injustificada de mi intimidad decisiva. No me gusta que me den cosas; parecen, con ello, obligarme a que también las dé: a los mismos o a otros, sea a quien fuere.
Soy altamente sociable de un modo altamente negativo. Soy la inofensividad encarnada. Pero no soy más que eso, no quiero ser más que eso, no puedo ser más que eso. Tengo para con todo cuanto existe una ternura visual, un cariño de la inteligencia —nada en el corazón. No tengo fe en nada, esperanza de nada, caridad para nada. Abomino con náusea y pasmo de los sinceros de todas las sinceridades y de los místicos de todos los misticismos o, antes y mejor, de todas las sinceridades de todos los sinceros y de los misticismos de todos los místicos. Esa náusea es casi física cuando esos misticismos son activos, cuando pretenden convencer a la inteligencia ajena, o mover a la voluntad ajena, encontrar la verdad o reformar al mundo.
Me considero feliz por no tener ya parientes. No me veo así en la obligación, que inevitablemente me pesaría, de tener que amar a alguien. No tengo añoranzas sino literariamente. Recuerdo mi infancia con lágrimas, pero con lágrimas rítmicas, en las que ya se prepara la prosa. La recuerdo como algo exterior y a través de cosas exteriores; recuerdo sólo las cosas exteriores. No es el sosiego de las veladas de provincia el que me enternece por la infancia que viví en ellas, es la disposición de la mesa del té, son los bultos de los muebles por la casa, son las caras y los gestos físicos de las personas. Es de cuadros de lo que tengo nostalgia. Por esto tanto me enternece mi infancia como la de otro: son ambas, en el pasado que no sé el que es, fenómenos puramente visuales que siento con la atención literaria. Me enternezco, sí, pero no es porque recuerdo, sino porque veo.
Nunca he amado a nadie. Lo más que he amado son sensaciones mías —estados de visualidad consciente, impresiones de audición despierta, perfumes que son una manera de que hable conmigo la humildad del mundo exterior, me diga cosas del pasado (tan fácil de recordar con los olores)— es decir, de darme más realidad, más emoción, que el simple pan cociéndose allá dentro en la panadería honda, como aquella tarde lejana en que venía del entierro de mi tío, que me había amado tanto, y había en mí vagamente la ternura de un alivio, no sé bien de qué.
Es ésta mi vida moral, o mi metafísica, o yo: Transeúnte de todo —hasta de mi propia alma—, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada: centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído sintiente vuelto hacia la variedad del mundo. Con esto, no sé si soy feliz o desgraciado; ni me importa[213].
18-9-1931.
229
Muchas veces, para entretenerme —porque nada entretiene como las ciencias, o las cosas con aire de ciencias, usadas fútilmente—, me pongo escrupulosamente a estudiar mi psiquismo a través de la forma como lo encaran los demás. Raras veces es triste el placer, a veces doloroso, que esta táctica fútil me produce.
Generalmente, procuro estudiar la impresión general que causo en los otros, /sacando conclusiones/.
En general, soy una criatura con quien los demás simpatizan, con quien simpatizan, incluso, con un vago y curioso respeto. Pero ninguna simpatía violenta despierto. Nadie será nunca conmovidamente mi amigo. Por eso pueden respetarme tantos.
230
Aquella malicia incierta y casi imponderable que alegra a cualquier corazón humano ante el dolor de los demás, y el desconsuelo ajeno, los empleo en el examen de mis propios dolores, los llevo tan lejos que en ocasiones en que me siento ridículo o mezquino gozo como si fuese otro quien lo estuviese siendo. Mediante una extraña y fantástica transformación de sentimientos, sucede que no siento esa alegría malévola y humanísima ante el dolor y el ridículo ajenos. Siento ante el envilecimiento de los demás, no un dolor, sino una incomodidad estética y una irritación sinuosa. No es por bondad por lo que sucede esto, sino porque quien se vuelve ridículo no es sólo para mí para quien se vuelve ridículo, sino también para los demás, y me irrita que alguien esté siendo ridículo para los demás, me duele que cualquier animal de la especie humana se ría a costa de otro, cuando no tiene derecho a hacerlo. De que los demás se rían a mi costa no me irrito, porque de mí hacia fuera hay un desprecio proficuo y blindado.
Más terribles que cualquier muralla, he puesto verjas altísimas para demarcar el jardín de mi ser, de modo que, viendo perfectamente a los demás, perfectísimamente los excluyo y mantengo otros.
Escoger maneras de no obrar ha sido siempre la atención y el escrúpulo de mi vida.
No me someto al Estado ni a los hombres: resisto inertemente. El Estado sólo puede quererme para una acción cualquiera. No obrando yo, nada consigue de mí. Hoy ya no se mata, y apenas puede molestarme; si eso sucede, tendré que blindar más mi espíritu y vivir más lejos dentro de mis sueños. Pero eso no ha sucedido nunca. Nunca me ha importunado el Estado. Creo que la suerte ha sabido disponer.
231
He tenido cierto talento para la amistad, pero nunca he tenido amigos, ya porque me faltasen, ya porque la amistad que yo había concebido fuese un error de mis sueños. He vivido siempre aislado, y cada vez más aislado cuanto más consciente he sido de mí mismo.
232
DIARIO LÚCIDO
Mi vida, tragedia fracasada bajo el pateo de los dioses[214] y de la que sólo se ha representado el primer acto.
Amigos, ninguno. Sólo unos conocidos que creen que simpatizan conmigo y que tal vez sentirían pena si un tren me pasase por cima y el entierro fuese un día de lluvia.
El premio natural de mi distanciamiento de la vida ha sido la incapacidad, que he creado en los demás, de sentir conmigo. En torno a mí hay una aureola de frialdad, un halo de hielo que repele a los demás. Todavía no he conseguido no sufrir con mi soledad. Tan difícil es conseguir esa distinción de espíritu que permite al aislamiento ser un reposo sin angustia.
Nunca he concedido crédito a la amistad que me han mostrado, como no lo habría concedido al amor, si me lo hubiesen mostrado, lo que, además, sería imposible. Aunque nunca haya tenido ilusiones respecto a quienes se decían mis amigos, he conseguido siempre sufrir desilusiones con ellos: tan complejo y sutil es mi destino de sufrir.
Nunca he dudado que todos me traicionasen; y me ha asombrado siempre que me han traicionado. Cuando llegaba lo que yo esperaba, era siempre inesperado para mí.
Como nunca he descubierto en mí cualidades que atrajesen a nadie, nunca he podido creer que alguien se sintiese atraído por mí. La opinión sería de una modestia estulta, si hechos sobre hechos —esos inesperados hechos que yo esperaba— no viniesen a confirmarla siempre.
No puedo concebir que me estimen por compasión, porque, aunque sea físicamente desmañado e inaceptable, no tengo ese grado de encogimiento orgánico con que entrar en la órbita de la compasión ajena, ni tampoco esa simpatía que la atrae cuando no es patentemente merecida; y para lo que en mí merece piedad, no puede haberla, porque nunca hay piedad para los lisiados del espíritu. De modo que he caído en ese centro de gravedad del desdén ajeno en el que no me inclino hacia la simpatía de nadie.
Toda mi vida ha sido querer adaptarme a esto sin sentir en exceso su crudeza y su abyección.
Es necesario cierto coraje intelectual para que un individuo reconozca valerosamente que no pasa de ser un harapo humano, aborto superviviente, loco todavía fuera de las fronteras de la internabilidad; pero es preciso todavía más valor de espíritu para, reconocido esto, crear una adaptación perfecta a su destino, aceptar sin rebeldía, sin resignación, sin gesto alguno, o esbozo de gesto, la maldición orgánica que me ha impuesto la Naturaleza. Querer que no sufra con esto es querer demasiado, porque no cabe en el ser humano el aceptar el mal, viéndolo bien, y llamarle bien; y, aceptándolo como mal, no es posible no sufrir con él.
Concebir desde fuera ha sido mi desgracia: la desgracia para mi felicidad. Me he visto como me ven los demás, y he pasado a despreciarme, no tanto porque reconociese en mí un orden tal de cualidades que mereciese desprecio por ellas, sino porque he pasado a verme como me ven los demás y he sentido un desprecio cualquiera que ellos sienten por mí. He sufrido la humillación de conocerme. Como este calvario no tiene nobleza, ni resurrección unos días después, no he podido sino sufrir con la innobleza de esto.
He comprendido que le era imposible a nadie amarme, a no ser que le faltase del todo el sentido estético; y, entonces, yo le despreciaría por ello; y que incluso simpatizar conmigo no podía pasar de ser un capricho de la indiferencia ajena.
¡Ver claro en nosotros y en cómo nos ven los demás! ¡Ver esta verdad frente a frente! Y, al final, el rito de Cristo en el Calvario, cuando vio, frente a frente, su verdad: Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?[215].
233
En todos los lugares de la vida, en todas las situaciones y convivencias, he sido siempre, para todos, un intruso. Por lo menos, he sido siempre un extraño. En medio de parientes, como de conocidos, he sido siempre como alguien de fuera. No digo que lo he sido, siquiera una sola vez, aposta. Pero lo he sido siempre por una actitud espontánea de la media de los temperamentos ajenos.
He sido siempre, en todas partes y por todos, tratado con simpatía. A poquísimos, creo, habrá alzado la voz tan poca gente, o arrugado la frente, o hablado alto o /de soslayo/[216]. Pero la simpatía con que siempre me han tratado, ha estado siempre /exenta/ de afecto. Para los más naturalmente íntimos he sido siempre un huésped que, por ser huésped, es bien tratado, pero siempre con la atención debida al extraño y la falta de afecto merecida por el intruso.
No dudo de que todo esto, de la actitud de los demás, derive principalmente de alguna oscura causa /intrínseca/ a mi propio temperamento. Soy por ventura de una frialdad comunicativa tal que involuntariamente obligo a los otros a reflejar mi modo de poco sentir.
Trabo, por índole, rápidamente conocimientos. Me tardan poco las simpatías de los demás. Pero los afectos no llegan nunca. Dedicaciones, nunca las he conocido. Amar, ha sido cosa que siempre me ha parecido imposible, como el que me tutease un extraño.
No sé si sufro con esto, si lo acepto como un destino indiferente en que no hay ni que sufrir ni que /aceptar/.
Siempre he deseado agradar. Me ha dolido siempre la indiferencia ajena. Huérfano de la Fortuna, tengo, como todos los huérfanos, la necesidad de ser objeto del afecto de alguien. He pasado siempre hambre de la realización de esa necesidad. Tanto me he adaptado a esa hambre inútil[217] que, a veces, no sé si siento la necesidad de comer.
Con esto o sin esto, la vida me duele.
Los demás tienen quien se dedique a ellos. Yo nunca he tenido quien siquiera pensase en dedicarse a mí. Sirven a los otros: a mí me tratan bien.
Reconozco en mí la capacidad de provocar respeto, pero no afecto. Desgraciadamente no he hecho nada con que justificar ese respeto empezado [por] quien lo siente de modo que nunca llega a respetarme de veras.
Pienso a veces que me gusta sufrir. Pero, en verdad, yo preferiría otra cosa.
No tengo cualidades de jefe, ni de secuaz. Ni siquiera las tengo de satisfecho, que son las que valen cuando aquellas otras faltan.
Otros, menos inteligentes que yo, son más fuertes.
Organizan mejor su vida entre la gente; administran más hábilmente su inteligencia. Tengo todas las cualidades necesarias para influir, menos el arte de hacerlo, o el deseo, incluso, de desearlo.
Si un día amase, no sería amado.
Basta que yo quiera una cosa para que se muera. Mi destino, sin embargo, no tiene la fuerza de ser mortal para nada. Tiene la debilidad de ser mortal en las cosas que son para mí.
18-9-1917.
234
Para quien, (aunque) en sueños, como Dite[218] ha raptado a Proserpina, ¿qué puede ser sino sueño el amor de cualquier mujer del mundo?
He amado como Shelley […] antes que el tiempo existiese: todo el amor temporal no ha tenido para mí otro sabor que el de recordar el que perdí.
235
No el amor, sino los alrededores es lo que vale la pena…
La represión del amor ilumina sus fenómenos con mucha más claridad que la misma experiencia. Hay virginidades de gran entendimiento. Hacer compensa pero confunde. Poseer es ser poseído, y por lo tanto perderse. Sólo la idea alcanza, sin corromperse, el conocimiento de la realidad.
236
Ser puro, no para ser noble, o para ser fuerte, sino para ser uno mismo. Quien da amor, pierde amor.
Abdicar de la vida para no abdicar de sí mismo.
La mujer, una buena fuente de sueños. Nunca la toques.
Aprende a separar las ideas de voluptuosidad y de placer. Aprende a disfrutar en todo, no lo que es, sino las ideas y los sueños que provoca. Porque nada es lo que es: los sueños siempre son los sueños. Para eso necesitas no tocar nada. Si tocas tu sueño, morirá; el objeto tocado ocupará tu sensación.
Ver y oír son las únicas cosas nobles que contiene la vida. Los otros sentidos son plebeyos y carnales. La única aristocracia es nunca tocar. No acercarse: he ahí lo que es hidalgo.
237
Todo hombre de hoy en quien la estatura moral y el relieve intelectual no sean de pigmeo o de paleto, ama, cuando ama, con amor romántico. El amor romántico es un producto extremo de siglos sobre siglos de influencia cristiana; y, tanto cuanto a su substancia, como cuanto a la secuencia de su desarrollo, puede ser dado a conocer a quien no lo perciba comparándolo con una veste, o traje, que el alma o la imaginación fabricasen para vestir con él a las criaturas, que acaso parezca, y el espíritu crea, que les cae bien.
Pero todo traje, como no es eterno, dura tanto cuanto dura; y en breve, bajo la veste del ideal que formamos, que se deshace, surge el cuerpo real de la persona humana, en quien lo vestimos.
El amor romántico, por lo tanto, es un camino de desilusión. Sólo no lo es cuando la desilusión, aceptada desde el principio, decide variar de ideal, tejer constantemente, en los talleres del alma, nuevos trajes con que constantemente se renueve el aspecto de la criatura por ellos vestida.
238
UN DÍA (ZIGZAG)
¡No haber sido Madame de harén! ¡Qué pena me da de mí por no haberme sucedido esto!
239
Dos, tres días de semejanza de principio de amor…
Todo esto vale para el esteta por las sensaciones que le produce. Avanzar sería entrar en el dominio donde comienzan los celos, el sufrimiento, la excitación. En esta antecámara de la emoción hay toda la suavidad del amor sin su profundidad —un gozo leve, por lo tanto, aroma vago de deseos; si con esto se pierde la grandeza que hay en la tragedia del amor, repárese en que, para el esteta, las tragedias son cosas interesantes de observar, pero incómodas de sufrir. El propio cultivo de la imaginación es perjudicado por el de la vida. Reina quien no está entre los vulgares.
Al final, esto me contentaría si consiguiese convencerme de que esta teoría no es lo que es, un complejo ruido que les hago a los oídos de mi inteligencia, casi para que no se dé cuenta de que, en el fondo, no hay otra cosa que mi tristeza, mi incompetencia para la vida.
