50

Clara entra en la habitación portando un tazón de caldo de pollo con algo de pan y Víctor se reincorpora apoyándose en unos mullidos almohadones.

—La cena está servida —dice ella—. Lo he hecho yo misma.

—Gracias, querida —responde él y le da un beso.

—Tienes que reponerte. Dijo el médico que primero, comidas suaves y mucho reposo.

—Querría salir a la calle.

—No, espera unos días. Además, pareces un ecce homo —apunta Clara.

—Esa mujer es una salvaje, está loca. Pensé que iba a morir, ¿sabes?

—Ya, bueno, pero eso está pasado, querido. Tienes que conseguir olvidarlo, sacarlo de tu mente.

Los dos se quedan en silencio. Víctor comienza a apurar el caldo; apenas si ha ingerido una cucharada cuando ya está a punto de tomar otra.

—Tienes hambre, eso es buena señal —piensa ella en voz alta.

—Claro, ¿por qué no había de tenerla?

—El médico supone que debes de estar afectado por lo que pasaste.

—Y lo estoy —responde él—. Tuve mucho tiempo para pensar allí. Quiero vivir un poco más la vida, no puedo aceptar todos los casos que me ofrecen. No necesitamos el dinero, nos va bien con lo que he ganado estos años y con tus rentas.

—Tómate unas vacaciones, de un par de años.

Ambos estallan en una carcajada.

—¿Sabes? —dice Víctor—. Es curioso, pero en las dos ocasiones en que me he enfrentado a Bárbara Miranda, esa mujer ha hecho cambiar mi vida. La primera, abandoné la policía, y la segunda, fíjate, hablo de tomarme unas vacaciones por primera vez desde que comencé en este oficio.

—Tu mente nunca descansa, no creo que llegues a hacerlo.

—Lo haré, al menos oficialmente. ¿Y ella? ¿Dónde está?

—Aquí, en la cárcel. Pero la trasladan mañana.

—¿Está encadenada? ¿Como yo dije?

—Sí, sí, tranquilo. Se lo comenté a Agustín y ha dado órdenes al respecto. Permanece amarrada en todo momento.

—Es muy peligrosa. No teme a nada. Si la sueltan un momento no respondo por la vida de los guardias.

—Lo saben, Víctor, lo saben. Esta vez no volverá a escapar.

—Que no reciba visitas, es muy importante.

—Ya se lo he dicho y han tomado las medidas correspondientes, no temas. Tú dedícate a descansar.

Víctor de nuevo se queda en silencio. Clara tiene la sensación de que la mente de su marido vuelve a aquel lúgubre sótano una y otra vez. No duerme bien, tiene el sueño agitado y sufre pesadillas. El médico dice que desaparecerá con el tiempo, que sufre algo así como la fatiga de guerra.

Víctor retoma la palabra y dice:

—No te he dado las gracias.

—¿A mí? ¿Por qué?

Él sonríe. Tiene el rostro lleno de moretones y uno de sus ojos aparece totalmente violáceo e inyectado en sangre.

—Tiene su gracia —apunta—. Tanto perseguir a Bárbara Miranda, tanto luchar para ir deshaciendo la madeja, y llegas tú y en apenas unas horas la detienes.

—No fue tan difícil, se dieron una serie de casualidades y…

—En cualquier caso, actuaste como lo haría yo. Fue brillante lo de las flores.

—El mérito es del catedrático de botánica, el me aconsejó que buscara en el valle de Saliencia y acerté. Un golpe de suerte.

—Gracias a Dios. Pero tú fuiste valiente, decidida y me rescataste, querida, me salvaste de una muerte segura.

—¿Y?

—¿No le das importancia a lo que hiciste?

—Tú habrías hecho lo mismo. Además, si tú y yo estamos aún aquí es gracias al Julián. No lo olvides.

—No lo olvido. Quiero verlo.

—El médico ha dicho que nada de visitas. De momento.

—Tengo que salir.

—¿Salir? ¿A qué?

—A un recado.

—¿En Oviedo?

—Sí, algo importante.

—Ya lo harás, no tengas prisa. Te queda como mínimo una semana de reposo en cama.

—Pues entonces avisa a Eduardo, continuaremos con nuestras lecciones.

—Eso sí, querido, eso sí. Y ahora descansa, que voy a avisarle.

Clara Alvear llega a la cárcel invadida por la aprensión. Le acompañan el juez instructor, don Agustín Casamajó, y el alguacil Castillo. La detenida, Bárbara Miranda, no ha querido hacer declaración alguna y ha puesto como condición para hablar que se le consiguiera una entrevista con Clara Alvear.

A pesar de que Víctor lo desaconsejaba, Clara no ha tenido inconveniente en ir a ver a la presa.

Cuando entran en la sala para visitas, la mujer de Víctor se sorprende. Allí, con el uniforme a rayas de la prisión, encadenado de pies y manos y rapado al uno, la espera un hombre. Lleva barba de tres días.

