Está muerta —afirma el forense poniéndose en pie tras terminar con su examen.
Don Agustín se gira y dice:
—¡Más luz aquí, rápido! Castillo tiene que echar un vistazo a la muerta y a los alrededores. Hay que buscar alguna pista. ¡Lo que sea!
Mientras los hombres del alguacil rodean el cuerpo con más lámparas de aceite, el juez mira a Castillo y le dice:
—Esto se pone cada vez peor.
En ese momento, el alguacil mira al fondo y pregunta:
—¿Quién viene en ese coche?
Están en plena carretera a Luarca, pasada la finca de la Italiana y la noche es oscura como la boca de un lobo.
—Es el coche del Julián —afirma el juez forzando la vista.
Cuando el carruaje de alquiler llega a su altura, el cochero se baja de un salto y abre la portezuela.
—¡Clara! ¿Qué haces tú aquí?
Ella, sin saludar, se acerca al lugar donde yace el cuerpo y dice:
—Es Esther, ¿verdad?
—¿Cómo te has enterado de esto? —pregunta Agustín.
—Dime, por Dios, no se trata de Víctor, ¿verdad? Agustín, te lo pido por tus hijos, ¿es Esther? —dice Clara.
—Pero ¿cómo has sabido que…?
—¡Yo pregunté primero! —grita ella haciendo que todos los hombres vuelvan la cabeza.
—No, no es Víctor, puedes estar tranquila al respecto, ¿de acuerdo? Es el cuerpo de Esther Parra. La han matado, un tajo limpio, en el cuello. Pero insisto, ¿cómo lo has sabido?
Ella se gira y mira al cochero. Éste se toca el sombrero como saludando al juez.
—El Julián, debí adivinarlo, trabaja para ti.
—Es un buen amigo, Agustín, y hace lo que cree que querría Víctor. Tú deberías hacer otro tanto.
—Ya.
—¿Puedo echar un vistazo?
—¿Estás loca?
—Víctor me ha contado miles de historias, sé cómo trabaja y puedo hacerlo.
—Definitivamente afirmo: estás loca. Eso es cosa de Castillo.
—Con todos mis respetos, cuando Castillo llevaba el caso la cosa se complicó. Esa mujer, Bárbara, es demasiado lista. ¿Recuerdas por qué llamasteis a Víctor? No ocurre nada porque me dejes echar un vistazo, sólo eso. Se lo debes a tu amigo. Él vino de Madrid sólo para ayudarte, y mira. Además, ya te advertí que Víctor no se había fugado con Esther sino que había sido capturado por Bárbara.
—Bien, pero tienes cinco minutos. Y cuando acabe Castillo.
Ella sonríe y sale corriendo hacia el coche de donde vuelve con el maletín de su marido. Cuando el alguacil termina de examinar el cuerpo y los alrededores dice:
—No hay nada. Ni siquiera sangre. Debieron de matarla en otro sitio y luego la trajeron aquí. El trapero que la encontró dice que estaba envuelta en esa manta.
Clara Alvear se acerca al cuerpo de Esther y se alumbra con una lámpara de mano. Se agacha y echa un vistazo al rostro. El cuerpo descansa, en efecto, sobre una manta de cuadros.
—Era guapa. Hasta en una circunstancia como ésta su rostro me parece hermoso —dice. Luego, pensando en voz alta, examina el escenario tratando de comportarse como haría Víctor—: Degollada, por un zurdo. Vestido de viaje, es obvio que se trasladaba a alguna parte, probablemente con sus cómplices y con Víctor hacia el lugar donde lo tienen retenido.
—¿Cómo sabes eso? —pregunta Agustín.
—¿El qué?
—Que Víctor está… ya sabes, vivo.
—La aparición de este cuerpo es, por desgracia para Esther Parra, una buena noticia para nosotros. Si hubieran matado a Víctor, ahora tendríamos dos cuerpos, no uno.
—Vaya, es usted buena —apunta Castillo.
