46

¿Recibiste mi mensaje? —dice Agustín Casamajó sin siquiera saludar a Clara.

—Sí, Eduardo está ya acostado como me indicaste. Ha venido agotado, se ha pasado todo el día por ahí, disfrazado, para ver si escuchaba algo sobre Víctor. Ni siquiera ha comido.

—Es un buen chaval.

—Sí lo es, como su padre. ¿Quieres que te traigan algo? Yo voy a tomar una manzanilla.

—Si no te importa que beba, una copa de coñac.

—Faltaría más, Agustín; voy a avisar.

El juez toma asiento en una butaca junto a la que ocupaba Clara. Cuando ésta vuelve, se pone en pie de nuevo.

—Siéntate, siéntate. ¿Querías decirme algo? —pregunta ella.

Él toma asiento y le coge las manos.

—Clara, quiero que seas fuerte en estos momentos. Si supieras la de veces que he charlado con Víctor en estos mismos sillones. Casi todas las noches desde que llegó. Hemos hablado mucho, mucho. Momentos muy valiosos para mí.

—Estoy dispuesta a aguantar lo que haga falta, Agustín. Si el desenlace es fatal sé que me voy a desmoronar, pero de momento, mientras quede una sola posibilidad, voy a luchar hasta el final para encontrar a Víctor.

—Sabes que ésta es una ciudad pequeña.

—Sí, claro, por supuesto. Sé perfectamente que esto no es Madrid.

—Y provinciana.

—¿Qué pretendes decirme?

—Que todo el mundo sabe ya de la desaparición de Víctor y de Esther. ¿Te das cuenta? El mismo día. La gente comienza a murmurar… ya sabes…

—No. No sé.

—Todo el mundo piensa que han podido fugarse juntos.

—No contemplo esa posibilidad.

—¿Y si ha sido así?

—Si ha sido así, ¡lo encontraré para que me dé una explicación!

Los dos se quedan en silencio, momento en el que entra la fámula con las bebidas. Mientras las sirve se masca en el salón un tenso silencio. Cuando la chica sale, Clara Alvear toma la palabra:

—Mira, lo he pensado mucho y he llegado a una conclusión. Es muy raro que Víctor recibiera un soplo sobre el caso y se metiera en terreno peligroso sin avisar, ¿verdad? Víctor lleva muchos años en esto, es un profesional. Y más con Bárbara Miranda por medio.

—Sí, eso es cierto.

—Creo que recibió una nota y la quemó. La criada vio restos de un papel quemado, ¿me sigues?

—Sí, parece lógico.

—Ahora sabemos que esa nota era de Esther Parra, que le pidió que fuera a verla por algún motivo —afirma contundente Clara Alvear.

—¿Y por eso quemó la nota?

—Exacto.

—Sí, en eso todo el mundo estaría de acuerdo.

—Claro, Agustín. Víctor la quemó para no comprometerla. Si no se sintió amenazado ante su visita a la imprenta es porque pensaba que el motivo de su entrevista era meramente personal. ¿Me sigues?

El juez Casamajó comprende que aquello conduce en una sola dirección y no es muy positiva para su amigo. Esther Parra avisó a Víctor en mitad de la noche y éste acudió a verla en secreto. Luego desaparecieron; es evidente que juntos. ¿Cómo puede Clara negar la realidad de aquella manera? ¿Cómo ha podido Víctor hacer algo así?, comienza a pensar cuando ella le interrumpe en sus disquisiciones.

—¡Sólo hay una posibilidad! Esther Parra le tendió una trampa.

—¿Cómo?

—Sí, trabaja para esa mujer, Bárbara Miranda. Quizá la propia Bárbara se ofreció para que la otra pudiera vengarse. Víctor es muy listo, sí, pero en asuntos de mujeres todos los hombres sois medio idiotas. Acudió a verla empujado por su sentimiento de culpa y su caballerosidad le llevó a quemar la nota. Esa víbora utilizó a Esther Parra para poder capturarlo. Ahora está en manos de Bárbara Miranda.

