51

Víctor sale de la pensión sonriente y apoyándose en Clara. Tiene la mitad derecha del rostro color violeta y uno de sus ojos está totalmente rojo aún. Cojea y parece molesto por la luz del sol. Su pómulo derecho está todavía surcado por siete puntos de sutura y le falta un diente al sonreír.

—¡Víctor! —grita don Agustín echándose en sus brazos.

—Amigo, creí que no volvía a verte —responde el detective.

—No, no, eres el mejor. No podía ocurrirte nada. ¡Nada!

—No —dice el detective—. Fue todo gracias a Clara.

—Muchas gracias, amigo —insiste el juez—. Juro que llegué a asustarme, por un momento me vi como el hombre que provocó la muerte de Víctor Ros.

—Tenéis Víctor Ros para rato, lo juro.

—Has cumplido con creces y resolviste un caso muy complejo. Ya tengo en mi poder tu cheque, los prohombres de la ciudad están muy contentos contigo, creo que fantasean con la posibilidad de ofrecerte la jefatura de policía.

—Pues que fantaseen, que fantaseen, que aquí, un servidor, piensa tomarse como mínimo un bienio sabático.

Hay lágrimas en los ojos de don Agustín Casamajó que, por unos instantes, lo vio todo perdido. Nadie sabe cómo se recuperará Víctor de lo vivido en Saliencia, no quiere hablar mucho de lo que esa mujer le hizo, pero el informe que al respecto ha preparado el forense asusta al más pintado.

Entonces, todos se separan y dejan un espacio para que el detective vea al hombre que les salvó. El verdadero héroe de aquella historia.

Víctor sonríe y mira con ternura al Julián; sin él, sin su valiente participación en aquellos hechos, él, Eduardo y Clara estarían, a buen seguro, muertos.

—¡Julián! —dice el detective echándose en sus brazos.

El inmenso cochero solloza al abrazar al detective.

—¿Cómo lo hiciste? Fuiste un valiente. Nos salvaste a los tres, te jugaste la vida, amigo, te jugaste la vida.

—¡No, no! —protesta el cochero, siempre humilde—. Hice lo que debía, lo lógico. Como siempre dice usted, don Víctor. Cuando llevaba unas pocas leguas recorridas comprendí que no me daba tiempo a avisar a la Guardia Civil. Tuve la certeza de que doña Clara iba a entrar en aquella casa y yo tenía una escopeta, ¿qué iba a hacer? Además, poco después llegaron los guardias civiles con el señor Casamajó.

—Sí —apunta éste—. Habíamos seguido la pista de Clara hasta allí y supimos de la existencia de la casa. Pero cuando llegamos ya estaba todo en orden gracias al Julián.

—¡Y a Clara! —exclama Víctor—. Que derrumbó a la auténtica Bárbara Miranda de un solo culatazo. Pero dejemos ese tema.

—Hay más personas que quieren verte —dice Clara haciéndose a un lado.

Allí, frente a Víctor, aparecen Fernando Medina y Enriqueta Férez cogidos del brazo.

—¡Vaya! —exclama Víctor, que parece un hombre feliz.

Los dos tortolitos se acercan al detective. Él le abraza efusivamente y ella le besa en ambas mejillas.

—Muchas gracias, don Víctor —dice Enriqueta.

—De verdad, de corazón —añade el joven Medina.

—¿Ya es oficial? —pregunta el detective.

Los dos asienten satisfechos.

—Salimos ahora mismo de luna de miel. Vamos a Inglaterra, luego quizá a Estados Unidos.

—Buena elección —dice Ros—. ¿Y su padre de usted, Enriqueta?

Ella ladea la cabeza.

—¿No le han contado? —dice la joven.

—No… ¿qué?

—Don Reinaldo está preso, Víctor —aclara el juez Casamajó—. La denuncia del Heraldo y la confesión de sus esbirros le han deparado una acusación de intento de asesinato.

—Eso nos dejó el campo libre —apunta Fernando Medina—. Y doña Mariana no ha puesto ningún reparo. Enriqueta y yo comenzaremos una nueva vida en Argentina.

Víctor Ros sonríe al ver tan felices a los dos jóvenes y contesta:

—Me parece otra buenísima noticia, amigos. Les deseo toda la felicidad del mundo. Y ahora, ¡a la sidrería! ¡Paga el enfermo!

Clara Alvear sonríe e intenta disimular. No quiere ni pensar en que desde aquel día vivirán con una amenaza permanente.