240
EL RÍO DE LA POSESIÓN
Que somos todos diferentes es un axioma de nuestra humanidad[219]. Sólo nos parecemos de lejos, en la proporción, por lo tanto, en que no somos nosotros. La vida es, por eso, para los indefinidos; sólo pueden convivir los que nunca se definen, y son, uno y otro, /nadies/.
Cada uno de nosotros es dos, y cuando dos personas se encuentran, se acercan, se unen, es raro que las cuatro puedan estar de acuerdo. El hombre que sueña en cada hombre /que/ actúa, si tantas veces se /malquista/ con el hombre que actúa, ¿cómo no se malquistará /con el hombre que actúa y el hombre que sueña en el Otro?/
Somos fuerzas porque somos vidas. Cada uno de nosotros tiende hacia sí mismo con escala en los otros. Si tenemos por nosotros mismos el respeto de encontrarnos interesantes, (…) Toda aproximación es un conflicto. El otro es siempre el obstáculo para quien busca. Sólo quien no busca es feliz; porque sólo quien no busca encuentra, visto que quien no busca ya tiene, y tener ya, sea lo que sea, es ser feliz (como no pensar es la parte mejor de ser rico).
Miro hacia ti, dentro de mí, novia supuesta, y ya nos /desavenimos/ antes de que existas. Mi costumbre de soñar claro me proporciona una noción justa de la realidad. Quien sueña demasiado necesita darle realidad al sueño. Quien da realidad al sueño tiene que dar al sueño el equilibrio de la realidad. Quien da al sueño el equilibrio de la realidad sufre de la realidad de soñar tanto como de la realidad de la vida (y de lo irreal del sueño con la de sentir la vida real).
Estoy esperándote, en un devaneo, en nuestro cuarto de dos puertas, y te sueño viniendo y en mi sueño entras hasta mí por la puerta de la derecha; si, cuando entras, entras por la puerta de la izquierda, hay ya una diferencia entre ti y mi sueño. Toda la tragedia humana reside en este pequeño ejemplo de cómo aquellos con[220] quien pensamos no son aquellos en que pensamos.
El amor pierde identidad en la diferencia, lo que ya es imposible en la lógica, cuanto más en el mundo. El amor quiere poseer, quiere hacer suyo lo que tiene que quedarse fuera para que él sepa que no se vuelve suyo y no es él. Amar es entregarse. Cuanto mayor la entrega, mayor el amor. Pero la entrega total entrega también la conciencia del otro. El amor es, por eso, la muerte, o el olvido, o la renuncia […]
En la terraza antigua del palacio, alzada sobre el mar, meditaremos en silencio la diferencia entre nosotros. Yo era príncipe, y tú, princesa, en la terraza a la orilla del mar. Nuestro amor había nacido de nuestro encuentro, como la belleza nació del encuentro de la luna con las aguas.
El amor quiere la posesión, pero no sabe lo que es la posesión. Si yo no soy mío, ¿cómo seré tuyo, o tú mía? Si no poseo mi propio ser, ¿cómo poseeré un ser ajeno? Si ya soy diferente de aquel al que soy idéntico, ¿cómo ser idéntico a aquel de quien soy diferente?
El amor es un misticismo que quiere ejercitarse, una imposibilidad que sólo es soñada como debiendo ser realizada.
Metafísico. Pero toda la vida es una metafísica a oscuras, con un rumor de dioses y el desconocimiento de la /derrota/ como única vía.
La peor astucia para conmigo de mi /decadencia/ es mi amor a la nostalgia y a la claridad. Siempre he creído que un cuerpo bello y el ritmo feliz de un andar joven tienen más competencia en el mundo que todos los sueños que hay en mí. Es con una alegría de la vejez por el espíritu como sigo a veces —sin envidia ni deseo— a las parejas ocasionales que la tarde junta y caminan del brazo hacia la conciencia /inconsciente/ de la juventud. Disfruto de ellos como disfruto de una verdad, sin pensar si tiene o no que ver conmigo. Si las comparo a mí, continúo disfrutándolas, pero como quien disfruta de una verdad que le hiere, uniendo al dolor de la herida la conciencia de haber comprendido a los dioses.
Soy lo contrario de los espiritualistas /simbolistas/, para quienes todo ser, y todo acontecimiento, es la sombra de una realidad de la que es sombra apenas. Cada cosa, para mí, es, en vez de un punto de llegada, un punto de partida. Para el ocultista, todo acaba en todo; todo empieza en todo para mí.
Procedo, como ellos, por analogía y sugestión, pero el jardincito que les sugiere el orden y la belleza del alma, a mí no me recuerda más que el jardín mayor donde pueda ser, lejos de los hombres, feliz la vida que no puede serlo. Cada cosa me sugiere, no la realidad de que es sombra, sino la realidad hacia la que es el camino.
El jardín de la Estrella, por la tarde, es para mí la sugestión de un parque antiguo, en los siglos de antes del desencanto del alma.
241
«Te quiero sólo para un sueño», dicen a la mujer amada, en versos que no envían, los que no se atreven a decirle nada. Este «te quiero sólo para un sueño» es un verso de un viejo poema mío. Registro el recuerdo con una sonrisa, y ni la sonrisa comento.
242
En mí, todos los afectos se pasan a la superficie, pero sinceramente. He sido actor siempre, y en serio. Siempre que amé, fingí que amé, y para mí mismo lo finjo.
243
CARTA PARA NO ENVIAR
La eximo de comparecer en mi idea de sí.
Su vida (…)
Esto no es mi amor; es sólo su vida.
La amo como al poniente o al claro de luna, con el deseo de que el momento permanezca, pero sin que sea mía en él más que la sensación de tenerlo.
244
¡Si nuestra vida fuese un eterno estar en la ventana, si así nos quedásemos, como humo parado, siempre, teniendo siempre al mismo instante de crepúsculo doloriendo[221] la curva de los montes! ¡Si nos quedásemos, así, más allá de siempre! ¡Si por lo menos, de este lado de la imposibilidad, pudiésemos así quedarnos, sin que cometiésemos una acción, sin que nuestros labios pálidos[222] pecasen más palabras!
¡Mira cómo va oscureciendo!… El sosiego /evidente/ de todo me llena de rabia, de algo que es el amargor en el sabor de la aspiración. Me duele el alma… Una mancha lenta de humo se eleva y se dispersa allá lejos… Un tedio inquieto me hace no pensar ya en ti…
¡Tan superfluo todo, nosotros y el mundo y el misterio de ambos!
245
ANTEROS[222 bis]
El amante visual
Tengo del amor profundo y de su uso provechoso un concepto superficial y decorativo. Estoy sujeto a pasiones visuales. Guardo intacto el corazón entregado a más irreales destinos.
No me acuerdo de haber amado sino el «cuadro» de alguien, lo puro exterior —en que el alma no entra más que para hacer ese exterior animado y vivo— y, así, diferente de los cuadros que hacen los pintores.
Amo así: fijo, por bella, atrayente o, de otro modo cualquiera, amable, una figura de mujer o de hombre —donde no hay deseo no hay preferencia de sexo— y esa figura me obceca, me cautiva, se apodera de mí. Sin embargo, no quiero más que verla, ni […] nada más […] que la facultad de llegar a conocer y a hablar a la persona real que esa figura aparentemente manifiesta.
Amo con la mirada, y no con la fantasía. Porque nada fantaseo de esa figura que me cautiva. No me imagino unido a ella de otra manera […] No me interesa saber qué es, qué hace, qué piensa la criatura que me da, para que lo vea, su aspecto exterior.
La inmensa serie de personas y de cosas que forma el mundo es para mí una galería interminable de cuadros, cuyo interior no me interesa. No me interesa porque el alma es monótona y siempre la misma en todo el mundo; diferentes apenas sus manifestaciones personales, y lo mejor de ella es lo que transborda hacia el sueño, hacia las maneras, hacia los gestos, y así entra en el cuadro que me cautiva […]
Así vivo, en visión pura, el exterior animado de las cosas y de los seres, indiferente, como un dios de otro mundo, al contenido: espíritu de ellos. Profundizo el ser propio en su extensión, y cuando anhelo la profundidad, es en mí y en mi concepto de las cosas donde la busco.
¿Qué puede darme el conocimiento personal de la criatura que así amo en décor? No una desilusión, porque, como en ella sólo amo el aspecto, y nada de ella fantaseo, su estupidez o mediocridad nada quita, porque yo no esperaba nada sino el aspecto que no tenía que esperar, y el aspecto persiste. Pero el conocimiento personal es nocivo porque es inútil, y lo inútil material es nocivo siempre. Saber el nombre de la criatura, ¿para qué? Y es la primera cosa de la que me entero cuando soy presentado a ella.
El conocimiento personal necesita ser, también, de libertad de contemplación, y que mi género de amar desea. No podemos mirar, contemplar en libertad a quien conocemos personalmente.
Lo que es superfluo es menos para el artista, porque, perturbándolo, disminuye el efecto.
Mi destino natural de contemplador indefinido y enamorado de las apariencias y de la manifestación de las cosas —objetivista de los sueños, amante visual de las formas y de los aspectos de la naturaleza— no es un caso de lo que los psiquiatras llaman onanismo psíquico, ni siquiera de lo que llaman erotomanía[223]. No fantaseo, como en el onanismo psíquico; no me figuro en sueños amante carnal, ni siquiera amigo de trato, de la criatura a la que miro o recuerdo: nada fantaseo de ella. Ni, como el erotómano, la idealizo y la transporto fuera de la esfera de la estética concreta: no quiero de ella, o pienso de ella, más que lo que me da a los ojos y a la memoria directa y pura de lo que los ojos han visto.
246
UNA CARTA
Hace un vago número de muchos meses que me ve mirarla, mirarla constantemente, siempre con la misma mirada insegura y solícita. Yo sé que se ha dado cuenta de ello. Y como se ha dado cuenta, debe haberle parecido extraño que esa mirada, no siendo propiamente tímida, nunca esbozase ningún significado. Siempre atenta, vaga y la misma, como si estuviese contenta de ser sólo la tristeza de eso… Nada más… Y dentro de su pensar en ello —sea cual sea el sentimiento con que ha pensado en mí—, debe haber escrutado mis posibles intenciones. Debe haberse explicado a sí misma, sin satisfacerse, que yo soy un tímido especial y original, o una especie cualquiera de algo emparentado con estar loco.
Yo no soy, Señora mía, en el hecho de mirarla, ni estrictamente un tímido, ni decididamente un loco. Soy otra cosa primera y diferente, como, sin esperanza de que me crea, le voy a exponer. Cuántas veces murmuraba a su ser soñado: Haz tu[224] deber de ánfora inútil, cumple tu menester de mera copa.
¡Con qué añoranza de la idea que he querido formarme de usted me he dado cuenta de que estaba casada! El día en que me di cuenta de esto fue trágico en mi vida. No tuve celos de su marido. Nunca he pensado si acaso[225] lo tendría. Tuve sencillamente añoranza de mi idea de usted. Si un día supiese este absurdo: que una mujer de un cuadro —sí, ésa— estaba casada, el mismo sería mi dolor.
¿Poseerla? Yo no sé cómo se hace eso. Y aunque tuviese sobre mi la mancha humana de saberlo, ¡qué infame no sería para mí mismo, qué insultador agente de mi propia grandeza, al pensar siquiera en igualarme a su marido!
¿Poseerla? Un día que acaso fuese sola por una calle oscura, un asaltante podría subyugarla y poseerla, podría incluso fecundarla y dejar detrás de sí ese rastro uterino. Si poseerla es poseer su cuerpo, ¿qué valor hay en ello?
¿Que no posee su alma?… ¿cómo se posee un alma? /Y puede haber uno, hábil y amoroso que posea esa «alma»./ (…) Que sea su marido ese… ¿Querría que yo descendiese a su nivel?
¡Cuántas horas he pasado en convivencia secreta con la idea de usted! ¡Nos hemos amado tanto dentro de mis sueños! Pero incluso ahí, yo se lo juro, nunca me he soñado poseyéndola. Soy un delicado y un casto incluso en mis sueños. Respeto hasta la idea de una mujer bella.
247
CARTA
Yo no sabría nunca cómo adecuar a mi alma para que lleve a mi cuerpo a poseer el suyo. Dentro de mí, incluso al pensar en esto, tropiezo con obstáculos que no veo, me enredo en telarañas que no sé lo que son. ¿Cuánto más no me sucedería si quisiese poseerla realmente?
Que yo —lo repito— sería incapaz de intentar hacerlo. Ni siquiera me adapto a soñarme haciéndolo.
Son éstas, Señora mía, las palabras que tengo que escribir al margen del significado de su mirada involuntariamente interrogadora. Es en este libro donde, primero, leerá esta carta para usted. Si no supiera que es para usted, me resignaré a que así sea. Escribo más para entretenerme que para decirle nada… Sólo las cartas comerciales van dirigidas. Todas las demás deben, por lo menos para el hombre superior, ser sólo de él para sí mismo.
Nada más tengo que decirle. Crea que la admiro todo lo que puedo. Me gustaría que pensase en mí a veces.
248
Dos veces, en aquella adolescencia mía que siento lejana y que, por así sentirla, me parece una cosa leída, un relato íntimo que me hiciesen, disfruté el dolor de la humillación de amar. Desde lo alto de hoy, mirando hacia atrás, hacia ese pasado, que ya no sé designar ni como lejano ni como reciente, creo que fue bueno que esa experiencia de la desilusión me sucediese tan pronto.
No fue nada, salvo lo que pasé conmigo. En el aspecto exterior del asunto íntimo, legiones humanas de hombres han pasado por las mismas torturas. Pero (…)
Demasiado pronto obtuve, mediante una experiencia, simultánea y conjunta, de la sensibilidad y de la inteligencia, la noción de que la vida de la imaginación, por mórbida que parezca, es sin embargo aquella que conviene a los temperamentos como el mío. Las ficciones de mi imaginación (posterior) pueden cansar, pero no duelen ni humillan. A las amantes imposibles les resulta también imposible la sonrisa falsa, el dolor del cariño, la astucia de las caricias. Nunca nos abandonan, ni de cualquier manera nos faltan.
249
Sólo una vez he sido verdaderamente amado. Simpatías, las he tenido siempre, y de todos. Ni al más ocasional le ha sido fácil ser grosero, o ser brusco, o hasta ser frío para conmigo. Algunas simpatías he tenido que, con mi ayuda, podría —por lo menos una vez— haber convertido en amor o afecto. Nunca he tenido la paciencia o atención del espíritu para siquiera desear emplear ese esfuerzo.
Al principio de observar esto en mí, creí —tanto nos desconocemos— que había en este caso de mi alma una razón de timidez. Pero después descubrí que no la había; había un tedio de las emociones, diferente del tedio de la vida, una impaciencia de unirme a cualquier sentimiento continuo, sobre todo cuando hubiese que unirlo a un esfuerzo continuado. ¿Para qué?, pensaba en mí lo que no piensa. Tengo la suficiente sutileza, el suficiente tacto psicológico para saber el «cómo»; el «cómo del cómo» siempre se me ha escapado. Mi flaqueza de voluntad ha comenzado siempre por ser una flaqueza del deseo de tener voluntad. Así me ha sucedido con las emociones como me sucede con la inteligencia, y con la misma voluntad, y con todo cuanto es vida.
