Sí, seguro, dos forasteros: un hombre y una mujer, muy guapa, por cierto.
Clara siente un vuelco en el corazón al oír al paisano decir aquello.
—¿Está seguro? —pregunta el Julián.
—Sí, por supuesto, yo mismo les alquilé la casa.
—¿Y dónde está? —pregunta Clara, que no puede creer en su suerte. El viaje ha sido largo y tortuoso. Han llegado a Saliencia pasadas las once de la noche y se han dirigido directamente a la única taberna. Es un pueblo muy pequeño y queda aislado. El día ha sido agotador. Eduardo, rendido, duerme en el coche del Julián. Han parado a preguntar en Castro, la Falguera, Viegas, Villarán, Arbeyales y Endriga. No hay ni rastro de dos forasteros por la zona, pese a que algunos turistas se acercan por allí para disfrutar del aire puro de la montaña. Clara ha llegado a desesperarse, a pensar de que aquélla era una misión imposible, pero el paisano contesta muy seguro de sí mismo:
—La casa está muy cerca de aquí, algo aislada pero a una media hora caminando. En dirección a los lagos, es un sendero que sale hacia la derecha, la casa no se ve desde el camino, está en alto y queda oculta por los árboles. Hay un pequeño cartel; Casa Petronila, se llama.
—Muchas gracias, señor —dice Clara dándole una pequeña propina.
Ella y el Julián se miran y salen al exterior.
—¿Qué hacemos? —pregunta él.
—Ir allí.
—Perdone usted, doña Clara, pero es una locura. Deberíamos avisar en el puesto más próximo de la Guardia Civil.
—Julián, eso nos llevaría horas. Estamos al final de un valle aislado y en mitad de la noche. Igual llegan tarde. ¿No te das cuenta? No tenemos un minuto que perder. Además, no sabemos seguro si son ellos. Debemos asegurarnos primero; vayamos y echemos un vistazo.
—Es noche cerrada, nos perderemos.
—Iré sola, entonces. Quiero un caballo.
—No, no —dice él sujetándola por el brazo—. Lo haremos a su manera.
Clara sube al pescante con el cochero y parten de inmediato.
Sentado a una mesa de la única taberna de Castro, Agustín Casamajó ha perdido toda esperanza revisando sus notas. Han enviado parejas de la Guardia Civil a preguntar por todas las pequeñas aldeas de los Picos de Europa y no hay rastro de Bárbara Miranda y su amigo. Tampoco se sabe nada de Clara Alvear y su loca expedición. El juez no quiere encontrarse con más muertes y reza para que nada le ocurra a la mujer de su amigo. Esa Bárbara Miranda es una mujer peligrosa y no quiere ni pensar en que los dos hijos pequeños de Víctor pudieran quedar huérfanos.
—¿Don Agustín? —pregunta Castillo sacándole de sus propios pensamientos.
—Sí, Castillo, dígame —contesta el juez volviendo a la cruda realidad.
—Una buena noticia.
—¿Si? —dice el juez, ilusionado.
—Clara Alvear y el cochero pasaron por aquí.
—Vaya, bien, bien. ¿Y de Miranda, se sabe algo?
—No hay rastro de forasteros por estas tierras.
—¿Por qué iba Alvear a adentrarse en este valle tan aislado?
—Quizá porque el botánico le indicó que era el lugar que buscaba.
—La verdad es que es una buena zona para esconderse, sí. Sigamos preguntando valle arriba. No sé si daremos con el rastro de Miranda, pero el de Clara nos puede ayudar a encontrar el camino y evitar otra tragedia. Avise a sus hombres.
—Pero, don Agustín, es ya noche cerrada y…
—¡No hay pero que valga! No tenemos tiempo que perder. Si Clara encuentra a esa mujer, irá de cabeza a una muerte segura.
A Clara y al Julián el camino se les hace eterno. Cuando llegan a la bifurcación, descienden del coche y despiertan a Eduardo.