La tarde está bien entrada cuando Isabel Sánchez levanta la cabeza al ver llegar un carruaje. Está distraída, relajada, mientras cuida su jardín y mima sus flores, disfrutando de aquellos momentos de paz tras lo vivido en las últimas semanas.

El cochero, Julián, baja de un salto del pescante y abre la portezuela del habitáculo para pasajeros. Del mismo baja una dama muy hermosa que ayuda a descender a Víctor Ros. El detective tiene realmente mal aspecto. Isabel ha leído en la prensa los detalles de su secuestro por parte de la malvada mujer que urdió todo aquello.

—¡Don Víctor! —dice levantándose al instante—. ¡José, sal, date prisa!

Al momento se encuentra con el detective que le estrecha las manos cariñosamente mientras que José Granado aparece sonriente por el umbral de la puerta.

—Me han dicho que se han casado ustedes dos.

—Sí —responde ella muy contenta.

El caballerizo da dos pasos al frente y estrecha la mano de Ros.

—¡Enhorabuena a los dos! Me alegro mucho por ustedes, de veras. Ésta es mi esposa, Clara. Tampoco pertenecíamos a la misma clase social y en su momento decidimos desafiar a todo el mundo. No nos ha ido mal, ¿verdad, querida?

—Verdad —dice Clara.

—Gracias —responde Isabel—. Es cierto, somos muy felices. Hice bien en seguir su consejo. Pero ¿qué hacemos aquí? Pasen, pasen a tomar una taza de té.

—No, se lo agradecemos mucho pero no va a poder ser —responde Clara—. Víctor debe guardar reposo. Está bastante bien pero ya ha tenido muchas emociones por hoy y mañana partimos a Madrid, es un viaje largo y debe estar descansado. En otra ocasión prometo que volveremos a verles.

—Sí, claro, lo importante es que el enfermo se recupere bien —dice Granado—. Nunca le estaré suficientemente agradecido, don Víctor, usted me salvó. Podría incluso haber ido al garrote.

—No olvide que su esposa, doña Isabel, fue muy valiente acudiendo a las autoridades a confesar que estaba con usted en la noche de autos —apunta Ros.

—Desde luego, desde luego —contesta el antaño caballerizo—. Y fue decidida y valiente, no temió a los chismes y antepuso su buen nombre a mi vida, nunca lo olvidaré.

José Granado toma a su esposa por el talle y se miran embelesados.

Víctor carraspea por unos instantes y dice:

—Aparte de saludarles, quería plantearles un pequeño negocio.

—Lo que usted diga, don Víctor, lo que usted diga —responde la mujer.

—Se trata de lo siguiente. Veamos, doña Isabel. Si no recuerdo mal, el día en que la conocí usted se lamentó de no haber tenido hijos en su anterior matrimonio.

—Sí, claro, siempre quise ser madre pero un médico de Madrid me examinó y confirmó que no podía tener hijos. Es una espinita que llevo clavada. Ahora tengo a mi José, pero habría estado acompañada en mis años de viudedad si los hubiera tenido.

—Ya —añade el detective—. Pues quiero proponerle un asunto. ¿Sigue añorando esa posibilidad? Veo que sí, por eso, escuche atentamente.

Julia ha temido ese día desde que conoció a Eduardo. Su vida ha cambiado desde que apareció el chico, vestido de pilluelo, como un andrajoso y le salvó de esos miserables que le amargaban la vida. Y no sólo eso sino que su situación en la posada ha mejorado gracias a la intervención del crío, su padre y ¡hasta un juez! Aunque no la hubiera salvado lo querría igual, desde el primer momento comprendió que era para ella. Por eso temía el día de su partida, no porque doña Angustias pudiera volver a tratarla como antes sino porque la idea de no volver a verlo se le hace insoportable.

Eduardo ha resultado ser como los príncipes azules de los cuentos: un andrajoso mendigo que va disfrazado y que es, en realidad, de buena familia.

Por eso, cuando levanta los ojos del suelo que friega agachada, y ve llegar el carruaje, comprende que ha llegado el momento de la partida.

Eduardo baja del mismo y la toma de la mano haciendo un aparte tras los manzanos. Sabe lo que va a decirle, que la recordará siempre y que volverá, pero ambos saben que esas cosas son mentiras.

Una dama muy hermosa, la madre del crío, y don Víctor Ros bajan del coche y entran en la posada. Él se apoya en un bastón pues dicen que resultó herido en su lucha con aquella horrible mujer que ha llevado en jaque a toda la ciudad.

