ESCENA V

Entran SILVIO y FEBE.

SILVIO

Querida Febe, no me desprecies. ¡No, Febe!

Di que no me amas, pero dilo

sin crueldad. El verdugo, cuyo pecho

está ya curtido de ver tanta muerte,

no golpea con el hacha la humillada cerviz

sin pedir perdón. ¿Quieres ser más áspera

que quien hace de la sangre su vida y oficio?

Entran [por detrás] ROSALINA, CELIA y CORINO.

FEBE

Yo no pretendo ser tu verdugo.

Te huyo por no hacerte daño:

me dices que mis ojos llevan muerte.

Sin duda es curioso y verosímil

que a los ojos, lo más delicado, que cierran

sus tímidas puertas a las motas de polvo,

los llamen tiranos, criminales y asesinos[39].

Te lanzo la mirada más ceñuda

y, si hieren mis ojos, que te maten.

Finge desmayarte o cáete al suelo

o, si no puedes, no te atrevas a mentir

diciendo que mis ojos asesinan.

Muéstrame la herida que te han hecho.

Aráñate con solo un alfiler y quedará

un rasguño; apóyate en un junco

y tu mano llevará por un momento

la marca visible. Pero mis ojos,

que cual flechas te he lanzado, no te hieren,

y seguro que no hay fuerza en ojo alguno

capaz de lastimar.

SILVIO

¡Ah, querida Febe! Si tú alguna vez,

y esa vez puede estar cerca, observas

el poder del amor en un rostro juvenil,

verás las heridas invisibles

que dejan sus agudas flechas.

FEBE

Pero hasta entonces no te acerques.

Después aflígeme con burlas,

no me compadezcas, igual que yo

hasta entonces no te compadeceré.

ROSALINA [adelantándose]

¿Y por qué? ¿Quién os engendró

para que, exultante, despreciéis

a este desdichado? En vos no veo la belleza

que sin luz vuestro cuarto alumbraría

cuando fuerais a acostaros[40]. Así que,

¿cómo sois tan altiva y despiadada?

Pero, ¿qué es esto? ¿Por qué me miráis?

En vos no veo más que el común

de los bienes naturales. ¡Dios me asista!

Parece que quiere atrapar también mis ojos.

No, altiva señora; no lo esperéis.

No son esas cejas oscuras, ese negro

pelo de seda, esos ojos de azabache[41],

ni ese rostro de nata lo que va

a subyugarme para que os adore.—

Y vos, estúpido pastor, ¿por qué la seguís

como el ábrego, resoplando viento y lluvia?

¡Si sois mil veces mejor parecido

que ella! Son los tontos como vos

los que llenan el mundo de hijos feos.

No es su espejo, sino vos, quien la halaga,

y en vos se ve más atrayente

de lo que puedan hacerla sus facciones.—

Vos, mujer, conoceos. Poneos de rodillas

y, ayunando, dad gracias a Dios por este hombre.

Como amigo voy a decíroslo al oído:

en cuanto podáis, vendeos, que no sois

para todos los mercados. Pedidle perdón,

queredle y aceptad lo que ofrece.

Lo más feo de un feo es despreciar.—

Y vos, pastor, lleváosla. Quedad con Dios.

FEBE

Gentil muchacho, reñidme un año seguido.

Prefiero que me riñáis a que él me corteje.

ROSALINA

FEBE

No es por mala voluntad.

ROSALINA

Os lo ruego, de mí no os enamoréis,

pues soy más falso que promesa de borracho.

Además, no me gustáis.— Por si queréis saberlo,

vivo junto al olivar que está por aquí.—

¿Vienes, hermana?— Pastor, asediadla.—

Vamos, hermana.— Pastora, tratadle mejor

y no os ufanéis: aunque todos puedan ver,

ninguno habrá tan ciego como él.—

Vamos con el rebaño.

Sale [con CELIA y CORINO].

FEBE

¡Ah, muerto pastor! Ahora entiendo tu adagio:

«¿Quién se enamora si no es de un flechazo?»[42].

SILVIO

¡Querida Febe!

FEBE

¿Eh? ¿Qué quieres, Silvio?

SILVIO

Querida Febe, ten piedad de mí.

FEBE

Me apiado de ti, mi buen Silvio.

SILVIO

Donde hay pena, puede haber remedio.

Si te apena mi dolor de amante,

dame amor, y tu pena y mi dolor

quedarán aniquilados.

FEBE

Mi amor ya lo tienes, pues amo a mi prójimo.

SILVIO

Pero a ti no te tengo.

FEBE

¡Ah, codicioso! Silvio,

hubo un tiempo en que te odiaba,

y no es que ahora sienta amor,

pero, como de amor hablas tan bien,

tu compañía, que antes me irritaba,

ahora la tolero. Y quiero que me sirvas.

Mas no ambiciones otra recompensa

que tu propia alegría de servirme.

SILVIO

Mi amor es tan sagrado y tan perfecto

y me veo tan pobre de favores

que tendré por riquísima cosecha

el recoger las espigas que ha dejado

el segador. Esparce tu sonrisa

aquí y allá, que de ella viviré.

FEBE

¿Conoces al joven que me ha hablado?

SILVIO

No muy bien, aunque lo he visto a menudo.

Ha comprado la cabaña y los pastos

propiedad del viejo campesino.

FEBE

Porque pregunte por él no creas que me gusta.

Es un insensato; aunque habla muy bien.

Mas, ¿qué me importan las palabras? Sin embargo,

están bien cuando agradan al que escucha.

Es guapo. Muy guapo, no, y sin duda

es orgulloso, aunque el orgullo le cuadra.

Será un hombre apuesto. Lo que tiene mejor

es el semblante. Y antes que su lengua

haya ofendido, sus ojos han curado.

No es muy alto, aunque lo es para su edad.

De piernas, regular; pero está bien.

En sus labios hay un rojo muy gracioso,

un poco más vivo y subido que el que tiñe

sus mejillas. Es la misma diferencia

que entre el rojo liso y el damasco.

Hay mujeres, Silvio, que, si le observaran

por extenso como yo, casi se enamorarían

del muchacho. En cuanto a mí,

ni le amo ni le odio, aunque tengo

más motivo para odiar que para amar.

Pues, ¿qué derecho tenía a censurarme?

Me dijo que mis ojos eran negros,

mi pelo negro, y recuerdo cómo se burlaba.

Me asombra no haberle contestado.

No importa. Callar no es renunciar.

Le escribiré una carta muy burlona

y tú la llevarás, ¿verdad, Silvio?

SILVIO

Con mil amores, Febe.

FEBE

La escribo ahora mismo. Llevo

el texto en la cabeza y en el corazón.

Seré dura con él y muy tajante.

Ven conmigo, Silvio.

Salen.