—Llevo muchos años conviviendo con un detective y aunque una no quiera, se aprende. Además, yo sí quiero aprender. Ahora no dudarás, querido Agustín, de lo que ha ocurrido.
—¿Cómo?
—Sí, llegaste a pensar que Víctor podía haberse fugado con Esther Parra. El hallazgo de su cuerpo indica que Bárbara Miranda está metida en el asunto, que utilizó a la dueña de la imprenta para atraer a mi marido y capturarlo, y que ahora está en su poder.
—Sí, tenías razón. Está claro desde que has llegado, no es menester que insistas.
De pronto, ella abandona la conversación, algo ha llamado su atención.
—Pero ¿qué es esto? —dice.
La dama se acerca aún más a Esther Parra y examina algo en detalle.
—Sujeta la lámpara, Agustín —ordena.
Entonces saca unas pinzas del maletín y toma unas muestras con ellas que guarda con suma delicadeza en una caja.
—¿Qué es? —pregunta el juez, intrigado.
—Unas florecillas que había sobre la manta. Justo detrás la cabeza. He visto un par.
—¿Y?
—Es un detalle que puede ayudarnos.
El juez piensa que no ve cómo, pero prefiere callarse, al menos estará distraída. En el fondo piensa que Clara ha terminado por comportarse como Víctor, como una excéntrica. Pero ella no es un gran detective como él. Además, sabe de sus andanzas como sufragista y de sus múltiples detenciones.
Mientras tanto, ella sigue examinando el cuerpo de pies a cabeza, agachada. Echa un vistazo alrededor. Mira un arbusto, otro y otro y parece desesperarse.
—En un situación como ésta Víctor sabe leer el terreno, pero yo estoy, por desgracia, a oscuras.
El juez suspira al ver que la dama admite su falta de preparación para acometer una tarea como aquélla y se felicita porque así podrá quitársela de encima.
—Aquí no hay nada más que ver —dice ella como si fuera Víctor—. Nos vamos.
Cuando Clara Alvear se despide dando las gracias y sube al coche del Julián, don Agustín Casamajó respira aliviado.
Don Antonio Alemán recibe una visita inesperada en su despacho de la facultad. Al parecer una hermosa dama pregunta por él porque, según dice, quiere hacer una consulta. Viene acompañada por un niño y ambos van vestidos como si fueran a salir de cacería o a hacer una excursión por el campo.
—Tomen asiento, adelante. Ustedes dirán.
—Me llamo Clara Alvear y mi marido es el detective Víctor Ros. Se preguntará usted por qué estamos aquí —dice ella mientras saca una cajita de su bolso; es una mujer realmente hermosa.
—Sí, más bien, no sé en qué puede ayudarles este enamorado de las plantas.
—Catedrático de botánica, don Antonio —apunta ella haciendo que el profesor se sienta orgulloso.
—Una nadería.
—Verá —prosigue Clara abriendo la caja—. Se trata de esto.
Don Antonio echa un vistazo y ve dos pequeñas florecillas de apenas entre diez y veinte milímetros de diámetro. Son blancas y amarillas. Toma unas pinzas, coge una de ellas y sonríe colocándola bajo una inmensa lupa.
La examina en detalle hablando en voz alta para impresionar a la dama:
—Flor actinomorfa de entre uno y dos centímetros de diámetro, aparentemente solitaria, con perianto con ocho sépalos petaloideos libres y caducos. Forma elipsoidal, color blanco y el dorso algo piloso y azulado. No hay duda, amiga. El androceo consta de numerosos estambres más cortos que los sépalos y el gineceo está formado por numerosos carpelos libres y pilosos.
—No le entiendo —dice Clara, que se mira con Eduardo porque no comprenden la jerga de su interlocutor.
—Que digo que está muy claro, amiga. Se trata de Anemone pavoniana, un endemismo de estas tierras.
—¿Un qué?
—Digamos que una planta típica de esta zona.
—¡Bien! —responde la dama—. ¿Y podría usted concretar un poco más?