Pero aquella vez en que una malicia de la oportunidad me hizo creer que amaba, y comprobar de veras que era amado, me quedé, primero, aturdido y confuso, como si me hubiera tocado un premio gordo en moneda inconvertible. Me quedé, después porque nadie es humano sin serlo, ligeramente envanecido; esta emoción, sin embargo, que parecería la más natural, pasó rápidamente. Vino a continuación un sentimiento difícil de definir, pero en el que sobresalían incómodamente las sensaciones de tedio, de humillación y de fatiga.
De tedio, como si el Destino me hubiese impuesto una tarea en trabajos nocturnos desconocidos. De tedio, como si un nuevo deber —el de una horrorosa reciprocidad— me fuese impuesto por la ironía de un privilegio, que yo me tendría todavía que fastidiar agradeciéndoselo al Destino. De tedio, como si no me bastase la monotonía inconsciente de la vida, para que se le superpusiera ahora la monotonía obligatoria de un sentimiento definido.
Y de humillación, sí, de humillación. Tardé en darme cuenta de a qué venía un sentimiento aparentemente tan poco justificado por su causa. El amor a ser amado debería haber aparecido en mí. Debería haberme envanecido de que alguien se fijase atentamente en mi existencia como ser amable. Pero, aparte el breve momento de verdadero envanecimiento, en que todavía no sé si el asombro tuvo más parte que la propia vanidad, la humillación fue la sensación que recibí de mí. Sentí que me era dada una especie de premio destinado a otro —premio, sí, valioso para quien naturalmente lo mereciese.
Pero fatiga, sobre todo fatiga: la fatiga que sobrepasa al tedio. Comprendí entonces una frase de Chateaubriand que siempre me había confundido por falta de experiencia de mí mismo. Dice Chateaubriand, figurándose en René que «le cansaba que le amasen» —on le fatiguait en l’aimant. Conocí, asombrado, que esto representaba una experiencia idéntica a la mía, y cuya verdad yo no tenía, en consecuencia, el derecho a negar.
¡La fatiga de ser amado, de ser amado de verdad! ¡La fatiga de ser el objeto del fardo de las emociones ajenas! Convertir a quien quisiera verse libre, siempre libre, en el mozo de cuerda de la responsabilidad de corresponder, de la decencia de no alejarse, para que no se suponga que se es príncipe en las emociones y se reniega lo máximo que un alma puede dar. ¡La fatiga [de] convertírsenos la existencia en algo absolutamente dependiente de una relación con un sentimiento ajeno! ¡La fatiga de, en todo caso, tener forzosamente que sentir, tener forzosamente, aunque sin reciprocidad, que amar también un poco!
Se fue de mí, como hasta mí vino, aquel episodio en la sombra. Hoy no queda nada de él, ni en mi inteligencia ni en mi emoción. No me trajo experiencia alguna que yo no pudiese haber deducido de las leyes de la vida humana cuyo conocimiento instintivo albergo en mí porque soy humano. No me dio ni un placer que recuerde con tristeza, ni un pesar que recuerde también con tristeza. Tengo la impresión de que fui una cosa que leí en algún sitio, un incidente acaecido a otro, novela de la que leí la mitad, y de la que faltó la otra mitad, sin que me importara que faltase, pues hasta donde la leía estaba bien y, aunque no tuviese sentido, tal era ya que no le podría dar sentido a la parte que faltaba, cualquiera fuese su enredo.
Me queda apenas una gratitud a quien me amó. Pero es una gratitud abstracta, asombrada, más de la inteligencia que de cualquier emoción. Siento pena de que alguien hubiese sentido pena por mi culpa; es de esto de lo que tengo pena, y no tengo pena de nada más.
No es natural que la vida me traiga otro encuentro con las emociones naturales. Casi deseo que aparezca para ver cómo siento esa segunda vez, después de haber pasado a través de todo un extenso análisis de la primera experiencia. Es posible que sienta menos; es también posible que sienta más. Si el Destino lo concede, que lo conceda. Por las emociones, siento curiosidad. Por los hechos, cualesquiera que vengan a ser, no siento ninguna curiosidad.
250
LA MUERTE DEL PRÍNCIPE
¿Por qué no será todo una verdad enteramente diferente, sin dioses, ni hombres, ni razones? ¿Por qué no ha de ser todo algo que ni siquiera podemos concebir que no concebimos: un misterio totalmente de otro mundo? ¿Por qué no hemos de ser nosotros —hombres, dioses y mundo— sueños que alguien sueña, pensamientos que alguien piensa, puestos siempre fuera de lo que existe? ¿Y por qué no ha de ser ese alguien que sueña o piensa alguien que no sueña ni piensa, súbdito él mismo del abismo y de la ficción? ¿Por qué no ha de ser todo otra-cosa, y ninguna cosa, y lo que no es la única cosa que existe? ¿En qué parte estoy que veo esto como algo que puede ser? ¿Por qué puente paso, que por debajo de mí, que estoy tan alto, están las luces de todas las ciudades del mundo y del otro mundo, y las nubes de las verdades deshechas que flotan encima y todas ellas buscan, como si buscasen lo que puede abarcarse?
Tengo miedo sin sueño, y estoy viendo sin saber lo que veo. Hay grandes planicies todo alrededor, y ríos a lo lejos, y montañas… Pero al mismo tiempo no hay nada de esto, y estoy con el principio de los dioses y con un gran horror de partir o de quedarme, y de dónde estar y de qué ser, Y también este cuarto donde te oigo mirarme es algo que conozco y que parece que veo; y todas estas cosas están juntas, y están separadas, y ninguna de ellas es lo que es otra cosa que estoy viendo si veo.
¿Para qué me han dado un reino que tener si no he de tener mejor reino que esta hora en que estoy entre lo que no he sido y lo que no seré?
5-10-1932.
251
He vivido, durante unas horas incógnitas, momentos sucesivos sin relación, en el paseo en que he ido, de noche, a la orilla solitaria del mar. Todos los pensamientos, que han hecho vivir a hombres, todas las emociones, que los hombres han dejado de vivir, han pasado por mi mente, como un resumen de la historia, en esta meditación mía andada a la orilla del mar.
He sufrido en mí, conmigo, las aspiraciones de todas las eras, y conmigo se han paseado, a la orilla oída del mar, los desasosiegos de todos los tiempos. Lo que los hombres quisieron y no hicieron, lo que mataron al hacerlo, lo que las almas fueron y nadie dijo: de todo esto se ha formado el alma sensible con que he paseado de noche a la orilla del mar. Y lo que los amantes extrañaron en el otro amante, lo que la mujer ocultó siempre al marido de quien es, lo que la madre piensa del hijo que no ha tenido, lo que tuvo forma solamente en una sonrisa o en una oportunidad, en un tiempo que no fue éste o en una emoción que falta —todo esto, en mi paseo a la orilla del mar, ha ido conmigo y ha vuelto conmigo, y las olas retorcían magnamente el acompañamiento que me hacía dormirlo.
Somos quienes no somos, y la vida es veloz y triste. El ruido de las olas por la noche es un ruido de la noche; ¡y cuántos lo han oído en su propia alma, como la esperanza constante que se deshace en la oscuridad como un ruido sordo de espuma profunda! ¡Qué lágrimas lloraron los que obtuvieron, qué lágrimas perdieron los que consiguieron! Y todo esto, durante el paseo a la orilla del mar, se me tornó el secreto de la noche y la confidencia del abismo. ¡Cuántos somos! ¡Cuántos nos engañamos! ¡Qué mares suenan en nosotros, en la noche de ser nosotros, por las playas que nos sentimos en los encharcamientos de la emoción!
Lo que se ha perdido, lo que se debería haber perdido, lo que se ha conseguido y ha satisfecho por error, lo que amamos y perdimos y, después de perderlo, vimos, amándolo por haberlo tenido, que no lo habíamos amado; lo que creíamos que pensábamos cuando sentíamos; lo que era un recuerdo y creíamos que era una emoción; y el mar en todo, llegando allá, rumoroso y fresco, del gran fondo de toda la noche, a agitarse fino en la playa, en el decurso nocturno de mi paseo a la orilla del mar…
¿Quién sabe siquiera lo que piensa, o lo que desea? ¿Quién sabe lo que es para sí mismo? ¡Cuántas cosas sugiere la música y nos sabe bien que no puedan ser! ¡Cuántas recuerda la noche y lloramos, y no han sido nunca! Como una voz suelta de la paz tumbada a lo largo, el enrollamiento de la ola estalla y se enfría y hay un salivar audible por la playa invisible.
¡Cuánto me muero si siento por todo! ¡Cuánto siento si así vagabundeo, incorpóreo y humano, con el corazón parado como una playa, y todo el mar de todo, en la noche que vivimos, batiendo alto, zumbón, y se enfría, en mi eterno paseo a la orilla del mar![226].
252
PASTORAL DE PEDRO[227]
No sé dónde te he visto ni cuándo. No sé si ha sido en un cuadro o si ha sido en el campo real, al lado de los árboles y hierbas contemporáneas del cuerpo; ha sido quizás en un cuadro, tan idílica y legible es la memoria que conservo de ti. No sé cuándo ha sucedido esto, o si realmente ha sucedido —porque puede ser que no te viese ni en un cuadro— pero sé con todo el sentimiento de mi inteligencia que ése ha sido el momento más sosegado de mi vida.
Venías, boyerita leve, al lado de un buey manso y enorme, calmosos por el trazo ancho de la carretera. Desde lejos —me parece— os vi, y llegasteis junto a mí y pasasteis. Pareciste no reparar en mi presencia. Ibas lenta y guardadora descuidada del buey grande. Tu mirada se había olvidado de recordar y tenía un gran claro de vida del alma; te había abandonado la conciencia de ti misma. En aquel momento no eras nada más que un (…)
Al verte, recordé que las ciudades cambian pero los campos son eternos. Llaman bíblicos a las piedras y a los montes porque son los mismos, del mismo modo que debieron ser los de los tiempos bíblicos.
Es en la silueta pasajera de tu figura anónima donde pongo toda la evocación de los campos, y toda la calma que nunca he tenido me llega al alma cuando pienso en ti. Tu andar tenía un balanceo leve, un ondular indefinible, /en cada gesto tuyo se posaba la idea de un ave[228]/—; tenías enredaderas invisibles enroscadas al (…) de tu busto. Tu silencio —era la caída de la tarde, y balaba un cansancio de rebaños, cencerreando, por las cuestas /pálidas/ de la hora—, tu silencio era el canto del último pastor que, por olvidado de una égloga nunca escrita por Virgilio, se quedó eternamente encantado, y se eterniza en los campos, silueta. Era posible que estuvieses sonriendo; para ti tan sólo, para tu alma, viéndote a ti en tu idea, sonriendo. Pero tus labios estaban tranquilos como el perfil de los montes; y el gesto, que no recuerdo, de tus manos rústicas enguirnaldado con flores de los campos.
Ha sido en un cuadro, sí, donde te he visto. ¿Pero de dónde me viene esta idea de que te vi acercarte y pasar a mi lado y yo seguir, sin volverme para atrás para estar viéndote siempre todavía? Se detiene el Tiempo para dejarte pasar, y yo te amo cuando quiero colocarte en la vida —o en la semejanza de la vida.
253
Siempre habrá lucha en este mundo, sin decisión ni victoria, entre el que ama lo que no hay porque existe, y el que ama lo que hay porque no existe. Siempre, siempre, existirá el abismo entre el que reniega de lo mortal porque es mortal y el que ama lo mortal porque desearía que nunca muriese. Me veo aquel que fui en la infancia, en aquel momento en que mi barco regalado se volcó en el estanque de la quinta, y no hay filosofías que substituyan a aquel momento, ni razones que me expliquen por qué sucedió. Me acuerdo, y vivo; ¿qué vida mejor tienes tú para darme?
—Ninguna, ninguna, porque yo también recuerdo.
¡Ah, me acuerdo bien! Era en la quinta antigua y a la hora de la velada; después de coser y hacer punto, llegaba el té, y las tostadas, y el sueño bueno que yo había de dormir. Dame esto otra vez, tal cual era, con el reloj tictaqueando al fondo, y guárdate para ti todos los Dioses. ¿Qué es para mí un Olimpo que no me sabe a las tostadas del pasado? ¿Qué tengo yo que ver con unos dioses que no tienen mi reloj antiguo?
Tal vez todo sea símbolo y sombra, pero no me gustan los símbolos y no me gustan las sombras. Restitúyeme el pasado y guárdate la verdad. Dame otra vez la infancia y llévate contigo a Dios.
—¡Tus símbolos! Si lloro de noche, como un niño que tiene miedo, ninguno de tus símbolos viene a acariciarme el hombro y a arrullarme hasta que me duerma. Si me pierdo en el camino, tú no tienes una Virgen María mejor que venga a cogerme de la mano. Me dan frío tus trascendencias. Quiero un hogar en el Más Allá. ¿Crees que alguien tiene en el alma sed de metafísicas o de misterios o de altas verdades?
—¿De qué es de lo que se tiene sed en esa alma?
—De algo como todo lo que ha sido nuestra infancia. De los juguetes muertos, de las tías viejas idas. Esas cosas son las que son la realidad, aunque se hayan muerto. ¿Qué tiene que ver conmigo lo Inefable?
—Una cosa… ¿Has tenido unas tías viejas, y una quinta antigua y un té y un reloj?
—No lo he tenido. Me gustaría haberlo tenido. ¿Y tú has vivido a la orilla del mar?
—Nunca. ¿No lo sabías?
—Lo sabía, pero creía. ¿Por qué no creer en lo que se supone?
—¿No sabes que éste es un diálogo en el jardín del Palacio, un interludio lunar, una función en la que nos entretenemos mientras las horas pasan para los demás?
—Claro que sí, pero yo estoy razonando…
—Está bien: yo no. El raciocinio es la peor especie del sueño, porque es la que nos transporta al sueño la regularidad de la vida que no existe, es decir, es doblemente nada.
—¿Pero qué quiere decir eso?
(Poniéndole la mano en el otro hombro, y envolviéndole en un abrazo). —Ay, hijo mío, ¿qué quiere decir nada?
254
Todos los días suceden en el mundo cosas que no se explican por las leyes que conocemos de las cosas. Todos los días, habladas durante un momento, se olvidan, y el mismo misterio que las ha traído se las lleva, convirtiéndose el secreto en olvido. Tal es la ley de lo que tiene que ser olvidado porque no puede ser explicado. A la luz del sol, continúa siendo normal el mundo visible. El ajeno nos acecha desde la sombra.
255
¿Dónde está Dios, aunque no exista? Quiero rezar y llorar, arrepentirme de crímenes que no he cometido, disfrutar de ser perdonado por una caricia no propiamente maternal.
