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Esta vez Bárbara Miranda toma un hacha de carnicero y se dirige hacia Clara. Víctor, completamente atado, no puede hacer nada. Apenas si farfulla incoherencias, parece estar a punto de perder el sentido.

Espada desaparece escaleras arriba pero, al instante, se escucha un tremendo estruendo. Parece que viene de la escalera, es como si ésta se fuera a hundir. Clara y Víctor no aciertan a saber qué está pasando hasta que ven rodar al gigantón por el suelo. Se levanta y lleva algo en los hombros. Una figura pequeña que le muerde una oreja haciendo que se retuerza de dolor.

—¡Eduardo! —grita Clara.

Espada, movido por el dolor, coge al crío como puede y lo lanza contra la pared. Éste impacta con el muro de piedra y cae sin sentido junto a los dos cautivos.

Clara se agacha a atenderlo.

Pasan unos segundos que se hacen eternos mientras la dama aplica su oído al pecho del niño.

—Está vivo —dice al instante para calmar a Víctor, que nada puede hacer.

Bárbara Miranda está fuera de sí:

—Y éste, ¿quién carajo es?

—Nuestro hijo, déjele ir, por favor —suplica Clara.

—Ya vienen para acá y lo sabes, Miranda. Yo de ti saldría por piernas —farfulla Víctor, que apenas si puede hablar pues tiene la boca inflamada.

—No —contesta ella, que parece a punto de perder los nervios—. Tú, José Antonio, encárgate de ellos dos y yo despacharé a Víctor. Nos vamos. Hay que escapar ya y a campo traviesa, además.

—¡Casa Petronila! ¡Vamos! No tenemos ni un minuto que perder —dice Castillo, que entra en el coche a toda prisa.

—¿Cómo? —apunta el juez mientras que el cochero sale de allí a toda prisa.

—Sí, sí, han pasado por aquí, por la taberna, y he hablado con un paisano que les dio las señas.

—¿Las señas?

—Sí, sí, él mismo alquiló una casa de campo, Casa Petronila, a unos forasteros hace un par de meses: una mujer hermosa y un tipo muy grande, mal encarado. Vienen de vez en cuando y son muy misteriosos, no se tratan con nadie.

—¿Y cree usted que son ellos?

—Clara y el Julián han salido para allá, debemos acudir lo antes posible.

—¿Está muy lejos esa casa?

—Creo que una media hora; con el coche de caballos, menos.

—¿Cuánto hace que salieron de aquí?

—Unas dos horas, según me han contado.

—Ruego a Dios que lleguemos a tiempo.

—Puede que no sean ellos, digo, los forasteros.

—Si no fueran ellos, Clara Alvear habría vuelto ya —dice el juez con mucho sentido.

Clara comprende que ha llegado su fin. Víctor está atado y no puede ayudarla. Eduardo yace en el suelo sin sentido. Todo está perdido.

Cuando los dos asesinos van a acercarse a ellos suena una especie de explosión.

Todos miran a Espada. De pronto, su cabeza ha desaparecido. El cuerpo, lentamente, queda de rodillas y cae con estrépito al suelo. Está muerto, le han volado la cabeza. La escalera cruje como si alguien bajara a la carrera. Clara no acierta a hacerse una idea de qué ha pasado. Está mareada y se siente a punto de perder el sentido por la tensión que está viviendo. Tras el humo de la detonación se adivina, entonces, una figura:

—¡Julián! —exclama Clara.

—Decidí volver, no me daba tiempo —dice el cochero, que lleva en las manos su escopeta de postas. Y dirigiéndose a Miranda, añade—: Me queda otro disparo, usted sabrá.

Ella mira al Julián con maldad y aprieta el mango del hacha con fuerza. No es mujer que suela rendirse tan fácilmente. Observa con parsimonia a un lado, a otro, y sonríe.

—¿De verdad crees que un simple cochero va a detenerme? —pregunta Miranda con retintín mientras echa un pie atrás para darse impulso en cuanto descargue su ataque. Antes de que vaya a levantar el hacha y cuando nadie lo espera ya, Clara Alvear da un paso al frente y la golpea en la cabeza con la culata de su revólver. Bárbara Miranda cae al suelo desplomada, sin sentido.