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La nota dice que es urgente, así que Víctor camina a paso vivo. Apenas si tarda unos minutos en plantarse en la puerta de la imprenta Nortes. Empuja la puerta y suena la campanilla. Todo está a oscuras salvo el despacho acristalado de Esther.

—Pasa, pasa —dice la mujer, que parece buscar unos papeles en el archivador.

Víctor deja su libro sobre el archivador y se adentra en el despacho.

—¿Me querías ver? —dice acercándose a la butaca que hay delante de la mesa.

—Sí, quería hablar contigo. ¿Quieres tomar un café?

—Pues no te diré que no —contesta él que piensa que así matará el cansancio.

—¿Con leche, dos terrones?

—Sí.

—Como en los viejos tiempos —dice ella.

—Como en los viejos tiempos.

Esther sirve la taza a Víctor y éste comienza a beber a pequeños sorbos.

—Está muy bueno, ¿tú no tomas?

—No, ya tomé dos tazas y supongo que no pegaré ojo.

Víctor repara en que sobre la mesa hay una taza en la que se observan los restos del café que Esther ha tomado.

—Siempre estás trabajando. ¿No te cansas? —él.

—La imprenta es mi vida y era la de mi padre —contesta la mujer. Está hermosa, como siempre.

—Sí, es cierto.

Los dos se quedan en silencio. Se miran a los ojos. Él recuerda cuando ella lo miraba así y percibe que aún le quiere. Mañana llega Clara. Una vez le contó lo que hizo realmente en Oviedo cuando traicionó a su patrono y a la hija de éste. Su mujer no le hizo preguntas y así quedó enterrado el asunto. Clara es inteligente y sabía que su marido no se sentía orgulloso de aquello.

—Te preguntarás por qué quería verte.

—Sí, claro. Decías que era urgente y me he alarmado un poco.

—No, no, no es nada grave —dice ella, sonriendo.

—Bueno, bueno, entonces me dejas más tranquilo. ¿De qué se trata?

Ella hace una pausa y entrelaza las dos manos.

—Verás —comienza a decir—. He pensado que esta noche podríamos dejar el asunto zanjado, para siempre.

—Creí que ya lo estaba. El otro día…

—¡Digo para siempre!

Víctor siente de pronto que sus sentidos le alertan de algo. Ha visto el odio en los ojos de Esther. ¿Ha levantado la voz?

—Perdona, Víctor. Perdona mi vehemencia —se excusa suavizando el tono de voz.

—No pasa nada, conmigo estás disculpada.

Vuelven a mirarse a los ojos y Esther comienza a parecer la de antes, habla de nuevo con voz melosa:

—Verás, Víctor, yo he seguido… ¿cómo decirlo? No quería reconocerlo pero durante todos estos años en que te odié seguía, en el fondo, queriéndote.

—Ya. —Víctor se siente muy violento.

—Tú me hiciste una desgraciada. Nadie quiere casarse con una chica que ha sido deshonrada, ¿comprendes?

—Sí, perfectamente, y lamento muchísimo que las cosas sean así.

—No ha sido fácil para mí.

—Me imagino, Esther, me imagino.

—He tenido algunos amantes durante estos años, ¿sabes?

—Ya, bueno, no es necesario que entremos en detalles sobre tu vida íntima —contesta el detective algo sorprendido ante el giro que dan los acontecimientos.

—No, no, no me importa. Tú me conoces mejor que nadie. Muchos acuden, entran por esa puerta y piensan. «Esta mujer es hermosa y dicen que se acostaba con aquel novio que tuvo, voy a intentarlo yo», y ahí que me vienen con proposiciones; muchos, hombres casados.

—Lo siento, Esther, si de alguna manera yo…

—No he dicho que me importe. Si el caballero es de mi agrado no tengo reparos.

—Ya. —Víctor cada vez está más sorprendido.

Entonces ella se levanta y se acerca.

—Verás, Víctor.

Su mano derecha se posa sobre el hombro del detective y la izquierda llega a su nuca para comenzar a juguetear con su pelo.

—Ninguno de ellos es como tú.