Un regazo para llorar, pero un regazo enorme, sin forma, espacioso como una noche de verano, y sin embargo cercano, caliente, femenino, al lado de cualquier fuego… Poder llorar allí cosas impensables, faltas que no sé cuales son, ternuras de cosas inexistentes, y grandes dudas crispadas de no sé qué futuro…
Una infancia nueva, un ama vieja otra vez, y una cama pequeña donde acabe por dormirme, entre cuentos que arrullan, mal oídos, con una atención que se pone tibia, de rayos que penetraban en jóvenes cabellos rubios como el trigo… Y todo esto muy grande, muy eterno, definitivo para siempre, de la estatura única de Dios, allá en el fondo triste y somnoliento de la realidad última de las cosas…
Un regazo o una cuna o un brazo caliente alrededor de mi cuello… Una voz que canta bajo y parece querer hacerme llorar… El ruido de la lumbre en el hogar… Un calor en el invierno… Un extravío suave[229] de mi conciencia… Y después, sin ruido, un sueño tranquilo en un espacio enorme, como la luna rodando entre estrellas…
Cuando pongo aparte mis […] y coloco en un rincón, con un cuidado lleno de cariño —con ganas de darles besos— mis juguetes, las palabras, las imágenes, las frases —¡me quedo tan pequeño y tan inofensivo, tan solo en un cuarto tan grande y tan triste, tan profundamente triste!…
Después de todo, ¿quién soy yo cuando no juego? Un pobre huérfano abandonado en las calles de las sensaciones, tiritando de frío en las esquinas de la Realidad, teniendo que dormir en los escalones de la Tristeza y que comer el pan regalado de la Fantasía. De un padre sé el nombre; me han dicho que se llama Dios, pero el nombre no me da idea de nada. A veces, de noche, cuando me siento solo, le llamo y lloro, y me hago una idea de él a la que poder amar… Pero después pienso que no le conozco, que quizá no sea así, que quizá no sea nunca ese padre de mi alma…
¿Cuándo se terminará todo esto, estas calles por las que arrastro mi miseria, y estos escalones donde encojo mi frío y siento las manos de la noche entre mis harapos? Si un día viniese Dios a buscarme y me llevase a su casa y me diese calor y afecto… A veces pienso esto y lloro con alegría al pensar que puedo pensarlo… Pero el viento se arrastra por la calle y las hojas caen en la acera… Alzo los ojos y veo las estrellas que no tienen ningún sentido… Y de todo esto apenas quedo yo, un pobre niño abandonado, que ningún Amor quiso por hijo adoptivo, ni ninguna Amistad por compañero de juegos.
Tengo mucho frío. Estoy tan cansado en mi abandono. Ve a buscar, oh Viento, a mi Madre. Llévame por la Noche a la casa que no he conocido… Vuelve a darme, oh Silencio […], mi alma y mi cuna y mi canción con que me dormía.
256
Nunca duermo: vivo y sueño o mejor dicho, sueño en vida y al dormir, que también es vida. No hay interrupción en mi conciencia: siento lo que me rodea si todavía no duermo, o si no duermo bien; entro luego a soñar desde que duermo de verdad. Así, lo que soy es un perpetuo desenrollarse de imágenes, conexas o inconexas, que fingen siempre que son exteriores, unas situadas entre los hombres y la luz si estoy despierto, otras situadas entre los fantasmas y la sin-luz que se ve, si estoy durmiendo. Verdaderamente, no sé cómo distinguir una cosa de la otra, ni oso afirmar si no duermo cuando estoy despierto, si no estoy despertando cuando duermo.
La vida es un ovillo que alguien ha enmarañado. Hay un sentido en ella, si estuviera desenrollada y puesta a lo largo, o bien enrollada. Pero, tal como está, es un problema sin ovillo propio, un embrollarse sin donde.
Siento esto, que después escribiré, puesto que ya voy soñando las frases a decir, cuando, a través de la noche de medio-dormir, siento, juntamente con los paisajes de sueños vagos, el ruido de la lluvia allá fuera, haciéndomelos más vagos todavía. Son adivinos de lo vacuo, trémulos de abismo, y a través de ellos resbala, inútil, el plañir exterior de la lluvia constante, minucia abundante del paisaje del oído. ¿Esperanza? Nada. Del cielo invisible baja en son de duelo agua que un viento alza. Continúo durmiendo.
Era, sin duda, en las alamedas del parque donde sucedió la tragedia de que ha resultado la vida. Eran dos y bellos y deseaban ser otra cosa; el amor se les retrasaba en el tedio del futuro, y la nostalgia de lo que habría de ser venía ya siendo hija del amor que no habían disfrutado. Así, al claro de luna de los bosques cercanos, pues a través de ellos se filtraba la luna, se paseaban, de la mano, sin deseos ni esperanzas, a través del desierto propio de los paseos abandonados. Eran completamente niños, pues no lo eran de verdad. De paseo en paseo, siluetas entre árbol y árbol, recorrían sin papel recortado aquel escenario de nadie. Y así desaparecieron por el lado de los estanques, cada vez más juntos y separados, y el ruido de la vaga lluvia que cesa es el de los surtidores de hacia donde iban. Soy el amor que disfrutaron y por eso lo sé oír en la noche en que no duermo, y también sé vivir desgraciado.
2-5-1932.
257
Tener un puro caro y los ojos cerrados es ser rico.
Como quien visita un lugar donde ha pasado la juventud, consigo, con un cigarro barato, regresar entero al lugar de mi vida en que mi costumbre era fumarlos. Y a través del sabor leve del humo todo lo pasado /me revive/.
Otras veces será cierto dulce. Un simple bombón de chocolate me destroza a veces los nervios con el exceso de recuerdos que los estremece. ¡La infancia! Y entre mis dientes que se clavan en la masa oscura y blanda, parto y /saboreo/ mis humildes felicidades de compañero alegre del soldado de plomo, del caballero congruente con la caña casual que era mi caballo. Me suben las lágrimas a los ojos y se mezcla con el olor a chocolate mi sabor a mi felicidad pasada, mi infancia ida, y pertenezco voluptuosamente a la suavidad de mi dolor.
No por sencillo es menos solemne este ritual mío del paladar.
Pero es el humo del cigarro el que más espiritualmente me reconstruye momentos pasados. Apenas roza mi conciencia de tener paladar. Por eso más […] me evoca las horas que he muerto, más lejanas las hace presentes, más nebulosas cuando me envuelven, más etéreas cuando las materializo. Un cigarro mentolado, un puro trivial, embriagan de familiaridad algunos momentos míos. Con qué sutil plausibilidad de sabor-aroma reconstruyo los escenarios y presto otra vez las […] de un pasado, tan siglo dieciocho siempre debido al alejamiento malicioso y cansado, tan medievales siempre debido a lo inevitablemente perdido.
¿1914?
258
Es la última muerte del Capitán Nemo. En breve, moriré también.
Ha sido toda mi infancia pasada la que en este momento ha quedado privada de poder durar.
(transformation of Sherlock Holmes article)
should it be done?[230]
259
Como hay quien trabaja por tedio, escribo a veces por no tener qué decir. El devaneo en que naturalmente se pierde quien no piensa, me pierdo yo en él por escrito, pues sé soñar en prosa. Y hay mucho sentimiento sincero, mucha emoción legítima que saco de no estar sintiendo.
Hay momentos en que la vacuidad de sentirse vivir llega a tener el espesor de algo positivo. En los grandes hombres de acción, que son los santos, puesto que actúan con la emoción entera y no sólo con parte de ella, este sentimiento de que la vida no es nada conduce al infinito. Se enguirnaldan de noche y de astros, se ungen de silencio y de soledad. En los grandes hombres de inacción, a cuyo número humildemente pertenezco, el mismo sentimiento conduce a lo infinitesimal; se estiran las sensaciones, como elásticos, para ver los poros de su falsa continuidad floja.
Y unos y otros, en estos momentos, aman al sueño, como el hombre vulgar que no actúa ni deja actuar, mero reflejo de la existencia genérica de la especie humana. Sueño es la fusión con Dios, el Nirvana, sea en las definiciones lo que fuese; sueño es el análisis lento de las sensaciones, sea usado como una ciencia atómica del alma, sea dormido como una música de la voluntad, anagrama lento de la monotonía.
Escribo demorándome en las palabras, como por escaparates donde no veo, y son medio-sentidos, casi-expresiones lo que me queda, como colores de tejidos que no he visto lo que son, armonías exhibidas compuestas de no sé qué objetos. Escribo arrullándome, como una madre loca a un hijo muerto.
Me encontré en este mundo cierto día, que no sé cuál fue, y hasta allí, desde que evidentemente nací, había vivido sin sentir. Si pregunté dónde estaba, todos me engañaron, y todos se contradecían. Si pedí que me dijesen lo que haría, todos me hablaron con falsedad, y cada uno me dijo una cosa suya. Si, de no saber, me paré en el camino, todos se pasmaron de que no siguiese hacia donde nadie sabía lo que había, o no me volviese para atrás —yo, que, despierto en la encrucijada, no sabía de dónde había venido. Vi que estaba en escena y no sabía el papel que los demás recitaban en seguida, sin saberlo tampoco. Vi que estaba vestido de paje, y no me habían dado la reina, y me culpaban de no tenerla. Vi que tenía en las manos el mensaje que entregar, y cuando les dije que el papel estaba en blanco, se rieron de mí. Y todavía no sé si se rieron porque todos los papeles estaban en blanco o porque todos los mensajes se adivinan.
Por fin, me senté en la piedra de la encrucijada como al hogar que me ha faltado. Y empecé, a solas conmigo, a hacer barcos de papel con la mentira que me habían dado. Nadie quiso creerme, ni por mentiroso, y no tenía yo un lago con el que probar la verdad.
Palabras ociosas, perdidas, metáforas sueltas, que una vaga angustia encadena a sombras… Vestigios de mejores horas, vividas no sé dónde en alamedas… Lámpara apagada cuyo oro brilla en la oscuridad por la memoria de la extinguida luz… Palabras dadas, no al viento, sino al suelo, dejadas ir por los dedos sin avaricia, como hojas secas que en ellos hubiesen caído de un árbol invisiblemente infinito… Nostalgia de los estanques de las quintas ajenas… Ternura de lo nunca sucedido…
¡Vivir! ¡Vivir! Y la sospecha al menos, de si acaso en el lecho de Proserpina habría de dormirme[231] bien.
10-3-1931.
260
Releo en una de estas somnolencias sin sueño, en que nos entretenemos inteligentemente sin la inteligencia, algunas de las páginas que formarán, todas juntas, mi libro de impresiones sin nexo. Y de ellas me sube, como un olor de cosa conocida, una impresión desierta de monotonía. Siento que, incluso al decir que soy siempre diferente, he dicho siempre lo mismo; que soy más análogo a mí mismo que lo que querría confesar; que, a fin de cuentas, no he tenido la alegría de ganar ni la emoción de perder. Soy una ausencia de saldo de mí mismo, sin[232] un equilibrio involuntario que me desola y debilita.
Todo cuanto he escrito es pardo. Se diría que mi vida, incluso la mental, es[233] un día de lluvia lenta, en que todo es desacontecimiento y penumbra, privilegio vacío y razón olvidada. Me desolo a seda rota. Me desconozco a luz y tedio.
Mi esfuerzo humilde, de siquiera decir quién soy, de registrar, como una máquina de nervios, las impresiones mínimas de mi vida subjetiva y aguda, todo esto se me ha vaciado como un balde en el que hubiesen tropezado, y se derramó por la tierra como el agua de todo. Me he fabricado con pinturas falsas, he resultado a imperio de trampa. Mi corazón, a quien fié los grandes acontecimientos de la prosa vivida, me parece hoy, escrito en la distancia de estas páginas releídas con otra alma, una bomba de huerto de provincias, instalada por instinto y maniobrada por servicio. He naufragado sin tormenta en un mar en el que se puede estar de pie.
Y pregunto a lo que me queda de consciente en esta serie confusa de intervalos entre cosas que no existen, de qué me ha servido llenar tantas páginas de frases en las que he creído como mías, de emociones que he sentido como pensadas, de banderas y pendones que son, al final, papeles pegados con saliva por la hija del mendigo debajo de los aleros.
Pregunto a lo que me queda de mí a qué vienen estas páginas inútiles, consagradas a la basura y al extravío, perdidas antes de ser entre los papeles rotos del Destino.
Pregunto y prosigo. Escribo la pregunta, la envuelvo en nuevas frases, desmadejada de nuevas emociones[234]. Y mañana volveré a escribir, en la secuencia de mi libro estúpido, las impresiones diarias de mi desconvencimiento con frío.
Sigan, tales como son. Jugado el dominó, y ganado el juego, o perdido, las fichas se ponen bocabajo y el juego terminado es negro.
261
y los crisantemos debilitan su vida exhausta en jardines apenumbrados de encerrarlos.
la lujuria japonesa de tener evidentemente sólo dos dimensiones.
la existencia en colores[235] sobre transparencias empañadas de las figuras japonesas de las tazas.
una mesa puesta para un té discreto —mero pretexto para conversaciones completamente inútiles— ha tenido siempre para mí algo de ente e individualidad con alma. ¡Forma, como un organismo, un todo sintético! Que no es la pura suma de las partes (que lo componen)[236].
262
Nunca dejo saber a mis sentimientos lo que voy a hacerles sentir… Juego con mis sensaciones como una princesa llena de tedio con sus grandes gatos prontos y crueles…
Cierro súbitamente puertas, dentro de mí, por donde ciertas sensaciones iban a pasar para realizarse. Retiro bruscamente de su camino los objetos espirituales que les van a marcar ciertos gestos.
Pequeñas frases sin sentido, metidas en las conversaciones que suponemos estar manteniendo, afirmaciones absurdas hechas con […] de otras que ya no significan nada de por sí.
—Su mirada tiene algo de música tocada a bordo de un barco, en la mitad misteriosa de un río con florestas en la margen opuesta…
—No diga que es fría una noche de luna. Abomino las noches de luna… Hay quien suele realmente tocar música las noches de luna…
—Eso también es posible… Y es lamentable, claro está… Pero su mirada tiene realmente el deseo de ser nostálgica de algo… Le falta el sentimiento que expresa… Encuentro en la falsedad de su expresión una cantidad de ilusiones que he tenido…
—Crea que siento a veces lo que digo, y hasta, a pesar de ser mujer, lo que digo con la mirada…
—¿No está siendo cruel para consigo misma? ¿Sentimos realmente lo que pensamos que estamos sintiendo? Esta conversación nuestra, por ejemplo, ¿tiene visos de realidad? No los tiene. En una novela no sería admitida.