Mientras Eduardo le habla del futuro, llega otro coche de punto del que baja un matrimonio: él es un hombre fuerte, con aspecto noble y de rudas manos; ella es una mujer alta, rubia y hermosa que la mira constantemente.

Al poco don Víctor Ros sale acompañado por su mujer y doña Angustias. Camina despacio hacia ella ayudándose con el bastón y se agacha para hablarle:

—Tú eres Julia, ¿verdad?

—Sí —responde ella.

—Me han dicho que eres muy trabajadora y que ahora te estás aplicando para retomar la escuela, ¿me equivoco?

—No, no, así es.

—Bien, pues así debes seguir. No hace falta que te diga que eres muy importante para Eduardo, que no habla de otra cosa sino de ti y que me ha vuelto loco para que consiguiéramos que tus condiciones de vida mejoraran.

—Lo sé, Eduardo es muy bueno conmigo.

—Pero… —comienza a decir el detective.

Julia comprende que ahí viene la despedida, ellos se van a Madrid y todo seguirá igual, esas semanas no han sido sino un hermoso sueño.

—… pero creo —continúa Víctor— que una jovencita de tu edad no debe perder su tiempo fregando posadas sino estudiar, crecer feliz, jugar y disfrutar de la infancia. ¿Estás conmigo?

Ella sonríe no sin cierta amargura en el rostro.

—Bien, veo que sí. ¿Ves a esa señora que hay ahí? Se llama Isabel Sánchez y ése es su marido. Son amigos míos y buenas personas, no como doña Angustias —dice bajando el tono de voz para que no le escuche la arpía—. He hablado con ellos y también con tu patrona. Mi amigo el juez ha preparado ya los papeles. Quiero que vayas allí, donde está ella, y que habléis. Ahora mismo te llevarán a su casa a comer y los conocerás. Si te gusta su casa, cómo son y te sientes cómoda con ellos, pasarás a vivir allí, ¿entiendes?

La cría abraza a Víctor y le susurra:

—Claro, prefiero trabajar en una casa particular que en este lugar.

Eduardo, que permanece a apenas un par de pasos, se acerca y dice:

—No, no lo has entendido, Julia. No vas a fregar más, van a adoptarte.

La cría da un salto y abraza a Eduardo entre sollozos.

Todos se emocionan excepto la arpía de doña Angustias, que se pierde en el interior de la posada para arreglarse. Debe ir cuanto antes al Hospicio para buscar otra fámula.

—Te aseguro —añade Víctor— que Eduardo vendrá a verte siempre que sea posible. Este año va a estudiar ya en Madrid, pasará mucho tiempo en casa, así que no hay inconveniente en que venga a verte unos días de vez en cuando.

—Gracias, don Víctor, gracias —dice la chica entre sollozos.

Ella y Eduardo permanecen abrazados durante un rato.

—No hay nada como el primer amor —reconoce Víctor con aire sombrío.

Clara y él se despiden de Granado y su señora mientras Eduardo vuelve al carruaje. Julia se acerca titubeante a su nueva madre y todos ven cómo Isabel la abraza y la besa. La toma del brazo y la lleva al coche de alquiler.

—¡Al cementerio! —dice Clara al Julián mientras Eduardo intenta disimular el llanto.

—No temas llorar, hijo —dice Víctor—. Eso nos hace humanos.

En apenas diez minutos el coche pasa junto a la fuente de San Roque, dejan a un lado la explanada para el Mercado de Ganado y, tras atravesar Los Arenales, llega al cementerio.

Víctor baja solo. Lleva un ramo de flores en la diestra y se apoya en el bastón con la mano izquierda. Clara le sigue a cierta distancia. Le ve preguntar al sepulturero y se dirige hacia donde le indican.

Una vez hallada la tumba de Esther Parra, se apoya en el bastón y consigue hincar una sola rodilla en tierra a duras penas. Deposita el ramo sobre la reluciente lápida y musita unas palabras. Entonces apoya la cabeza en la mano derecha y se convulsiona como si llorara. Al fin, no sin cierto esfuerzo se levanta y deja el bastón sobre la tumba de la primera mujer que amó.

Cuando se gira hay lágrimas en sus ojos, pero al ver el rostro de Clara, una inmensa sonrisa le ilumina.

—Vamos, querida, Agustín nos espera para despedirse en la estación. Volvemos a casa.