—Vaya, hablas como Víctor.

—Llevamos muchos años juntos, no lo olvides.

Casamajó no quiere sacar a su amiga de su error, pero entiende que ha querido buscar la mejor forma de afrontar el golpe: su marido se ha fugado con otra y ella niega la realidad. Está claro. Por eso ha querido buscar la explicación más peregrina posible. Una explicación en la que su marido queda como un caballero, evidentemente. Siente pena por ella. Todo Oviedo se deshace en murmuraciones y chismes sobre el asunto. Incluso han olvidado que una peligrosa asesina y su cómplice han logrado escapar indemnes. Pero en ese momento la prioridad del juez es otra: tiene que conseguir que el golpe sea lo menos severo para Clara. Poco a poco irá aceptando lo que hay. De momento, decide darle la razón.

—Sí, eso que dices tiene sentido.

—Seguro que Bárbara Miranda conocía la historia de Víctor y la imprenta en su juventud.

—Sí, claro, todo Oviedo lo sabe.

—Imaginó que Esther Parra debía de estar dolida y acudió a convencerla para que se lo entregara en bandeja.

—Tiene lógica eso que dices, sí —miente de nuevo el juez—. Pero ¿y ahora? ¿Qué hacemos?

—Quiero reflexionar, debemos actuar tal y como lo haría Víctor.

—Sí, exacto, ¿y cómo actuaría?

—Pues eso es, Agustín, que no lo sé.

Víctor abre los ojos y apenas distingue nada en medio de la oscuridad. Parece estar en un sótano oscuro, sombrío y muy húmedo. La boca le sabe a sangre y eso le hace recordar que ha sido capturado por Miranda. No se escucha nada, silencio. Se le hace evidente que deben de estar en mitad del campo, lejos de cualquier lugar habitado. Recuerda haber despertado por los golpes de José Antonio García Espada, un tipo enorme y despiadado que fue quedándose solo en Madrid porque era demasiado violento. Los delincuentes no son tontos y era un compinche demasiado agresivo, de esos a quienes gusta ensañarse. Gente así no depara nada bueno en el mundo del delito. Los golpes han de ser limpios, cuanto más mejor. Si hay víctimas la policía te persigue con más ahínco y, sobre todo, uno puede acabar en el garrote. Nadie quiere eso. Espada había terminado por ser un paria en el lumpen de Madrid, se había visto obligado a trabajar solo hasta que decidió cambiar de aires. Nadie preguntó por él.

Bárbara Miranda arrastra el peligroso honor de aliarse siempre con lo peor de cada casa.

Un momento, pasos.

Alguien baja por unas escaleras de madera que crujen como si fueran a partirse en dos de un momento a otro.

Es ella. No hay duda. Los ojos de Víctor se han acostumbrado a la oscuridad y percibe la delgada silueta de una mujer vestida de oscuro que enciende una lámpara de aceite que hay en la pared.

Sus ojos malignos se dirigen hacia él y sonríe.

—¡Está despierto! —grita acercándose a Víctor.

Es, sin duda, una mujer bella.

—Vaya, ya te has despertado. José Antonio te dio fuerte, ¿eh?

—No sé, no lo recuerdo bien.

El gigantón baja las escaleras a toda prisa y se dirige hacia el reo, pero ella le pone la mano en el pecho.

—No lo vas a tocar, de momento. Quiero disfrutar con esto, ¿comprendes? Está atado y no puede hacer nada. Vete, quiero hablar con él a solas.

Espada protesta pero hace lo que se le dice. Miranda siempre ha tenido un don para que los hombres hagan lo que ella quiere.

—Bien, ¿por dónde íbamos? —dice tomando una silla de un rincón para sentarse frente a su víctima. Se mueve con ademanes pausados, con calma, es evidente que se encuentra segura allí donde sea que se ocultan.