—Con mucha razón… Yo no tengo la absoluta seguridad de estar hablando con usted, fíjese… A pesar de ser mujer, me he impuesto el deber de ser estampa de un libro de impresiones de un dibujante loco… Tengo en mí detalles exageradamente claros… Da un poco, lo sé bien, la impresión de una realidad excesiva y un poco forzada… Me parece que la única cosa digna de una mujer contemporánea es este ideal de ser una estampa. Cuando yo era niña creía ser la reina de un naipe cualquiera de una baraja antigua que había en mi casa… Encontraba ese oficio de una heráldica realmente compasiva… Pero cuando se es niño, se tienen aspiraciones morales de éstas… Sólo después, en la edad en que todas nuestras aspiraciones son inmorales, es cuando pensamos en eso en serio…
—Yo, como nunca les hablo a los niños, creo en su instinto artístico… Sabe, mientras estoy hablando, ahora mismo, estoy queriendo penetrar el íntimo sentido de esas cosas que me estaba diciendo… ¿Me perdona?
—No del todo… Nunca se debe invadir los sentimientos que los demás fingen que tienen.
Son siempre demasiado íntimos… Crea que me duele realmente estar haciéndole estas confidencias íntimas que, si bien todas ellas son falsas, representan verdaderos jirones de mi pobre alma… En el fondo, créame, lo que somos de más doloroso es lo que no somos realmente, y nuestras mayores tragedias suceden en la idea que nos hacemos de nosotros[237].
—Eso es tan verdadero… ¿Para qué decirlo? Me ha ofendido. ¿Por qué privar a nuestra conversación de su irrealidad constante? Así es casi una conversación posible, mantenida junto a una mesa de té, entre una mujer linda y un imaginador de sensaciones.
—Sí, sí… Ahora me toca a mí pedir perdón… Pero mire que yo estaba distraída y no me di cuenta en realidad de que había dicho una cosa justa… Cambiemos de asunto… ¡Qué tarde que es siempre! No vuelva a enfadarse… Mire que esta frase mía no tiene absolutamente ningún sentido…
—No me pida disculpas, no se fije en que estamos hablando… Toda buena conversación debe ser un monólogo de dos… Debemos, al final, no poder tener la seguridad de si hemos conversado realmente con alguien o si hemos imaginado totalmente la conversación… Las mejores y más íntimas conversaciones, y sobre todo las menos moralmente instintivas, son aquellas que los novelistas mantienen entre dos personajes de sus novelas… Por ejemplo…
—¡Por el amor de Dios! Seguro que no iba a citarme un ejemplo… Eso sólo se hace en las gramáticas; no sé si recuerda que hasta nunca los leemos.
—¿Ha leído alguna vez una gramática?
—Yo, nunca. Siempre he tenido una aversión profunda a saber cómo se dicen las cosas… Mi única simpatía, en las gramáticas, era para las excepciones y para los pleonasmos… Escapar a las reglas y decir cosas inútiles resume bien la actitud esencialmente moderna. ¿No es así como se dice?
—Absolutamente… Lo más antipático que hay en las gramáticas (¿ya se ha fijado en la deliciosa imposibilidad[238] de que estemos hablando de este asunto?), lo más antipático que hay en las gramáticas es el verbo, los verbos… Son las palabras que dan sentido a las frases… Una frase decente debe poder tener siempre varios sentidos… ¡Los verbos! Un amigo mío que se suicidó —cada vez que mantengo una conversación un poco larga suicido a un amigo— había tratado de dedicar toda su vida a destruir los verbos…
—(¿Por qué se suicidó?)
—Espere, todavía no lo sé… Pretendía descubrir y fijar la manera de no completar las frases sin parecer hacerlo. Solía decirme que buscaba el microbio de la significación… Se suicidó, claro está, porque un día se dio cuenta de la responsabilidad enorme que iba a echarse encima. La importancia del problema acabó con su cerebro… Un revólver…
—Ah, no… Eso de ninguna manera… ¿No ve que no podía ser un revólver?…
Un hombre de esos nunca se pega un tiro en la cabeza… Usted se entiende poco con los amigos que nunca ha tenido… Es un defecto grande, ¿sabe?… Mi mejor amiga: una chica deliciosa que yo he inventado.
—¿Se llevan bien?
—Hasta donde es posible… Pero esa chica, no se imagina, (…)
Las dos criaturas que estaban a la mesa de té no mantuvieron con seguridad esta conversación. Pero estaban tan arregladas y bien vestidas que era una pena que no hablasen así… Por eso he escrito esta conversación para que la hayan tenido… Sus actitudes, sus pequeños gestos, sus niñerías de miradas y sonrisas en los momentos de la conversación que ambos mantuvimos[239] en el sentimiento de existir dijeron claramente lo que falsamente finjo que respondo[240]… Cuando un día vayan ambos, y sin duda casados, cada uno para su lado […] si por acaso mirasen estas páginas, crea que reconocerán lo que nunca dijeron y que no dejarán de estarme agradecidos por haber interpretado tan bien, no sólo lo que realmente son, sino lo que nunca desearon ser ni sabían que eran…
Si me leen, crean que fue esto lo que realmente dijeron. En la conversación aparente que escucharon el uno al otro faltaban tantas cosas que (…) —faltó el perfume del momento, el aroma del té, la significación para el asunto del ramo de (…) que ella llevaba al pecho… Todo eso, que así formó parte de su conversación, se olvidan de decirlo… Pero todo esto estaba allí y lo que yo hago es, más que un trabajo literario, un trabajo de historiador. Reconstruyo completando… y eso me servirá de disculpa, con ellos, de haber estado escuchándoles tan atentamente lo que no decían y no querían decir.
263
[Las] sens[aciones] nacen analizadas.
Afinamiento entre la sensación y la c[onciencia] de ella, no entre la sens[ación] y el «hecho».
Regla de vida: someterse a todo servil[mente]. El matrimonio[241], bueno por artificial. —El artificio y lo absurdo es el signo de lo /humano/.
264
Cuando vivimos constantemente en lo abstracto —ya sea lo abstracto del pensamiento, ya sea lo de la sensación pensada—, no tardan, contra nuestro mismo pensamiento o deseo, en volvérsenos fantasmas las cosas de la vida real que, de acuerdo con nosotros mismos, más deberíamos sentir.
Por más amigo, y verdaderamente amigo, que yo sea de alguien, el saber que está enfermo, o que ha muerto, no me produce más que una impresión vaga, incierta, apagada, que me avergüenzo de sentir. Sólo la visión directa del caso, su paisaje, me produciría emoción. A fuerza de vivir de imaginar, se gasta el poder de imaginar, sobre todo el de imaginar lo real. Viviendo mentalmente de lo que no existe ni puede existir, acabamos por no poder pensar en lo que puede existir.
Me han dicho hoy que había ingresado en el hospital, para ser operado, un viejo amigo mío al que no veo hace mucho tiempo, pero al que sinceramente recuerdo siempre con lo que supongo que es nostalgia. La única sensación positiva y clara que he tenido ha sido la del fastidio que forzosamente me produciría tener que ir a visitarlo, con la alternativa irónica de, no teniendo paciencia para hacer la visita, arrepentirme de no haberla hecho.
Nada más… De tanto andar con sombras, yo mismo me he convertido en una sombra —en lo que pienso, en lo que siento, en lo que soy. La añoranza de lo normal que nunca he sido entra pues en la substancia de mi ser. Pero es sin embargo esto, y sólo esto, lo que siento. No me da propiamente pena del amigo que va a ser operado. No me da propiamente pena de todas las personas que van a ser operadas, de todos cuantos sufren y padecen en este mundo. Siento pena, tan sólo, de no saber ser quien sintiese pena.
Y, en un momento, estoy pensando en otra cosa, inevitablemente, debido a un impulso que no sé lo que es. Y entonces, como si estuviese delirando, se me mezcla con lo que no he llegado a sentir, con lo que he podido ser, un rumor de árboles, un ruido de agua que corre hacia los estanques, una quinta inexistente… Me esfuerzo por sentir, pero ya no sé cómo se siente. Me he vuelto la sombra de mí mismo, a la que entregase mi ser. Al contrario de aquel señor Peter Schlemil del cuento alemán[242], no he vendido mi sombra al diablo, sino mi substancia. Sufro de no sufrir. ¿Vivo o finjo que vivo? ¿Duermo o estoy despierto? Una vaga brisa, que sale fresca del calor del día, me hace olvidarlo todo. Me pesan los párpados agradablemente… Siento que este mismo sol dora los campos en los que no estoy y en los que no quiero estar… De en medio de los ruidos de la ciudad sale un gran silencio… ¡Qué suave! ¡Pero qué suave, quizá, si yo pudiese sentir![243].
19-6-1934.
265
Una de las grandes tragedias de mi vida —aunque de esas tragedias que suceden en la sombra y en el subterfugio— es la de no poder sentir nada naturalmente. Soy capaz de amar y odiar, como todos, de, como todos, desconfiar y entusiasmarme; pero ni mi amor, ni mi odio, ni mi recelo, ni mi entusiasmo son exactamente esas cosas que son. O les falta algún elemento o les sobra alguno. La verdad es que son cualquier otra cosa, y lo que siento no se ajusta a la vida.
En los espíritus llamados calculadores —y la palabra está muy bien traída—, los sentimientos sufren la delimitación del cálculo, del escrúpulo egoísta, y parecen otros. En los espíritus propiamente escrupulosos, se nota la misma dislocación de los instintos naturales. En mí se nota la misma perturbación de la conveniencia del sentimiento, pero no soy calculador, ni soy escrupuloso. No tengo disculpa para sentir mal. Por instinto, desnaturalizo los instintos. Sin querer, quiero equivocadamente.
266
La vida puede ser sentida como una náusea en el estómago; la existencia de la propia alma, como una molestia muscular. La desolación del espíritu, cuando se la siente agudamente, produce mareas, desde lejos, en el cuerpo, y duele por delegación.
Soy consciente de mí en un día en que el dolor de ser consciente es, como dice el poeta,
languidez, mareo
y angustioso afán[244].
16-7-1930.
267
Pienso a veces con una satisfacción (en bisección) en la posibilidad futura de una geografía de nuestra conciencia de nosotros mismos. A mi modo de ver, el historiador futuro de nuestras propias sensaciones podrá quizá reducir a una ciencia exacta su actitud para con su conciencia de su propia alma. De momento, estamos en el principio de este arte difícil —arte todavía; química de las sensaciones en su estado alquímico por ahora. Este científico de pasado mañana sentirá un escrúpulo especial por su propia vida interior. Creará de sí mismo el instrumento de precisión para reducirla a analizada. No veo dificultad esencial en fabricar un instrumento de precisión, para uso autoanalítico, con aceros y bronces sólo del pensamiento. Me refiero a aceros y bronces realmente aceros y bronces, pero del espíritu. Y tal vez así mismo deba ser construido. Será quizá preciso concertar la idea de un instrumento de precisión, viendo materialmente esa idea, para poder proceder a un riguroso análisis íntimo. Y naturalmente será necesario reducir también el espíritu a una especie de materia real con una especie de espacio en el que existe. Depende todo esto del aguzamiento extremo de nuestras sensaciones interiores, que llevados hasta donde pueden ser, sin duda revelarán, o crearán, en nosotros un espacio real como el espacio que existe donde están las cosas de la materia, y que, además, es irreal como cosa.
Ni siquiera sé si este espacio interior no será tan sólo una nueva dimensión del otro. Tal vez la investigación científica del futuro venga a descubrir que todo son dimensiones del mismo espacio, ni material ni espiritual por eso. En una dimensión viviremos como cuerpo; en otra viviremos como alma. Y hay quizás otras dimensiones donde vivimos otras cosas igualmente reales de nosotros. Me gusta a veces dejarme poseer por la meditación inútil del punto hasta donde esta investigación puede llevar.
Tal vez se descubra que aquello a lo que llamamos Dios, y que tan patentemente está en otro plano que no la lógica o la realidad espacial y temporal, es un modo nuestro de existencia, una sensación de nosotros mismos en otra dimensión del ser. Esto no me parece imposible. Los sueños también serán tal vez o también otra dimensión en que vivimos, o un cruce de dos dimensiones; como un cuerpo vive en la altura, en la anchura y en la longitud, nuestros sueños, quién sabe, vivirán en lo ideal, en el yo y en el espacio. En el espacio, por su representación visible; en lo ideal, por su presentación de otro género que la de la materia; en el yo, por su íntima dimensión de nuestros. El propio Yo, el de cada uno de nosotros, es quizás una dimensión divina. Todo es complicado y a su tiempo, sin duda, será aclarado. Los soñadores actuales son tal vez los grandes precursores de la ciencia final del futuro. Pero eso no viene al caso.
Hago a veces metafísica de éstas, con la atención escrupulosa y respetuosa de quien trabaja de veras y hace ciencia. Ya he dicho que hasta es posible que esté haciéndola realmente. Lo esencial es que yo no me enorgullezca mucho de esto, dado que el orgullo es perjudicial para la exacta imparcialidad de la precisión científica.
268
Las cosas más sencillas, más verdaderamente sencillas, que nada puede convertir en semi-sencillas, me las torna complicadas el vivirlas. Dar a alguien los buenos días me intimida a veces. Se me seca la voz, como si hubiese una audacia extraña en decir esas palabras en voz alta. Es una especie de pudor de existir —/¡no tiene otro nombre!/
El análisis temperamental[245] de nuestras sensaciones crea un modo nuevo de sentir que parece artificial a quien analiza sólo con la inteligencia, y no con la propia sensación.
Toda la vida he sido fútil metafísicamente, serio jugando. Nada he hecho en serio, por más que quisiese. Se ha divertido conmigo, en mí, un destino /mordaz/[246].
¡Tener sensaciones de etamina, o de seda, o de brocado! ¡Tener emociones descriptibles de esta manera! ¡Tener emociones descriptibles!
Sube por mí, en el alma, un arrepentimiento que es un Dios por todo, una pasión sorda de lágrimas por la condenación de los sueños en la carne de quienes los soñaron… Y odio sin odio a todos los poetas que han escrito versos, /a todos los idealistas que han hecho ver su ideal, a todos los que han conseguido lo que querían/.
Vagabundeo indefinidamente por las calles tranquilas, ando hasta cansar al cuerpo de[247] acuerdo con el alma, me duele hasta ese extremo del dolor conocido que experimenta un gozo en sentirse, una compasión maternal por sí mismo, que es musicada e indefinible.
¡Dormir! ¡Adormecerse! ¡Tranquilizarse! ¡Ser una conciencia abstracta de respirar sosegadamente, sin mundo, sin astros, sin alma —mar muerto de emoción que refleja una ausencia de estrellas!
269
… como un náufrago ahogándose a la vista de islas maravillosas, en aquellos mismos mares dorados de violeta de los que en lechos remotos había verdaderamente soñado.