—Vamos a acercarnos caminando desde aquí —dice ella—. No queremos que nos oigan llegar.
—Esa gente es peligrosa —apunta el cochero.
Clara Alvear saca algo que lleva en la espalda sujeto por el cinturón. Apenas si se ve en mitad de la noche, pero el Julián intuye que es un arma.
—Es el revólver de Víctor —aclara ella.
—Esperen —dice el cochero, que vuelve al momento con una escopeta de caza—. Vamos.
Comienzan a caminar por el sendero y al momento ven la casa. Es una construcción de campo con una amplia planta baja y un primer piso algo más pequeño. El tejado parece oscuro. Caminan entre vacas.
Cuando llegan a unos veinticinco metros se ocultan tras una gran roca.
—Hay un luz, ahí —señala el cochero refiriéndose a una pequeña ventana.
—Sí —contesta Clara—. Y eso de ahí es un coche de caballos, ¿veis? Asoma un poco tras la esquina.
—Sí —dice Eduardo—. Y ahí se ve un caballo pastando, debe de estar atado.
—¿Qué hacemos? —pregunta el Julián.
Clara duda por un instante.
—Julián, tú puedes ir más rápido con tu coche o con uno de los caballos. Baja hasta el primer puesto de la Guardia Civil y avisa de lo que está ocurriendo. Eduardo y yo estaremos aquí, vigilando.
—Aún no sabemos si son ellos —dice Eduardo—. Yo me acercaré.
—¡No! —contesta Clara en susurros.
Entonces un grito de hombre rasga la oscuridad.
—¿Habéis oído eso? —pregunta el crío.
—Es la voz de Víctor —dice Clara.
Quedan en silencio por un momento.
—¿Está usted segura? —pregunta el cochero.
—Creo que sí —responde ella visiblemente nerviosa—. Vete, Julián, vete, no tenemos tiempo que perder.
—Les dejo los caballos atados a un árbol, ¿de acuerdo?
—Sí, donde está ahora el coche —señala Clara.
—Les dejo mi escopeta.
—Yo no quiero eso, es muy pesada —dice ella.
—Bien entonces, pero no hagan ninguna tontería y esperen a que llegue con la fuerza pública, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —responde la dama.
El Julián sale a paso vivo, caminando medio agachado y ocultándose entre las vacas. Clara ve cómo la sombra se aleja. Entonces se escucha otro grito.
Ella se retuerce por la impaciencia. Esas horas se les van a hacer muy largas. A lo lejos parece oírse el sonido del coche de caballos que se aleja y Clara Alvear comienza a dudar de si han hecho lo correcto. ¿Qué van a hacer ellos allí? ¿Cómo pueden ayudar a Víctor?
—¡Ha salido alguien! —susurra Eduardo.
En ese momento comprueban que una silueta de hombre ha salido al exterior. Se acerca al coche y parece entretenerse desatando algo. Entonces se acerca donde el caballo y lo toma por la cuerda para acercarlo al carruaje.
—¡Se van! —dice ella—. Va a preparar el coche.
Los dos se miran en mitad del silencio.
—¿Qué hacemos?
Clara no quiere decir nada, pero piensa que si aquellos dos abandonan la casa es porque han matado a Víctor. Otro grito. Está vivo aún. No deben perder ni un segundo.
—¡Lo van a matar! Y por eso huyen —dice ella—. No hay tiempo que perder. Espérame aquí.
—No, madre, voy contigo.
—¡Espérame aquí, he dicho! —exclama ella girándose con brusquedad.
Eduardo se queda pegado al suelo y la ve alejarse en dirección a la casa. Clara Alvear, vestida como un hombre, se pierde en la inmensa sombra que depara la vivienda. Entonces, el crío se dirige hacia el carruaje ocultándose en la sombra de los árboles.