—¿Y Esther?

Bárbara Miranda sonríe.

—Era una ingenua.

—¿Está con vosotros?

Miranda vuelve a sonreír.

—Te has deshecho de ella. Claro.

—Es evidente, Víctor. No iba a dejar cabos sueltos.

—Pero ella te ayudó.

—¿De verdad crees que merece piedad una mujer que entrega a un hombre a sus verdugos para que sea torturado y asesinado vilmente?

—Eres una desgraciada, te haré pagar por esto.

—¿Sí? ¿Cómo?

—¿Sufrió? —pregunta Víctor con preocupación.

—No, tuve una deferencia con ella e hice que su final fuera rápido. No creas, José Antonio quería pasar un buen rato con la chica pero no le dejé. Nos había ayudado a capturarte y no soy una persona sin escrúpulos, al menos no del todo, me gusta tratar bien a la gente que me ayuda.

—¿Matándolos?

Bárbara Miranda suelta una carcajada y responde:

—Sí, a veces tiene una que eliminar a ciertos elementos para borrar su rastro. Y más si lleva detrás a un sabueso tan pesado como tú, querido Víctor.

—Nunca me rindo, lo sabes.

Ella suspira con aire cansado.

—¿Ves? Ese tipo de tonterías te llevan a donde estás, querido amigo. Veamos, si no hubieras aparecido por aquí, ese afinador habría cargado con las culpas y yo hubiera podido seguir con mi vida. Todo habría funcionado bien. Pero tuviste que empeñarte en venir, meter tus narices en todo, como haces siempre, e ir provocando la muerte de más personas. El asesino eres en realidad tú, no yo.

—Si el afinador hubiera sido ajusticiado no te habrías parado ahí. ¿Cuál era tu objetivo? ¿Seguir de niñera? ¡No! No creo. Convertirte en la esposa de don Reinaldo y manipularle, utilizar su fortuna para tus asquerosos fines. No, Bárbara, no. Habrías seguido matando. Una y otra y otra vez, porque es lo que te gusta. Matando hasta terminar con doña Mariana.

—Menuda pánfila.

—¿Por qué volviste a España? ¿Te gusta el riesgo?

—No, no soy imbécil. Vine para recoger un dinero que tenía oculto, pero me la jugaron, y como estaba sin una peseta, encontré este trabajo y supuse que este país sería el lugar en que menos me iban a buscar. ¿Cómo iba a pensar el Sello de Brandenburgo que se me podía ocurrir volver a España?

—Sí, eso está bien pensado.

—El caso es que tuve suerte porque comprobé que a don Reinaldo le gustaban ciertas «cosas especiales». Cosas que yo podía proporcionarle.

—Como ocurría con tus clientes cuando te prostituías en Barcelona.

—En efecto, hay caballeros que buscan cosas exóticas.

—Sí, sólo que eres una asesina y todo el que se te acerca acaba mal.

—No me vengas con moralinas, tampoco es tan grave despachar a algún idiota que otro y hacer de éste un mundo mejor.

—Estás enferma, ¿sabes?

—Tonterías. Estoy perfectamente.

—Deberías estar recluida.

—No sabes lo que dices.

—Tú no eres Bárbara Miranda, mírate, con esas ropas. Sabes que eres un hombre, dejaste a tu mujer en Barcelona.

—¡Cállate! —grita Miranda abofeteando a Víctor.

Silencio.

Parece que la mujer se autocontrola por un momento. Aprieta los puños y alza la vista. Se serena.

—Nada queda de aquel imbécil ya. Tú eres el verdadero culpable de todo lo que ha ocurrido. Me obligaste a seguir actuando, a matar. Por ejemplo, a don Celemín.

Víctor niega con la cabeza.

—No tienes solución, Bárbara.

—Estás resentido conmigo porque siempre voy por delante de ti.