Supongo que sea lo que llaman un decadente que haya en mí, como definición exterior de mi espíritu, esos centelleos tristes de una extrañeza postiza que incorporan en palabras inesperadas un alma ansiosa y malabar[248]. Siento que soy así y que soy absurdo. Por eso busco, mediante una imitación de una hipótesis de los clásicos, figurar por lo menos en una matemática expresiva las sensaciones decorativas de mi alma substituida. A cierta altura de la cogitación escrita, ya no sé dónde tengo el centro de la atención —si en las sensaciones dispersas que procuro describir, como tapicerías desconocidas, si en las palabras con que, queriendo describir la propia descripción, me embreño, me descamino y veo otras cosas. Se forman en mí asociaciones de ideas, de imágenes, de palabras —todo lúcido y difuso—, y tanto estoy diciendo lo que siento como lo que supongo que siento; ni distingo lo que el alma sugiere de lo que las imágenes, que el alma ha dejado caer, me enfloran en el suelo, ni, incluso, si un sonido de palabra bárbara, o un ritmo de frase interpuesta, no me sacan del asunto ya confuso, de la sensación ya en vivero, y me absuelven de pensar y de decir, como grandes viajes para distraer. Y todo esto, que, si lo repito, debería producirme una sensación de futilidad, de fracaso, de sufrimiento, no consigue sino darme alas de oro. Una vez que hablo de imágenes, tal vez porque fuese a condenar el abuso de ellas, me nacen imágenes; una vez que me yergo de mí para repudiar lo que no siento, lo estoy sintiendo ya y el propio repudio es una sensación con bordados; una vez que, perdida en fin la fe en el esfuerzo, me quiero abandonar al extravío, un término clásico, un adjetivo espacial y sobrio, me hacen de repente, como una luz solar, ver clara delante de mí la página escrita durmientemente, y las letras de mi tinta de la pluma son un mapa absurdo de signos mágicos. Y me dejo como a la pluma, y tercio la capa de reclinarme sin nexo, lejano, lejano, intermedio y súcubo, final como un náufrago ahogándose etc.
270
Volver puramente literaria la receptividad de los sentidos, y las emociones, cuando acaso se rebajan a aparecer; convertirlas en materia aparecida para con ella esculpir estatuas de palabras fluidas y […]
271
… la acuidad dolorosa de mis sensaciones, incluso de las que sean de alegría; la alegría de la acuidad de mis sensaciones, aunque sean de tristeza.
272
Súbdito incoherente de todas las sensaciones que hieren más allá de la razón de ser de la herida, celoso de todos los derechos de lo absurdo y de lo (…)
273
EDUCACIÓN SENTIMENTAL (¿)
Para quien hace del sueño la vida, y del cultivo en estufa de sus sensaciones una religión y una política, para ése, el primer paso, lo que acusa en el alma que ha dado el primer paso, es el sentir las cosas mínimas extraordinaria y desmedidamente. Éste es el primer paso, y el paso simplemente primero no es más que esto. Saber poner en el saboreo de una taza de té la voluptuosidad extremada que el hombre normal sólo puede encontrar en las grandes alegrías que proceden de la ambición súbitamente satisfecha por completo o de las añoranzas de repente desaparecidas, o bien en los actos carnales y finales del amor; poder encontrar en la visión de un ocaso o en la contemplación de un detalle decorativo esa exasperación de sentirlos que generalmente sólo puede producir, no lo que se ve o se oye, sino lo que se huele y se saborea —esa proximidad del objeto de la sensación que sólo las sensaciones carnales (el tacto, el gusto, el olfato) esculpen al llegar a la conciencia—; poder convertir la visión interior, el oído del sueño —todos los sentidos supuestos y de lo supuesto— en recibidores y tangibles como sentidos vueltos hacia lo exterior: escojo éstas, y supónganse las análogas, de entre las sensaciones que el cultivador de sentirse logra, educado ya, espasmar para que den una noción concreta y próxima de lo que trato de decir.
El llegar, sin embargo, a este grado de sensación acarrea al amante de sensaciones el correspondiente peso o gravamen físico de que correspondientemente siente, con idéntica exasperación consciente, lo que de doloroso endosa de lo exterior, y a veces también de lo interior, sobre su momento de atención. Es cuando así constata que sentir excesivamente, si a veces es gozar en exceso, otras es sufrir con prolijidad, y porque lo constata, es por lo que el soñador es llevado a dar el segundo paso en su ascensión hacia sí mismo. Dejo aparte el paso que podrá o no dar, y que, según pueda o no darlo, determinará tal o tal otra actitud, manera de marchar, en los pasos que va dando, según pueda o no aislarse por completo de la vida real (si es rico o no —redunda en eso). Porque supongo comprendido en las entrelíneas de lo que narro que, según sea o no posible al soñador aislarse y darse a sí, o no sea, con menor o mayor intensidad debe concentrarse sobre su obra de despertar morbosamente el funcionamiento de sus sensaciones de las cosas y de los sueños. Quien tiene que vivir entre los hombres, activamente y encontrándolos —y es realmente posible reducir al mínimo la intimidad que se ha de tener con ellos (la intimidad, y no el mero contacto, con gente, es lo que es perjudicial)—, tendrá que hacer helarse a su superficie de convivencia para que todo gesto fraternal y social a él dirigido resbale y no entre o no se imprima. Parece mucho esto, pero es poco. Los hombres son fáciles de alejar: basta con no aproximarnos. En fin, paso sobre este punto y vuelvo a lo que estaba explicando.
El crear una agudeza y una complejidad inmediata a las sensaciones más simples y fatales conduce, decía, si a aumentar inmoderadamente el placer que produce sentir, también a elevar con despropósito el sufrimiento que procede de sentir. Por eso el segundo paso del soñador deberá ser el evitar el sufrimiento. No deberá evitarlo como un estoico o un epicúreo de la primera manera: desnidificándose[249], porque así se endurecerá para el placer, lo mismo que para el dolor. Deberá, por el contrario, ir a buscar al dolor el placer, y pasar en seguida a educarse para sentir el dolor falsamente, es decir, a tener, al sentir el dolor, un placer cualquiera. Hay varios caminos hacia esa actitud. Uno es aplicarse exageradamente a analizar el dolor, habiendo preliminarmente dispuesto al espíritu, y ante el placer no analizar sino sólo sentir; es una actitud más fácil, para los superiores, claro, de lo que parece al decirla. Analizar el dolor y acostumbrarse a entregar al dolor siempre que aparece, y hasta que esto ocurra instintivamente, al análisis añade a todo dolor el placer de analizar. Una vez exagerado el poder y el instinto de analizar, su ejercicio lo absorbe pronto todo y del dolor sólo queda una materia indefinida para el análisis.
Otro método, más sutil éste y más difícil, es acostumbrarse a encarnar al dolor en una determinada figura ideal. Crear otro Yo que sea el encargado de sufrir en nosotros, de sufrir lo que sufrimos. Crear después un sadismo interior, todo masoquista, que disfrute su sufrimiento como si fuese el de otro. Este método —cuyo aspecto primero, leído, es de imposible— no es fácil, pero está lejos de presentar dificultades para los entrenados en la mentira interior. Pero es eminentemente realizable. Y entonces, una vez conseguido esto, qué sabor a sangre y a enfermedad, qué extraño amargor de gozo lejano y decadente, visten el dolor y el sufrimiento: doler se emparenta con el inquieto y enojoso auge de los espasmos. Sufrir, el sufrir largo y lento, tiene el amarillo íntimo de la vaga felicidad de las convalecencias profundamente sentidas. Y un refinamiento consumido con desasosiego y enfermedad aproxima esa sensación compleja a la inquietud que causan los placeres con la idea de que huirán, y a la dolencia que los placeres sacan del antecansancio que nace de pensar en el cansancio que provocarán.
Hay un tercer método para sutilizar en placeres los dolores y hacer de las dudas y de las inquietudes un blando lecho. Es el dar a las angustias y a los sufrimientos, mediante una aplicación irritada de la atención, una intensidad tan grande que, por su propio exceso, traigan el placer del exceso, así como mediante la violencia sugieran, a quien por hábito y educación del alma al placer se consagra y dedica, el placer que duele porque es mucho placer, el gozo que sabe a sangre porque ha herido. Y cuando, como en mí —refinador que soy de refinamientos falsos, arquitecto que me construyo con sensaciones sutilizadas a través de la inteligencia, de la abdicación de la vida, del análisis y del propio dolor—, los tres métodos son empleados juntamente, cuando un dolor, sentido inmediatamente, y sin demoras para la estrategia íntima, es analizado hasta la impasibilidad, situado en un Yo exterior hasta la tiranía, y enterrado en mí hasta el auge de ser dolor, entonces me siento yo verdaderamente el triunfador y el héroe. Entonces me para la vida, y el arte se arroja a mis pies.
Todo esto constituye solamente el segundo paso que el soñador debe dar hacia su sueño.
El tercer paso, el que conduce al umbral del Templo, ése ¿quién que no sea yo ha sabido darlo? Ése es el que cuesta porque exige aquel esfuerzo interior que es inmensamente más difícil que el esfuerzo en la vida, pero que ofrece compensaciones al alma que la vida nunca podrá ofrecer. Ese paso es, todo esto sucedido, todo esto total y conjuntamente hecho —sí, empleados los tres métodos sutiles y empleados hasta gastarlos—, pasar a la sensación inmediatamente a través de la inteligencia pura, filtrarla por el análisis superior para que se esculpa en forma literaria y adquiera volumen y relieve propio. Entonces la he fijado del todo. Entonces he convertido lo irreal en real y he ofrecido a lo inaccesible un pedestal eterno. Entonces he sido yo, dentro de mí, coronado Emperador.
Porque no creáis que escribo para publicar, ni para escribir ni para hacer arte siquiera. Escribo porque es el fin, el refinamiento supremo, el refinamiento temperamentalmente ilógico, (…) de mi cultivo de estados de alma. Si agarro una sensación mía y la deshilo hasta poder, con ella, tejerle a la realidad interior la que llamo La Floresta de la Enajenación, o el Viaje Nunca Hecho, creed que lo hago, no para que la prosa suene lúcida y trémula, o incluso para gozar yo con la prosa —aunque también eso quiero, también ese primor final añado, como un caer bello de telón en mis escenarios soñados—, sino para que otorgue exterioridad completa a lo que es interior, para que así realice lo irrealizable, conjugue lo contradictorio y, volviendo al sueño exterior, le dé su máximo poder de puro sueño, estancador de la vida que soy, burilador de inexactitudes, paje doliente de mi alma Reina, leyéndole al crepúsculo, no los poemas que están en el libro, abierto encima de mis rodillas, de mi Vida, sino los poemas que voy construyendo y fingiendo que leo, y ella fingiendo que oye, mientras la Tarde, allá fuera no sé cómo o dónde, dulcifica sobre esta metáfora erguida dentro de mí en Realidad Absoluta la luz tenue y última de un misterioso día espiritual.
274
La leve embriaguez de la fiebre ligera, cuando un desconsuelo suave y penetrante y frío por los huesos doloridos y calientes en los ojos bajo las sienes que laten —a ese desconsuelo quiero como un esclavo a un tirano amado. Me da esa vencida pasividad[250] trémula en la que entreveo visiones, vuelvo esquinas de ideas y entre interpolaciones de sentimientos /me desconcierto/.
Pensar, sentir, querer, se vuelven una sola cosa confusa. Las creencias, las sensaciones, las cosas imaginadas y las reales[251] están desordenadas, son como el contenido mezclado en el suelo de varios cajones volcados.
¿1915?
275
Y así soy fútil y sensible, capaz de impulsos violentos y absorbentes, malos y buenos, nobles y viles, pero nunca de un sentimiento que subsista, nunca de una emoción que continúe, y entre hasta la substancia de mi alma. Todo en mí es la tendencia a ser inmediatamente otra cosa; una impaciencia del alma consigo misma, como un niño inoportuno; un desasosiego siempre creciente y siempre igual. Todo me interesa y nada me retiene. Atiendo a todo soñando siempre; fijo los mínimos gestos faciales de con quien hablo, recojo las entonaciones milimétricas de sus decires expresados; pero, al oírlo, no lo escucho, estoy pensando en otra cosa, y lo que menos he captado de la conversación ha sido la noción de lo que en ella se ha dicho, por mi parte o por parte de con quien he hablado. Así, muchas veces repito a alguien lo que ya he repetido, le pregunto de nuevo aquello a lo que ya me ha respondido; pero puedo describir, en cuatro palabras fotográficas, el semblante muscular con que ha dicho lo que no recuerdo, o la inclinación de oír con los ojos con que ha acogido la narración que no recordaba haberle hecho. Soy dos, y ambos mantienen la distancia —hermanos siameses que no están pegados.
276
Más «pensamientos».
Día de Navidad. (Humanismo. La «realidad» de la Navidad es subjetiva. Sí, en mi ser. La emoción, como vino, ha pasado. Pero durante un momento he convivido con las esperanzas y las emociones de generaciones innumerables, con las imaginaciones muertas de todo un linaje muerto de místicos.
¡Navidad en mí!)
277
Los sentimientos que más duelen, las emociones que más afligen, son los que son absurdos —el ansia de cosas imposibles, precisamente porque son imposibles, la añoranza de lo que jamás ha existido, el deseo de lo que podría haber sido, la pena de no ser otro, la insatisfacción de la existencia del mundo. Todos estos mediostonos de la conciencia del alma crean en nosotros un paisaje dolorido, una eterna puesta de sol de lo que somos. El sentirnos es entonces un campo desierto al oscurecer, triste de juncos al pie de un río sin barcos, negreando claramente entre márgenes alejadas.
No sé si estos sentimientos son una locura lenta del desconsuelo, si son reminiscencias de cualquier otro mundo en que hubiésemos estado —reminiscencias cruzadas y mezcladas, absurdas en la figura que vemos pero no en el origen si lo supiésemos. No sé si han existido otros seres que fuimos, cuya mayor plenitud sentimos hoy, en la sombra de ellos que somos, de una manera incompleta— perdida la solidez y figurándonosla nosotros mal en las dos únicas dimensiones de la sombra que vivimos.
Sé que estos pensamientos de la emoción duelen con rabia en el alma. La imposibilidad de figurarnos una cosa a la que correspondan, la imposibilidad de encontrar algo que sustituya a aquella a la que se abrazan en una visión —todo esto pesa como una condena pronunciada no se sabe dónde, o por quién, o por qué.
Pero lo que queda de sentir todo esto es con seguridad un disgusto de la vida y de todos sus gestos, un cansancio anticipado de los deseos y de todas sus maneras, un disgusto anónimo de todos los sentimientos. En estas horas de angustia sutil se nos vuelve imposible, hasta en sueños, ser amante, ser héroe, ser feliz. Todo esto está vacío, hasta de la idea de que existe. Todo esto está dicho en otro lenguaje, para nosotros incomprensible, meros sonidos de sílabas sin forma en el entendimiento. La vida está hueca, el alma está hueca, el mundo está hueco. Todos los dioses mueren de una muerte mayor que la muerte. Todo está más vacío que el vacío. Es todo un caos de cosas ningunas.
Si pienso esto y miro, para ver si la realidad me mata de sed, veo casas inexpresivas, caras inexpresivas, gestos inexpresivos. Piedra, cuerpos, ideas —todo está muerto. Todos los movimientos son paradas, la misma parada todos ellos. Nada me dice nada. Nada me es conocido, no porque lo extrañe sino porque no sé lo que es. Se ha perdido el mundo. Y en el fondo de mi alma —como única realidad de este momento— hay una congoja intensa e invisible, una tristeza como el ruido de quien llora en un cuarto oscuro.