—Sí —dice Bárbara Miranda con cara de odio—. Mire lo que me ha hecho. Saben que para mí éste es el peor de los castigos. Soy una mujer y ellos se empeñan en convertirme en un cerdo, en uno más de ellos, ¡en un hombre!

Clara toma asiento y saluda a la presa con una inclinación de su cabeza. Está seria, no quiere hacer ninguna concesión a la mujer que torturó y casi mata a su marido.

—Quiero hablar con ella a solas —ordena Miranda, que está escoltada por tres guardianes armados.

—Ni hablar —dice el director de la prisión que les acompaña—. Sabemos lo que hizo usted con esos hombres que la custodiaban en Suiza. Mis empleados tienen orden de hacer fuego al más mínimo movimiento, aunque sea un estornudo, fíjese.

—Estoy encadenada de pies y manos. ¿Qué más necesitan?

—Si hablo con usted, ¿firmará su confesión? —pregunta Clara.

—Lo juro —dice Miranda.

—Bien —responde la mujer de Víctor Ros—. Déjenme ese revólver y salgan del cuarto.

—Pero… —comienza a decir Casamajó.

—¡Que salgan, he dicho! Pude con ella en aquella maldita casa de campo y ¿creen que no voy a poder con ella aquí, encadenada y con un revólver apuntándole a la cabeza?

—Tiene usted mala puntería —responde, burlesca, Miranda.

Clara toma el revólver de Castillo y, sin dudar, abre fuego atravesando un viejo calendario que hay en la pared.

—He disparado al 30 de marzo. Compruébenlo. He estado practicando.

Los allí presentes se miran con sorpresa y abandonan la estancia.

Clara se sienta de nuevo frente a su interlocutora y, apuntando directamente a su corazón, comienza a hablar:

—Usted dirá.

—Se preguntará por qué la he hecho venir.

—Sí, más bien. Y me agrada que me ahorre el tuteo. Así es mejor.

—En primer lugar quiero felicitarla como es debido. Una compañera de género moviéndose tan brillantemente en un mundo de hombres es algo que te hace sentir orgullosa. Se comportó usted con inteligencia, fue brillante, decidida y valiente. Si había de capturarme alguien prefiero mil veces que lo hiciera una compañera, una mujer.

—Es usted un hombre, ¿lo recuerda?

—¡Y un carajo! Soy una dama, y si no me hubieran arrebatado mis enseres de afeitado y mantuviera mi pelo, vería usted cómo se equivoca.

—¿Ya está? ¿Era eso? ¿Nada más? —dice Clara amenazando con levantarse.

—No, quiero que sepa que considero a su marido un rival casi a mi altura. Algo pesado, como una mosca cojonera, usted perdone. Nunca llega a cazarme.

—Ya lo hizo una vez.

—Pero escapé. Supe del interés que tenía en mí el Sello de Brandenburgo y me dejé querer. Lo demás fue fácil. De hecho, en lugar de esconderme en el extranjero, que era donde me buscaban, me vine aquí. ¿Acaso cree que temo a su marido?

—Pues bien que desapareció cuando él llegó a Oviedo.

—Me conocía. Nos hubiera delatado al instante.

—¿Y bien? ¿Qué quería decirme?

—Sí, sí, pues eso, que ha sido usted una rival a mi altura, así que, en cuanto solucione estos pequeños problemillas con la Justicia…

—¿Pequeños? ¡Si va usted al garrote de cabeza!

La otra, como una demente, sigue a lo suyo e insiste:

—… cuando termine con estos pequeños problemillas judiciales, que ya le auguro será pronto, ajustaremos cuentas.

—¿Cómo?

—Pues eso, lo que oye.

—¿Nos está amenazando?

—¡No, querida, a usted no! He descubierto que sería usted una gran rival, una fantástica investigadora. Es por esto que en cuanto quede libre tomaré las medidas oportunas para que su marido sea eliminado. Así podrá usted salir del capullo y pasar de crisálida a mariposa. Y entonces nos enfrentaremos, por media Europa, claro. Yo cometeré mis crímenes y usted me perseguirá intentando resolverlos, cazarme. Ya verá, seremos las heroínas de la gente de la calle, saldremos en los periódicos día sí y día también. Pasaremos a la historia.

—Está loca.

—No, y lo que acabo de predecir sucederá pronto. Su maridito tiene los días contados.

Clara Alvear se levanta y amartilla el arma. Apunta justo a la frente de Miranda y toma aire.

—Venga, adelante —dice la reclusa.

Entonces, Clara Alvear suspira y baja el revólver. Se gira y justo antes de salir sentencia:

—Si vuelve usted a aparecer en nuestras vidas, juro que la mato. No llegaré ni a avisarle, quiero que lo sepa.