—¿Cómo? Perdone, pero no le sigo.
—Sí, el lugar. ¿Dónde crece?
Don Antonio Alemán sonríe.
—En muchos lugares, es una planta que se da mucho en los Picos de Europa.
—¿Podría usted concretar más aún?
—Hombre, donde más he visto es en los Picos Albos, también cerca de Somiedo, más concretamente en los lagos de Saliencia, en Cangas, en Caldas de Luna…
Clara Alvear suspira desesperada.
—Ya, ya, pero imagine que debiera quedarse con un solo lugar. Piense, un sitio aislado, con casas independientes unas de otras. Imagine usted que quisiera esconderse, ¿a cuál de esos lugares iría usted? ¿Cuál de ésos está más aislado pero con posibilidad de alquilar una casa o una finca?
—Saliencia. Queda lejos, es un valle bastante aislado y está casi en el límite de la provincia con León.
—¿Seguro?
—Seguro. Sí, creo que sí. Además, esta planta florece entre mayo y junio, y dado lo avanzado de la estación, a estas alturas yo creo que sólo la veríamos por aquellos andurriales, cerca de los lagos.
La mujer piensa en voz alta:
—Es una posibilidad remota —apunta—. Pero no tenemos nada más a que agarrarnos y el tiempo corre en nuestra contra.
El alguacil Castillo entra en el despacho de Casamajó bastante desanimado. Han controlado todos los caminos y no hay rastro del paso de Miranda y su cómplice. Si se han llevado a Ros deben estar escondidos en algún lugar cercano, pero ¿dónde?
—No hay ni rastro —dice dejándose caer agotado en una de las butacas que tiene el juez para las visitas.
—El tiempo corre en nuestra contra.
—Lo sé, don Agustín, lo sé. Pero ¿qué más podemos hacer?
—¿Ha mandado seguir a Clara?
—Sí, como usted ordenó.
—No quiero que esa mujer me cause más problemas. Es lo que me faltaba. ¿Qué ha hecho?
—Pues excentricidades, como su marido: después de desayunar, ha ido con el crío a ver a un catedrático de botánica.
—¡Qué tontería! ¿Y?
—Mi hombre entró a verlo después de ella. Estuvo preguntándole sobre unas florecillas.
—Las que encontramos en la manta donde yacía Esther Parra.
—Sí, eso parece.
—Igual no va muy desencaminada. Eso es lo que hubiera hecho Víctor, sin duda.
—No ha terminado ahí la cosa.
Casamajó se incorpora en su silla. Parece vivamente interesado.
—¿Y bien?
—Luego han ido a la posada y han esperado al Julián. Llevaba dos caballos de alquiler ensillados y atados a la parte trasera de su coche.
—¡Vaya! ¿Y?
—Han partido en dirección a Cangas; mi hombre se ha vuelto, claro está.
—A Cangas…
De pronto llaman a la puerta. El secretario del juez trae una nota.
—Parece un recado de Clara —apunta don Agustín, que lee el contenido.
—¿Qué dice la nota? —pregunta Castillo, embargado por la curiosidad.
—Dice: «Buscad en los Picos de Europa, el tiempo se acaba».
Los dos hombres quedan en silencio. Como evaluando el contenido de la esquela.
—¿Y bien? ¿Qué hacemos? —pregunta Castillo.
Don Agustín Casamajó pone cara de pensárselo mucho y sentencia:
—La provincia es muy grande para batirla en tan poco tiempo. Si esas florecillas son típicas de los Picos de Europa, y todo apunta en esa dirección, quizá deberíamos centrar nuestra búsqueda allí.
—Y aun así es una zona inmensa y difícil de batir.
—Sí, en efecto, pero no debemos rendirnos, Castillo. Avisa a tu gente y a la Guardia Civil, probaremos sólo en los Picos de Europa. Recuerda, buscamos a dos forasteros, un hombre y una mujer, que habrán alquilado una casa. No pierdas ni un segundo.