Ella se acerca aún más haciendo que su vientre se roce con el hombro del detective.

—Cuando estoy con ellos pienso en ti. No te llegan ni a la suela del zapato.

—Me estoy mareando —dice él de pronto.

Ella se separa de un salto.

Víctor comienza a sentirse extraño. No puede ser que tenga tanto sueño. Acaba de tomar una gran taza de café. ¿Será por la tensión que ha aguantado esa misma mañana? Mira el cuadro que tiene enfrente, en la pared. ¿Está inclinado? Sí, parece totalmente torcido. ¿Estaba recto a su llegada?

—¿Qué me pasa? —se escucha decir. Su voz flota como un eco que se repite y repite hasta extinguirse.

—Ya está —dice ella.

Él gira la cabeza y mira hacia arriba. La cara de Esther es una máscara de odio mientras que a él todo le da vueltas. ¿Qué está pasando allí?

—Ya ha hecho efecto, ¡podéis salir! —dice Esther levantando la voz.

Víctor no termina de comprender. Mira hacia la puerta y comprueba que se acercan dos sombras desde la imprenta. Entonces entiende, mira a su taza y Esther sonríe hablándole con una voz amarga y dura que él nunca había escuchado:

—Sí, te he drogado. No eres tan listo, ¿verdad?

—¿Tú? —balbucea él señalándola con el dedo. Intenta ponerse de pie pero la pierna se le dobla y vuelve a caer hacia atrás en la butaca.

—Te dije que esta noche zanjaríamos cuentas y así va a ser, ¿qué te creías? —dice Esther, que gira la cabeza hacia la puerta, y añade—: Ahí lo tenéis, es todo vuestro. He cumplido con lo pactado.

Víctor mira hacia allí y ve a Bárbara Miranda sonriendo. La acompaña un tipo moreno, alto y fuerte. Lo reconoce de Madrid, José Antonio García Espada, un delincuente violento del que hace años no sabía nada.

Intenta hablar, pero le pesa la lengua y no puede.

—Volvemos a vernos, Víctor —dice Bárbara Miranda—. Y ya sabes, quien ríe el último, ríe mejor. Sabía que picarías el anzuelo si te escribía Esther. Siempre has sido un ingenuo. Tú siempre quieres quedar bien, ¿verdad? Ser el bueno. Me das asco.

Víctor comprende que ha llegado su fin. La droga surte su efecto y todo se oscurece a su alrededor. Justo cuando siente que la habitación se funde toda en color negro escucha a Esther que dice:

—Quiero que sufra mucho, me lo prometisteis.

Clara baja muy desilusionada del tren que la ha traído de Madrid. Víctor no ha acudido a esperarla. En su lugar se encuentra con Eduardo y el juez, don Agustín Casamajó, al que pudo conocer en su estancia en Madrid.

Tras fundirse en un abrazo con el crío, éste pregunta por sus hermanos menores:

—Están muy bien, Eduardo, preguntan por ti todos los días.

A pesar del cansancio del viaje, la dama destaca en mitad del andén pueblerino de aquella pequeña ciudad. Viste un traje azul celeste, con encaje blanco en los puños y el cuello rematado con un hermoso sombrero acabado en un pequeño velo. Es una mujer hermosa y llama la atención.

Casamajó se hace acompañar por un cochero, «el Julián», que parece dispuesto y muy amable a los ojos de Clara. Mientras que éste se hace cargo del equipaje, ella vuelve a mirar al juez y pregunta, no sin cierta desconfianza:

—¿Y dices que Víctor no ha podido venir porque está en Gijón?

—Sí, sí —apunta el juez visiblemente nervioso—. Es que ha tenido que acudir allí para revisar unas cosillas, unos flecos del caso.

—Pero esa mujer anda suelta, ¿lo has dejado ir solo? Es muy peligrosa.

—¡No, no! Le acompañaban varios hombres del alguacil Castillo. Puedes estar tranquila, su seguridad no corre peligro alguno, nos hemos cuidado mucho de eso.

—¿Y cuándo dijo que volvería?

—No lo dijo, pero pronto.

