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¿Que ha desaparecido? ¿Y me lo dices ahora?

—Sí, bueno, no queríamos preocuparte. Ya lo conoces, igual está practicando una de sus tretas, una añagaza para hacer que sus enemigos le crean fuera del escenario.

—Si yo no estuviera aquí sería una posibilidad, no te digo que no. Pero él sabía que yo venía, que llegaba hoy. No es nada de eso y lo sabes.

—Ya.

—¿Desde cuándo?

—¿Cómo?

—Sí, que desde cuándo falta.

—Esta mañana Eduardo nos avisó, no durmió en su cama.

—No durmió en su cama…

Ella solloza, teme que Bárbara Miranda haya descargado un golpe fatal sobre Víctor. De pronto, la dama se recompone y alza la mirada.

—No hay tiempo que perder —se dice a sí misma.

—¿Qué dices?

—Sí, ha sido esa mujer, estoy segura. Tenemos que actuar rápido. Si no lo ha matado ya, claro… —dice ella perdiendo su mirada en el vacío.

—No, no, Clara, habrá ido a hacer algo, ya lo conoces: a veces encuentra una pista y se pierde, se olvida de que existe el mundo.

—No, hoy llegaba yo. No es eso. Ha sido ella, él me ha contado cómo es. No tenemos ni un segundo que perder. Dime, ¿quién le vio por última vez?

—La sirvienta de la posada le sirvió un café en las mesas de ahí fuera. Según dice, él se quedó solo leyendo y ella acudió a la cocina a fregar cacharros. Cuando salió, a eso de las doce, ya no estaba; así que supuso que se había ido a dormir.

—¿Y no avisó a nadie? ¿No dejó ninguna nota?

—No. Bueno, ahora que lo dices, la sirvienta afirma que encontró restos de un papel chamuscado.

—Un papel chamuscado… —repite ella—. Intentemos pensar cómo lo haría él. Un papel chamuscado, dices. ¡Una nota! Alguien le envío una nota, un aviso. Y él lo destruyó, pero… ¿por qué iba a hacerlo? Si le citaban para algo relacionado con el caso no hubiera ido solo, te habría avisado.

—Sí, eso que dices es lógico.

—Pero ¿qué otro tipo de asuntos podían llevarle a ausentarse así?

—Te juro que no lo sé. Estamos removiendo cielo y tierra; lo encontraremos, Clara.

—Ya —contesta ella. Es evidente que está pensando en el asunto.

—Ahora debes descansar.

—No voy a poder pegar ojo.

—Haré que te sirvan una tila.

—No, no. Al contrario, una jarra de café. Tengo que aprovechar bien el tiempo, actuar como lo haría él. Hay que hacer del vicio virtud; ya que no voy a poder dormir, repasaré todas sus notas.

—Debería echarte una mano.

—¿No te das cuenta? Es muy raro eso que me cuentas. Al menos en Víctor. ¡Ha sido ella! No tenemos tiempo que perder, nosotros somos su única esperanza.

Don Agustín piensa con un nudo en la garganta que, si la dama tiene razón, Víctor estará ya más que muerto y Bárbara Miranda se habrá esfumado para siempre.

—Don Agustín, malas noticias.

El juez levanta la cabeza de su mesa de despacho y ve al alguacil Castillo asomando por la puerta.

—Ah, Castillo, pase, pase. Yo también tengo malas nuevas: la dama lo sabe. Anoche me acorraló y tuve que decírselo. Pero, siéntese. Diga, diga.

—Vaya, eso no nos va a ayudar —dice el otro tomando asiento—. Bueno, pues el caso es que esta misma mañana ha venido a vernos el empleado que Esther Parra tiene en la imprenta.

—¿Y sabe usted algo de Víctor?

—No, del señor Ros sigue sin haber ni rastro.

—¿Y?

—Ayer no se abrió la imprenta.

—¿Cómo?