—No te negaré que has actuado brillantemente. Tu jugada de la nota en el bolsillo del afinador de pocas le lleva al garrote.

—Vaya, gracias.

—Pero no podrás decir que mataste a la criada por mi culpa.

Miranda sonríe y contesta demasiado amablemente:

—No, eso fue antes de que tú vinieras.

—Os descubrió, tengo su diario.

—¿Lo sabes todo? Sí, es cierto. Ese idiota, el hijo, Ramón Férez, nos sorprendió a su padre y a mí en el pajar. Reinaldo no se dio cuenta, pero yo sí. No sólo nos vio sino que pudo echar un vistazo a mi…

—A tu miembro.

—Exacto. Supe que si eso se descubría aquello me podía costar caro. El Sello de Brandenburgo sigue buscándome. Ese niñato me hizo la vida imposible, amenazó con ir a su madre con el cuento. Tuvimos que eliminarle. Utilicé a ese marinero, Nicolás Miñano, para deslizar una nota en el bolsillo del afinador, Navarro, y todo quedó encarrilado. Pero esto es un pueblo de cotillas y detuvieron al caballerizo. Entonces la cosa se complicó. Encima Micaela, la criada, nos vio a José Antonio y a mí.

—Lo sé. Supo que Espada era tu amante porque os sorprendió en el salón.

—¿Cómo sabes eso? —pregunta Miranda, sorprendida.

—Tengo el diario de Micaela. Te lo acabo de decir.

—¡Vaya! Eres bueno, Ros, muy bueno.

—Gracias, muy amable.

—La tuve que eliminar, así que simulamos su suicidio y le coloqué en la mano el anillo del muerto. Así pensarían que era cómplice del afinador. A aquellas alturas habían decidido llamarte. Cuando lo escuché estuve a punto de desmayarme, se me cayó lo que tenía en la mano. Temía haber llamado mucho la atención.

—Y cuando llegué tuviste que quitarte de en medio. Desaparecer.

—Sí, supe que habías llegado cuando retorné de una excursión al mar de un par de días con los niños. Tuve que salir a toda prisa.

—¿Y dónde os escondisteis?

Miranda no contesta.

—Vaya, aquí —dice Víctor.

—Cada vez ibas acercándote más y descartando a otros sospechosos. Debo confesar que llegué a confiarme cuando se acusó oficialmente al afinador, Navarro, pero enseguida comprobé que era un señuelo. Me consta que apretaste las tuercas a Reinaldo.

—¿Le has estado viendo?

—No, es un necio. No estaba complicado en esto, es un hombre con una debilidad y yo la aproveché.

—¿Ibas a hacerle chantaje con lo de la sífilis de su primera mujer?

—¡Bravo de nuevo! ¡Lo sabes todo!

—Es mi trabajo.

—No, ése era un as que decidí guardar en mi manga.

—Eres previsora. Otra virtud más —dice Víctor, irónico.

—Cuando te acercaste a don Celemín y a Nicolás Miñano tuve que actuar. Luego se supo que habíais averiguado que Espada y yo no éramos hermanos, así que tuve que actuar de nuevo.

—Y cogiste los cuerpos del cementerio.

—Sí, ahí no sabías aún que yo estaba metida en este asunto, sólo sabías de la supuesta niñera. Pensé que si nos daban por muertos nunca podrías averiguar que era yo quien había estado actuando en aquella casa. Por eso robamos los cuerpos y los colocamos en el horno, con mi pendiente bien a la vista en uno de ellos, claro.

—Brillante.

Entonces Bárbara Miranda mira con curiosidad al detective. Ambos parecen estar inmersos en un juego de cartas, cuando al final se descubren las artimañas de los jugadores. Parecen disfrutar averiguando cuáles han sido las jugadas brillantes del otro.

—¿Cómo supiste que se trataba de mí? ¿Que yo estaba aquí?

Víctor sonríe.

—Fue una pura casualidad.