—Y si no lo dijo, ¿cómo sabes que volverá pronto?

Casamajó se pone colorado, es evidente que está pasando un mal rato.

—Clara, mujer, si el asunto le fuera a llevar muchos días ya te habría telegrafiado inmediatamente para que no vinieras, ¿no?

—Sí, tiene lógica eso que dices. Vamos, Eduardo, tenemos que ponernos al día —contesta Clara dándose por contenta. No percibe que el juez suspira aliviado y saca el pañuelo para secarse el sudor que le empapa la cara, la papada, la frente y las patillas.

En el trayecto a la posada, don Agustín comprende que la dama es inteligente y que no se va a tragar sus mentiras fácilmente. Volverá a preguntar y entonces, ¿qué hará él?

Lo cierto es que Eduardo ha sido el primero en dar la voz de alarma aquella misma mañana: la cama de Víctor ha amanecido intacta. Es raro pues el detective no suele salir sin decir adónde va y menos en un caso como aquél y con Bárbara Miranda rondando por Oviedo.

¿Por qué se escabulló en mitad de la noche?

Nadie sabe adónde fue Víctor la noche anterior y Casamajó está preocupado. Castillo y sus hombres andan buscando por toda la ciudad, exprimiendo confidentes y preguntando en todas las tascas, cafés y sidrerías. Hay que encontrarlo lo antes posible.

El crío parece de confianza. Ha aceptado el encargo de distraer a su madre, de mentirle, y se pasa todo el viaje contándole cosas de Oviedo y señalando por la ventanilla del coche aquellos lugares de interés para el forastero. Clara parece distraída, de momento, pero el juez sabe que ha sospechado y teme que va a insistir. Seguirá preguntando, no hay duda. Es una mujer activa y brillante, muy leída, Víctor se lo ha contado. Don Agustín cree que Eduardo no dirá nada. Eso le permitirá, al menos, ganar algo de tiempo.

Cuando don Agustín, Clara y Eduardo llegan a La Gran Vía, tras la cena, ella dice de pronto:

—Agustín, quiero hablar contigo.

Él parece dar un respingo y contesta:

—Sí, claro, por supuesto, cuando quieras. Mañana por la mañana me paso y…

—No, ahora. Eduardo, cariño, sube a acostarte, ahora iré yo.

El tono de voz de la dama no ha dejado lugar a la duda, así que Agustín decide llevarla al salón de la posada donde tantas y tantas charlas ha mantenido con Víctor. Toman asiento junto a una mesa de camilla que hay en un rincón.

—¿Has disfrutado de la cena? —pregunta él, solícito.

—Sí. Éste es un lugar fantástico.

—Lo sé.

—Eres un hombre afortunado.

—No hay día en que no repare en ello, Clara.

En ese momento ella toma aire y de pronto dice a bocajarro:

—¿Qué ocurre con Víctor? Digo, realmente.

—Nada —miente el juez.

—No te esfuerces, no cuela.

—No, no, no ocurre nada, de verdad —contesta él con una risa nerviosa que sabe le delata.

—Agustín, no soy idiota. No sé el qué pero algo me ocultáis, Eduardo no hace sino intentar distraerme y tú evidencias un nerviosismo más que patente. Algo pasa.

—No es nada, Clara, te lo aseguro.

—Es muy raro que Víctor no haya acudido a esperarme a mi llegada. Yo le conozco.

—Era un asunto urgente.

—Si así fuera habrías ido con él a Gijón.

«Touché», piensa el juez.

—Mira, es que tengo mucho trabajo en el juzgado y no podía ausentarme.

—Paparruchas.

Casamajó sabe que se las ve con una mujer de armas tomar, una de las sufragistas más activas de Madrid, una luchadora que ha sido detenida en multitud de ocasiones y que no ceja en su empeño cuando defiende una causa que cree justa.

Lo tiene difícil si quiere engañarla.

Silencio.

—Verás, Clara…

—¡Lo sabía! Está herido, ¿verdad? ¡Dime que sólo es eso!

—No, bueno, no lo sé.

—¿Cómo?

—Clara, Víctor ha desaparecido.