—Sí, que su patrona no se presentó y él acudió a su casa. Llamó a la puerta y no abrió. Pensó que igual estaba enferma pero tiene unas tías que viven en la ciudad, así que supuso que estaría con ellas. Esta misma mañana se ha presentado en el trabajo y doña Esther tampoco ha aparecido.

—Vaya.

—Ha venido a avisarnos. Está preocupado, teme que le haya ocurrido algo, un mareo, una enfermedad. Hemos ido a su casa y hemos forzado la cerradura.

—¿Y?

—No hay nadie.

—¿Nadie? ¿Han mirado ustedes en la imprenta?

—Deberíamos. Pero he pensado que…

—¿Sí?

—Que ya sabe usted, don Víctor y esa mujer estuvieron juntos en el pasado.

—¿Y?

—Se les ha visto paseando del brazo.

—¿Y?

—Pues que él ha desaparecido y ella, ahora, parece que también.

—¿Qué está insinuando, Castillo?

—Bueno, como la mujer de don Víctor llegaba ayer a Oviedo…

—Y piensa usted que se han fugado.

—Bueno, es una posibilidad, ¿no? En cuanto se sepa que ambos han desaparecido a la vez, todo Oviedo creerá que se han ido juntos. Ya conoce usted esta ciudad.

—¿En mitad de un caso? ¡No conoce a Víctor Ros!

—Pues es lo que va a pensar la gente.

—¡No diga tonterías! Además, no hemos mirado en la imprenta. Igual la pobre se desmayó y se golpeó la cabeza, estaba sola y nadie la ha atendido.

—Deberíamos echar un vistazo.

—Pues vamos allá. No hay tiempo que perder.

Clara Alvear está en la calle Cimadevilla, justo enfrente de la imprenta Nortes. Ha acudido allí movida por la curiosidad. Después de una noche entera en vela, repasando las notas de Víctor y temiendo por su vida, ha decidido echar un vistazo. Sabe que es algo morboso, pero quería ver a aquella mujer de la que Víctor estuvo antaño enamorado. ¿Sería bella?

Víctor sólo le habló una vez del asunto, de cómo se sintió cuando traicionó a Paco Parra y de lo que hizo a su hija. Ella sabe que su marido se atormentaba con aquello, así que fue prudente y optó por no volver a hablar del asunto.

De pronto, ideas truculentas bullen en su cabeza, disparates. ¿Y si Víctor ha comprobado que sigue enamorado de ella? ¿Y si se han fugado juntos?

Le gustaría que Nortes no estuviera cerrada.

Lo tenía pensado ya desde Madrid, entraría un momento y haría unas preguntas sobre unas invitaciones de boda, ya está. Sería más que suficiente para verla, echar un vistazo. Pero no, la imprenta Nortes está cerrada.

—Perdone, caballero —pregunta a un viandante—. ¿Sabe a qué hora abren la imprenta?

—Ya debería estarlo, señora. Ayer tampoco abrió.

«Ayer tampoco abrió», piensa ella para sí.

De pronto, una voz conocida dice:

—Clara, ¿qué haces tú aquí?

Ella se gira y se da de bruces con don Agustín Casamajó, que va acompañado por varios agentes uniformados.

El juez le presenta a Castillo, da unas órdenes a sus hombres y la aparta un poco.

—¿Se puede saber por qué has venido? —pregunta Casamajó.

—Quería echar un vistazo, verla —responde ella.

—Pero ¿tú sabes…?

—Víctor me lo contó todo. ¿Sabes si la vio?

—Sí —Casamajó.

—¿Y? ¿Hay algo entre ellos? ¡Dímelo! Tengo derecho a saber la verdad —pregunta Clara muy azorada.

—¡Por Dios, Clara, éste no es momento!

—Dime, ¡dímelo! Estoy preparada para lo que sea. Tengo derecho a saber la verdad.

—¡No, no! Él vino aquí y se disculpó. Ella estuvo muy dura, no quiso perdonarle. Ya está.

—Ya.