—Las malditas casualidades, lo impredecible, el factor sorpresa… el peor enemigo del delincuente refinado, del artista del crimen como una servidora. ¿Qué casualidad?

—Por la niña; escandalizó a su madre orinando como un hombre. Dijo que tú lo hacías así. ¿Te das cuenta? Dijo que te había visto orinar así en el campo.

—¿Ves? Una nunca puede descuidarse. Esto me ayuda a aprender. Fue un error de aficionada, debería haber cuidado hasta ese detalle. No hay que salirse del papel, nunca, ni siquiera delante de una niña de cuatro años.

Víctor repara en que aquella loca se toma aquello como si fuera un oficio, un trabajo más, un arte, habla incluso de ir mejorando. ¿Cómo va a poder detenerla?

—Y decidiste utilizar a Esther.

—Sí. Cuando vi que habías mirado las tumbas de Micaela y Ramón Férez y cuando se hizo público que conocíais mi identidad, tuve que ir a por ti. Esther era una pobre incauta. Cuando me presenté en su imprenta y le dije que yo tenía en mi mano la posibilidad de hacerte sufrir no lo dudó. Me dijo: «Cuente conmigo».

—Por eso vino a mi posada a decir que había entendido mis razones.

—Exacto. No tenía que llegar a perdonarte pero era necesario que tú creyeras que, de alguna manera, te entendía. Luego decidí que te enviara la nota. Fue justo el día en que descubriste lo de los cadáveres robados. ¿No te das cuenta? Tú eres el auténtico causante de esto. Cada paso que das, cada avance tuyo, me obliga a actuar. Todos han muerto por tu culpa. Por cierto, picaste como un pardillo.

—Sí, lo sé.

—Podías habértelo imaginado.

—No te digo que no, pero aunque hubiera sospechado de ella, habría intentado ayudarla. Se lo debía. Siempre la quise y siempre la querré.

Miranda mira al detective con desprecio.

—Eres un sentimental, Ros. Y eso te hace blando, vulnerable.

—Soy humano.

—Ya. ¿La querías aún?

—Nunca dejé de quererla. Era una mujer extraordinaria y yo le hice daño. Y ahora está muerta por mi culpa.

—¿Ves? Eres un blando.

—Claro, olvidaba que tú no tienes sentimientos.

—¿Y eso te parece malo? ¿En mi negocio? Es una gran virtud y tú lo sabes, no llevo ningún equipaje. No me pueden los sentimentalismos.

Los dos se han quedado en silencio de nuevo.

—Es cierto, Bárbara, debo decir que en tu «negocio», como tú lo llamas, la falta de remordimientos es una virtud, no lo negaré.

—¿Ves? No cuesta nada ser amable el uno con el otro. La admiración que sentimos es mutua, totalmente.

—Estás loca.

—Bueno —dice ella—, tenías que estropearlo. Este momento era especial. Da gusto hablar con un igual, con alguien que te entiende, pero tú siempre tienes que estropearlo todo con tu fachada de niño bueno. Tu maldita moralina. No voy a aguantar tus sermones, eres un hombre acabado. Me voy a cenar. Comprenderás que darte algo de comer o beber sería, sin duda, una cortesía excesiva por mi parte. Te dejaré que pases una buena noche, quiero que sufras pensando en lo que te espera. Se te va a hacer larga, muy larga, y piensa que yo estaré descansando en mi mullida cama. Has perdido, Víctor Ros.

—Nunca se puede dar una partida por terminada.

—¿Tú crees?

—Sabes que sí. No pienso acabar mis días aquí, de esta manera. Tú no me vas a eliminar de este mundo, te lo aseguro.

—Muy buena la bravuconada, querido, pero tengo hambre.

Bárbara Miranda se levanta y, tras apagar la lámpara y dejar aquello a oscuras, sube lentamente las escaleras. Víctor sabe que está perdido e intenta recordar alguna oración de su infancia. Lamenta no creer en Dios.