3-9-1931.
278
Un hálito de música o sueño, algo que haga casi sentir, algo que haga no pensar.
279
¡El peso de sentir! ¡El peso de tener que sentir!
¿1930?
280
… la hiperacuidad no sé si de las sensaciones, si de su sola expresión, o si, más propiamente, de la inteligencia que hay entre unas y otra y forma del propósito de expresar la emoción ficticia que existe sólo para ser expresada[252]. (Tal vez no sea más en mí que la máquina de revelar quien no soy).
281
La sensación de la convalecencia, sobre todo si se ha hecho sentir /malamente/ en los nervios de la enfermedad que la ha precedido, tiene algo de alegría triste. Hay un otoño en las sensaciones y en los pensamientos o, mejor dicho, uno de esos principios de primavera que, salvo que no caen hojas, parecen, en el aire y en el cielo, el otoño.
El cansancio sabe bien, y lo bien que sabe duele un poco. Nos sentimos un poco aparte de la vida, aunque en ella, como en el balcón de la casa de vivir. Somos contemplativos sin pensar, sentimos sin una emoción definible. La voluntad se tranquiliza, pues no hay necesidad de ella.
Es entonces cuando ciertos recuerdos, ciertas esperanzas, ciertos vagos deseos suben lentamente la rampa de la conciencia, como caminantes vagos vistos desde lo alto del monte. Recuerdos de cosas fútiles, esperanzas de cosas que no dolió que no fuesen, deseos que no tuvieron violencia de naturaleza o de emisión, que nunca pudieron querer ser.
Cuando el día se ajusta a estas sensaciones, como hoy, que, aunque estío, está medio nublado con azules, y un vago viento por no ser caliente es casi frío, entonces se acentúa ese estado de alma en que pensamos, sentimos, vivimos estas impresiones. No es que sean más claros los recuerdos, las esperanzas, los deseos que teníamos. Pero se siente más, y la suma incierta pesa un poco, absurdamente, en el corazón.
Hay algo de lejano en mí en este momento. Estoy de verdad en el balcón de la vida, pero no exactamente de esta vida. Estoy por cima de ella, y viéndola desde donde la veo. Yace delante de mí, bajando en escalones y resbaladeros, como un paisaje diferente, hasta los humos que hay sobre las casas blancas de las aldeas del valle. Si cierro los ojos, continúo viendo, puesto que no veo. Si los abro, nada más veo, puesto que no veía. Soy todo yo una vaga añoranza del presente, anónima, prolija e incomprendida.
16-7-1932.
282
En mí, ha sido siempre menor la intensidad de las sensaciones que la intensidad de la conciencia de ellas. He sufrido siempre más con la conciencia de estar sufriendo que con el sufrimiento de que tenía conciencia.
La vida de mis emociones se mudó, desde su origen, a las salas del pensamiento, y allí he vivido siempre más ampliamente el conocimiento emotivo de la vida.
Y como el pensamiento, cuando alberga a la emoción, se vuelve más exigente con ella, el régimen de conciencia en que ha pasado a vivir lo que sentía me ha convertido en más cotidiana, más epidémica, más titilante, la manera como sentía.
283
Soy una de esas almas que las mujeres dicen que aman, y nunca reconocen cuando las encuentran; de ésas que, si ellas las reconocen, incluso así no las reconocerían. Sufro la delicadeza de mis sentimientos con una atención desdeñosa. Poseo todas las cualidades por las que son admirados los poetas románticos, incluso esa falta de esas cualidades mediante la cual se es /realmente/ poeta romántico. Me encuentro descrito (en parte) en varias novelas, como protagonista de varios enredos; pero lo esencial de mi vida, lo mismo que de mi alma, es no ser nunca protagonista.
No tengo una idea de mí mismo; ni la que consiste en una falta de idea de mí mismo. Soy un nómada de la conciencia de mí mismo. /Se descarriaron durante la 1.ª guardia los rebaños de mi riqueza íntima./
La única tragedia es no poder concebirnos trágicos. He visto siempre claramente mi coexistencia con el mundo. Nunca he sentido con claridad mi falta de coexistir con él; por eso nunca he sido normal.
Hacer es descansar.
Todos los problemas son insolubles. La esencia de que haya un problema es que no hay una solución. Buscar un dato significa no haber un dato. Pensar es no saber existir.
284
MILÍMETROS (SENSACIONES DE COSAS MÍNIMAS)
Como el presente es antiquísimo, porque todo cuanto ha existido ha sido presente, tengo para todas las cosas, porque pertenecen al presente, cariños de anticuario, y furias de coleccionista precedido contra quien me saca de mis errores sobre las cosas con plausibles, y hasta verdaderas, explicaciones científicas y fundamentadas.
Las varias posiciones de una mariposa que vuela ocupa sucesivamente en el espacio son para mis ojos maravillados varias cosas que permanecen en el espacio visiblemente. Mis reminiscencias son tan vívidas que (…)
Pero sólo las sensaciones mínimas, y de cosas pequeñísimas, son las que vivo intensamente. Será por mi amor a lo fútil por lo que esto me sucede. Puede que sea por mi escrúpulo en el detalle. Pero más bien creo —no lo sé, estas cosas nunca las analizo— que es porque lo mínimo, por no tener en absoluto importancia ninguna social o práctica, tiene, debido a la mera ausencia de esto, una independencia absoluta de asociaciones sucias con la realidad. Lo mínimo me sabe a irreal. Lo inútil es bello porque es menos real que lo útil, que se continúa y prolonga, al paso que lo maravilloso fútil, lo glorioso infinitesimal, se queda donde está, no pasa de ser lo que es, vive libre e independiente. Lo inútil y lo fútil abren en nuestra vida real intervalos de estática humilde. ¡Cuánto de sueño y amorosas delicias no me provoca en el alma la mera existencia insignificante de un alfiler clavado en una cinta! ¡Triste de quien no sabe la importancia que esto tiene!
Después, entre las sensaciones que más penetrantemente duelen hasta ser agradables, el desasosiego del misterio es una de las más complejas y extensas. Y el misterio nunca se transparenta tanto como en la contemplación de las pequeñitas cosas, que, como se mueven, son perfectamente translúcidas a él, pues se detienen para dejarlo pasar. Es más difícil poseer el sentimiento del misterio contemplando una batalla, —y eso que pensar en lo absurdo que es que haya gente, y sociedades y combates entre ellas, es una de las cosas que más pueden desplegar dentro de nuestro pensamiento la bandera de conquista del misterio— que ante la contemplación de una piedrecita quieta en un camino, que, porque no provoca ninguna idea además de la de que existe, otra idea no puede provocar, si continuamos pensando, que, inmediatamente, la de su misterio de existir.
¡Benditos sean los instantes, y los milímetros, y las sombras de las cosas pequeñas, todavía más humildes que ellas! Los instantes, (…) Los milímetros —qué impresión de asombro y de osadía me causa su existencia, uno al lado del otro y muy cercana, en una cinta métrica. A veces sufro y gozo con estas cosas. Tengo un /orgullo tosco/ en esto.
Soy una placa fotográfica prolijamente impresionable. Todos los detalles se me graban desproporcionadamente y forman parte[253] de un todo. Sólo me ocupo de mí. El mundo exterior me resulta siempre evidentemente una sensación. Nunca olvido que siento.
¿1914?
285
Saber que será mala la obra que no se hará nunca. Peor, sin embargo, será la que nunca se haga. La que se hace queda, por lo menos, hecha. Será pobre pero existe, como la planta mezquina en la maceta única de mi vecina tullida. Esta planta es su alegría, y a veces también la mía. Lo que escribo, y reconozco que es malo, puede también proporcionar unos momentos de distracción de algo peor a un u otro espíritu afligido o triste. Eso me basta, o no me basta, pero sirve de alguna manera, y así es toda la vida.
Un tedio que incluye sólo la anticipación de más tedio; la pena, ya, de tener mañana pena de haber tenido pena hoy —grandes enmarañamientos sin utilidad ni verdad, grandes enmarañamientos…
… donde, encogido en un banco de espera de la estación apeadero, mi desprecio duerme entre el gabán de mi desaliento…
… el mundo de imágenes soñadas de que se compone, por igual, mi conocimiento y mi vida…
Para nada me pesa o dura en mí el escrúpulo de la hora presente. Tengo hambre de la extensión del tiempo, y quiero ser yo sin condiciones.
286
Releo, lúcido, detenidamente, trecho a trecho, todo cuanto he escrito. Y encuentro que todo es vano y más valiera que no lo hubiese hecho. Las cosas conseguidas, sean imperios o frases, tienen, porque se han conseguido, esa peor parte de las cosas reales que es el saber que son perecederas. No es esto, sin embargo, lo que siento y me duele en lo que hice, en estos lentos momentos en que lo releo. Lo que me duele es que no ha valido la pena hacerlo, y que el tiempo que he perdido en lo que hice no lo he ganado sino con la ilusión, ahora destruida, de haber valido la pena hacerlo.
Todo cuanto buscamos, lo buscamos debido a una ambición, pero esa ambición o no se consigue, y somos pobres, o creemos que la hemos conseguido, y somos unos locos ricos.
Lo que me duele es que lo mejor es malo, y que otro, si lo hubiese, y que yo sueño, lo habría hecho mejor. Todo cuanto hacemos, en el arte o en la vida, es la copia imperfecta de lo que hemos pensado hacer. Desdice, no sólo de la perfección exterior, sino también de la perfección interior; falla, no sólo la regla de lo que debería ser, sino también la regla de lo que creíamos que podía ser. Estamos huecos, no sólo por dentro, sino también por fuera, parias de la anticipación y de la promesa.
¡Con qué vigor del alma solitaria hice página sobre página, viviendo sílaba a sílaba la magia falsa, no de lo que escribía, sino de lo que suponía que escribía! ¡Con qué encantamiento de hechicería irónica me creí poeta de mi prosa, en el momento alado en que ella me nacía, más rápida que los movimientos de la pluma, como un desagravio falaz a los insultos de la vida! Y al final, hoy, releyendo, veo destriparse a mis muñecos, salírseles la paja por los rotos, vaciarse sin haber sido…
287
Tan dado como soy al tedio, es curioso que nunca, hasta hoy, se me haya ocurrido meditar en qué consiste. Estoy hoy, de veras, en ese estado intermedio del alma en que no apetece la vida ni otra cosa. Y empleo el súbito recuerdo de que nunca he pensado en lo que fuese, en soñar, a lo largo de pensamientos medio impresiones, el análisis, un poco facticio, de lo que sea.
No sé, realmente, si el tedio es tan sólo la correspondencia despierta de la somnolencia del vagabundo, o si es cosa, en verdad, más noble que ese entorpecimiento. En mí es frecuente el tedio pero, que yo sepa, porque me fijase, no obedece a reglas de aparición. Puedo pasar sin tedio un domingo inerte; puedo sufrirlo repentinamente, como una nube exterior, en pleno trabajo atento. No consigo relacionarlo con un estado de salud o de falta de ella; no alcanzo a conocerlo como producto de causas que se encuentren en la parte evidente de mí.
Decir que es una angustia metafísica disfrazada, que es una gran desilusión desconocida, que es una poesía sorda del alma que aflora aburrida a la ventana que da a la vida —decir esto, o lo que sea hermano de esto, puede colorear al tedio, como un niño al dibujo cuyos contornos transborde o apague, pero no me proporciona más que un sonido de palabras que producen eco en las cuevas del pensamiento.
El tedio… Pensar sin que se piense, con el cansancio de pensar; sentir sin que se sienta, con la angustia de sentir; no querer sin que no se quiera, con la náusea de no querer —todo esto está en el tedio sin ser el tedio, ni es de él más que una paráfrasis o una traducción. Es en la sensación directa, como si sobre el foso del castillo del alma se elevase el puente levadizo, no quedase, entre el castillo y las tierras, más que el poder mirarlas sin poderlas recorrer. Hay un aislamiento de nosotros en nosotros mismos, pero un aislamiento donde lo que separa está estancado como nosotros, agua sucia que rodea a nuestro desentendimiento. El tedio… Sufrir sin sufrimiento, querer sin deseo, pensar sin raciocinio… Es como la posesión por un demonio negativo, un embrujamiento por nada. Dicen que los brujos, o los pequeños magos, haciendo imágenes de nosotros, e infligiendo a ellas malos tratos, que esos malos tratos, debido a una transferencia astral, se reflejan en nosotros. El tedio me surge, en la sensación transpuesta de esta imagen, como el reflejo maligno de hechicerías de un demonio de las hadas, ejercidas, no sobre una imagen mía, sino sobre su sombra. Es en la sombra íntima de mí, en lo exterior del interior de mi alma, donde se pegan papeles o se clavan alfileres. Soy como el hombre que vendió su sombra[254] o, más bien, como la sombra del hombre que la vendió.
El tedio… Trabajo mucho. Cumplo lo que los moralistas de la acción llamarían mi deber social. Cumplo ese deber, o esa suerte, sin gran esfuerzo ni notable desentendimiento. Pero, unas veces en pleno trabajo, otras veces en el pleno descanso que, según los mismos moralistas, merezco y me debe ser agradable, me transborda del alma una hiel de inercia, y estoy cansado, no de la obra o del reposo, sino de mí.
¿Por qué de mí, si no pensaba en mí? ¿De qué otra cosa, si no pensaba en ella? ¿El misterio del universo que baja a mis cuentas o a mi retrepamiento? ¿El dolor universal de vivir que se particulariza súbitamente en mi alma mediúmnica? ¿Para qué ennoblecer tanto a quien no se sabe quién es? Es una sensación de vacío, un hambre sin ganas de comer, tan noble como estas sensaciones del simple cerebro, del simple estómago, procedentes del fumar demasiado o del no digerir bien.
El tedio… Es tal vez, en el fondo, la insatisfacción del alma íntima porque no le hemos proporcionado una creencia, la desolación del niño triste que íntimamente somos, porque no le hemos comprado el juguete divino. Es tal vez la inseguridad de quien necesita una mano que le guíe y no siente, en el camino negro de la sensación profunda, más que a la noche sin ruido de no poder pensar, al camino sin nada de no saber sentir…
El tedio… Quien tiene Dioses nunca tiene tedio. El tedio es la falta de mitología. Para quien no tiene creencias, hasta la duda le es imposible, hasta el escepticismo carece de fuerza para que dude. Sí, el tedio es eso: la pérdida, en el alma, de su capacidad de engañarse, la falta, en el pensamiento, de la escalera inexistente por donde sube segura a la verdad.
1-12-1931.
288
Ni con pintar en ese cristal sombras de colores me oculto el rumor de la vida ajena a mi mirada, del otro lado.
¡Dichosos los hacedores de sistemas pesimistas! No sólo se amparan con haber hecho algo, sino que también se alegran de lo explicado, y se incluyen en el dolor universal.
Yo no me quejo por el mundo. No protesto en nombre del universo. No soy pesimista. Sufro y me quejo pero no sé si lo que hay de malo es el sufrimiento ni sé si es humano sufrir. ¿Qué me importa saber si eso es cierto o no?