Clara consigue llegar con facilidad hasta la vivienda. Nadie le ha oído llegar. Respira agitadamente, está nerviosa y siente el latido de su corazón en sus oídos, como si éstos fueran a estallar. Está pegada a la pared de piedra de la casa. Junto a ella hay una ventana abierta e intenta escuchar: parece que se oyen voces, una mujer y un hombre.
¿Dónde tendrán a Víctor? Por un instante dejan de hablar.
Ella se acerca más a la ventana para escuchar. Entonces siente que alguien la agarra por la espalda y le pone un inmenso cuchillo en el cuello.
—Quieto ahí, amigo, ¿adónde crees que vas?
Agustín Casamajó aguarda dentro de su coche. En los últimos pueblos ni siquiera ha bajado. Aquélla es una lucha titánica contra el tiempo, de manera que Castillo y sus hombres bajan, preguntan por el pueblo y si no hay noticias, continúan camino. En todos los pueblos que han visitado recuerdan a Clara Alvear y sus preguntas. Parece evidente que la mujer ha decidido examinar a fondo el valle de Saliencia.
—Han pasado por aquí. Seguían hasta Saliencia —dice el alguacil entrando en el coche de caballos.
—Pues no tenemos nada que perder, venga, sigamos. ¡Fustigue el caballo, por amor de Dios! —grita el juez al cochero; desea llegar a tiempo, antes de que Clara Alvear encuentre a Miranda. Sus posibilidades son escasas: un cochero, un niño y ella. ¿Cómo van a hacer frente a una criminal como aquélla y a esa bestia de Espada?
Cuando Clara quiere darse cuenta, su captor la ha llevado al interior de la casa. Están en un salón amueblado rústicamente, es una casa de campo.
—¡Bárbara! —avisa el hombre arrojando a Clara a un butacón de madera y esparto.
Al momento se escucha cómo crujen unas escaleras y una mujer surge de la puerta de la cocina.
Es bella y viste de negro. Clara se alarma pues lleva un delantal manchado de sangre.
—¡Vaya! ¿Qué es esto? —pregunta.
—¿Y Víctor? ¿Está vivo? —dice Clara.
—¿Quién es esta pánfila? ¿Qué hace aquí? —insiste Bárbara Miranda.
—No lo sé, la acabo de encontrar escondida ahí fuera —dice Espada.
Bárbara Miranda se acerca a la ventana con cuidado y echa una mirada furtiva al exterior. El hombre se planta en mitad de la misma y dice:
—No se ve nada, está muy oscuro ahí.
—Pero ¿eres idiota? —grita ella—. ¡Quítate de la ventana! ¿No ves que ofreces un blanco muy fácil? Si ella está aquí habrá más gente fuera. ¿No te das cuenta? ¿Para qué quieres el cerebro? —En ese momento, Miranda mira a Clara y piensa en voz alta—: Un momento, ¿qué hace esta mujer con esas ropas? Te están grandes. Son de Víctor, claro. —Y estalla en una violenta carcajada.
Espada no entiende lo que ocurre.
Bárbara se acerca a Clara y dice:
—Vaya, vaya, así que aquí tenemos nada menos que a la mujercita de Víctor, Clara Alvear. ¿Cuántos sois?
—He venido sola.
Bárbara Miranda le propina un sonoro bofetón.
—A mí no me mientas, puta.
—Es la verdad.
—¿Cómo llegaste aquí? ¿Quién te trajo?
—Yo sola. Hallé unas flores en la manta donde dejasteis a Esther Parra y fui a ver a un catedrático de botánica, él me dijo que buscara por aquí.
Bárbara Miranda mira a su acompañante con cara de pocos amigos.
—Siempre te he dicho que hay que ser muy cuidadosos con los detalles, ¿ves lo que has hecho?
El hombre, pese a ser un tipo inmenso, da un paso atrás. Es obvio que la mujer le intimida.
—¿Y quién te espera fuera?