—Luego ella fue a verle a la posada, él salía al campo y lo acompañó un trecho. Pareció entender sus razones y puede decirse que lo perdonó.

Ella suspira.

—Era importante para él —apunta la dama.

—Sí, ya conoces a tu marido, siempre debe actuar correctamente.

—¿Y volvieron a verse?

—Me consta que no, Clara, así que no te adentres en esos caminos. No van a llevarte a nada bueno y Víctor no es así.

—Tengo plena confianza en Víctor.

—Así ha de ser, bien entonces.

—¿Y puede saberse qué hacéis aquí?

Casamajó hace un gesto a dos de los hombres de Castillo que portan unas tremendas cizallas para que rompan los candados que aguantan los postigos. Mientras los hombres trabajan, el juez aparta a Clara aún más y le musita al oído:

—Debes irte. Ve a la posada, luego hablamos.

—No, no me voy. ¿Qué ocurre? ¿Está relacionado con Víctor?

—No, no sabemos nada.

—¿Y qué hacéis aquí?

Casamajó mira a uno y otro lado como queriendo escapar de aquella incómoda situación.

—Clara, haré que uno de los hombres de Castillo te acompañe.

—¡Ya está, señor! —grita uno de los agentes que ha logrado quitar los postigos.

—¡Ni hablar! —dice Clara levantando la voz—. No me iré de aquí. Formo parte de esto tanto como tú. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras que vosotros lo hacéis todo.

—Ve con Eduardo, espérame allí.

—Eduardo está vestido de pilluelo, por esas calles de Dios. Busca a Víctor. Como tú, como yo.

El juez suspira y mira hacia la imprenta. La puerta está abierta y los hombres de Castillo van entrar. Los viandantes le miran. Clara va a montar un espectáculo, sin duda, así que decide hablar:

—Esther Parra no se presentó ayer al trabajo. En su casa no está, su empleado nos alertó al respecto. Así que vamos a echar un vistazo. Puede haberle ocurrido algo.

—Quiero entrar.

—Aguarda un momento, ¿quieres? No puedes interferir en una investigación.

Entonces la toma por el brazo y la acompaña a la puerta.

—Martínez —dice mirando a uno de los guardias—. Cuide de la señora. Que no pase hasta que yo le avise. No sabemos lo que vamos a encontrar.

Al momento se pierde en el interior de la imprenta junto a Castillo y tres de sus hombres. El revuelo es ya considerable en la calle Cimadevilla.

Apenas han pasado unos minutos cuando el juez asoma la cabeza.

—No hemos encontrado a nadie. Clara, puedes pasar.

Clara Alvear entra y se da de bruces con un espacio que en otro tiempo formó parte del pasado de Víctor. Con el alma encogida contempla la mesa con los tipos, al fondo, el añoso mostrador y el olor a tinta y a papel.

Castillo y sus hombres miran aquí y allá pero no hallan nada.

—No tengo ni idea de dónde puede estar esta mujer —dice Casamajó mientras que Clara se asoma al despacho de Esther Parra a echar un vistazo. Todo está en orden.

—No hay indicios de pelea —apunta Castillo—. Otra persona más que buscar.

Clara tiene que luchar para acallar los pensamientos que desbordan su mente. No sabe qué posibilidad es peor: que Víctor haya caído en manos de Miranda es una opción horrible, pero no quiere ni pensar en la posibilidad de que se haya escapado con Esther Parra.

—Vámonos, Clara. Nada hacemos aquí —dice el juez tomándola del brazo.

Justo cuando van a salir, al pasar al lado del mostrador, ella se para de golpe y dice:

—Un momento.

Todos contemplan cómo Clara Alvear se acerca a un libro que hay encima, lo toma y le echa un vistazo: Es Armadale de Wilkie Collins.

—Víctor lo estaba leyendo.

La dama abre la primera página y lee en voz alta un exlibris que dice:

—Este volumen pertenece a la biblioteca particular de Víctor Ros.