Yo sufro, no sé si merecidamente. (Corza perseguida).
Yo no soy pesimista, soy triste.
No me indigno, porque la indignación es para los fuertes; no me resigno, porque la resignación es para los nobles; no me callo, porque el silencio es para los grandes. Y yo no soy fuerte, ni noble, ni grande. Sufro y sueño. Me quejo porque soy débil y, porque soy artista, me entretengo en tejer musicales mis quejas y en organizar mis sueños conforme le parece mejor a mi idea de encontrarlos bellos.
Sólo lamento no ser niño, para que pudiese creer en mis sueños; el no ser loco, para que pudiese alejar el alma de todos los que me rodean, […]
Tomar el sueño por real, vivir demasiado los sueños, me ha dado esta espina para la rosa falsa de mi /soñada/ vida: que ni los sueños me agradan, porque les encuentro defectos.
(Posterior a 1913).
289
A mi incapacidad de vivir le llamarían[255] genio, a mi cobardía […] delicadeza.
Me he puesto a mí mismo —/Dios dorado con oro falso/— en un altar de cartón pintado para que pareciese mármol.
[…]
290
Antes que cese el estío y llegue el otoño, en el cálido intervalo en que el aire pesa y los colores se ablandan, las tardes suelen llevar un traje sensible de gloria falsa. Son comparables a esos artificios de la imaginación en que las añoranzas lo son de nada, y se prolongan indefinidas como estelas de navíos que forman la misma serpiente sucesiva.
En estas tardes me llena, como un mar en plena marea, un sentimiento peor que el tedio pero al que no le cuadra otro nombre que el de tedio —un sentimiento de desolación sin lugar, de naufragio de toda el alma. Siento que he perdido un Dios complaciente, que la Substancia de todo ha muerto. Y el universo sensible es para mí un cadáver al que amé cuando era vida; mas todo él se ha vuelto nada en la luz caliente de las últimas nubes iluminadas.
Mi tedio asume aspectos de horror; mi aburrimiento es un miedo. Mi sudor no es frío, pero está fría mi conciencia de mi sudor. No hay malestar físico, salvo que el malestar del alma es tan grande que pasa por los poros del cuerpo y lo enfría[256] también a él.
Es tan magno el tedio, tan soberano el horror de estar vivo, que no concibo qué cosa puede haber que pudiese servir de lenitivo, de antídoto, de bálsamo u olvido para él. Dormir me horroriza como todo. Morir me horroriza como todo. Ir y pararse son la misma cosa imposible. Esperar y no creer se equivalen en frío y ceniza. Soy un anaquel con frascos vacíos.
Y sin embargo, ¡qué añoranza del futuro si dejo a los ojos vulgares recibir el saludo muerto del día iluminado que se acaba! ¡Qué gran entierro de la esperanza va por el silencio dorado aún de los cielos inertes, qué cortejo de vacíos y nadas se extiende en azul encarnado que va a ser pálido por las vastas planicies del espacio blanquecino!
No sé lo que quiero o lo que no quiero. He dejado de saber querer, de saber cómo se quiere, de saber las emociones o los pensamientos con que ordinariamente se conoce que estamos queriendo, o queriendo querer. No sé quién soy o lo que soy. Como alguien soterrado bajo un muro que se desmoronase, yazgo bajo la vacuidad tumbada del universo entero. Y así voy, por el rastro de mí mismo, hasta que la noche entre y un poco del halago de ser diferente ondule, como una brisa, por el comienzo de mi impaciencia de mí.
¡Ah, y la luna alta y mayor de estas noches plácidas, tibias de angustia y desasosiego! La paz siniestra de la belleza celeste, ironía fría del aire caliente, azul negro nublado de claro de luna y tímido de estrellas.
22-8-1931.
291
FRAGMENTOS DE UNA AUTOBIOGRAFÍA
Primero me entretuvieron las especulaciones metafísicas, las ideas científicas después. Me atrajeron finalmente las (…) sociológicas. Pero en ninguno de estos estadios de mi busca de la verdad encontré seguridad y alivio. Poco leía, sobre cualquiera de las preocupaciones. Pero, en lo poco que leía, me cansaba ver tantas teorías, contradictorias, igualmente asentadas en ideas desarrolladas, todas ellas igualmente probables y de acuerdo con cierta selección de los hechos que tenía siempre el aire de ser todos los hechos. Si levantaba de los libros los ojos cansados, o si de mis pensamientos desviaba hacia el mundo exterior mi perturbada atención, sólo una cosa veía yo, que me desmentía toda la utilidad de leer y pensar, que me arrancaba uno a uno todos los pétalos de la idea del esfuerzo: la infinita complejidad de las cosas, la inmensa suma (…), la prolija inaccesibilidad de los mismos pocos hechos que se podrían concebir como precisos para el planteamiento de una ciencia.
292
Al disgusto de no encontrar nada lo encuentro conmigo poco a poco. No he encontrado razón ni lógica sino a un escepticismo que ni siquiera busca una lógica para defenderse. En curarme de esto no he pensado —¿por qué había de curarme yo de esto? ¿Y qué es estar sano? ¿Qué seguridad tenía yo de que ese estado de alma debe pertenecer a la enfermedad? ¿Quién nos asegura que, de ser enfermedad, la enfermedad no era más deseable, o más lógica o más (…) que la salud? De ser la salud preferible, ¿por qué estaba yo enfermo sino por serlo naturalmente, y si naturalmente lo era, por qué ir contra la naturaleza, que para algún fin, si fines tiene, me quería con seguridad enfermo?
Nunca he encontrado argumentos sino para la inercia. Día tras día, más y más, se ha infiltrado en mi la conciencia sombría de mi inercia de abdicador. Buscar modos de inercia, resolverme a huir de todo esfuerzo respecto a mí, de toda responsabilidad social —he tallado en esta materia de (…) la estatua pensada de mi existencia.
He dejado lecturas, he abandonado casuales caprichos de este o aquel modo estético de la vida. De lo poco que leía, aprendí a extraer tan sólo elementos para el sueño. De lo poco que presenciaba, me apliqué a sacar tan sólo lo que se podía, en reflejo /distante/ y […], prolongar más dentro de mí. /Me esforcé/ porque todos mis pensamientos, todos los capítulos cotidianos de mi experiencia me proporcionasen tan sólo sensaciones. Le creé a mi vida una orientación estética. Y orienté esa estética para que fuese puramente individual. La hice mía tan sólo.
Me apliqué después, en el transcurso buscado de mi hedonismo interior, a hurtarme a las sensibilidades sociales. Lentamente me acoracé contra el sentimiento del ridículo. Me enseñé a ser insensible ya a las llamadas de los instintos, ya a las solicitaciones (…)
Reduje al mínimo mi contacto con los demás. Hice cuanto pude por perder toda inclinación hacia la vida, (…) Del propio deseo de la gloria me despojé lentamente, como quien lleno de cansancio se desnuda para reposar.
293
Del estudio de la metafísica, (…) pasé a las ocupaciones del espíritu más violentas para el equilibrio de los nervios. Gasté aterrorizadas noches inclinado sobre volúmenes de místicos y de cabalistas, que nunca tenía paciencia para leer del todo de otra manera que intermitentemente trémulo y (…)
Los ritos y las razones[257] de los Rosacruces, la simbología (…) de la Cábala y de los Templarios (…) —sufrí durante mucho tiempo la cercanía de todo eso. Y llenaron la fiebre de mis días especulaciones venenosas, de la razón demoníaca de la metafísica —la magia (…) la alquimia— y extraje un falso estímulo vital de sensación dolorosa y presciente[258] de estar siempre como al borde de saber un[259] misterio supremo. Me perdí por los sistemas secundarios, excitados, de la metafísica, sistemas llenos de analogías perturbadoras, de trampas para la lucidez, que disponen paisajes misteriosos donde reflejos de lo sobrenatural despiertan misterios en los contornos.
Envejecí por las sensaciones… Me gasté disfrutando de los pensamientos… Y mi vida pasó a ser una fiebre metafísica, siempre descubriendo sentidos ocultos en las cosas, jugando con el fuego de las analogías misteriosas, procrastinando la lucidez integral, la síntesis normal para […]se.
Caí en una compleja indisciplina cerebral, llena de indiferencias. ¿Dónde me refugié? Tengo la impresión de que no me refugié en ninguna parte. Me abandoné pero no sé a qué.
Concentré y limité mis deseos, para poder elaborarlos mejor. Para llegar al infinito, y creo que se puede llegar allí, es preciso que tengamos un puerto, uno sólo, firme, y partir de él hacia lo Indefinido.
Hoy soy ascético en mi religión[260] de mí mismo. Una jícara de café, un cigarro y mis sueños substituyen bien al universo y a sus estrellas, al trabajo, al amor, hasta a la belleza y a la gloria. Casi no tengo necesidad de estímulos. Opio tengo yo en el alma.
¿Qué sueños tengo? No lo sé. Me he esforzado en llegar a un punto donde no sepa ya en qué pienso, en qué sueño, qué visiones tengo. Me parece que sueño cada vez desde más lejos, que cada vez sueño más lo vago, lo impreciso, lo no susceptible de visiones.
No tengo[261] teorías respecto a la vida. Si es buena o mala, no lo sé, no lo pienso. A mis ojos es dura y triste, con sueños deliciosos por medio. ¿Qué me importa lo que es para los demás?
La vida de los demás sólo me sirve para vivirle a cada uno la vida que me parece que les conviene en mi sueño.
294
No sé qué vaga caricia, tanto más suave cuanto no es caricia, la brisa incierta de la tarde me trae a la frente y a la comprensión. Sé sólo que el tedio que sufro se me ajusta mejor, durante un momento, como una veste que dejase de tocar una llaga.
¡Pobre de la sensibilidad que depende de un pequeño movimiento del arte para la consecución, aunque episódica, de su tranquilidad! Pero así es toda sensibilidad humana, y yo no creo que pese más en la balanza de los seres el dinero súbitamente ganado, o la sonrisa súbitamente recibida, que son para otros lo que para mí ha sido, en este momento, el paso breve de una brisa sin continuación.
Puedo pensar en dormir. Puedo soñar en soñar. Veo más claro la objetividad de todo. Uso con más comodidad el sentimiento exterior de la vida. Y todo esto, efectivamente, porque, al llegar casi a la esquina, un cambio en el aire de la brisa me alegra la superficie de la piel.
Todo cuanto amamos o perdemos —cosas, seres, significaciones— nos roza la piel y así nos llega al alma, y el episodio no es, en Dios, más que la brisa que no me ha traído nada salvo el alivio supuesto, el momento propicio y el poder perderlo todo espléndidamente.
23-4-1930.
295
No sé cuántos habrán contemplado con la mirada que merece una calle desierta con gente en ella. Ya esta manera de decir parece querer decir cualquier cosa, y efectivamente la quiere decir. Una calle desierta no es una calle por la que no pasa nadie, sino una calle donde los que pasan, pasan por ella como si estuviese desierta. No hay dificultad en comprender esto una vez se haya visto: una cebra es imposible para quien no conozca más que un burro.
Las sensaciones se ajustan, dentro de nosotros, a ciertos grados y tipos de comprensión de ellas. Hay maneras de entender que tienen maneras de ser entendidas.
Hay días en que sube en mí, como de la tierra lejana a la cabeza propia, un tedio, un disgusto de vivir que sólo no me parece insoportable porque en realidad lo soporto. Es un estrangulamiento de la vida en mí mismo, un deseo de ser otra persona en todos los poros, una breve noticia del final.
(¿1932?)
296
lo que tengo sobre todo es cansancio, y ese desasosiego que es gemelo del cansancio cuando éste no tiene otra razón de ser sino el estar siendo. Tengo un recelo íntimo de los gestos a esbozar, una timidez intelectual de las palabras a decir. Todo me parece anticipadamente frustrado.
El insoportable tedio de todas estas caras, estúpidas de inteligencia o de falta de ella, grotescas hasta la náusea por felices o desgraciadas, horrorosas porque existen, marea separada de las cosas vivas que son ajenas a mí…
(¿1932?)
297
Somos muerte. Esto, que consideramos vida, es el sueño de la vida real, la muerte de lo que verdaderamente somos. Los muertos nacen, no mueren. Están trocados, para nosotros, los mundos. Cuando creemos que vivimos, estamos muertos; vamos a vivir cuando estamos moribundos.
Esa relación que hay entre el sueño y la vida es la misma que hay entre lo que llamamos vida y lo que llamamos muerte. Estamos durmiendo, y esta vida es un sueño, no en un sentido metafórico o poético, sino en un sentido verdadero.
Todo aquello que en nuestras actividades consideramos superior, todo eso participa de la muerte, todo eso es muerte. ¿Qué es el ideal sino la confesión de que la vida no sirve? ¿Qué es el arte sino la negación de la vida? Una estatua es un cuerpo muerto, tallado para fijar a la muerte, en materia de incorrupción. El mismo placer, que tanto parece una inmersión en la vida, es antes una inmersión en nosotros mismos, una destrucción de las relaciones entre nosotros y la vida, una sombra agitada de la muerte.
El propio vivir es morir, porque no tenemos un día más en nuestra vida que no tengamos, con eso, un día menos en ella.
Poblamos sueños, somos sombras que yerran a través de florestas imposibles, en que los árboles son casas, costumbres, ideas, ideales y filosofías.
¡Nunca encontrar a Dios, nunca saber, siquiera, si Dios existe! Pasar de mundo a mundo, de encarnación a encarnación, siempre con la ilusión que halaga, siempre en el error que acaricia.
¡La verdad nunca, la parada[262] nunca! ¡La unión con Dios, nunca! ¡Nunca enteramente en paz sino siempre un poco de ella, siempre el deseo de ella!
298
… Y yo, que odio la vida con timidez, temo a la muerte con fascinación[263]. Tengo miedo de esa nada que puede ser otra cosa, y tengo miedo de ella simultáneamente como nada y como otra cosa cualquiera, como si en ella se pudiesen reunir lo nulo y lo horrible, como si en el ataúd me encerrasen la respiración eterna de un alma corpórea, como si allí triturasen, a fuerza de clausura, lo inmortal. La idea del infierno, que sólo un alma satánica podría haber inventado, me parece derivarse de una confusión de esta suerte —ser la mezcla de dos miedos diferentes, que se contradicen e inficionan.
(Posterior a 1923).
299
Lleve yo al menos, para la inmensidad posible del abismo de todo, la gloria de mi desilusión como si fuese la de un gran sueño, el esplendor de no creer como un pendón de derrota —pendón sin embargo en las manos débiles, pero pendón arrastrado por el barro y la sangre de los débiles… pero alzado en alto, al sumirnos en las arenas movedizas, nadie sabe si como protesta, si como desafío, si como gesto de desesperación… Nadie sabe, porque nadie sabe nada, y las arenas engolfan a los que tienen pendones como a los que no los tienen…
Y las arenas lo cubren todo, mi vida, mi prosa, mi eternidad.
Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.