—He dicho que nadie, me tomaron por loca. Nadie toma en serio a una mujer en estos asuntos.
Bárbara Miranda sonríe, suspira como si estuviera agotada y contesta:
—A mí me lo vas a contar, rica. ¡Abajo!
José Antonio García Espada toma a Clara por el brazo y la empuja a la cocina, de allí parten unas escaleras por las que bajan a un sótano lúgubre y mal iluminado.
—¡Víctor! —grita ella lanzándose a abrazar a su marido, que permanece atado a una silla. Tiene el rostro amoratado e hinchado por los golpes—. ¿Qué te han hecho? —pregunta entre sollozos.
—¿Qué haces aquí? —farfulla él—. ¿Cómo has venido? ¿Estás loca?
—¡Qué estampa tan familiar! —exclama Bárbara—. ¡Dos por el precio de uno!
—Miranda, déjala marchar —dice Víctor, que siente que todo le da vueltas.
Bárbara estalla en nueva carcajada, está loca.
—José Antonio, sube a preparar el coche, nos vamos. Es posible que esta pánfila haya dado aviso. No me creo ni por asomo que haya venido sola. Yo termino con esto.
Víctor pierde el sentido y Clara piensa que quizá sea mejor así.
Mientras que su cómplice corre escaleras arriba, Bárbara Miranda se gira y fija su atención en una mesa sobre la que descansa una lona con múltiples instrumentos de disección. Parece dudar pero al final toma un inmenso cuchillo de carnicero. Se gira y da un paso al frente.
—Primero tú, zorra —dice con cara de loca.
Las escaleras crujen con estruendo. Alguien baja a toda prisa. Es Espada; parece muy alarmado.
—¡Se han llevado el caballo! ¡Ha desaparecido! —grita.
Clara repara en que debe de haber sido Eduardo, el crío ha sido muy listo dejándoles sin vía de escape.
—¿Qué? ¿Cómo vamos a salir de este antro, entonces? —exclama Bárbara Miranda, que se gira mirando a Clara—. ¡Tú! ¡Puta!
De pronto, Clara Alvear se echa la mano a la espalda y saca el revólver de Víctor. Miranda, que camina ya hacia ella, duda y recula un instante.
Víctor vuelve en sí y contempla la escena.
—¡Dispara, cariño, dispara! —grita a su mujer.
Miranda, como si tal cosa, mira a su esbirro y le recrimina:
—Pero ¿qué es eso? ¿No la has registrado?
—¿Por qué iba a hacerlo? Es una mujer.
—Eres un idiota. ¡Ya hablaremos de esto!
—No deis un paso, sé usarlo —advierte Clara con la voz temblorosa.
—No, no hables, dispara ya. ¡Rápido! —gime Víctor.
Bárbara Miranda se mueve con agilidad y de dos pasos se planta frente a Clara, que abre fuego una, dos, tres, cuatro, cinco y hasta seis veces iluminando el mugriento sótano a cada detonación. Bárbara sale despedida hacia atrás y Espada parece rodar por el suelo. Varias vasijas vuelan hechas añicos y el estruendo de los disparos resulta ensordecedor en mitad de un cuarto tan pequeño. Cuando Clara ha vaciado el tambor todo queda en silencio. Hay humo flotando en el ambiente por lo que la visibilidad empeora.
—¿Les has dado? —pregunta Víctor.
—No lo sé… —responde Clara.
Entonces, dos figuras se levantan en mitad de la oscuridad.
—¡Rápido, dame un pañuelo! —ordena Miranda llevándose la mano al hombro—. ¿Estás herido?
—No, no sabe disparar —contesta Espada, con otro revólver en la mano.
Bárbara Miranda se hace un nudo en el brazo herido con el pañuelo para contener la hemorragia y dice:
—No tenemos ni un minuto que perder, sube a echar un vistazo y cubre la huida, nos vamos. Ahora sí que termino yo con esto. Ha vaciado el tambor.